Catorce

El Fetch antes era la Piedra de la Elocuencia. O por lo menos una de las Piedras de la Elocuencia. En cualquier determinado momento parecía haber por lo menos cuatro bares en Nueva York que se llamaban la Piedra de la Elocuencia.

Éste, posiblemente el bar irlandés con el plástico más grasiento de todos, lo vendieron un par de años antes. Los nuevos dueños querían conservar el carácter irlandés del local —aunque, claro está, nunca estuvieron más cerca de pisar suelo irlandés que cuando compraron una bolsa de turba en un centro de jardinería de Brooklyn—, pero consideraron que el local a lo mejor era un Piedra de la Elocuencia más.

De modo que lo llamaron el Fetch. Bien porque a uno de ellos le interesaba de verdad el folclore irlandés, o porque alguien les dijo que era algo irlandés, como los tréboles y pegar a tu mujer con el trozo de un árbol. Tallow siempre sospechó lo último cuando el nombre quedó exhibido en un rótulo plano encima de la puerta principal y escrito en las ventanas con grandes y estúpidas letras verdes, churretosas y abigarradas como jamón en lata.

Tallow sabía que un fetch era la versión irlandesa de un doppelgänger, una copia sobrenatural de una persona viva cuya manifestación por lo general significa la muerte inminente del original. Qué gran nombre, creía él, para un local del que la gente por la noche salía dando tumbos y viendo doble.

Tuvo bastante suerte y encontró un sitio al otro lado de la calzada. Buscó dentro del depósito de aluvión de la parte de atrás de su coche y sacó una tableta, un e-reader y un router wi-fi y los metió en el viejo maletín de un ordenador portátil cuyas asas aplastadas había visto asomar debajo del asiento del acompañante. También deslizó dentro del maletín los documentos que le había dado la teniente antes. Al bajarse del coche notó un deslizamiento ruidoso de dolores que le caían de los hombros a las rodillas. Eso y descubrir que la noche era cálida le decidió a realizar el esfuerzo de soltar la sujeción de su pistolera de la cadera y luchar por meterla con el arma en el maletín para que no se vieran.

Al cruzar la calle, Tallow no pudo dejar de echar una ojeada al estrecho callejón a la derecha del Fetch. Una leyenda local mantenía que en épocas más violentas a las víctimas de peleas en el bar las tiraban allí como bolsas de basura. Se contaba que la policía ni siquiera se las llevaba porque les resultaría más humillante despertar por la mañana en un montón, todos empapados por los meados de los otros hasta arriba de cerveza.

Puede que hubiera nuevos dueños, pero en el Fetch no había dinero nuevo. En el local todo parecía chirriar —la puerta, el suelo, el agrietado y costroso falso cuero de los asientos de las mesas—, como si todo se hubiera instalado en la cáscara de algo viejo, cansado y encorvado.

Tallow se dirigió a la barra e hizo lo que hacía siempre. Miró todos los grifos y luego pidió una pinta de cream ale. Miró la carta, por delante y detrás, y las cosas especiales, y luego pidió una hamburguesa con queso y aros de cebolla rebozados en levadura. Tallow preguntó al barman si sabía si había una mesa libre en la zona de fumadores instalada fuera, y pidió que le llevaran la comida. El asentimiento aburrido del barman quedó ahogado por un grito de los tipos del fondo de la barra, donde había un televisor grande de pantalla plana que justificaba las antiguas letras de la ventana que describían el local como un bar deportivo. Unos vítores entre los gritos de algo como: —¡Oshidashi!

Tallow frunció el ceño, reconociendo vagamente la palabra.

—¿Oshidashi?

Una enorme sonrisa amarilla dividió la cara del barman.

—El sumo. Me salva la vida.

—¿Cómo?

—Me hice con esa tele del copón. La saturé de cosas por satélite. Pero esos tíos. No hay bastante fútbol americano y béisbol en el mundo para que se amansen. Y el fútbol no sirve. En el fútbol nunca pasan bastantes cosas. Es como ver a veintidós modelos de peluquería dar patadas a un balón durante lo que parecen seis meses y luego uno tropieza y el balón entra en la portería. Y entonces encontré este canal que transmite momentos importantes de combates de sumo. Conque les dije a los tíos: Ahí tenéis a esos dos tipos de culo gordo, nada que ver con esta lucha libre de aquí para chavales, parecen dos linebackers que hubieran estado encerrados cinco años en un Burger King, corren uno hacia el otro como camiones de dieciocho ruedas en taparrabos, se dan de hostias uno al otro y el que gana consigue un plato de ese jodido dinero en el ring.

Dos días después, los tíos están colgados del sumo como del crack. Tengo a tíos irlandeses que gritan a la tele en japonés y no me tocan los cojones más. Me salva la vida. Deme unos veinte minutos para su hamburguesa, ¿vale?

Tallow cruzó el bar y salió a la zona de fumadores, moviendo la cabeza de un lado a otro. La zona de fumadores era un antiguo patio de servicio al que habían llenado de mesas y sillas, probablemente de un centro de jardinería de Brooklyn, y con un par de cubos de metal para las colillas. Él no tenía intención de quedarse allí toda la noche, pero un cigarrillo antes y después de comer sentaba bien. Sentaba mejor, en realidad, que la idea de comer, pero sabía por experiencia que si ahora no metía algo dentro a la fuerza, se despertaría sintiéndose mal y vacío.

Hacía calor. Se quitó la chaqueta, sacó el paquete de cigarrillos y el encendedor, eligió una mesa del extremo del patio y dobló la chaqueta encima de la silla antes de sentarse. Daba la espalda a la cerca de atrás. Quería estar de cara a la entrada de la zona de fumadores para así no perder de vista a los de la científica.

La cream ale era del color del sirope de arce coronado con un par de centímetros de miel de la flor de manzano. Tenía el sabor que él esperaba. Encendió un cigarrillo, y aunque se detuvo a pensar que ya tenía el sabor de los cigarrillos de cuando fumaba sin parar, todavía tenía un sabor como el que esperaba. Sonrió leve, brevemente, y lanzó espirales de humo hacia el cielo que se oscurecía. Empezó a sentirse relajado, sólo un poco.

Tallow buscó un cenicero, y lo encontró: un antiguo disco de cuarenta y cinco revoluciones que habían ablandado para que formara una taza. Al agujero parecía que lo hubieran taponado con masilla prensadora. Tallow frunció el ceño al verlo. Con el cigarrillo sujeto entre los labios y entornando un ojo para protegerlo del humo, dio la vuelta al cenicero entre las manos.

Imaginó que sólo llevaba padeciendo aquel abuso unas cuantas semanas, pero no había modo de considerarlo un disco. No encontró señales de arañazos que indicaran que al disco lo habían sacado de una antigua jukebox y que pudieran justificar convertir una pieza de música en un tiesto espantoso. Alguien había decidido que, coño, ¡sólo era un trozo de vinilo!

Encontró un pañuelo de papel en el bolsillo izquierdo de los pantalones, lo humedeció con un poco de espuma de la cerveza y lo pasó con cuidado por la etiqueta del disco. Habían aplastado un cigarrillo con fuerza en mitad de lo que al limpiarse reveló ser el diseño de una mariposa. Eso y la letra C blanca que se veía significaban que el sello era Chrysalis.

Una marca fósil. Chrysalis Records había desaparecido hacía mucho, una hermosa mariposita que fue comida por una empresa araña que fue comida por una corporación pájaro que fue comida por una gran multinacional gato. Tallow siguió limpiando decidido a resolver aquel pequeño misterio, sacando a la luz tanto papel azul pálido destrozado como se atrevió. Tiró su cigarrillo en el cubo metálico más cercano. Le distraía. Quería hacer aquello. Le daba la sensación como de estar haciendo arqueología. Se dedicó totalmente a ello, haciendo pequeños pases con el pañuelo de papel hasta que pudo ver las letras encima del agujero del disco.

Tallow podía notar que estaba sonriendo. El disco era «Heart of Glass», de Blondie. Llevaba años sin oírlo. Recordó cuando lo oyó por primera vez de niño, y se había reído porque Debbie Harry decía «un grano en el culo».

Recordó eso, y una letra que hablaba de estar perdida en una ilusión y ningún sitio donde esconderse.

Tallow estaba bastante seguro de que no tenía aquel álbum en CD y decidió comprar el MP3 cuando llegara a casa, como homenaje al sacrificio del disco. Volvió a colocar el cenicero encima de la mesa. Sabía que había usado aquella maldita cosa como cenicero, y ahora era demasiado tarde para recuperar el disco, pero no le parecía bien. Simplemente no se le hace eso a un disco. Bien pensado, se dijo, lo más probable era que nadie en las cercanías del disco aquel día tuviese un aparato para ponerlo. El propio Tallow no conocía a nadie aparte de él que tuviese un plato para usarlo en casa.

Dicho eso, Tallow se tuvo que recodar que en realidad no conocía a mucha gente.

Llegó la comida. Miró la etiqueta que había rescatado, sonrió y dio un mordisco a la hamburguesa. Sabía un poco mejor de lo que esperaba.

Después de los primeros mordiscos, buscó en el maletín del portátil que tenía pegado a su silla, apretó el wi-fi pod —sabía de sobra que el aparato funcionaba al tacto— y sacó la tableta. Buscó oración del tabaco en el navegador y, mientras se ocupaba de comer, recibió una información superficial sobre el uso del tabaco por los nativos americanos en un puñado de páginas terriblemente diseñadas que usaban combinaciones de color cuyos artífices merecerían pasar una noche en el calabozo. Al parecer, aquel tío loco de la calle tenía razón en lo del uso del tabaco. Dos de las páginas que consultó incluían links parpadeantes a sitios para dejar de fumar y ayudas para dejarlo, proclamando que el uso habitual y constante de tabaco no era propio de un nativo americano.

Tallow consiguió tragar el último trozo de hamburguesa con un sorbo de cerveza y, basándose en que él no era un nativo americano, encendió su segundo cigarrillo como si tal cosa. En algún momento de la comida, su cuerpo había decidido que en realidad tenía hambre, y ahora era un mamífero saciado y apaciguado.

Echó la cabeza hacia atrás y lanzó humo a la luna menguante en el cielo nocturno y a dos palomas que planeaban en la brisa fresca. Se relajó.

Y entonces, tan seguro como si fuera a vomitar: Dios, voy a llorar.

Tallow se sentó tieso, con los ojos muy abiertos, la respiración entrecortada y desigual, la mandíbula contraída y la boca torcida, sin poder sentir los pies en el suelo. Vio que la mano derecha le temblaba en torno al cigarrillo, tenía la cabeza demasiado lejos para hacer que le obedecieran los dedos. Apretó la mano izquierda con la suficiente fuerza para que al cabo de medio minuto notara que las uñas le estaban imprimiendo unas marcas blancas en la palma. Tallow pasó revista a todo aquello y trató con toda la energía que pudo reunir de vencerlo para enterrarlo en aquella sensación a hueco espantosamente abierta de su pecho.

Se encontraba casi al final del cigarrillo antes de declarar victoria. Cuanto más luchaba, más enfadado se empezaba sentir.

Tallow se había distraído durante quizá un minuto. Lo único que había intentado hacer era relajarse antes de pasar revista al día hasta aquel momento. Estaba enfadado por todo y por nada, porque no conseguía encontrar a nadie a quien echar la culpa del hecho de que al parecer él no podía relajarse un minuto antes de echarlo todo a perder. Si trataba de vivir como una persona normal durante un minuto, terminaba berreando como… como si padeciera un trauma.

—No —dijo Tallow, y apagó el cigarrillo en el cenicero, directamente en la masa gris que tapaba el agujero para meter el disco.

—¿No qué? —preguntó Bat.

—Nada. Pensaba en voz alta. Gracias por venir.

Bat y Scarly estaban de pie delante de su mesa. No los había visto llegar, lo que hizo que se enfadara más consigo mismo sin razón aparente. Scarly tenía una pinta de cerveza negra, y Bat, un vaso alargado con agua y hielo. Una rodaja de algo que era lima en mal estado o un limón realmente reseco estaba colgada en la parte interior del vaso. Tallow hizo un gesto con la mano para que se sentasen.

—¿Es éste el bar que frecuentas? —preguntó Scarly.

—Eso parece —dijo Tallow—. Dos o tres veces por semana los tres últimos años. ¿Por qué?

—El de la barra no te conoce. Tuve que describirte, y él supuso que eras, bueno, tú. El tío del fondo.

—¿Y?

—No sé. Es que parece raro que hayas estado viniendo dos o tres veces por semana los últimos años y el barman no sepa cómo te llamas o diga, ya sabes: Ah, sí, ese de ahí.

—Soy poco comunicativo. ¿Me dejáis que os pague esas copas?

—Puedes pagar la ronda siguiente. Una pinta va a ser menos que una puñetera tirita para la herida abierta que me ha dejado el día de hoy, inspector.

—Muy bien. ¿Qué tal algo de comer? ¿Te pido algo de comer? ¿Bat?

Bat hizo una mueca de dolor.

—Tengo un estómago que es como una especie de bolsa de los horrores en la que meto comida y que luego la vacía casi intacta tres horas después. La comida y yo no nos llevamos bien. Como norma, no como.

Scarly dio un trago de cerveza y murmuró algo sobre comer una sola vez al día, algo sobre el régimen de comidas de un guerrero.

Locuras de la policía científica. Con un suspiro, Tallow sacó otro cigarrillo del paquete y les ofreció. Bat dudó con los ojos brillantes, pero cuando Scarly lo rechazó, él hizo lo mismo.

—Bien. ¿Podremos usar ese espacio?

—Coño, claro —dijo Bat, y gracias a su pronunciación Tallow estuvo en condiciones de decir que en el vaso largo no había agua, sino vodka—. No sé lo que tu jefa le dijo a la nuestra, pero resultó prodigioso. La verdad que es que quisiera conocer a tu jefa. Creo que podría ser una hechicera.

A Tallow todavía le temblaban las manos. Apretó los músculos de los dedos hasta que pararon. Aquello le hizo daño. A Tallow le pareció bien mientras sus manos hicieran lo que se les decía.

—Hay mucha gente así por ahí —dijo Tallow.

—Bien —dijo Scarly—, pues estamos haciendo lo que tú querías, ahora mismo. Conseguir gente que haga copias y mueva los tableros y esas mierdas. No sé a lo que va a llevar, pero lo estamos haciendo. Lo que necesitamos de ti, inspector, es que trabajes en los casos de los que te proporcionamos pruebas.

Tallow alzó una ceja.

—Nos preguntaste qué podías hacer para mejorar nuestra vida. Eso. Trabajar en esos casos. Si nos ocupamos de un par de ellos lo antes posible, la presión va a disminuir durante un tiempo.

Tallow negó con la cabeza.

—¿Cómo los puedo resolver? Todos son obra de un hombre solo. Los resolvemos todos o no resolvemos ninguno.

Scarly bebió algo más de su cerveza negra.

—Tú dijiste resolver. Yo dije ocuparnos. Si tenemos que trabajar contigo en esto, no quiero que te pierdas en el bosque.

Cuando te demos lo de balística y esas mierdas, no quiero verte contemplando la imagen general sin prestar atención a los casos individuales.

—Lo que quiere decir —intervino Bat— es que si tenemos un par de casos, ¿hasta qué punto no sabemos la identidad del asesino? Es bastante para demostrar que hacemos progresos.

—Dios. Estáis locos los dos.

—¿Qué?

Tallow respiró a fondo para impedir una explosión.

—¿Todo menos el asesino? ¿Resolver el caso con todo menos el caso? Vosotros…

Tallow se detuvo.

Scarly esperó y luego dijo:

—Nos contaste que te gusta la historia.

—Sólo te estamos proponiendo un método para actuar —dijo Bat—. No queremos que te quedes sentado en la habitación simulada de un asesino loco tratando de hacer vudú, es lo que estamos diciendo. Ocuparnos de unos cuantos casos no resueltos hasta el punto de que el asesino sea lo único que falte de la foto. Hacemos eso con bastante frecuencia…

—… y empezamos a ver al asesino por deducción —dijo Tallow—. Por la forma del agujero que deja. Muy bien. Un modo raro de plantearlo, pero puedo intuir lo que supone.

—Dejó ceniza en el cenicero y le sonrió. —No dejo de pensar en aquella pistola de chispa que me enseñaste. ¿Por qué estaba rayada la palabra Rooster que tenía? ¿Era un nombre? Quiero decir que he visto Valor de ley y todo eso, pero no creo que entonces hubiera gente que se llamase Rooster.

Cuando Bat frunció el ceño, sus ojos parecieron salírsele de las cuencas algo más de medio centímetro.

—¿Rooster?

—Eso mismo. Había un escudo o, no sé, a lo mejor algo heráldico, y la palabra Rooster encima. Me gusta la historia, pero mis intereses saltan de una cosa a otra, y no he leído mucho sobre ese tipo de cosas.

—No ponía Rooster —exclamó Bat—. Ponía Rochester. Estaba borroso y jodido, pero, sí. Rochester.

—Vaya —dijo Tallow, y se recostó en su asiento, pensando.

—¿Por qué piensas en ello? —preguntó Scarly. En la periferia de su pensativa mirada, Tallow pudo ver que ella casi terminaba su pinta.

—Dijiste algo sobre el 44. Era como el que usó el hijo de Sam. E imagina lo que se esmeró el tipo para restaurar esa pistola de modo que pudiera dispararse con seguridad. ¿Qué significó el revólver para nuestro hombre?… ¿Qué pasa si significa exactamente lo que nosotros creemos que significa? Y si es así… ¿qué significó la pistola de chispa? Rochester.

Rochester.

—Mira —dijo Bat—, como yo dije antes, no será difícil encontrarlo en los informes. No habrá demasiados cuerpos en los últimos veinte años con un proyectil del 44 de fabricación casera dentro. La búsqueda probablemente saque a relucir algo por la mañana.

—¿Qué tipo de historia te gusta? —preguntó Scarly, terminando su pinta justo cuando una chica alta de veintitantos se acercó a la mesa con una bandeja. La chica, toda piernas de corredora dentro de leotardos morados y largas crenchas de pelo color rojo de manzana de caramelo con un corte de dibujo animado japonés de los años noventa, recogió el plato de la comida de Tallow y la jarra de Scarly.

—¿Les traigo algo más? —preguntó.

—Otra pinta de cream ale, y lo que quieran ellos, sería estupendo, gracias.

—También tu número de móvil —dijo Scarly.

La chica alta se inclinó un poco y dio unos golpecitos en el anillo de casada de Scarly con una uña roja.

—Otra pinta de cerveza negra sería estupendo, gracias —dijo Scarly.

—Eres muy desagradable, joder —dijo Bat, cuando se marchó la chica—. ¿No piensas ni un momento en lo que sienta tu mujer?

—Yo soy autista, joder —dijo Scarly.

Permanecieron sentados en un silencio incómodo hasta que la camarera volvió con una bandeja con copas. Y su número escrito con lápiz de ojos en una servilleta.

—¡Que te follen! —graznó Scarly.

Bat vertió un poco de su copa encima de la servilleta. Los números se dispersaron como afluentes en una tierra porosa.

—¡Que te follen! —gritó Scarly.

—No alces la voz —dijo Tallow—. Puede que yo quiera volver aquí.

Scarly hizo un sonido como si se desinflara, arrugó la servilleta y la tiró con precisión dentro del cercano cubo metálico.

—A nadie le interesa de dónde me viene el apetito mientras coma en casa. No has respondido a mi pregunta.

—¿Cuál?

—¿Qué tipo de historia te gusta?

—Bueno, montones de cosas distintas. Me gusta la historia de Nueva York. La historia de la ciudad. Ayer, cuando empezó todo eso, le dije a mi compañero que no deberíamos responder a la llamada porque él no tenía bien las rodillas, y eso fue en el último descansillo del edificio de apartamentos de Pearl.

Tallow dio un sorbo a su cerveza, sabiendo que probablemente no la debería haber pedido porque pretendía volver conduciendo a casa.

—Y sé que la calle Pearl se llamó así porque lo primero que usaron para pavimentarla fueron conchas de ostras machacadas. Madreperla. Los holandeses la llamaron así, creo. Espera un segundo.

Tallow se inclinó a un lado y vio que su wi-fi pod todavía funcionaba. La tableta seguía encima de la mesa. Anuló el modo descanso y buscó otra página del aparato. —Esa pistola de chispa. De 1836, dijiste.

Bat asintió ausente.

Tallow tecleó las palabras Rochester Nueva York Asesinato 1836. No obtuvo nada de interés aparte de una tesis sobre «delito y desviación en el antiguo Rochester».

—Se fabricó en 1836 —dijo Bat, echándose hacia delante y leyendo al revés—. Eso no significa que se usara en 1836.

Tallow reemplazó 1836 por 1837 y emprendió la búsqueda de nuevo, dudando.

—Noto que algo me cosquillea en el fondo de la cabeza —explicó—. Algo que leí, en alguna parte…

Bat se rió.

—¿Sería en ese coche aparcado al otro lado de la calle? ¿Con ese basurero o biblioteca en la parte de atrás?

—Sí —dijo Tallow, y no siguió. Tenía cinco resultados: La primera víctima de un asesinato en la ciudad de Rochester, Nueva York.

Se lo leyó en voz alta a Bat y Scarly.

—¿En serio? —se sorprendió Bat.

Tallow leyó por encima.

—«En el caso de William Lyman, asesinado el 12 de octubre de 1837 por un tal Octavius Barron… con una pistola que robó del local de un tal señor Passage, un panadero del pueblo». —Scarly gruñó. Su cerveza parecía evaporarse de un modo alarmantemente rápido.

—Tiene sentido. A un panadero le iría bastante bien. ¿Sabes de qué marca podía ser el arma? Un escudo de la milicia.

Puedo verle gastarse un par de dólares en hacer que se la grabasen.

Tallow siguió leyendo.

—«Barron primero aseguró que estaba durmiendo en casa cuando se cometió el asesinato, pero su madre dijo a las autoridades que mentía». Bien. Oíd esto: «En su confesión, Barron explicó que había tenido que fabricar un proyectil casero con una forma que pudiera caber por la bocacha del arma».

—La jodida bocacha —dijo Bat, y luego pensó que mejor mostraba interés y alzó las manos al aire—. No. No me trago eso.

—Sigue —dijo Scarly, concentrada.

—Vale. Le dijo a un cura que él no lo hizo, que fueron sus cómplices, y por eso no le encontraron con la pistola ni la cartera del muerto. En realidad la pistola nunca se encontró. Y en esta información la llama expresamente pistola. Lo que se deduce es que Barron la tiró al río.

—Te apuesto lo que sea a que la encontraron y se la devolvieron como si nada al señor Passage, que lo más probable es que la metiera en un baúl para el día que volvieran los ingleses. Estaba en la milicia, y era panadero, así que los conocía a todos.

Scarly sonrió.

—Ésa es buena. Pero ¿estaría en el río? Estuvo en la bahía, ¿no? Apuesto lo que sea a que en Rochester había una milicia naval.

—A no ser que llamaran canal de Erie al Hudson. Por entonces podría estar abierto.

Bat, exasperado, agitó las manos entre ellos.

—Escuchadme. ¿Estáis diciendo de verdad que esa arma que encontramos era la misteriosa pistola perdida que mató a la primera víctima de asesinato de Rochester? Tíos, las armas de las que nos ocupamos hasta ahora están relacionadas con asesinatos en Manhattan. Si estáis buscando conexiones, entonces estáis diciendo que él empezó y nosotros vamos a dar con las armas dedicándonos a investigar homicidios cometidos en todas partes.

—No necesariamente —murmuró Tallow, recorriendo el texto de su tableta en busca de más información—. Puede que signifique que cometió un homicidio en Manhattan que tenía relación con Rochester. —Alzó la vista hacia Scarly—. ¿Sabes lo que eso podría significar con respecto a vuestro 44?

—¿Qué? —dijo Scarly, antes de que su cerebro captara lo que quería decir él. Se rió—. Nada de eso. No puede ser.

—¿No puede ser qué? —dijo Bat, molesto porque no estaba alcanzando la creciente altura de lo que había decidido que era un estúpido vuelo fantasioso.

—No puede ser la misma arma que la del hijo de Sam —dijo Scarly dando un trago de cerveza.

Bat se volvió a sentar.

—Dios santo. Claro que no puede. Porque…

—Porque —dijo Tallow en voz baja—. El arma del hijo de Sam estaría en un contenedor de un almacén de pruebas en el Bronx, ¿no?

—Oh —se sorprendió Scarly, con los ojos muy abiertos—. Oh. Eso es… eso es interesante.

Tallow dirigió su mirada a Bat.

—Nuestro hombre lleva veinte años matando gente sin que lo descubran, incluso cuando hizo algo tan demente como ir a Rochester, recuperar un arma perdida y restaurarla para que pudiera matar con seguridad a alguien con ella. ¿Crees que de verdad hizo eso sin ninguna ayuda?

—Tronco. Estás diciendo que algún agente sacó la propia pistola del hijo de Sam de un contenedor con pruebas y se la dio a ese gilipollas loco que la usó para uno de sus tropecientos asesinatos. Es una locura mayor de la que tiene él.

Scarly se apoyó en la mesa, su cara estaba más animada de lo que Tallow la había visto nunca antes.

—No, no. Me gusta eso. ¿Entonces crees que es un grupo?

—No. Es demasiado concentrado como para que sea algo más que un hombre el que hace los planes y comete los homicidios. Creo que tiene algún tipo de red. Puede que no grande. Sino formada por personas que le deben favores, personas a las que paga, personas en las que podría confiar lo suficiente para que le proporcionasen las cosas que necesita. A lo mejor, sí, a lo mejor alguien le proporcionó una pistola que le gustaba y la sacó del contenedor de pruebas. ¿No te has parado a pensar ni un minuto en cómo podría alguien cometer cientos de homicidios en Manhattan durante Dios sabe cuántos años sin cargar con ninguno? ¿Ni uno?

El rumbo de los pensamientos de Tallow le habían llevado a ese punto sólo unos treinta segundos antes, pero no tenía la urgente necesidad de contárselo a Bat. Aquello no importaba. Tallow tenía la sensación de que volvía a pensar bien. Tenía la sensación como de que su cerebro había concluido aquello por la tarde cuando fue a Pearl. Se le ocurrió que aquél podría ser su pensamiento más brillante en años.

—Entonces una especie de red. Algunas personas que le podrían encontrar las herramientas adecuadas para el trabajo.

Como una pistola de chispa de Rochester. Si la investigación de ese asesinato va a ser tan fácil, Bat, entonces te apostaré diez dólares ahora mismo a que el asesinato con esa arma va a tener alguna relación especial con el primer asesinato del que hay constancia en Rochester.

—Aceptaré la apuesta —dijo Bat, alzando el labio. Eso reveló unos estrechos dientes afilados y unas encías grises—. ¿Y qué pasa con la Bulldog 44?

Tallow miró a Scarly. Ésta le respondió con una torcida sonrisa de complicidad y dijo:

—Yo añado diez a que dices que si no consigues joder masivamente a los de balística con tu ridículo truco de magia de hacerla disparar hacia atrás, entonces es el arma del hijo de Sam, y tenemos un caso mucho más importante y más siniestro de lo que habíamos creído.

Bat se rió, una especie de ladrido que expresaba más incomodidad que alegría.

—Entonces yo soy veinte pavos más rico, y ni siquiera tengo que pagar las primeras copas. He ganado. Los dos estáis chiflados, por cierto.

—Muy bien —dijo Tallow mientras Bat le daba un lingotazo a su vodka—. Cuéntame tú por qué nuestro hombre tenía una pistola de chispa en su escondite.

—¿Cómo coño voy a saberlo? No soy un lunático que montó una iglesia con las armas.

Tallow sonrió.

—Y por eso yo quería ese espacio de almacenamiento. Acepto tus opiniones acerca de que no hay que perderse en el bosque e ignorar los árboles. Pero el vudú de un policía puede ser poderoso también. Necesitamos estar en ese apartamento, como mejor podamos, y entender por qué guardaba esas armas y lo que pensaba. El apartamento también era parte de su plan.

Scarly se refirió a él como a un asesino en serie. Si eso es cierto, entonces debe de estar casi permanentemente en fase de tótem. Totalmente colocado por la adrenalina que le produce estar rodeado por sus trofeos.

—¡Ja! —aulló Bat—. ¡No! Porque si tú crees que está relacionando las armas con sus objetivos con tanto cuidado, entonces no experimenta la fase de búsqueda, ¿no? No anda por ahí en busca de asesinatos apetitosos. Se dirige de modo concreto a personas concretas. ¡Entonces no! —Puso un gesto desagradable a Scarly—. ¡Nada de eso!

—Vaya —comentó Tallow—. Entonces ahora te apuntas a nuestra idea.

—Sí. No. Sí. ¿Qué? Que te den por culo.

Scarly se partía de risa.

—Que te den por culo a ti, John —dijo Tallow despacio.

Bat alzó las manos, riendo.

—Muy bien, muy bien, John. Entonces no es un asesino en serie, y no está en la fase de tótem, y tenemos que centrarnos exactamente en qué le pasa con independencia de si yo pierdo veinte pavos o no. Tú ganas. ¿Puedo tomar otra copa?

—Claro. —John se levantó y sacó veinte dólares de la cartera. Scarly le arrancó los dos billetes de diez de la mano con fuerza suficiente para dejarle la sensación de un rozamiento en las yemas de los dedos.

—Iré yo —dijo ella, levantándose—. ¿Qué quieres?

—Será mejor que me traigas dos de esas bebidas energéticas que tienen en la nevera con la cerveza embotellada.

—Hecho. —Ella se alejó a buen paso.

—¿Está casada de verdad? —preguntó Tallow a Bat.

—Sí, Talia es como esa amazona escandinava que puede partir rocas con las tetas. Podría caberle Scarly en el sobaco. A veces creo que le gusta Scarly porque era la lesbiana más portátil disponible.

—Entonces su mujer la podría matar. Por eso juega fuera de casa. Bien, la cosa tiene sentido.

Bat sonrió.

—Scarly sólo quiere el número de teléfono. Lo pondrá en un sitio bien visible de su casa. Talia lo verá. Talia se volverá loca. Quiero decir, cabreo, gritos, lágrimas, romper cosas, la de dios. Y luego le dará lo suyo a Scarly durante doce o veinticuatro horas. Se follará a Scarly hasta que ella no pueda ni andar, agua muy fría en la cara si se desmaya, puñetazos, patadas, le apretará el cuello, lo que se te ocurra. Como un lobo meando en su territorio, ¿entiendes? Sólo que con más consoladores de los de correa. Scarly volverá al trabajo después… y es divertido que eso siempre parece que pasa cuando se va a tomar un día libre… volverá con pinta de haberse puesto ciega de metedrina y enrollado bebiendo con un equipo canadiense de hockey sobre hielo. Que es lo que ella quería. Que es de lo que iba la cosa. Es lo único de Talia que puede controlar, y le encanta hacerlo.

Tallow pensó unos segundos en eso, y luego alzó el vaso con el resto de cerveza que le quedaba.

—Por los secretos que hay detrás de un matrimonio feliz en Nueva York.

Bat soltó una risotada y chocó el vaso de Tallow con el suyo.