Siete
El cazador seguía quieto en la calle, observando cómo se llevaban su tesoro.
Sabía que algo iba mal. El día había empezado mal. Estaba teniendo problemas para ver sus dos Manhattan, y suponía un desgarrador esfuerzo enfocar y ver lo que él consideraba Nuevo Manhattan. Nada de bosques, sino edificios. Nada de caballos, sino coches. Algunos días eso no le molestaba. Hoy tenía una sensación de desajuste, y le preocupó de modo impreciso su estado mental. Puede que se estuviera haciendo viejo, y su cerebro no fuese tan maleable como antes. Una vez cada dos meses se despertaba preguntando si podría estar enfermo de verdad.
Había tomado ketamina en una ocasión, de joven, y al considerar la experiencia comprendió que su primer efecto en él fue que ya no le preocupaba haber tomado ketamina. Nunca volvió a invitar a su vida esa pérdida de percepción, pero en aquellos ocasionales días bajos había una enfermiza sensación en la boca del estómago de que pasaba semanas sin interesarse por ser incapaz de ver el Nuevo Manhattan.
El día había empezado de mala manera, y por eso recorrió la senda hacia su colección, con los rótulos y los árboles parpadeando al aparecer y desaparecer de la vista, para garantizar que era segura. La caminata había llevado una hora más de lo que debería, en especial por la dificultad de ver y evitar las cámaras se seguridad. A veces la mente las transliteraba en elementos del Viejo Manhattan, pero hoy nada estaba de su parte, incluido su cerebro.
Observó a los hombres y mujeres de chaqueta azul que cargaban su tesoro en vehículos. Años de trabajo que desaparecían.
Él estaba armado. Podría intentar pararlos. Aunque no hubiera llevado un arma, era un cazador. Podría desarmarlos sólo con las manos si era necesario, o fabricar un arma con lo que tuviera disponible. Pero lo verían.
Su enfado aumentó. Partes del Nuevo Manhattan escapaban a su percepción sensorial. Podía oler a roble, pino y abedul dulce americano. Oyó una bandada de chorlitos alzar el vuelo despavoridos de las copas de los árboles. Cortezas trepaban sobre las fachadas de los edificios que encaraban bajo una luz tamizada por la fronda del bosque. Bajó la vista al suelo y tuvo que reunir mucha fuerza para obligar a que la hierba mojada bajo sus pies se volviera a convertir en una acera seca. Una salamandra rojinegra, sin hojas cubiertas de rocío por las que escabullirse, se adentró en la neblina y desapareció.
El cazador se quedó quieto y observó cómo se llevaban las últimas señales de su vida. Aparte de los cuerpos.