Veinte

El cazador despertó gradualmente de un sueño plácido al romper el alba, cuyos rosados dedos le tocaban con suavidad la cara mientras dormía debajo de un gran ciprés de Central Park junto al agua. Se sentó, con las piernas cruzadas, en silencio, respirando profundamente mientras el sol naciente le calentaba. El cazador luego se puso de pie, arrancó unas hojas del ciprés, las aplastó en su mano para que soltasen sus aceites y se frotó los sobacos para disminuir su olor.

Al andar calladamente por el parque, recogió brotes de espadaña en la orilla del agua, hojas de huauzontle, hongo maitake, un manojo de menta y aleluya y volvió a su sitio debajo del ciprés para comerlo con un trozo de carne de ardilla. Siempre tenía cuidado de no tomar demasiada cantidad de una planta. Era cazador, y eso significaba que nunca sabía cuándo podría tener que depender de la búsqueda de comida para vivir. En el momento que se permitiera creer que el movimiento de las estaciones se repetía de modo perfecto y era ampliamente predecible, estaría creando las condiciones para su propia muerte.

Habiendo comido, el cazador empezó a andar. Salió de Central Park a la calle Setenta y dos Este.

Unos minutos después el cazador estaba donde quería estar: a la vista de la Torre Aer Keep, una aguja de cristal de cuarenta y cuatro pisos hundida profundamente en la isla. Ahora en su visión no había superposición estroboscópica del Viejo Manhattan. Algo de aquella abyección contemporánea lo había empalado a la actualidad.

El edificio le repelía a un nivel básico. Nada de lo que tenía procedía de la naturaleza, ni su brillo extraño ni su forma generada por ordenador. Era una cosa creada en un laboratorio. No tenía sitio en su mundo verde. Era la estratagema de un invasor.

Recorrió andando su perímetro. Estaba rodeado por elevados muros de cemento armado, un búnker urbano que se defendía del asalto visual del colegio público cercano, carente de encanto auténtico para los ojos sin protección de los habitantes de la torre. La visión de los residentes no empezaba hasta más arriba, donde todas las calles y los edificios cercanos ya no eran más que bonitos edificios lejanos extendidos a sus pies. La cómoda perspectiva de gigantes.

No había auténtica entrada para los peatones. El único modo de entrar y salir era por el garaje subterráneo. Si querías salir a pie, tenías que emerger desde debajo del edificio y recorrer la entrada para coches hasta las puertas principales. El diseño era evidente que disuadía a los ricos más aventureros de que hicieran un safari andando. Mucho mejor salir en convoyes de todoterrenos negros con los cristales tintados y debatir en bares y gimnasios acerca de que la posesión de dinero los convertía en prisioneros de la ciudad de Nueva York.

O quizá no, pensó el cazador, vigilando las puertas principales. Puede que se consideraran una nueva oleada de colonos que habitaban dentro de una atmósfera hermética y exploraban la luna de Manhattan.

Allí era donde vivía Jason Westover. Jason Westover y su mujer.

El cazador observó durante un rato los coches que atracaban y desatracaban de la estación espacial del Upper East Side, calculando sus trayectorias.