Veintiséis

El cazador vigilaba desde el tejado de la esquina. El militar echó una rápida ojeada a la manzana de casas y luego volvió a entrar en la casa de Kutkha.

La tienda de repuestos para coches cerraba a la hora de comer. El cazador encontró el callejón de acceso detrás de la ferretería, rodeó la manzana, forzó la entrada a la tienda de repuestos para coche y cogió unas cuantas cosas que no echarían de menos inmediatamente, entre ellas una cazadora y una gorra de béisbol que habían estado metidas en una bolsa del fondo.

Apestaban a maquinaria, pero él quería llamar menos la atención en sus idas y venidas en las próximas horas, así que se las puso con la idea de llevar de vuelta su envoltorio con el botín a la ferretería.

A la fresca sombra de la tienda abandonada, el cazador empezó a hacer herramientas.

Enrolló con cuidado largos trazos de cuerda y los puso a remojo en la lata de gasolina de la que se había apoderado en la tienda de repuestos.

La cosa muerta ahora no era más que materia prima. El cazador cortó pequeñas tiras de su ropa, después de mirarlas y constatar que había demasiados polímeros en el tejido de su traje naranja. El cazador empapó las tiras en la sangre. Una vez que estuvieron bien mojadas, el cazador las metió en dos de las tres botellas de agua vacías que encontró en la habitación del fondo de la tienda, junto a un puñado de bolas de poliestireno que había recogido del suelo.

El cazador no consiguió encontrar una sierra para metales decente, y en cualquier caso podría hacer demasiado ruido. Se movió lentamente por el local en busca de las tuberías de cobre que parecieran menos resistentes y pasó unos minutos arrancando dos de ellas con paciencia de las paredes lo más silenciosamente posible. Pasó un rato afilando la punta de un tornillo, y luego lo usó para hacer unos respiraderos a lo largo de las dos tuberías. Luego metió un trozo de cuerda en cada una de las tuberías. Tenía que ser consciente del paso del tiempo. Ese tipo de trabajo le reconfortaba y le abstraía tan maravillosamente que podría haber pasado días haciéndolo. Preparar herramientas le resultaba hermoso, aunque se tratase de herramientas improvisadas como aquéllas. Hacer un nudo alrededor de una tuerca era un acto de devoción y de conservación de oficios sagrados como lo era la fabricación de lazos de oración con hojas de tabaco. Mezcló gasolina con la sangre, tela y poliestireno y ató el cabo libre de la cuerda alrededor del extremo de la cañería para así no perderla cuando introdujera el cabo anudado de la cuerda dentro de la botella. Empujó siete o diez centímetros del extremo más cercano de la tubería dentro de la botella y la selló con cinta aislante robada en la tienda de repuestos para coches. Un cabo de la cuerda estaba dentro de la botella, con el peso de su tuerca; el otro todavía estaba suelto en torno al extremo de la tubería. Repitió la operación con la segunda botella.

Calculó el peso de uno de sus arpones de cobre para probar. La longitud estaba bien. Luego buscó cosas para contrapesar los extremos sueltos de las botellas y determinar con más precisión cómo se alzaban.

La puerta delantera de la vivienda de Kutkha todavía era un problema. Una vez que las botellas tuvieron un peso a su gusto, el cazador merodeó por el edificio en busca de más ingredientes.

Se tropezó con una vieja escoba; el mango estaba astillado, y sus cerdas imitación de crin de caballo escaseaban y eran frágiles. Aquello resolvía otro problema de su lista. Dividió lentamente el mango por la mitad —no quería que hiciera ruido al partirlo con rapidez— y con su cuchillo empezó a cortar en capas el extremo de arriba de la madera convirtiéndolo en yesca mientras recorría el desierto edificio.

A los diez minutos el cazador había encontrado un recipiente medio vacío de gel antiséptico para manos, un frasco casi lleno de desatascador de cañerías, un tubo doblado de potente pegamento y un encendedor desechable al que parecían quedarle cinco milímetros de gas en el fondo. El cazador se quitó los guantes y se echó una gota del gel antiséptico en la yema del dedo. La olió y luego la frotó enérgicamente con el pulgar. Una base de alcohol. Sólo el cielo sabía qué podía ser el otro olor, pensó amargamente. Sabía que tenía unos cuantos clavos en el piso de abajo. Volvió a agarrar su cuchillo y lo hundió en las paredes de la habitación donde estaba hasta que encontró los cables de la luz y tiró de varios metros para separarlos del yeso.

Abajo, puso su yesca boca abajo y agarró la pistola que le había quitado a la cosa muerta del suelo. Era una versión de una Beretta 92, una nueva copia que nunca había visto. Resultaba más ligera en la mano de lo que había esperado, dado la marca.

Tenía algunas partes de plástico, como verificó al examinarla más de cerca. Sin lugar a dudas, una Beretta 92, pero de nueve milímetros y que funcionaba bien. La corredera era fuerte y suave. Sacó el cargador de la pistola y extrajo una bala. El cazador cortó la parte de arriba de la tercera botella, echó lo que quedaba de la lata de gasolina, desenroscó el brazo dispensador de gel antiséptico y echó un chorro encima de la gasolina. Fue en busca de los clavos. Para su gran placer, diez minutos de búsqueda le permitieron reunir una cierta cantidad de clavos de aluminio. Fueron dentro de la botella.

Mientras la cosa muerta se ponía rígida y luego blanda en el otro lado de la habitación, el cazador trabajó con su cuchillo en la bala, los cables y otras cosas, y se le aligeró el corazón.

Fue a última hora de la tarde cuando terminó su trabajo a su entera satisfacción. El cazador entonces se dedicó, metódicamente, a la preparación de yesca. Moviéndose lo más en silencio que pudo, deshizo el expositor de aglomerado y se puso a usar sus piezas. Preparó y cortó más yesca, asegurándose de que podría alcanzarla con facilidad hasta que empezara a añadir más madera.

Haría una gran hoguera. Una hoguera que podría convertir a la cosa muerta en un montón de palos negros, con los restos de su ropa de poliéster mezclados con ellos.

El cazador entonces se detuvo, sacó su último trozo de carne de ardilla y dedicó un tiempo a masticarla, considerando desde todas las perspectivas lo que había hecho y lo que iba a hacer.

El sol ya estaba bajo. El cazador dispuso sus armas junto a la puerta de atrás y subió al techo para vigilar y esperar. Tenía una razonable buena visión desde el techo de la esquina de la manzana. Sabía cómo llegar a la calle lateral y al patio trasero de Kutkha desde el callejón de acceso a la ferretería.

El sol bajó más. En la calle aumentó el silencio.

El militar abrió la puerta delantera, tiró dos bolsas de basura y volvió a cerrar la puerta con un clic audible.

El cazador se movió.

Cinco minutos más tarde, e intensamente consciente del paso del tiempo, el cazador resultaba invisible en la puerta delantera de la casa de Kutkha. Metió un clavo bajo el marco de la puerta delantera, dio una patada a una bolsa de basura. —¡Qué suerte!, pensó— para ponerla delante e introdujo en la misma una botella llena de agua que contenía improvisadas divisiones. Extendió los cables que salían de la botella y enrolló uno de ellos alrededor del clavo de la parte de abajo del marco de la puerta. Introdujo otro clavo junto a la cerradura, enrolló el otro cable a su alrededor, y se alejó rápidamente.

En la oscuridad de la ferretería, el cazador produjo unas chispas. La pira que rodeaba a la cosa muerta se prendió inmediatamente. Sacó más yesca por la puerta trasera en una de las pequeñas bandejas para material de la tienda. Fuera oyó un coche. El cazador dejó de moverse y escuchó, con atención. Oyó que el coche bajaba al camino de acceso, doblaba, tomaba el pasadizo hacia el patio trasero y se detenía.

El cazador produjo chispas en su yesca e hizo fuego. Prendió fuego a las puntas de la cuerda empapada que asomaban por los extremos de las dos cañerías y se deslizó por la puerta de la cerca que le separaba del camino de acceso. A los cinco pasos quedó fuera de la vista del patio trasero pero tenía una línea de visión clara de la parte posterior del edificio de Kutkha.

Levantó su primera lanza y la lanzó por encima de la cerca hasta que atravesó una ventana del tercer piso. Agarró la segunda mientras la primera iba por el aire, hizo cálculos sobre la dirección correcta y la fuerza necesaria y atravesó con la lanza una ventana del quinto piso. Distinguió pequeños parpadeos de luz por los agujeros que habían hecho las lanzas mientras las mechas empapadas en gasolina ardían en dirección a la botella. Hubo un sonido seco en el tercer piso, como si un gigante golpeara el suelo con la palma de la mano. Napalm de fabricación casera —sangre coagulada, plástico y gasolina— entró en erupción, y él recibió el premio de unos gritos en el tercer piso. Una ventana del quinto piso explotó cuando reventó la segunda bomba de napalm.

El cazador sacó la Beretta y entró en el patio trasero.

Allí estaba aparcado un coche grande de siete asientos. El cazador distinguió las pequeñas caras de cuatro personas pequeñas en la parte trasera del vehículo, y vio que las puertas estaban cerradas. Dos hombres estaban parados junto a la aleta izquierda del coche, dándole la espalda al cazador.

Atravesó de un tiro el cuello del primero. El proyectil recorrió la cara del hombre y destrozó la articulación derecha de su mandíbula cuando salió, de modo que la mandíbula inferior se balanceaba como colgando de una bisagra hacia el cazador.

Atravesó de un tiro la nuca del segundo y oyó el choque de un trozo de cerebro del tamaño de la mano de un bebé que golpeaba contra la pared del edificio.

Kutkha tenía un maletín en la mano. Detrás de él estaba el chico idiota. A su lado el militar, ya en movimiento, buscaba el arma oculta.

El cazador atravesó de un tiro la frente del militar. Durante un largo segundo el hombre se negó a morir. Los ojos le brillaron indignados. Abrió la boca como para decir lo que pensaba de la intromisión y por ella salió un cuarto de litro de sangre rojo brillante. Le cedieron las piernas y cayó al suelo enrollándose, como una serpiente apaleada.

El cazador bajó su pistola y pegó un tiro en la entrepierna de Kutkha, castrándole con gran precisión. Apartó al ruso que daba gritos y disparó dos veces al chico en el cerebro, sonriendo cuando se dijo a sí mismo que el segundo disparo era por si acaso no había dado en el cerebro la primera vez.

El tercero y quinto pisos del edificio ya estaban completamente envueltos en llamas. El coro de gritos tenía una o dos voces menos.

El cazador se trasladó rápidamente a la pesada puerta trasera del coche, guardando la pistola en el bolsillo izquierdo de su chaqueta; ahora estaba demasiado caliente para meterla en el cinturón. Sacó un puñado de cables cortos del bolsillo derecho y lo empujó bruscamente dentro de la cerradura. Metió lo que quedaba del tubo de pegamento en la cerradura detrás de los cables, llenándola lo mejor pudo. Volvió a empuñar la pistola y esperó treinta segundos, manteniendo un ojo en Kutkha, que gritaba y se agitaba.

Desde dentro alguien intentó abrir la puerta trasera. Pero no consiguió que funcionase la cerradura. El cazador oyó arañazos. Luego nada.

Se dirigió a Kutkha y le pisó el cuello mientras se hacía con el maletín. No estaba cerrado con llave. Dentro había dinero y, en dos bolsas de plástico, una pistola reglamentaria de la policía y veinticuatro proyectiles. La reglamentaria de la policía era un arma extrañamente atractiva. La acarició por encima del plástico. Sería maravillosamente útil. Era la herramienta perfecta para el trabajo siguiente.

Decidió llevarse un fajo de billetes. Tenían su utilidad.

—¿Por qué? —balbuceó Kutkha—. ¿Por qué? Hacemos negocios.

—Lamento que, en esta ocasión, no pueda pasar por alto que me hayan visto, Kutkha.

Hubo una potente explosión. Alguien había abierto la puerta principal del edificio, activando el improvisado artificio explosivo del cazador. Líquido antiséptico para las manos mezclado con clavos de aluminio, un gel con alcohol, algo de agua y un poco de gasolina se incendiaron con pólvora negra y gas butano. Al cazador le gustaría poder haber visto aquello. La bola de fuego y el estampido caliente de gas, el gel en llamas y la granizada de clavos ardientes. Debió de haber sido bonito el resplandor en las sombras de la tarde. Ahora las bolsas de basura también estarían ardiendo. Del edificio no conseguiría salir nadie.

Kutkha se arrastraba hacia el cadáver del militar. Kutkha debería saber dónde llevaba la pistola. El cazador volvió a poner el pie encima de Kutkha. Kutkha lloró desesperado.

—¡Somos de la misma sangre! ¡Los de mi tribu vinieron caminando a América y se convirtieron en los de tu tribu! ¡Somos iguales!

—No —dijo el cazador—. No lo somos.

Disparó a Kutkha en la nuca. El ángulo estaba desviado. La coronilla de Kutkha se separó, y la materia húmeda y blanda del interior del cráneo salió despedida al suelo y se dispersó alejándose unos veinte o veinticinco centímetros como una criatura marina.

El cazador se dio cuenta de que le estaban observando. Cuatro pares de ojos que brillaban dentro del coche.

El cazador soltó un suspiro, sacó su cuchillo y cortó dos trozos de tela de los absurdos pantalones cortos de Kutkha.

Regresó al camino de acceso y recuperó su bandeja con yesca. La yesca seguía ardiendo, el plástico de la bandeja se ennegrecía y burbujeaba.

La llevó al coche, abrió el tapón de la gasolina, metió los dos trozos de tela dentro y les prendió fuego con la yesca. Tiró la bandeja con yesca y la Beretta debajo del coche y se alejó, negándose a escuchar los pequeños puños que golpearían las ventanillas del coche, las voces ahogadas; negándose a ver los ojos.

El cazador ya había recorrido la mayor parte del camino de acceso cuando el coche saltó por los aires. La ferretería ya estaba en llamas. Había sirenas, pero no llegarían a tiempo. Nunca llegaban.

Se dirigió a la orilla, se sentó junto al agua y miró cómo brillaba la Gran Asesina en la oscuridad mientras las casas de sus enemigos ardían a sus espaldas.