Trece

Tallow tuvo que hacer un esfuerzo consciente para mantener la mano lejos de su arma cuando subió la escalera del edificio de apartamentos. Allí no existían amenazas. Se lo repetía a cada peldaño. Pero cada peldaño guardaba recuerdos.

Llegó al descansillo donde habían muerto Jim Rosato y Bobby Tagg, y fue allí, detenido en el espacio que para él aún reverberaba con sangre y pólvora, donde Tallow se dio cuenta de que el cerebro no le había estado funcionando bien en todo el día.

Él había matado a un hombre. Debería haber dejado la calle sin importar por qué. Deberían pagarle un permiso, por cargados de trabajo que estuvieran. Deberían haberle quitado el arma. Debería estar hablando con los asesores. Debería estar hablando con los de Asuntos Internos, y probablemente con alguien del despacho del fiscal del distrito. Nadie iba a considerarlo un disparo censurable, y el hecho de que fuera un disparo contra el asesino de un policía sin duda contribuiría a que desapareciesen algunas de las complicaciones habituales o se «perdiesen» en el papeleo. Sabía de algunos tipos que tuvieron que esperar años a que considerasen su caso. En el caso de Tallow, podía estar casi seguro de que saldría bien parado dos días después del comienzo del proceso. Pero a pesar de todo, él no debería estar en la calle.

A no ser que lo mandaran allí para conseguir algo. A no ser que en realidad lo usasen para dar por perdido este caso.

Tallow se apoyó en la pared, junto a la mancha donde no habían restregado lo suficiente los sesos de Jim Rosato del enlucido, y casi se rió.

La teniente estaba tomando precauciones. Le ordenó que resolviese el caso. O si. Pero la trastienda del asunto era: El único cuerpo caliente que tenía para resolver el caso era el de un inspector inútil a cuyo compañero lo acababan de matar, y en cualquier caso él tenía un trauma sin tratar por culpa del tiroteo. O incluso: Nosotros de todos modos no podíamos ocuparnos del caso; Tallow se encontraba de permiso y no debería haber estado trabajando.

Cada variante que se le ocurría estaba indeleblemente marcada por «John Tallow está completamente acabado».

Le gustaría saber cuándo había decepcionado tanto a la teniente para que considerase fácil colgarle del cuello el apartamento 3A y tirarlos a los dos al Hudson y perderlos de vista. Al menos perderlos de vista hasta el año que viene, un bonito calendario inmaculado sin un par de cientos de homicidios no resueltos.

Tallow había estado traqueteando y zumbando Manhattan arriba y abajo todo el día como un buen policía robot, y sin pensar. Se preguntó si a lo mejor estaba traumatizado de verdad y no lo admitía o ni siquiera se daba cuenta de que lo estaba.

—Soy un idiota —se dijo.

No oyó que nadie expresara la necesidad de discutir la cuestión con él.

Tallow avanzó unos pasos por el descansillo y se detuvo en el sitio donde había caído Bobby Tagg. Ni siquiera sabía cómo se llamaba hasta que se lo dijo Carman, el dueño. Tallow no sabía nada de él aparte de que un día su mundo se vino abajo, e imaginó que el único modo de conseguir que la vida volviera a tener sentido era salir al vestíbulo desnudo con una escopeta y gritar. No es tan difícil que esto ocurra. Aquella vez bastó con una carta metida por debajo de la puerta.

La visión de Tallow se hizo borrosa. Era nebulosamente consciente de que apretaba las mandíbulas, y de una sensación de vacío en el pecho.

Dirigió su atención al agujero de la pared del 3A, ahora ampliado al tamaño de una puerta al lado de la puerta de verdad.

Parecía que el complicado mecanismo de cierre de la puerta todavía originaba problemas a la gente. Había habido un intento poco brillante de tapar el agujero con cinta de la policía. Se agachó junto a ésta de modo que dos tiras amarillas formaban un marco por el que examinar la habitación principal. Antes, sin embargo, cerró los ojos y tomó aire por la nariz. Estaba allí para refrescar los recuerdos de sus sensaciones antes de que el apartamento quedara totalmente desmantelado. Tallow, aceptando en aquel momento de quietud que él era un asesino, quiso cerrar los ojos y respirar el aire del templo de un asesino.

El cazador arrancó con cuidado el extremo de un sobre de azúcar, recogido de la bandeja de condimentos de un café que de modo imprudente dejaba esas cosas fuera. Vació el sobre en la boca y saboreó los granos.

El cazador se volvió a guardar en el bolsillo el envoltorio vacío y esperó. Esperó a que el azúcar le incendiara los músculos. Esperó a que la calle estuviera un poco menos ruidosa.

Tallow, acurrucado, sólo esperaba y escuchaba. Trataba de recuperar los olores que percibió cuando entró en la habitación por primera vez. Ahora, aunque disipado, aplastado o disperso por los de la policía científica y las corrientes de aire, todavía quedaba un rastro suficiente para reactivar los recuerdos sensoriales.

Lo único que deseó era poder identificarlos todos. Sabía, o al menos supuso, que en la habitación había habido hierbas.

Tallow era un chico de ciudad. No se enteró hasta los diez años y pico de que las hierbas en realidad no nacían en frascos gracias al poder de la ciencia. Pensó que quizá reconocía el de salvia. Hierba. Algo que le recordó vagamente a cerveza de raíz. Algo distinto, casi identificable, con sus características danzando justo fuera de su vista, como un animal que se desliza por detrás de los árboles en el bosque. ¿Tabaco, a lo mejor?

El cazador se cambió la bolsa de sitio de modo que le quedó apoyada en la cadera derecha y metió la mano derecha en ella. Encontró la empuñadura de su cuchillo con facilidad. El cazador apretó el pulgar en el borde de la funda en que estaba metido. Cuando llegara el momento, podría sacar el cuchillo fácilmente con la mano derecha, que ya empujaba la funda hacia atrás. Con la mano izquierda agarraría la funda y tiraría cuando la hoja saliera hacia arriba libre. Un golpe eficaz en la cara haría que su presa se volviese hacia él. El presagio de un golpe hacia abajo dado en la base del cráneo, si no. El hombre moderno que había en él ya estaba calculando el golpe. Metiendo la hoja entre las vértebras cervicales segunda y tercera vería asomar la punta entre los dientes de la presa. A veces sólo la conmoción hacía que el golpe matara limpiamente. Si la presa se volvía hacia él, entonces el tajo hacia arriba haría que se agarrase la cara con las manos, proporcionando espacio y tiempo para golpear fuerte entre dos costillas, lo que llevaría por entre los músculos intercostales hacia el hombro opuesto y entraría en el corazón.

No prefería el cuchillo. Pero puede que su presa sólo mereciese morir como un animal.

Podría recuperar algunas de sus herramientas más preciadas. Impedir el robo acelerado de más. Contar con nuevas oportunidades para recuperar las otras piezas. Dar tiempo a que Machen hiciera lo que pudiese.

El azúcar estaba haciendo efecto. La calle estaba todo lo tranquila que probablemente podía estar. El cazador empezó a cruzar la calzada, con el cuchillo agarrado dentro de su bolsa.

Tabaco. O casi tabaco; relacionado de algún modo, si no directamente consanguíneo, con el tabaco de un cigarrillo. Tallow casi sonrió. A lo mejor aquel loco tipo de la calle tenía razón en lo de los aditivos.

Abrió los ojos y examinó la habitación principal lo mejor que pudo a la luz del atardecer. El sospechoso nunca había vivido allí. Eso era de lo más evidente. La analogía con una iglesia que le sorprendió la primera vez se reafirmaba en una segunda visita. Aquél era un lugar, sabía Tallow, al que venía el asesino. Un lugar de adoración. Ahora se le ocurrió que alguno de los otros olores fácilmente podrían ser los que dejaba el incienso. Volvió a aspirar, y esta vez identificó algo que podría ser cedro, o enebro.

El asesino nunca vivió allí. Pero ahora Tallow estaba más seguro de que la solución de todo el problema estaba allí, en aquel apartamento. Que la solución era el apartamento.

El cazador llegó al otro lado de la calle. Miró de nuevo a los dos lados, entre los peatones. No había nadie que le viera entrar al edificio aparte de unos cuantos conductores, y ninguno prestaría la suficiente atención para que fuera útil a alguien.

Los coches no importaban. De todos modos, él apenas los podía ver. Titilaban en su visión como un venado en lo profundo del bosque. Dejó que los coches desaparecieran del todo, hasta que sus sonidos no fueron más que los de cascos, cantos de aves y truenos dominándolo todo. El cazador tomó aire, lo contuvo y luego suave, muy suavemente, abrió la puerta como si ésta fuera la pesada piel de la abertura de una tienda india y el futuro y la purificación le esperaran dentro.

Tallow decidió que, a pesar de que hoy había hecho como un robot las cosas básicas previstas de su lista, en general había hecho las adecuadas. Si los de la científica hacían las ampliaciones y luego les buscaban correspondencias como había pedido él, entonces mañana podría empezar a pensar como es debido en todo aquello.

Había olvidado, sin embargo, llamar a la teniente. Dado su malhumor del comienzo del día, Tallow imaginó que no hacer un informe probablemente no fuera la decisión más inteligente que podía tomar. Tallow ajustó con una cerca resistente sus pensamientos e hizo que se enroscasen formando una serpentina con cierto orden. Necesitaba disponer los actos del día en función del efecto.

Tallow se estiró, haciendo una mueca de dolor. Al parecer ya no tenía la suficiente flexibilidad para estar en cuclillas tanto rato. Se sacudió las piernas conforme andaba. Parado en el descansillo de espaldas a la escalera, sacó su teléfono móvil.

El cazador avanzó por el vestíbulo del piso bajo muy despacio, como si tuviera unas ramas frágiles bajo sus pies. Cada paso, cauteloso y exacto, dado después del reconocimiento del terreno inmediato.

La teniente sonó a vacía por el agotamiento. La clase de agotamiento que se produce tras pasar un día violentamente enfadada. Su voz tenía el seco crujido de las inútiles ascuas que quedan, y el eco de un espacio al que sólo llenaba un humo amargo. Pidió a Tallow un informe de las actividades del día, pero él se dio cuenta por el sonido de su voz de que el corazón de la teniente ya se había puesto en pie e ido a casa, y que estaba hablando a una cáscara vacía que seguía allí puesta para fingir interés.

—Estoy en la escena de la calle Pearl —le contó Tallow—. He hablado con el dueño, y con el de la empresa que anda en negociaciones para comprar el edificio. El dueño ha estado cobrando pagos en metálico anónimos por el apartamento, y eso empezó cuando se ocupaba del negocio su padre. El de la empresa que compra el edificio tiene planes de derribarlo en cuanto pueda. Así que me aseguré de que eso no va a pasar por ahora, y le buscaré las cosquillas otra vez al dueño más adelante. He establecido contactos en Jefatura, y voy a ver a los dos de la científica que llevan el caso esta misma noche para tratar algunas cuestiones más.

—Dime —murmuró la teniente—, ¿qué sabes ahora que no supieras esta mañana?

Tallow lo pensó. Ella parecía agotada. Aquél no era el momento de hacerle saber sus conclusiones más recientes.

—Sé que nuestro hombre planea las cosas. Creo que va a volver a matar, y pronto. Y cuando lo haga, sabremos que es él.

—¿Cómo?

—Lo estuve pensando en el trayecto desde Jefatura. Tengo la sensación de que nuestro hombre elige las armas con mucho cuidado. Al menos para algunos de sus asesinatos. Los de recogida de pruebas encontraron hoy aquí una pistola de chispa.

—¿Una qué? —La voz de una mujer que empieza a luchar por abrirse paso entre el humo.

—Una pistola de chispa. En serio. Y los de la científica dicen que sin duda la restauraron hasta el punto de que se puede disparar con seguridad, y después de ser usada, la pusieron en la pared para que se echara a perder. Yo puedo comprar en internet un revólver por treinta pavos si me interesa matar a alguien. Pero esto es otra cosa. No puedo evitar tener la sensación de que, al menos para algunos de los asesinatos, elige las armas por motivos muy concretos.

—¿Cómo cuáles?

—Todavía no lo sé. Mañana voy a instalarme en Jefatura. Me encontrarán algún espacio para trabajar con el material del que se ocupan ellos. Ah, sí. Si su jefa te llama mañana para comentártelo, ¿podrías amenazar con no hacer algún favor que les prometiste? Sería útil de verdad.

—Dios santo, Tallow. ¿Algo más?

—Esto es todo lo que tengo por ahora, teniente. Como digo, voy a reunirme con los de la científica dentro de poco, para ver qué más puedo sacarles. Además —añadió mientras otra idea se le pasaba por la cabeza como llevada por la brisa—, tengo que leer algo esta noche.

El cazador quedó paralizado cuando oyó la voz. Mantuvo aquella posición y prestó atención a la espera de una segunda voz. No la hubo. El cazador apretó las mandíbulas y tensó los músculos del estómago, obligándose físicamente a permanecer en el presente. No estaba subiendo por una ladera con árboles. Estaba en una escalera. La presa hablaba por un teléfono móvil.

Tendría que esperar, o la persona del otro extremo de la línea oiría la muerte de su presa. A veces eso era una solución adecuada. El cazador la rechazó en aquel caso. Le reduciría la cantidad de tiempo disponible después del asesinato.

El cazador se movió al siguiente escalón. Estaría preparado.

La teniente ahora estaba despierta.

—¿Leer? John, ya te lo dije, necesito que no estés absorto en tus pensamientos.

—Mira —dijo Tallow—, mañana me ocuparé de los homicidios sin resolver con los que ya hemos relacionado las armas.

Pero esta noche quiero poder pensar en esto, y nada más. Hasta ahora no he podido recuperar el aliento. Voy demasiado deprisa. Ni siquiera está claro que trabaje en este caso.

Hubo un silencio. Tallow hizo una mueca. Se dijo que no iba a dejar que aquello se le escapase. Pero ya estaba hecho, y supuso que la respuesta podría ser interesante.

—John —dijo al final ella—. Sabes que andamos cortos de personal. Y he hecho algunas llamadas. Asuntos Internos y el despacho de fiscal del distrito defienden la idea de que continúes trabajando tú, y tengo la promesa de una firma importante al pie de una carta que explica que todas las partes interesadas decidieron que era mejor dejar que continuaras tú trabajando en este caso.

—No sé si eso es muy legal, teniente.

—Si el policía adecuado dice que es legal, entonces es legal, John. Y toda la documentación y los datos relacionados se habrán perdido pronto, así nadie tendrá motivo para dudar de la cuestión. Sé que has tenido la peor semana que se pueda tener, pero necesito que estés justo donde estás ahora. ¿De acuerdo?

Durante veinte segundos Tallow se concentró en mantener la respiración regular y en calma. Hasta por un teléfono móvil, un oído atento puede notar, al oír la respiración, que alguien se está enfadando.

—De acuerdo, teniente. Me pondré a ello mañana, una vez que tenga más datos de la científica.

La teniente respondió con un precavido:

—Muy bien, John. —Y luego—: ¿Algo más que me quieras decir?

—No —dijo Tallow.

El cazador oyó el ruido electrónico del final de la llamada del teléfono móvil. Reanudó la marcha. Girando el cuello con cuidado, sólo podía distinguir el hombro de la presa. Estaba parado de espaldas a la escalera. El cazador se encontraría en gran desventaja. Puede que una cuchillada en la base de la columna vertebral, y la presa quedaría paralizada. Le daría tiempo para una cuchillada más precisa que le matara. Podía imaginar una que produciría el menor derramamiento de sangre.

El cazador sacó su cuchillo. Tocó la parte de arriba de la vaina con el pulgar. Su mano izquierda empezó a empujar la vaina. El cazador sonrió ante la ausencia del menor sonido. El momento era muy hermoso.

La cabeza de Tallow se giró bruscamente ante un espantoso sonido.

El cazador se detuvo cuando el ruido de gente y aparatos que atravesaban las puertas delanteras del edificio atronó escalera arriba. Muy deprisa, fijándose en qué pasos hacían más ruido que otros, bajó la escalera a grandes zancadas de puntillas casi sin peso, dobló la esquina, y ya estaba a medio bajar antes de detenerse a mirar.

Dos hombres con mono de trabajo estaban cruzando ruidosamente las puertas con carretillas y cajas de plástico.

—Me cago en la puta, ¿no podrías mantener la puñetera puerta abierta? Esto es como tratar de que pase un cerdo por el jodido ojo de una aguja.

—Sí, eso es lo que dijo tu mamita.

—¿Quieres joderme cuando vamos a vaciar una habitación llena de armas? ¿Es eso lo que quieres hacer? ¿Quieres que pruebe si dispara alguna de esas putas y ver si está cargada todavía?

—¿Ni siquiera puedes abrir una jodida puerta y crees que me preocupa que acciones una pistola? Podría quedarme ahí sin más y ver cómo te pegas un tiro en la puta cara.

—Oye. Oye, colega. ¿Un poco de ayuda?

El cazador había vuelto a guardar su cuchillo y ahora bajó la escalera como si viviera en aquel edificio. Cruzó el vestíbulo a grandes pasos y sujetó una de las puertas para que se abriera del todo, dejando que los de recogida de pruebas metieran su equipo. El cazador aún tenía buena vista, y pudo leer las letras y las insignias en sus monos de trabajo desde arriba.

—Oiga —dijo uno de ellos al cazador—, ¿sabe si todavía funcionan los ascensores? Me refiero a que si hay ascensores aquí, ¿entendido? Si no, esto no sería humano, joder.

—Lo siento —dijo el cazador—. Yo he venido a ver a un amigo, y siempre uso la escalera.

—Vaya. Gracias de todos modos.

—De nada —dijo el cazador, y pasó junto a él y salió a la acera.

***

Tallow bajó corriendo un par de tramos de escalera y encontró a dos hombres que trataban de arrastrar escalera arriba dos contenedores cargados en dos carretillas de dos ruedas.

—¿De recogida de pruebas?

—Sí. Somos los que nos jodemos y nos quedamos sin cenar. ¿Eres Tallow?

—Sí.

—Entonces que también te den por culo a ti, colega.

—Gracias.

Fuera, parado junto al camión de la policía que no había visto acercarse, el cazador se golpeó la cabeza con los nudillos, una y otra vez. Todo iba mal. A su alrededor todo era un cambio caleidoscópico del Viejo y el Nuevo Manhattan. Árboles que temblaban y farolas que brotaban. En el buzón del otro lado de la calle creció un esqueleto con algunos músculos, la hojalata de debajo se flexionó como unos pulmones y produjo un espantoso silbido. La calle rodaba y se cuarteaba cuando el terreno de la isla precolonial se esforzaba por abrirse paso hacia la luz del crepúsculo. Su respiración era profunda y trabajosa, como la de un animal herido acorralado. Se golpeó la cabeza otra vez, y otra, apretando los ojos con tanta fuerza que el dolor se abombó por la frente y le bajó por los dos lados del cuello.

Cuando el cazador abrió los ojos, estaba frente al coche en el que había llegado el policía del traje negro. Tembloroso, se tambaleó al cruzar la calle hacia él, luchando por mantenerlo presente en su visión. Sin apartar los ojos de él, buscó dentro de su bolsa lo que le quedaba de un lápiz y un trozo de servilleta de papel de un café. Ordenó a su mano que dejase de temblar y, con un cuidado exagerado, luchando contra un creciente dolor de cabeza y unas inquietantes llamas descoloridas en la visión, escribió el número de la matrícula del coche, la marca y el modelo.