Cuatro
Jim Rosato comentó una vez que el apartamento de Tallow era el lugar donde éste vaciaba la cabeza.
Un dormitorio estaba atestado de libros, revistas y papel. La puerta había desaparecido, como un dique sin compuerta, y el chorro de papel impreso se extendía por el cuarto de estar, y formaba una cresta debajo de la mesa en la que vivían dos ordenadores portátiles y un drive externo. Dos alargados altavoces sobresalían en la superficie de todo aquello como faros. El otro dormitorio estaba enladrillado a medias con cedés, cintas de casete y vinilos. Un perchero para ropa de una tienda cogido en un contenedor de basura hacía en el rincón del cuarto de estar de armario ropero, pero la mayor parte de las prendas que deberían haber colgado de él estaban tiradas por el suelo.
Tallow se abrió paso al interior de su apartamento con las revistas del día debajo del brazo. No el manojo que habría exhibido en el momento álgido del mes sólo cinco años antes. Mucho de su material favorito había emigrado a internet.
Muchas más simplemente habían desaparecido en el horizonte del amanecer digital, y nunca más se las volvió a ver.
No las abrió, se limitó a ponerlas en cualquier superficie estable que pudo encontrar. Se quitó la chaqueta, soltó la pistolera del hombro. Colgó la pistolera del perchero, dejó caer la chaqueta al suelo. Se sentó en una de las dos sillas.
Tallow intentó pensar en el apartamento lleno de armas. En cómo podía llegar a existir un sitio así. Pero lo único que permanecía en su cabeza era su compañero y único amigo de verdad, al que habían arrancado un trozo de cerebro con una escopeta.
Cuarenta y ocho horas. Tallow supo que allí se iba a volver loco.