Once
Tallow sabía que podría recibir una llamada de la teniente antes de que terminara el día. Tenía que demostrar que por lo menos él se había ocupado de las bases en que se apoyaba la investigación, como asegurar que la escena del crimen no sería demolida a la mañana siguiente. Para ser reemplazada, imaginaba amargamente ahora Tallow, por algún resplandeciente castillo semirreal de mago.
Ocuparse de las bases significaba volver otra vez en coche a la Jefatura Central de la Policía.
La policía científica todavía estaba instalada, en contra de toda lógica, en la Jefatura Central de la Policía. Sin embargo cubría Manhattan entero. Algunas de sus responsabilidades habían sido transferidas a los grupos de recogida de pruebas, uno de cuyos miembros, sabía él, había estado trabajando hoy en la calle Pearl. Pero el trabajo pesado de los forenses se realizaba todo desde la Jefatura Central. Un departamento con excesivo trabajo, escasos recursos y, en opinión de Tallow (allá en la época en que aún le importaba expresarlas), que no realizaba bien los reconocimientos. Cómo se le había ocurrido a alguien que los problemas con la policía científica y la cadena de pruebas se resolverían creando grupos de recogida de pruebas era algo que le superaba. Sólo añadían más eslabones a la cadena, y su personal estaba integrado por gente que por lo general estaba falta de formación y jodida sin remedio por la vida que llevaba.
Los de la policía científica, por el contrario, tendían a estar sencillamente locos. Los agentes todavía hablaban del inspector de la científica que casualmente, parece ser, había abierto fuego contra su grupo durante una manifestación, y estaba el legendario miembro de la científica famoso veinte años atrás por contarle a cualquiera que le preguntase cómo deshacerse de un cuerpo de modo efectivo e imposible de descubrir a cambio de una botella de Smirnoff y/o que le pasase a su mujer. A los de la científica se los odiaba, y ellos, por su parte, odiaban a los demás. Su odio era corrosivo y desvergonzado. Como si nada, habían «perdido» las pruebas del tiroteo de cuatro agentes hacía unos años, y desafiaban a cualquiera a que interviniese al respecto. Hubo follones políticos a montones, denuncias y disculpas públicas, pero al final todos los integrantes de la científica que estaban en Jefatura antes de que pasase aquello seguían allí después.
Tallow estaba nervioso porque era consciente de que su nombre se asociaba con el peor montón de casos sin resolver que los de la científica hubieran visto nunca. No le apetecía nada que le miraran y calcularan a ojo cuánto podrían valer exactamente sus órganos en el mercado negro.
Se daba cuenta de que estaba de pie junto a su coche mirando al vacío y alzando y recolocando su Glock en la pistolera.
Tallow se enfadó consigo mismo y se metió en el coche. Y luego se volvió a bajar y entró por el asiento del conductor, todavía más enfadado consigo mismo.
La Jefatura estaba en la órbita de la calle Pearl. La calle Pearl se alejaba del Primer Distrito y bordeaba la zona de Jefatura antes de dirigirse al puente de Brooklyn y luego seguir hasta la punta de la isla. La Jefatura era una especie de brutal bloque marrón, que parecía haber sido tomado por los helicópteros de unas fuerzas de ocupación para que sirviera de base al gobierno provisional. La maraña de vallas, puestos de control, rampas y barreras que la rodeaban no contribuían a disipar esa impresión. Primos invasores de azul, largo tiempo desaparecidos, imponían la civilización a sus bárbaros parientes de la isla detrás de su monolítico perímetro.
Pero llevaban allí demasiado, y los invasores de la nave brutal original habían visto a algunos de los suyos hacerse nativos. Siempre que iba a la Jefatura, Tallow tenía la sensación de que todos los que estaban allí podían determinar sólo por su pinta que era un policía normal del Primer Distrito; que la gente le valoraba con la mirada y decidía que él no era el tipo ocupado en uno de esos casos importantes de los que se ocupan los programas en la tele. Otro sitio al que Tallow no pertenecía.
Encontró un ascensor y bajó a las mazmorras del castillo de los lejanos miembros de su tribu.
Las puertas del ascensor se abrieron dejando ver a un hombre muy grande que blandía un antiguo auricular de teléfono manchado de sangre dentro de una bolsa de plástico.
—¡Le encontré esto!
—Oiga —dijo Tallow—, la verdad es que no tengo respuesta a eso.
La cara del hombre muy grande se vino abajo.
—Perdone —dijo—. Creí que era otra persona.
—Lo imaginé. ¿Dónde puedo encontrar a su jefa?
—Creí que usted era ella.
Tallow tuvo que preguntar.
—¿Encontró eso de alguien que…?
—El cuerpo es de alguien de setenta y ocho años y delgado como un látigo. Uno no habría creído que cupiera allí sin quitarle el corazón. —El hombre muy grande miró el teléfono pensando algo nuevo—. Aunque supongo que lo habría matado más rápido.
—Oiga, necesito ver a su jefa.
—Ha ido a por café. Hace un momento.
—¿Cuánto ha estado esperando usted fuera del ascensor?
—No se lo tome a mal.
—Necesito ver a su jefa.
—¿Para qué? —Movió el auricular telefónico—. ¿Qué puede ser más importante que esto?
—Vale. ¿Qué tal si me dice quién se ocupa de lo recogido en la calle Pearl?
—Ah, de eso. —Tallow estaba bastante seguro de que el hombre jamás reconocería que se lo hacía sexualmente con gatitos, pero tampoco se hubiera podido saber por su mirada de tipo enorme de la científica—. Usted es ése.
—En efecto, soy ése.
—Yo me mudaría a un hotel si fuera usted. No le diga a nadie a qué hotel. Y compre una armadura.
—¿Voy a necesitar armadura ahora?
—Puede que un chaleco antibalas. Y un escudo humano. Uno está en esa lista de mierda de Scarly hasta que es literalmente un fósil y el sol se ha convertido en un gigante rojo.
—Vaya por Dios. De acuerdo. ¿Quién es Scarly y dónde lo encuentro?
Un pasillo con manchas de suciedad y a los lados puertas de madera de despachos apenas lo bastante grandes para merecer tal nombre. Pintura plástica de un desvaído tono verde oficial se estaba desconchando en todas las superficies verticales que miraba. Tallow siguió las voces más altas procedentes de la puerta abierta del final.
Scarly era una mujer con pinta de pájaro de unos veinticinco años que gritaba: «¡Claro que no me importa si estás sangrando! ¡Soy jodidamente autista!», a un hombre de aspecto enfermizo cinco años mayor que ella cuya apariencia no contribuía a mejorar el hecho de que le faltase un trozo de la oreja izquierda. Mientras seguía abroncando al hombre, se rascaba de modo involuntario el antebrazo, descubierto bajo una camiseta que acusaba la pérdida de peso de su propietaria desde que fue adquirida.
El antebrazo estaba envuelto en un plástico sujeto por cinta adhesiva.
—¿Sabes una cosa, Scarly? —dijo el hombre que sangraba agitando los brazos—. En mi apartamento hay una carta que dice que si me encuentran muerto en el trabajo es por culpa tuya y porque lo más probable es que lo hicieras a propósito. —Llevaba una bata de laboratorio que había teñido de negro, lo que le daba aspecto de ave marina enferma cubierta de petróleo pegajoso que trata de emprender el vuelo.
Tallow llamó con los nudillos en el marco de la puerta, examinando durante un segundo lo que parecía el despacho lleno de porquerías de un coleccionista loco que disfrutaba de verdad con el olor del envoltorio de una hamburguesa usado hace un mes.
Scarly se giró con un agrio:
—¿Usted qué quiere?
—Es de la policía, Scarly —dijo el otro hombre, apretándose una mugrienta toalla a la oreja. Tallow olió los productos químicos de la toalla desde la puerta y pestañeó ante la idea del cóctel de residuos que penetraba en la corriente sanguínea del hombre—. Han venido a llevarte, joder.
—Claro que es de la policía, subnormal. Todos somos de la policía. Trabajamos en la tienda de la policía.
—Inspector John Tallow, del Primer Distrito.
—Usted, ¿eh? —dijo Scarly—. Le odio tanto que se me está poniendo dura la polla.
El otro también rodeó a Tallow.
—Oiga usted. Es culpa suya. —Se quitó la toalla de la oreja y volvió la cabeza para enseñársela a Tallow, subiéndola y bajándola—. Esto me lo hizo usted.
Tallow flaqueó en la puerta.
—¿Cómo que se lo hice yo?
—Porque tuve que probar una puta pistola arqueológica que el jodido Wilkes Booth probablemente rechazó por ser demasiado antigua y oxidada para matar a Lincoln con ella, y la recámara se encasquilló y la aguja del percutor salió disparada de la puta pistola hacia atrás y me arrancó un trozo de la jodida oreja.
Tallow se limitó a mirarle. A mirarle hasta que el otro hombre quedó callado e inseguro. Tallow notaba los ojos de la mujer clavados en él, pero siguió sin apartar la vista del hombre con la oreja destrozada. Y luego Tallow dijo, en voz bastante baja:
—No lo sé. Yo en aquel momento estaba medio sordo por el disparo y tenía los sesos de mi compañero en la cara. Siento muchísimo no haber pensado en usted. Ahora se supone que estoy de baja, porque vi cómo le volaban la cabeza a mi compañero y maté al hombre que lo hizo. Es probable que usted también esté al tanto de que yo sabía que el hombre estaba muerto antes de apuntarle con cuidado y atravesarle los sesos. Pero se me ha ordenado que lleve a cabo esta investigación sin un compañero. Y hasta ahora el día no me ha resultado nada tranquilo, y estoy harto de amenazar a gente y de bajarle los humos a la gente y de tratar de que la gente se comporte como seres humanos. Así que lo que le estoy diciendo es que si pierdo el control, que intento con todas mis fuerzas no perderlo pero es evidente que no estoy teniendo una semana estupenda, entonces, en cualquier caso, lo que pase después será considerado la acción de un agente que padece trastorno de estrés postraumático. No estoy en disposición de aguantar nada de la mierda habitual de la policía científica. Doy por supuesto que mi teniente ya ha empezado a arreglar la situación con usted. Por tanto, aunque sienta mucho lo de su oreja, le tengo que decir que si alguien decide hacerme la vida más difícil…
Tallow tomó aire y sonrió.
—Bien. No quiero empezar con mal pie con vosotros. Te llamas Scarly, ¿no? —dijo, volviéndose a la mujer.
—Scarlatta —respondió ella.
—Hola. Yo me llamo John. ¿Y tú cómo te llamas?
—Bat. —Ante la gélida mirada de Tallow—. Oye. Unos padres de los ochenta. ¿Qué se va a hacer?
—Volver atrás en el tiempo y matarles antes de que se reproduzcan —sugirió Scarly.
—No es autista de verdad, por cierto —dijo Bat—. Sólo piensa que la gente le fastidiará menos si dice que lo es. Y, bueno, siento mucho lo de su compañero.
—Sí —dijo Scarly—. Es una auténtica putada.
Tallow se apoyó en el marco de la puerta, para dedicar un momento a echar una ojeada al despacho. Una mesa de trabajo, con una silla a cada lado. Dos ordenadores portátiles, uno sólido, el otro con unos cuantos arañazos en el aluminio brillante.
Estanterías de plástico en todas las paredes. Altavoces hinchables colgaban por la habitación, sus cables desaparecían entre pilas de carpetas, tarros con polvos extraños, cajas y recipientes con sustancias de alquimista probablemente ilegales que Tallow decidió no reconocer. Cualquier espacio de la pared que no estuviera tapado por los objetos almacenados estaba empapelado con impresos y recortes, un desbarajuste de imágenes en blanco y negro que probablemente no tendría sentido para nadie excepto para aquellos dos. Envoltorios de comida, tazas de café desechables y envases de pastillas formaban una montaña bajo la mesa de trabajo. Distinguió un antiguo cubo negro de plástico lleno de rodillos para pintar, usados en el rincón del fondo, y se preguntó si el rojo de la culata de una pistola era pintura o sangre seca.
—Vosotros no sois los de la científica que se ocuparon originalmente del trabajo —dijo Tallow.
—No —escupió Scarly—. Nos lo pasaron. Lo que tiene perfecto sentido, porque lo que de verdad esperas de un trabajo como éste es tanta confusión en la cadena de pruebas como sea posible. Y me parece que Bat y yo ya hemos tenido nuestra ración de porquería por este año. Conque aquí estoy, con un trabajo que termina con cualquier carrera y un colega con un talento mágico para hacer que unas pistolas se le caguen en la cara.
—Entonces —dijo Tallow— cuéntame cómo puedo conseguir que vuestras vidas sean mejores.
—¿En serio?
—En serio. Sé que mi jefa hizo algo, como dije…
Bat se rió disimuladamente.
—Sí. Tu jefa hizo un parte a nuestra jefa que cayó dentro de un agujero de la memoria.
—Pero que no fue suficiente para conseguir que vosotros dos recibierais lo que ella decidió que merecíais.
Bat lanzó una mirada elocuente a Scarly.
—Me parece que no.
Tallow señaló el brazo de Scarly.
—¿Te estabas haciendo un tatuaje cuando se suponía que a lo mejor estabas ocupándote de los disparos en Pearl?
Bat hizo una mueca.
—Su mujer insistió. Desconectó su teléfono móvil y todo.
—¿Sabes una cosa? —dijo Scarly—. Si llego a saber que casarse traía tantos problemas, nunca hubiera participado en las protestas que exigían ese derecho. Podéis quedároslo vosotros, los heteros.
Un gran cansancio desplegó sus ramas sobre los hombros de Tallow.
—¿No podríamos seguir con esto delante de unos cafés?
Llevaron a Tallow a una pequeña sala de reuniones un par de pasillos más lejos y convencieron a una máquina de café de que les diera una taza amarronada llena mientras él se dejaba caer en una gastada silla de plástico y trataba de armarse de valor. Los de la científica se sentaron enfrente de Tallow. Scarly dejó caer una carpeta con fotos sobre el tablero y empujó la taza hacia él cuando Bat terminó de frotarse la oreja y tiró la apestosa toalla también encima de la mesa.
—Entonces. En serio. ¿Dónde estamos ahora? —preguntó Tallow. En realidad no quería oír la respuesta. Intentó cerrar una mano en torno al precioso café pero tuvo que retirar los dedos, y con tanta rapidez que la muñeca se le torció dolorosamente.
Tallow se preguntó si por el otro extremo aquella máquina de café estaba cargándose con agua de un lago del infierno.
—Los de recogida de pruebas están recuperando las armas por tandas —dijo Bat—. Les estamos pidiendo tantas fotos que uno de los de la unidad preguntó si ella estaba aprendiendo a rodar porno. —Abrió la carpeta de Scarly y abanicó las fotos, todas del apartamento 3A—. Las tenemos aquí y las estamos seleccionando, relacionando su situación en el apartamento con los planos del suelo y los demás datos obtenidos por el otro grupo de recogida de pruebas. Y justo ahora estamos eligiendo armas al azar para hacer pruebas de tiro y establecer las correspondencias balísticas. Cuando las jodidas cosas no explotan al disparar.
—Y eso que ni siquiera era la más antigua —dijo Scarly.
—Hasta ahora me había negado a hacer la prueba de tiro con la más antigua que tenemos. Fíjate lo que me hizo la jodida Bulldog.
—¿Es muy antigua? —preguntó Tallow.
—¿Te interesa saberlo? —Bat se echó hacia delante. Sus grandes ojos se dilataron desconcertados, hasta el punto de que a Tallow le preocupó que pudieran salirse de la cara de Bat y caer dentro de su café. Donde hervirían y lo más probable es que explotaran.
—Me gusta la historia —dijo Tallow, apartando cautelosamente su taza a un lado.
—No te muevas. Tengo algo que enseñarte. —Bat salió volando al pasillo.
—¿Qué pistola fue la que explotó? —preguntó Tallow a Scarly.
—Más que explotar, creo que se deshizo como un queso podrido. Una vez que nuestro hombre usaba la pistola, la ponía en esa habitación pequeña y parece que no la volvía a tocar. Todas se oxidaron en la pared o donde sea. En algunas hay pintura.
—Pero la aguja percutora salió disparada, ¿no?
—Eso es lo que dice él. No he mirado la pistola desde que la disparó. Una antigua Charter Arms Bulldog 44. Una mierda de pistola de decoración que no parece un arma de verdad. No sería extraño que un trozo del martillo se hubiera partido y estuviera jodido.
Tallow volvió a intentar agarrar la taza, y esta vez no quemaba. Dio unos sorbos al café. Barro de muerto y edulcorante empalagoso. De todos modos tomó más.
—¿Por qué conozco ese modelo? No puedo asegurarlo… —Hizo una mueca.
—El hijo de Sam —sonrió Scarly. Debía de ser la primera vez que él la veía sonreír—. El hijo de Sam usaba una Bulldog 44.
—¿Cómo recuerdas eso? ¿Eres una friki de las armas?
—Soy de la científica. Todos somos frikis de las armas. Y el del hijo de Sam aquí todavía es un caso abierto. Algún miserable gilipollas nos lo recuerda cada seis meses. Como si fuera culpa nuestra. Joder, si yo ni siquiera había nacido cuando lo detuvieron.
—Estás de coña. Yo creía que el nuevo fiscal del distrito había cerrado el caso.
Scarly se rió de un modo desagradable.
—¿Y que no tiene un palo para pegar al departamento de policía de Nueva York con él? Oye, tú, yo y cualquiera que no tenga un tumor cerebral sabe que el hijo de Sam era un pistolero solitario. Pero si estás loco, y echas una mirada a eso, y a lo mejor tienes algo del tamaño de una pelota de golf incrustado en la parte del cerebro que usas para ponerte la ropa interior por la mañana como debe ser… entonces, sí, coño, ves pruebas de un culto mágico diabólico que ayuda al tipo a liquidar a gente totalmente desconocida antes de ir a casa a follarse al Rosemary’s Baby o a lo que hayan hecho los satanistas para divertirse en la década de 1970.
Bat volvió a entrar a toda velocidad, sosteniendo contra el pecho un arma metida en una bolsa de plástico transparente.
—Te va a gustar mucho esto. —Sonrió.
Bat dejó la bolsa delante de Tallow.
—¿Qué cojones? —dijo Tallow.
—Lo sé, ¿no? —Bat estaba encantado.
—Es una pistola de chispa.
—De hecho es una pistola de chispa Asa Waters modelo 1836, que nueva se vendía al considerable precio de nueve dólares. La última pistola de chispa vendida al gobierno de Estados Unidos, en realidad; una de avancarga del calibre 45.
Basada en el tipo de pistola naval para abordaje que se podía cargar con metralla, clavos o cualquier otra cosa que tuvieras a mano.
Tallow la agarró, dándole vuelta en sus manos.
—No se encuentra en muy buen estado.
Bat frunció el ceño.
—No lo entiendes. Lo único que sabemos en este momento sugiere que todas las armas de aquel apartamento se usaron para matar a alguien. Así que lo que estás mirando es una pistola de hace casi doscientos años que nuestro hombre restauró para convertirla en un arma mortal fiable y que luego puso en la pared para que se pudriese. Sabe Dios dónde la encontró, oxidada y probablemente cerca del agua. Y consiguió que funcionara. En realidad, apuesto lo que sea a que todas esas marcas y arañazos de alrededor del cañón no los hizo él.
Era preciosa, tuvo que reconocer Tallow. La curva voluptuosa que tenía, y la cara madera negra, que había sido evidentemente pulida con mucho cuidado en algún momento del pasado reciente. El metal ahora había perdido su brillo, y había arañazos aquí y allá, pero, de nuevo, se podía ver que el metal había sido retocado y limpiado a fondo. No parecía de aquella época. En una de sus cachas había algún tipo de insignia, un tanto borrosa por los años para que resultase clara, y una palabra encima que podría haber sido Rooster. No, Rooster no. Era una palabra más larga, pero la grabación resultaba demasiado superficial.
—¿No vas a probar para ver si dispara?
—No, joder. De todos modos, no tendría sentido. Nuestro hombre es muy probable que tuviera que dispararla. Lo que tenemos que hacer es verificar en el ordenador si hay algún cuerpo de los últimos veinte años que encontraran con una bala de plomo blando incrustada por un agujero del calibre 45. Me refiero a que quién sabe. Lo que de verdad quiero hacer es abrir el cañón y echar una mirada dentro.
—Asombroso. —Tallow dejó la pistola con más respeto que cuando la había agarrado—. Gracias por enseñármela. De modo que estáis fotografiando la escena del crimen, buscando correspondencia entre las fotos y el plano del suelo, sacando…
—Sí —dijo Bat, moviendo la pistola hacia él, adorándola con los ojos muy abiertos—. Algunas tienen pintura por encima, como podrás haber visto. Vamos a analizar eso, ver si nos proporciona algo.
—Pero no lo hará —dijo Scarly.
—Oye —dijo Tallow—. ¿No tienes por casualidad una habitación grande de sobra por aquí que podamos invadir? Como un centro de coordinación de datos que pudiéramos usar. Pero diferente.
—No sé lo que significa exactamente eso —dijo Bat, frunciendo el ceño—, pero, bueno, creo que hay un espacio en el piso de abajo. Mandamos un cargamento de bidones con pruebas al Bronx. Pero no sé si la podríamos usar sin que nuestra jefa…
—Mi jefa sólo presionó a vuestra jefa. Y mi jefa puede dejar de hacerlo enseguida, si es necesario. Quiero ese espacio.
—No te lo tomes a mal —dijo Scarly, despacio—, ¿pero no tienen habitaciones y mierdas así en la plaza Ericsson?
—Claro que sí. Pero no es allí donde se va a resolver el caso. Se va a resolver aquí.
Scarly se cruzó de brazos. Se apartó de Tallow. Todo en ella, de hecho, le pareció a Tallow que se cerraba.
—Éste no se va a resolver, inspector.
—¿Tú crees?
—Si se fuera a atrapar a ese tipo —dijo Scarly—, ya se habría hecho. ¿Sabes lo que hiciste cuando agujereaste aquella pared? Interrumpiste la carrera de un jodido coco auténtico, un loco y perro asesino en serie que llenó una habitación con sus jodidos trofeos para meneársela encima. Nunca va a volver allí. ¿Y sabes algo más? Va a empezar a matar de nuevo, es probable que con mayor rapidez que antes, para así crear otra sala de trofeos a escala reducida. No sólo no se va a resolver esto, sino que van a ser asesinadas más personas por culpa de esto, y no podremos atraparle tampoco después, porque ese tipo es jodidamente bueno. Lo único que hiciste, inspector, es encontrar la dirección de la casa del diablo en Nueva York, y ahora se ha trasladado a otra. —Mira eso. —Mira esas fotos. Organizó esa mierda. Son dibujos. Para él significan algo. Mira este de aquí, esta especie de espiral de armas. Las de alrededor tienen formas terminadas. Éste no forma un círculo cerrado. ¿Ves eso? Todavía hay espacios para llenar. Él no los ha llenado. Mira esto; algunas de esas formas están como dentadas. Parecen que se van a encajar unas con otras. El trofeo es toda la jodida habitación. Un cruce entre una iglesia y un motor. Y ahora va a volver a empezar. Porque lo tiene que hacer. Es la labor de una vida. —¿Sabes lo que veo cuando te miro, Tallow? Veo a un policía que ya está muerto en nueve décimas partes. Veo pasar por aquí a tipos como tú todo el tiempo. Hace años que tu trabajo y tú mismo te importan una mierda. Fíjate en ti. Tu jodido traje ni siquiera te queda bien. Y aunque tanto te las das por la mala semana que estás pasando, ni siquiera estás cabreado. Sólo estás cansado. Cinco pavos a que tu compañero cargaba contigo, y diez a que tu jefa te encasquetó el caso porque no quería emplear a dos policías en él. Este caso no lo vas a resolver tú; y Bat y yo somos jodidos daños colaterales. Tú ya estás muerto, ¿y ese tipo? Sólo renace. Conque sí. Muchas gracias. No mejores nuestra vida. Usa la casa de otra persona para hacer como que trabajas en el caso, ¿vale?
La habitación quedó helada, sumida en un incómodo silencio. Bat inspeccionaba el techo. Tallow miró a Scarly. Ella le devolvió la mirada. Ninguno de ellos dejó de mirarse con dureza durante un minuto entero.
Tallow sacó entonces su teléfono y comprobó la hora.
—En primer lugar —dijo Tallow—, quiero todas las fotos de la escena ampliadas y su correspondiente relación con el plano del suelo. Si puedes conseguir unos tableros que sobren, o cartones o algo, y hacer que los lleven abajo a cualquier espacio grande que tengas, sería estupendo. Voy a volver a la escena, y hacia las ocho estaré en el Fetch, en Fulton. Vete a verme allí. Haré que comas y te emborraches, y que hables conmigo.
—¿Por qué? —dijo Scarly, moviendo la cabeza de un lado a otro como si de repente estuviera desorientada.
—Supongo que me he expresado con bastante claridad —dijo Tallow—. Vosotros dos sois mis nuevos compañeros. Y vamos a resolver el caso. Porque, ¿sabes una cosa? La única pizca de consuelo que tuve hoy es que cuando mi jefa le contó a la mujer de mi compañero que él estaba muerto, también dijo que yo había matado al que lo hizo. Hay cientos de personas a las que les dicen que han matado a un ser querido pero nunca oyen que hayamos reaccionado ante esa gran putada. Así que resolveremos esto. ¿Queda claro ahora?
Scarly le miró.
—Eso no te lo crees ni tú.
—¿Importa? —dijo Tallow, y se marchó.
***
Un trayecto corto que se alargó. Tallow trataba de encontrar un sitio despejado entre la maraña del tráfico al dirigirse hacia el puente de Brooklyn.
La radio de la policía estaba funcionando. Tallow dejó la ciudad con compañía todo lo que lo pudo soportar. Un tipo en Stuyvesant Heights llegó a casa, encontró sus neumáticos rajados, fue a la bodega de la esquina para enterarse de si alguien había visto lo que había pasado y le pegaron un tiro en el ojo izquierdo. Nadie vio nada. El «metemanos en serie» del Upper East Side había golpeado de nuevo, tirando al suelo a patadas a una mujer de veinticinco años y agarrándole la entrepierna antes de que ella consiguiera activar una alarma de violación que hizo cagarse de miedo al tipo. Lexington esquina con la Setenta y Siete Este, y por lo que sea nadie vio nada. Y un repentino intercambio de opiniones sobre un policía que hacía la ronda en el Bronx al que acababan de llamar de Asuntos Internos después de una denuncia por pegar a un niño en la cara con su placa. Más comentarios de policías que aseguraban que habían estado allí y no vieron nada.
Tallow apagó violentamente la radio, con la mente ocupada otra vez con aquella pistola: 1836. Su interés por la historia era constante pero disperso. Nunca parecía que fuera el momento de ahondar en una cuestión que le interesaba, y siempre terminaba dejándola y pasando a otra. Pero 1836. Se preguntó. La calle Pearl recibió su nombre porque una vez estuvo pavimentada con conchas de ostra machacadas… madreperlas[1]. ¿Estaba pavimentada con conchas en 1836? Se preguntó si no estaba recorriendo el mismo camino que el que hubiera traído el arma a Manhattan en 1836. Hubo una época en que la calle Pearl estaba al borde del agua, lo sabía.
Los faros de los coches que pasaban al caer la tarde en su imaginación adquirían el resplandor de luces fantasmales lentas, sucias, ajenas al tiempo. Se quitó esa idea de la cabeza.
***
Tallow se detuvo a corta distancia, y en el lado opuesto de la calle, frente a la casa de la calle Pearl, justo a tiempo de ver que la unidad de recogida de pruebas arrancaba con la última carga del tesoro metálico de armas del 3A.
Tallow se apeó y se detuvo en la acera, sólo para observar un rato el sitio. Hizo todo eso antes de darse cuenta de que tenía compañía, o algo parecido. Un hombre mayor se apoyaba en un poste. Un pesado abrigo, de ante o alguna otra piel, con unas bastas coderas de cuero que desentonaban. Un bolso de piel al hombro. Zapatos blandos, como mocasines, no muy deformados, por lo que eran relativamente nuevos, pero ya ennegrecidos por el hollín de la calle. Su pelo y barba eran todo herrumbre y nieve. Tallow se fijó en que, para ser un tipo que evidentemente vivía en la calle, su olor no echaba para atrás.
Aunque, claro —pensó—, hay locos de todas clases.
Lo que le volvió a traer a la memoria la imagen del desnudo Bobby Tagg gritando y de su escopeta.
Tallow no advirtió que había sacado y encendido un cigarrillo hasta la segunda calada. Miró furioso el objeto, molesto consigo mismo. ¿No había decidido tirar el paquete?
—¿Tabaco? —dijo el tipo.
—Bueno, sí.
—¿Le sobra uno?
—Claro —dijo Tallow, buscando el paquete y sacando un cigarrillo para el tipo de la calle. Tallow vio sus dedos, con callos y recorridos por pequeñas cicatrices. Un hombre que había trabajado con las manos, puede que de carpintero, antes de que le pasara lo que le hubiera pasado. Tallow se había trabajado las calles lo suficiente para saber que no es necesario que ocurra algo importante para que una persona llegue a la conclusión de que lo mejor que puede hacer es vivir en la calle y comer de las bolsas de basura.
El tipo de la calle arrancó el filtro del cigarrillo dándole un pellizco fuerte, rápido. Tallow vio que se guardaba el filtro en el bolsillo cuando hizo el gesto de que quería fuego. A la luz del encendedor, Tallow vio algo entre decepción y desprecio recorrer la cara del tipo de la calle antes de que se resignara a apartar su cigarrillo de la llama.
—Gracias.
—No hay de qué.
El tipo de la calle tragó humo, lo mantuvo en los pulmones y lo dejó salir por la boca y la nariz. Pasó la mano por el humo que se alzaba, sopesándolo, bailoteando los dedos entre él.
El hombre se pasó la lengua por los labios.
—Para nada parecidos a como eran. Demasiado, cuál es la palabra… aditivos. —La punta de su lengua parecía que intentaba quitar algo que le quedaba en los labios—. Miel. Benceno. Amoniaco. ¿No nota el sabor? Hasta cobre.
—Lo voy a dejar pronto otra vez —comentó Tallow.
—Bien —dijo el hombre de la calle—. El tabaco sólo se debería consumir en ocasiones especiales. Fumarlo todo el día disminuye su valor y reduce sus efectos. —Volvió a soltar aire, empujó el humo con los dedos, como si ayudara a que las espirales plateadas subieran al cielo.
La idea inmediata de Tallow fue preguntar al hombre qué ocasión especial era hoy. Se contuvo. No tenía fuerzas para entablar conversación con un loco de la calle. En lugar de hacerlo, pisó su propio cigarrillo y le dijo:
—Buena suerte —y se dispuso a cruzar la calzada hacia el edificio.
—Eso es lo que estoy pidiendo —dijo el tipo de la calle a espaldas de Tallow—. Sólo un poco de suerte.