Veintidós

El cazador necesitaba hacerse con un arma.

Había unas cuantas condiciones desagradables que influían en su tarea inmediata. Necesitaba el arma para mañana. Era bien consciente de que tenía una suma de dinero limitada en su escondite de aquí, el sur de la isla. No podía soportar meterse en el metro. Y sabía que la respuesta a su próxima caza sería inmediata y difícil.

El cazador siguió andando hacia el oeste. El hombre moderno que había en él comprendía que estaba entrando en la parte del Nuevo Manhattan llamada Hell’s Kitchen («Cocina del Infierno») por la mayoría, y Clinton en los anuncios de los escaparates de las agencias inmobiliarias, pero dejó que el Viejo Manhattan le difuminara la visión durante un momento y siguió alegremente el torrente que los primeros holandeses de la isla llamaron el Great Kill (o «Gran Arroyo»; Great Creek en su idioma).

Llevó la mano a su bolsa, localizando y sacando primero un par de guantes de piel fina y luego un anillo. El anillo era la pieza de artesanía más hermosa que había visto nunca, o incluso que hiciera nunca él. Era de cable enrollado, lo bastante ancho para que entrara en el enguantado dedo índice de su mano derecha; y en el tosco pero ajustado engarce había un trozo de cuarzo que encontró junto a la boca del Harlem River Ship Canal. El cazador lo había trabajado cuidadosamente. Sobresalía lo suficiente de los agarres de cable del engarce del anillo y estaba afilado hasta tal punto que lo convertía en un punzón que funcionaba como arma de último recurso. El cazador en una ocasión lo había usado para abrir de un golpe una yugular, y en otra, para destrozar una laringe.

El cazador se puso los guantes, y luego el anillo.

Despejando de mala gana su vista de ese Mannahatta, empezó a abrirse camino entre almacenes, aparcamientos de barro gris y talleres de reparación de coches. Aquello, tuvo la sensación, estaba tan desolado como este final de la isla se merecía.

Encontró el sitio que quería: un edificio de cinco pisos cuya fachada era una pizzería cerrada con tablones clavados. La puerta lateral, que daba a la escalera que subía a los pisos altos del edificio, estaba, como siempre, ligeramente entreabierta.

Uno se ponía delante de ella, y entonces la puerta se abriría crujiendo y dejaría ver a un hombre alto con una pistola mal disimulada asomando a sotavento.

Y así fue como se abrió la puerta y quedó a la vista, en la penumbra, un esperpento con un mugriento chándal naranja y el pelo negro, que crecía de modo irregular en una cabeza que parecía que en algún momento había caído dentro de maquinaria agrícola, o la había atrapado. Era como si su cara hubiera sido alguna vez una cosa blanda que alguien hubiese revuelto con el dedo antes de quedar fija.

—Quiero ver al señor Kutkha —dijo el cazador.

—Aquí no hay ningún Kutkha —dijo el esperpento, de modo predecible.

—Dile que ha venido a verle un antiguo cliente y lejano miembro de la vieja tribu.

—¿Tiene nombre?

—Di que preguntaste el nombre y que te dije que soy un ser humano.

El esperpento se encogió de hombros y subió el corto tramo de escaleras hacia atrás, sin apartar la mano del arma que abultaba en la parte trasera de su cinturón. En el descansillo, todavía manteniendo sus ojos hundidos en el cazador, pasó la información.

El cazador oyó inmediatamente una risa como de huesos siendo agitados dentro de una lata y luego el duro chasquido de una voz que gritaba:

—¡Déjale entrar, déjale entrar!

El esperpento hizo gesto al cazador de que subiera con una garra cuya forma se perdía entre pliegues de carne. En el descansillo el cazador vio a un segundo hombre, más bajo que el esperpento, con un corte de pelo militar. Su cuerpo estaba pasado de forma, como les pasa los modernos narcisistas de lo físico, y era un hombre que sabía el nombre de la mayoría de sus músculos. Extendió una mano hacia la bolsa del cazador, que éste le entregó sin resistencia. Al cazador lo encaminaron en silencio hacia la puerta de la habitación más grande del piso, una habitación que zumbaba con el sonido de maquinaria. Éste no ahogaba por completo un repentino conjunto de sonidos procedentes del piso de arriba: chillidos como de gato al que desmiembran, un profundo golpe que hizo estremecerse el techo, el ruido de alguien que intentaba gritar aunque era incapaz de respirar.

El cazador no mostró signos exteriores de haberlos oído. Dejó que el hombre del corte de pelo militar le diera una palmadita en la espalda.

Lo primero en lo que se fijó el cazador al entrar en la habitación fue en un chico de dieciséis años, con poca frente y nariz ancha, parado junto a la puerta con la expresión de un cachorro al que le han dado una buena paliza. El cazador no podía ver las manos del chico, y por eso se dispuso a matar al chico.

La voz de Kutkha le detuvo.

—¡Chico! ¡No te quedes ahí cuando en una habitación entra un hombre de verdad! ¿Quieres morir?

Kutkha era delgado como una aguja, con una cara tallada en pedernal. Estaba sentado con aplomo regio en un pequeño sofá extravagantemente adornado, flanqueado por dos altos ventiladores funcionando, uno a cada lado de su asiento, y dos aparatos de aire acondicionado en el suelo delante de él como esclavos arrodillados. El cazador conocía a Kutkha desde tiempo atrás: el hombre se quejaba de tener siempre mucho calor, pero adoraba la ropa, así que estaba sentado allí con unos pantalones sui géneris hasta media pierna de algodón fino y seda blanca y un chaleco con complicados dibujos y nada más, mientras, para su delicia, le machacaban los vendavales de la tundra de unos aparatos de aire acondicionado muy nuevos.

Kutkha todavía se estaba carcajeando ante el terror que inmovilizaba al chico cuando se levantó para estrechar la mano del cazador.

—¡El ser humano en persona! ¡Mi pariente lejano! —Y luego, al chico—: Un ser humano, ¿ves? Es de la tribu de los lenni-lenape. ¿Sabes lo que significan esas palabras? ¡Los «seres humanos»! Él y yo somos de la misma sangre. ¿Tu familia? —Escupió en el suelo—. Tu familia es una mierda.

Kutkha se volvió otra vez hacia el cazador.

—Mi hermano se folló a una moscovita. Qué se le va a hacer. Hay gente que se folla al ganado si los animales están lo bastante quietos. Esa familia sigue mandando a estos pequeños espermatozoides a la B para rogarme que no me enfade, que vaya a Brighton Beach, en Brooklyn, coma kielbasa que hacen con jodidos perros y les oiga hablar de cómo les puedo dar todo mi jodido dinero. Esa gente lleva jodiendo a mi pueblo desde hace tanto que podrías mirar mi jodido ADN con un microscopio y ver a alguien de Moscú meándose en mis genes y llamando a eso lluvia de verano.

Kutkha acosó de nuevo al desventurado chico.

—¿Ves? ¡Yo soy itelmeno! ¡Los míos recorrieron Alaska y bajaron a América y se convirtieron en sus habitantes! Él es más de mi sangre que tú. Tú eres como las cosas que me caen del culo cuando como comida italiana.

Kutkha regresó a su asiento. No había más sillas en la habitación, pero el cazador ya se lo esperaba. Conocía a Kutkha. Se quedó de pie entre los aparatos de aire acondicionado, una posición de suplicante ante el trono. El cazador había notado que sentía algo de remordimiento, como una piedra. Se convirtió en polvo dentro de su corazón mientras estaba allí parado como un campesino entre los aparatos que zumbaban.

El ruso hizo un gesto con la mano hacia al chico.

—Puedes hablar delante de él. Ni siquiera estoy seguro de que conozca el idioma.

El cazador examinó al chico brevemente y luego decidió hablar.

—Necesito una pistola. Me gustaría mucho una pistola de la policía.

—¿Y eso?

—Una pistola relacionada con la policía. Que la utilice la policía.

Kutkha se dirigió al huraño chico.

—Las colecciona, ya ves. Sabe lo que quiere, sabe lo que le gusta. Un hombre al que le interesa la historia. Tú podrías dedicarte a esa mierda. Sabes dónde has estado y verás adónde vas. Me serías útil si pudieras demostrar que sabes pensar. O contar. No tienes que volver a Brighton Beach y que te la meneen unos viejos con banyas que apestan a meados. Diré que yo te puedo enseñar cosas aquí en Manhattan que en Brighton Beach se han olvidado hace tiempo.

El cazador dijo:

—No tiene que ser nueva. Prefiero algo en perfecto funcionamiento.

—Verás —Kutkha pensó—. Estoy casi seguro de que tengo un Colt reglamentario de la policía. De hacia 1950.

—¿De qué es la empuñadura?

—De madera ajedrezada.

—¿Y cómo es el cañón?

—De quince centímetros, diría yo. Lo recuerdo porque mi especialista, al que le gusta la historia como a nosotros, vio esa pistola y se balanceó un poco, lo que significa que está contento, y me contó muchas cosas sobre el arma hasta que le tuve que decir que le iba a pegar un tiro para que se volviera a callar.

—Me quedaré con ella —dijo el cazador.

—Una buena compra. Un arma como ésa es como un buen reloj, de la época en que todavía tenían partes mecánicas de las que se ocupaba la gente. Podría haber encontrado una SIG, pero a fin de cuentas no es lo mismo, ¿verdad? El Colt procede de la cartuchera de un auténtico policía de Nueva York, pero no te lo venderé. Si lo quieres, es gratis, pero no aceptaré tu dinero por él.

—¿Por qué?

—No lo han usado. Es de la cartuchera de repuesto. Y te contaré una cosa que me contó mi especialista porque me divirtió.

Los policías tenían que forzar esas cartucheras. Parecían de cuero, pero sólo eran de cartón tratado. De modo que necesitaban meter a la fuerza una botella de coca-cola y mantenerla dentro de la cartuchera una semana para ensancharla lo suficiente y que así entrara la pistola. Si metías la pistola sin forzarla, tenías que cortarla para sacarla. O dejar que te pegaran un tiro. Pero forzarla estropeaba tanto la cartuchera que se destrozaba en seis meses. Me contaron esto: en los años setenta, hombres como nosotros podían arrancar los Colts de las cartucheras. Sólo con romper la cartuchera, tirar del arma y disparar al policía.

Aquéllos eran tiempos más agradables, si te olvidabas de la ropa.

El cazador contuvo las ideas y actos que le hervían en las entrañas.

—¿Cuánto?

—No aceptaré más que cien dólares por esa pistola —dijo Kutkha, con el pecho hinchado de orgullo ante su propia generosidad—. Incluirá veinticuatro juegos de munición.

—Eso es muy amable —dijo el cazador—. Gracias.

—La pistola tiene que venir de New Jersey. Haré una llamada. Estará aquí esta tarde hacia las siete. Llegará con mi envío de la tarde. Yo mismo la recogeré del vehículo para asegurarme de que todo es correcto.

—Eso es muy profesional y muy rápido. Gracias —dijo el cazador—. Estaré aquí con el dinero.

Y sin duda podría haber estado.

Kutkha no se volvió a levantar para estrechar la mano del cazador, sino que agarró su teléfono móvil y marcó un número mirando al cazador y esperando que éste fuese lo bastante observador para saber que su audiencia había terminado. El cazador asintió con la cabeza y dejó la pequeña corte del ruso. En el vestíbulo agarró su bolsa al militar, que le siguió con la vista mientras bajaba la escalera hasta el esperpento, que le abrió la puerta delantera y le vio salir.

Lo que sabía el cazador era que estaban el esperpento, el militar, Kutkha, el chico y por lo menos un hombre más en el piso de arriba. Todos menos el hombre u hombres de arriba le habían visto. Cuando volviera, habría por lo menos otro más, fuera quien fuese el empleado de New Jersey que hubiera venido con su pistola, y con cualquier otra cosa que Kutkha hubiera encargado con anterioridad para que le trajeran en su «envío de la tarde». Humanos, supuso el cazador. Dentro de su bolsa estaba el cuchillo y algunos objetos útiles para vivir en el bosque. Un saquito con yesca, algo de cuerda, y pocas cosas más.

Llevaba su anillo en el dedo.

Anduvo hasta el final del bloque, asegurándose de que no estaba a la vista, y se puso a buscar acceso por la parte de atrás del edificio de Kutkha.

En el lado este-oeste del bloque, cinco o seis puertas antes de una pequeña tienda de comestibles, encontró una ferretería abandonada; las ventanas encaladas con descuido, los marcos de los pisos de arriba en su mayor parte sin cristales. Un cartel que parecía oficial estaba pegado a la puerta, pero el paso del tiempo había emborronado muchas de sus palabras. No había nadie que le viese meter su cuchillo en la cerradura y forzar la puerta para abrirla. Dentro, cerró la puerta con cuidado y encontró un expositor de aglomerado de pie que apoyó en ella. Parecía que al dueño le habían obligado a abandonar aquel sitio a toda prisa. Todavía quedaban algunas mercancías y muchas herramientas. El cazador se agachó durante un momento en la penumbra, escuchó y olisqueó. Podía apreciar un leve olor a excrementos humanos, pero antiguos. En la actualidad no había nadie que estuviera de okupa allí. Buscó lo que quedaba del fallido intento del dueño de vivir según los tramposos principios de intercambio de Manhattan. Lo que él cogiera era justo. Mannahatta se la habían robado a los lenape con un trueque fraudulento. El cazador no era un delincuente. Lo que quedara de la ciudad de aquella isla era suyo con pleno derecho.

El cazador encontró, entre otras cosas, más cuerda y bandejas correderas con tuercas y tornillos que hubieran merecido que el dueño emplease su tiempo en empaquetar y llevarse. Se le ocurrió una idea, y cortó dos metros de cuerda, recogió un puñado de tuercas y unos cuantos tornillos y buscó acceso a la escalera hasta los pisos de arriba y en último término el techo.

Allí arriba tuvo una visión esquinada de la parte de atrás del edificio de Kutkha y vio con claridad su patio de carga asfixiado por hierbajos, y el callejón de acceso por donde entraban los coches. Las ventanas de los tres pisos de arriba del edificio tenían cortinas improvisadas sujetas con chinchetas por dentro.

El cazador se agachó detrás del aparato de ventilación del techo, apartado de la vista directa del edificio de Kutkha, y se puso a hacer nudos en el trozo de cuerda. Sujetó los tornillos más pesados a cada extremo de la cuerda. Para probar, giró unos treinta centímetros de cuerda con el puño, el tornillo del extremo hizo que la cuerda trazase un tenso arco. Bastante bien.

El cazador se levantó, encaró el edificio de Kutkha, haciendo girar la cuerda con el peso hasta que zumbó, y la lanzó hacia el piso de arriba del inmueble. Observó cómo volaba y luego se agachó tras el aparato del techo y miró desde el ángulo más oculto que pudo encontrar.

La cuerda con el tornillo golpeó contra la ventana de arriba. No lo suficientemente fuerte para romperla. Sólo con la fuerza necesaria para hacer un ruido penetrante y armar estrépito en la ventana de abajo, la del cuarto piso, y otra vez en el tercero, antes de caer, aterrizando en una espesa mancha de malas hierbas del patio.

Apartaron una cortina en el quinto piso. Otra en el cuarto. Dos en el tercero. Unas cabecitas se asomaron tratando de ver qué había provocado ese ruido.

Cuatro personas más. También los que tuvieran guardados allí. Por lo menos habían atrapado a una mujer. El cazador suspiró, retirándose de la vista. Aquello se había puesto más complicado de lo que debía ser.

Se preguntó si el esperpento dejaría su puesto alguna vez para comer. El esperpento no parecía una persona que pudiera olvidarse de su comida.

El envío de New Jersey era evidente que entraría por el camino de acceso al patio, a la luz mortecina del atardecer. Era un espacio bien protegido. A no ser que uno estuviera en un techo cercano, claro, pensó el cazador con una risita ahogada.

Su plan original había sido pagar el arma, marcharse, volver unos momentos después y matarlos a todos. Ahora había demasiados figurantes, todos demasiado dispersos, para que eso funcionase. El cazador tenía que minimizar el escenario.

Tenía que aislar a Kutkha. No quería que todo se apoyase en que Kutkha hubiese recalcado que se haría cargo de la pistola en el coche para comprobarla él mismo.

Dicho esto, el cazador tuvo que admitir que era el tipo de cosas que Kutkha haría, y él habría actuado de forma similar en el pasado. El hombre se había, si no esforzado, al menos hecho lo posible por presentarse como un delincuente caballeroso que obraba de acuerdo con alguna tradición respetable que en líneas generales sólo existía en la cabeza de Kutkha.

El cazador miró el sol y calculó la fase del día. Siguió con la vista la hilera de techos, se detuvo para contar sus latidos y coordinar sus sonidos internos con un ritmo en su mente. El cazador luego, manteniéndose lo más agachado que se atrevió, corrió y saltó y volvió a correr por los techos hasta que llegó a la esquina que había doblado antes. Confió el tiempo transcurrido al dispositivo de almacenamiento de la memoria y se arrastró hasta el borde de aquel techo nuevo. Tenía una visión oblicua de la puerta principal del edificio de Kutkha; lo suficiente para apreciar si salía alguien.

Al cazador se le daba muy bien esperar. El techo se convirtió en la cima suavemente ondulada de una colina, y estaba mirando un sendero despejado allí abajo, el asfalto parcheado se convertía con tanta facilidad en un terreno sombreado por árboles que sonrió, amplia y auténticamente, ante su elemental belleza. Había ratones de patas blancas que saltaban en la hierba acá y allá, y la sombra de un gavilán se cernió durante un corto y exquisito momento por encima de su cabeza. Había manchas de cleomes, de un violeta pálido tan encantador como un cielo de verano al atardecer, cuyas semillas eran sagradas.

Todo era sagrado en aquel tiempo de espera. La vida era perfecta.

El sol acababa de dar un paso hacia su cumbre del mediodía cuando el cazador se sobresaltó al cambiar a la visión ucrónica de un esperpento del siglo XXI con un chándal naranja con manchas de comida que andaba por el sendero de un bosque del Mannahatta anterior al siglo XVII. Casi vomitó debido al sobresalto perceptivo.

El esperpento siguió el sendero que había tomado el propio cazador. Dobló la esquina del bloque. Su único destino posible era la tienda de comestibles. El cazador, parpadeando de vuelta a la historia, observó el rápido caminar del hombre, y cuando dobló la esquina, el cazador corrió por el techo del que había venido, al ritmo que golpeaba dentro de su cabeza.

El cazador estaba en el piso bajo y preparado en cuatro minutos. Rezó para que eso fuera suficiente. Movió el expositor y abrió la puerta delantera. La calle todavía estaba completamente despejada. Aquélla no era, a fin de cuentas, una parte de la ciudad a la que uno viniera si no tenía que hacerlo. Se quedó detrás de la puerta, entreabierta, y volvió a esperar. Esta vez estaba tenso. No era posible que el esperpento pudiese comprar comida y volver a doblar la esquina en cuatro minutos. El individuo no se movía tan deprisa. La calle tenía que seguir despejada. Llevar a cabo aquella caza era bastante arriesgado.

El esperpento se entretuvo al pasar delante de la puerta del cazador.

El cazador contó dos pasos más, para darse mayor espacio antes de actuar, y abrió la puerta y se movió.

Una vuelta doble de cuerda se enrolló en torno al cuello del esperpento, y un brutal tirón hizo un complicado nudo rápidamente tenso. El cazador enrolló la cuerda en la mano izquierda y tiró del individuo hacia atrás. El cazador valoró que intentara alcanzar su pistola con la mano derecha mientras trataba de meter la izquierda debajo del nudo. El cazador tiró más de él y dirigió su mano derecha a la sien del esperpento. El cazador notó que el hueso cedía como una cáscara de huevo al ser golpeada por la punta de cuarzo.

Las piernas de la presa se volvieron puré. El cazador recurrió a todas sus fuerzas y arrastró a la presa hacia atrás hasta la oscuridad de la ferretería. Apretó la presa de cara contra la pared lo suficiente para cerrar la puerta lo más en silencio que pudo.

La presa pataleó.

El cazador estaba desequilibrado y todavía no había alcanzado su cuchillo, que colocó en el mostrador. Cayó hacia atrás con la presa encima, que daba sacudidas como un toro herido. Años atrás el cazador podría haber asfixiado a su presa a base de fuerza. Pero no era arrogante con respecto a su edad y bastaba con apretar la rodilla en la espalda de la presa para aumentar la fuerza que podría estrangularla. En esa posición, cuanto más se resistía la presa, más deprisa se asfixiaba con la cuerda.

Las rodillas de la presa se deslizaron al suelo, y se hundió. Lo pagó. Pero el cazador se dio cuenta de que la presa estaba haciendo sitio para lo que podría ser un intento con éxito de agarrar la pistola de la parte trasera de su cinturón. El cazador aún no había tenido la oportunidad de apoderarse del arma.

El cazador tuvo arcadas y tiró a la presa encima de su tripa. Todavía sobre su espalda, el cazador le dio cuatro o cinco puñetazos más en el lado de la cabeza. Empezó a bombearse sangre débilmente por el agujero dentado de la sien de la presa, y ésta comenzó a gemir y darse por vencida. El cazador se apoderó de la pistola. Resistió la tentación de pegar con ella a la presa hasta matarla. Tenía planes para el arma y no quería estropearla.

Así que se puso de pie y colocó la pistola en el expositor. Agarró su cuchillo y volvió a la presa del suelo.

La presa se levantaba e iba a por él. Uno de sus ojos estaba lleno de sangre. No podía hablar, sino sólo soltar gemidos y gritos ahogados, y la espuma de su boca era roja. Se había meado en los pantalones. Una de sus gigantescas manos, temblando espasmódicamente, fue a por la cara del cazador y la encontró.

El cazador hundió su cuchillo debajo de las costillas del hombre. Éste emitió un sonido entre un alarido ahogado y un silbido. El cazador volvió a hundir la hoja. La presa sufrió un violento movimiento de tripas. El cazador hundió su hoja una tercera vez, más arriba y con más fuerza, y notó a lo largo de ella su resistencia al unirse a una carne densa que se desgarraba.

El cazador retorció la hoja.

La boca abierta de la presa se convirtió en un charco inmóvil de sangre.

Murió, y cayó, y se fue, y dejó de resultar interesante.