Veintiuno
Cuanto más miraba Tallow la pared, más le parecía que las armas de algún modo estaban relacionadas unas con otras.
Los vacíos en la superficie que cubrían estaban empezando a parecerle claramente omisiones deliberadas, espacios que esperaban las formas que les correspondían. Un reloj inmenso que esperaba los engranajes adecuados sumido en el sueño de lo que está por venir hasta el día que se instalaran las piezas correctas y todas las ruedas pudieran girar al fin.
Una voz dijo:
—John.
Él estaba tan perdido en el mecanismo de las armas que le llevó unos segundos percibir la voz y entender que estaba diciendo su nombre.
Scarly se encontraba de pie junto a la mesa. Tenía la cara demacrada, y Tallow distinguió sus latidos en el cuello. Sujetaba una hoja impresa.
—Esto ya no es tan divertido.
—¿Qué?
—La Bulldog 44. Es el arma del hijo de Sam.
—¿De verdad?
—Las mismas balas que extrajeron a Donna Lauria y Jody Valenti en el verano de 1976. Esas balas fueron a la base de datos de balística cuando el fiscal del distrito de Queens decidió que se volviera a abrir el caso a finales de los noventa. John, esto no puede ser.
—En todos los aspectos. —Tallow se levantó, con las rodillas protestando. Supuso, dado que Scarly estaba allí, que él debió de haber estado sentado durante un par de horas, pero no tenía la sensación de que hubiera pasado el tiempo.
—No, escucha —dijo Scarly, en voz baja y perentoria—. Si alguien hubiera matado con esta arma, se habrían encendido las luces de alarma. Habrían extraído la bala del cuerpo y la habrían estudiado, y habrían descubierto que había posibilidades de que tuviera relación con una de las balas del hijo de Sam de la base de datos. Hay muchas. Incluso hubieran relacionado las balas, que estaban tan deformadas, con el arma que estaban estudiando y las habrían añadido al conjunto de datos de balística sobre ella. No tenemos cuerpo para esta arma.
Tallow se estiró, y lo lamentó al instante. Haciendo una mueca, dijo:
—Entonces nuestro hombre extrajo sus propias balas de algún pobre hijoputa. Porque, y te lo digo yo, no es posible que ningún arma de ese apartamento no esté relacionada con un cuerpo.
—Nuestro hombre tiene a alguien en el Depósito General, John. Y no me refiero al depósito de aquí, de Jefatura. Me refiero a los jodidos almacenes centrales. A un hombre que trabaje allí, con acceso a miles de pistolas. Incluso a aquellas a las que otra persona no perdería ojo, como la del hijo de Sam, hay que joderse. Un tipo allí dentro que las repara y se las da a nuestro hombre para que mate a gente con ellas. Y si las armas son demasiado conocidas, extrae de los cuerpos las balas y se larga. Este hombre, nuestro hombre, ya me está empezando a asustar un poco.
—¿Un par de cientos de muertes a sus espaldas no te asustaban ya?
—Bah. Yo sueño que mato a doscientas personas todas las puñeteras noches.
—¿Sabes? —dijo Tallow—, cada vez que estoy a punto de olvidar que eres de la científica, tú encuentras el modo de recordármelo. Viendo el lado bueno, ¿ahora no te debe Bat diez pavos?
—Tallow. Escucha. Yo no voy a ser quien le diga a mi jefa que nuestro jodido ninja en serie contó con alguien que le robó un arma conocida de un archivo de pruebas y liquidó a una persona con ella y recogió la bala y por eso tenemos por lo menos un caso completamente irresoluble en la lista.
—No —dijo Tallow, arrancando la hoja impresa de las manos de ella y agarrando su maletín—. Voy a hablar primero con mi jefa de esto.
Tallow esperó hasta que estuvo fuera del edificio principal para llamar a la teniente. Marcó el número de su teléfono móvil. Era media mañana, y a aquella hora del día sus movimientos no resultaban predecibles. Su teléfono sonó. Sonó tanto que él esperaba oír el buzón de voz. Entonces ella respondió con inseguridad.
—¿Diga?
A él se le frunció el ceño.
—Soy Tallow. ¿Dónde estás? —Por los ruidos del fondo él podía asegurar que estaba en la calle.
—¿Qué importa dónde esté?
De acuerdo, pensó él.
—Bien, me gustaría reunirme contigo en cuanto sea posible. Tengo algo sobre el caso que necesita tu contribución antes de seguir adelante. ¿Puedo pasarme por tu despacho dentro de media hora y que nos veamos allí?
—No. No estaré allí durante un tiempo.
—Necesito tu ayuda de verdad, teniente. ¿Dónde estás? Podríamos vernos ahí si es más fácil.
—Dios —dijo ella.
—¿Pasa algo malo?
Tallow la oyó respirar a fondo, entrecortadamente.
—Estoy en el entierro de Jim, John.
—¿Cómo?
Todo se inclinó, y Tallow perdió pie hasta que su espalda encontró una pared. Tensó las piernas y apretó su espalda con fuerza contra ella.
—Lo siento, John.
—No lo entiendo.
—Su mujer… quería un entierro rápido. Y, bueno, me temo que dijo que no quería que asistieras tú. Lo que intento decir es que está muy afectada, y si hubiera decidido esperar una semana, estoy segura de que todo habría sido diferente.
Lo único que se le ocurrió decir a Tallow fue:
—Nunca nos hemos visto. Nunca la he visto.
La voz de la teniente sonó algo crispada cuando dijo:
—Sí, ella también me lo dijo.
—¿Qué dijo?
—Mejor que no lo sepas, John.
Tallow se dejó resbalar por la pared hasta que quedó con las rodillas en alto y el culo en el suelo.
—¿Qué dijo?
—Dijo que no quería a un desconocido en el entierro de su marido, y que no quería ver al hombre que debería haber salvado a su marido, y que no quería ver al hombre que debería haber muerto en lugar de su marido.
Tallow le había pedido que se lo dijera. Él había insistido para que se lo dijera. Pero no le gustaba que lo hubiera dicho. Y no se gustaba a sí mismo porque al oírlo la odiara. No le gustaba nada. Se tapó la cara con la mano libre.
—¿John?
—Me gustaría que la gente dejara de decir eso. A veces me gustaría que la gente no supiera cómo me llamo.
—¿John? ¿Qué?
—Yo era su compañero. Yo era su amigo. Dile a ella… —Se contuvo. Hizo acopio de lo que llevaba dentro, lo atenazó en un puño y lo empujó hacia abajo, donde lo guardaba todo—. No. No le digas nada. No me menciones siquiera.
—Como quieras, John —dijo la teniente, indecisa.
Sí —pensó él—. Háblame de ese modo. Háblame como si yo fuera un caso perdido. Háblame como si yo fuera un idiota.
—Háblame como si ya estuviera dejando la policía. —Se pasó la lengua por los labios como un lagarto, con la cara tensa y solidificada en planos afilados, refocilándose en el odio que estaba empezando a azotarle en su interior. También fue consciente de eso, pero decidió empujarlo fuera.
—Debes estar en tu despacho dentro de una hora. Tengo el arma del hijo de Sam.
Esperó lo bastante para oír el comienzo de la reacción de ella y cortó la llamada del teléfono.
Tallow anduvo hasta su coche, salió de Jefatura, se detuvo en una tienda y compró dos encendedores.
Homicidios, en la plaza Ericsson, estaba vacío cuando llegó Tallow. Todos estaban en el entierro de Jim Rosato.
La teniente no se encontraba en su despacho. Tallow entró en el despacho y se quedó allí esperando.
No se movió. Miraba fijamente la pared del fondo del despacho. Imaginó las armas de la calle Pearl allí. Las conjuró con su visión, y continuó examinándolas en busca de claves, pruebas, sentido.
Diez minutos más tarde la teniente se deslizó dentro de la habitación, enfadada y angulosa con un traje pantalón de lana negra y cuello estilo Nehru que se cerraba de modo marcadamente asimétrico por delante. Tallow se preguntó si aquél también era nuevo. Descubrió que no le interesaba.
—No me gusta el modo en que me estás hablando últimamente, inspector —soltó ella, rodeando su mesa.
Tallow soltó su maletín, sacó las hojas impresas y las tiró encima de la mesa.
—¿Me has oído?
—Lee eso.
—Tallow, ¿quieres que te despidan? ¿Quieres que te quite la placa y la pistola ahora mismo y haga que salgas de las instalaciones?
—Lee eso.
—Tallow, tú…
—Teniente, te tengo mucho respeto. Haces un trabajo duro, en todos los sentidos, y controlas la presión que te llega de todas partes bastante mejor que muchos de los jefes que he tenido. Pero me encasquetas esto, y sólo cuentas los días hasta que me supere, y tanto yo como el caso nos perdamos de vista. Lo puedo entender. Pero hasta que lo que me has encasquetado me hunda, me tratarás como a un inspector del Departamento de Policía de Nueva York. ¿Quieres? Lee. Eso.
Ella le miró durante largo rato. Luego dirigió su vista al impreso, pero Tallow pudo ver que su interés se desvanecía, pudo ver que ella no iba a echarle más que una ojeada antes de olvidarlo, tirándolo a la basura y dedicándose a la cuestión más inmediata de qué hacer con Tallow. Éste dirigió sus pensamientos a algo que pudiera escucharse en ese momento en el cielo por encima de la plaza Ericsson.
Los ojos de la teniente se apartaron de la página, y quitó el papel de su mesa, preparándose para hacer una bola con él.
Miró a Tallow, y luego volvió a mirar el papel, cerrando la mano.
Se detuvo. Se fijó en algo de lo que estaba escrito. Deslizó los dedos de las dos manos por los lados de la página, manteniéndola quieta y estirada.
La teniente volvió a dejar la página sobre la mesa como si estuviera haciendo tictac.
—¿John?
Ahora él era John. Estaba impresionada. Aquello se limitaba a seguir, pensó Tallow, hasta ver cuánto podía aguantar ella.
Su carrera podía haber terminado en las dos frases siguientes, y Tallow lo sabía.
—¿Sí?
—¿Estás seguro de que los de la científica no nos están haciendo una jugarreta?
—Ayer estuve con el de la científica que hizo la prueba. Un trozo del arma salió disparado hacia atrás y le arrancó parte de la oreja. Terminaron con su investigación hace poco más de una hora. Creo que es justo decir que su miedo no podría pasar fácilmente por una jugarreta.
—¿Quién más ha visto esto?
—Esos dos de la científica. Yo. Tú.
La teniente le lanzó una mirada que decía que lo estaba volviendo a evaluar.
—¿Estás seguro?
—Por completo.
—Bien —dijo ella—. Bien. ¿Quieres sentarte?
—Estoy bien de pie. —Tallow dejó que su voz trasluciera frialdad cuando lo dijo. Ella lo notó.
—Sobre lo del entierro, John…
—Olvídate del entierro. ¿Qué pasa con esto?
Ella se echó el pelo hacia atrás, preocupada, mientras sus ojos recorrían con rapidez la página que estaba sobre su mesa.
—Dime qué crees que significa.
—Creo que significa que el dueño del apartamento 3A de la calle Pearl tiene o tuvo un contacto en el Depósito General y convenció a esa persona de que robara la pistola para un homicidio en concreto. Sabiendo lo absolutamente identificable que es esa arma, luego extrajo la bala o balas de sus víctimas. De modo que tenemos un arma que podemos suponer razonablemente que nuestro hombre usó para el homicidio, pero no una víctima con la que se utilizó. Mi opinión es que usó esa arma porque creyó que tenía alguna relación histórica, temática o personal con el asesinato. —En aquel momento Tallow tuvo una intuición. O hizo una suposición demente—. Igual que descubriremos que Marc Arias, asesinado en Williamsburg en 2007, tiene alguna relación con la policía.
A la teniente se le alzaron las cejas.
—¿Cómo imaginas eso?
—Lo mataron con una Ruger reglamentaria de la policía, un arma fabricada para vendérsela a las fuerzas del orden, me dijeron que con no muy buenos resultados. Marc Arias va a resultar que es un tipo relacionado con la policía. Probablemente no sea un agente con dedicación plena.
Tallow sabía que se estaba arriesgando mucho en aquel punto. Tallow también sabía que su cerebro funcionaba a gran velocidad, y notó que pensaba como no lo había hecho en años. Se sentía como un corredor cuyo trayecto por la mañana había sido duro y espantoso pero que había llegado a un punto en que la carrera era agradable y rápida.
Ella se volvió hacia su ordenador.
—¿Sabes cómo se solía llamar al personal de la policía del Depósito General? El grupo de la Pistola de Goma. Por entonces sólo usaban a policías con funciones limitadas o bajo sanción.
Tallow la vio buscar en la base de datos de la red. Vio que enarcaba las cejas de nuevo cuando el sitio del Centro de Delitos en Tiempo Real escupía resultados al instante. Ella se los leyó de la pantalla.
—Marc Arias, en 2007, fue un agente licenciado del Departamento de Policía de Nueva York cuyo último destino en el cuerpo fue… miembro del personal del Depósito General.
—Teniente, tú me pusiste esto en las manos cuando yo todavía tenía sangre de mi amigo en la ropa y dijiste que me ocupara del caso. Me estoy ocupando de él. Pero he llegado a la fase en que necesito tu ayuda. ¿Me vas a ayudar o me las tengo que arreglar yo solo?
—No hagas que parezca que eres un vaquero solitario aquí en pleno desierto, John. Pero —dijo ella, alzando una mano mientras su boca se abría— entiendo tu postura. Y aunque yo considere que esto es algo bastante endeble, y podría ser completamente casual, lo que no admite duda es que la pistola tendría que estar en el Depósito, no en un apartamento de la calle Pearl.
—¿Qué vamos a hacer con eso, teniente?
—Necesito hablar con alguien que esté más arriba de la cadena de mando, y muy bajito. Ésta no es una noticia que deba circular por ahí. —Descolgó su teléfono de la mesa—. Sal de aquí, John. Voy a intentar acaparar los próximos cinco minutos del capitán, y luego echarle a perder el día.
—Puedo ir contigo, ayudar a explicar todo esto y cómo llegamos aquí.
—Vuelve al trabajo, inspector. Tú no tienes experiencia en explicarle cosas al capitán hablándole como a un bebé para que así él pueda explicar cosas al ayudante del fiscal de Manhattan Sur y no sonar como una persona mayor con un kilo de vicodina en el organismo. Lo que en esencia es. Ahora esto es trabajo mío. Vete a hacer el tuyo.
—Muy bien —dijo Tallow, agarrando su maletín y saliendo de la oficina. Cuando pasaba por la puerta, la teniente dijo a sus espaldas con voz suave:
—Siento de verdad lo de antes. El entierro.
Los pasos de Tallow se interrumpieron sólo un momento, y luego continuaron por el pasillo y salieron del edificio antes de que todos los amigos y compañeros de trabajo de Jim Rosato volvieran de dejarle descansar en paz en la cálida y acogedora tierra del continente.