Cinco

El sueño de Tallow estuvo sembrado de pesadillas intrascendentes con un brillo cobrizo. El teléfono móvil encima de la pila de libros junto a su cama le despertó.

Las mujeres que habían pasado por la vida de Tallow le habían informado de que normalmente se despertaba con una especie de síndrome de Tourette. Durante la primera hora del día era incapaz de manifestar reserva, paciencia o un correcto comportamiento social.

Tallow atacó el teléfono móvil con un:

—Qué cojones.

—Ven a la oficina.

—Joder, dijiste cuarenta y ocho putas horas; para qué coño me despiertas.

—Los de la científica acaban de conseguir una muestra de tus armas. Lo siento, John, sé que te dije cuarenta y ocho horas, pero te necesito aquí ahora.

—Joder. Vale. Sí. Mierda. Dame una hora.

—Treinta minutos. Y cuando llegues, muéstrate humano. Es cierto que ahora mismo estoy anulando tu período de inactividad, pero le añadirás una mierda humeante enorme a tu expediente personal si me vuelves a hablar así.

—Sí. Vale. Teniente, ahora voy. Me despierto. Sí.

—Treinta minutos, inspector.

***

Treinta minutos más tarde empezó a abrirse paso entre el grupo de simpatizantes de la puerta principal de Homicidios del edificio del Primer Distrito en la plaza Ericsson. Le llevó diez minutos de incómodos estrechamientos de manos y de incómodas palabras llegar al despacho de la teniente. Jim había sido el popular. En realidad, nadie sabía qué decirle a Tallow. Pero la mayoría lo intentó. Era doloroso.

La teniente lo miró con desagrado.

—Dije treinta minutos.

Llevaba puesto un traje que él no había visto antes, de un estambre frío gris plomo.

—La gente me paraba todo el tiempo. ¿Qué pasa?

—Podía empezar contigo diciéndote que trataste a uno de la científica tan mal que tuve que ir a rogarles para conseguir las armas recogidas por los del turno de noche para así darles la lata a los de balística hoy. Pero no lo haré.

Tallow se derrumbó en la silla del otro lado de la mesa sin que ella le indicase que lo hiciera. Era de plástico duro y no invitaba a largas estancias en el despacho. Por eso la había puesto la teniente allí.

—Bien, me alegra que no me enmierdes por eso.

—No te alegres —soltó ella—. No me gusta nada, John. ¿No lo detectas?

—Lo siento —mintió él.

—Bueno. El de la científica sacó unas muestras de las armas del apartamento de Pearl que aireaste tú. Cuatro en concreto.

Volvieron hace dos horas. —Agarró un delgado manojo de papeles sujetos con un clip, e iba a empezar a leer uno, pero entonces lo volvió a tirar a la mesa—. No me creo la palada de mierda que has dejado a mi puerta, John.

—¿Qué pasa con las armas?

—¿Que qué pasa con ellas? Todas han matado a gente.

Tallow pensó que podía detectar el desembarco de un dolor de cabeza importante en la nuca.

—¿Puedes ser más clara, teniente?

Ella levantó otra vez con violencia los papeles.

—Arma uno: Bryco modelo 38, calibre 32. Estrías anormales debidas a deliberadas modificaciones en el interior del cañón. Implicada en el homicidio de Matteo Nardini, Lower East Side, 2002. Es un homicidio sin resolver, por cierto. Arma dos: Lorcin, semiautomática, del 380, modificada a fondo, la prueba de disparo coincide con la bala extraída a Daniel Garvie, Avenida A, 1999. Sin resolver. Arma tres: Ruger nueve milímetros, martillo del percutor deformado, Marc Arias, Williamsburg, 2007, sin resolver. ¿Podrías utilizar la imaginación para la cuarta?

—Fueron unas muestras al azar de las armas del apartamento, ¿no?

—Recogidas al azar.

Tallow se puso en pie repentinamente. Con los ojos desenfocados, rodeó su silla, puso las manos en el respaldo volvió a enfocarlos en la teniente.

—Eso es imposible.

—No, John. Lo que es imposible es que ayer encontraste algo muy raro que habría divertido a otro departamento de este distrito durante meses. Ayer era algo curioso y el problema de otro.

—Cada una de las pistolas…

—Eso mismo. Por las pruebas actuales, has vuelto a abrir varios centenares de homicidios y los has dejado a mi puerta.

—¿Yo?

—Sí, claro. Tú. Esto es cosa tuya, inspector Tallow. Abriste el agujero en aquella pared y sólo tuviste que meter la cabeza dentro.

—Vamos, vamos…

—Si lo rompes, lo pagas. Es la norma en toda la ciudad.

—No puedes.

—Fíjate en mí. Encontraste una habitación llena de armas, y cada una de ellas va a demostrar que ha sido usada para matar exactamente a una persona. Te estoy encargando que sigas a los de balística, descubras cómo llegaron esas armas a aquella habitación, encuentres al dueño o dueños y le cuelgues hasta el último caso alrededor del cuello. Porque estaría bueno que yo dejase que alguien los colgase del mío.

Tallow no agarró la silla y la tiró.

La teniente vio que los dedos de Tallow se flexionaban.

—Y encima, el escuadrón es cada vez menos numeroso. Y acabo de quedarme sin mi mejor agente por un incidente idiota con disparos que nunca debieron suceder. Así que trabajarás solo en esto hasta nuevo aviso. ¿Alguna pregunta?

Tallow se limitó a mirarla.

—Bien —dijo ella, entregándole los papeles. Su pulgar e índice sujetaban el borde del manojo, que emitió un siseo cuando lo agarró él—. Ahora vas a casa, te cambias y luego empiezas a trabajar.

Tallow se sobresaltó, y se miró a sí mismo como un leproso. Había una mota oscura en su manga izquierda. Partículas de Jim Rosato en su costado izquierdo. Jim Rosato siempre iba a su izquierda. Jim nunca le dejaba conducir.

Tallow llevaba despierto menos de una hora, pero encontró modo de tragarse algunas palabras y se marchó del despacho con mucha rapidez.