Veinticinco

La emisora de la policía no callaba durante el trayecto desde Jefatura hasta la plaza Ericsson.

Un hombre muerto encontrado dentro de una maleta que habían dejado en la parte trasera de un edificio abandonado de Williamsbridge. En principio se suponía que llevaba allí tres meses.

Una mujer encontrada muerta delante de la iglesia St. Brigid en el East Village. Los policías encargados comentaban que no sabían qué había estado bebiendo, pero no parecía tener estómago.

Un hombre muerto encontrado en un apartamento del Bronx, asesinado a puñaladas la semana anterior, el trabajo de los forenses se complicaba porque el cuerpo había sido devorado en parte por ratas y un perro pequeño de la casa.

Un individuo desconocido, hombre o mujer, se había hecho saltar por los aires en la ensenada de Bushwick. Otra víctima: el brazo del individuo había salido despedido como una bala, atravesó la ventanilla de un camión aparcado y le partió el cuello al conductor.

Tallow apagó la radio. Había dado un pequeño rodeo en su camino hacia la plaza Ericsson, subiendo por Fulton, y ahora quería concentrarse. Conducía despacio y miraba las fachadas de los edificios del otro lado de la calle donde estaba el Fetch.

El miedo le agarrotó el pecho cuando vio la pegatina de PROTEGIDO POR SPEARPOINT SECURITY en el cristal del escaparate de una zapatería barata casi enfrente del Fetch.

Tallow miró e hizo unos cálculos. La zapatería no estaba enfrente del lado del Fetch que tenía el callejón pegado. Había muchas posibilidades de que una cámara inteligente instalada en la tienda no hubiera captado nada.

También se fijó en que no había cinta de la policía cerrando la entrada al callejón, ni había avisos para testigos potenciales pegados cerca.

Tallow siguió conduciendo, perfectamente consciente de que otra vez se había puesto en juego su suerte.

Su teléfono móvil sonó justo cuando estaba aparcando en la plaza Ericsson, y lo dejó torpemente encima del volante tratando de hacer dos cosas a la vez cuando ya tenía la cabeza en siete sitios distintos al mismo tiempo. Tallow se las arregló para mantener el teléfono pegado a la oreja al tercer intento.

—¿Diga?

—Inspector.

—¿La señora Westover?

—Sí. —Emily Westover soltó una risita que le inquietó—. Sólo quería darle las gracias otra vez. Ya sabe, por cuidar de mí.

Tallow prestó atención al sonido de fondo de la llamada. La mujer se encontraba en su apartamento. Su voz estaba amortiguada por gruesos cristales, de los que silencian el exterior de la ciudad y absorben el sonido interior. Había algún tipo de música sonando en otra habitación. Cantos de nativos americanos, se dio cuenta, pero sin ninguna autenticidad. Era uno de esos discos de los años noventa, donde las fuentes sonoras étnicas originales tenían el ritmo enmudecido y toques electrónicos tranquilizadores.

—Me alegro mucho, señora Westover. ¿Puedo hacer algo por usted?

—No vaya a Werpoes —dijo ella muy deprisa.

—¿Qué? ¿Por qué no debería ir? —dijo Tallow, pensando: Ya veremos.

—No es seguro. Me preocupa lo que quizá le haya hecho pensar yo sobre ese sitio.

—¿Su marido ha vuelto al trabajo?

—Sí. Él no sabe que le estoy llamando. Supongo que podrá enterarse cuando reciba los recibos del teléfono, ya sabe, las facturas en que se detallan los números. Pero le estoy llamando para darle las gracias.

—Señora Westover, tuve intención de preguntárselo antes. Ese broche de su chaqueta. ¿Qué es?

—Es un símbolo del arce. Es… ¿promete no reírse?

—Lo prometo —dijo él, dejando que ella oyera la sonrisa de su voz.

—Es algo que protege. Protege mágicamente. En la medicina de los nativos americanos, el alce protege de lo desconocido.

Tallow sintió un repentino arranque de profunda piedad por Emily Westover. Aquel broche debió de costarle quinientos dólares. Probablemente tenía un montón de CDs y una unidad de memoria llena de MP3 que no tenían de música nativa americana más que lo que estaba sonando en aquel momento. No pudo dejar de pensar en Vivicy, en los misteriosos brujos que contrataba Machen pero de los que no entendió nada de nada, en la oficina que proclamaba el dinero que había costado aunque careciera del toque básico de estética y orden que la naturaleza otorgaba incluso a la rata común y en la música que evocaba algún cielo prefabricado cuyos muebles se compraban en tiendas de marcas blancas.

Así que allí estaba ella, viviendo una ficción, con su riqueza comprando únicamente cosas falsas bonitas, encerrada en un castillo de cristal donde todos los vigilantes trabajaban para su marido.

—Entiendo —dijo Tallow—. Señora Westover, ¿por qué no me cuenta lo que le preocupa de verdad?

Ella estaba intentando contarle, en su estilo defectuoso, lo que sabía. Que por algún motivo se había enterado de que Westover y el asesino estaban relacionados, y que ella no podía hacer nada aunque lo supiera. Aquello la tenía destrozada.

Todo lo que podía hacer era aprender lo más posible sobre lo poco que había descubierto. Trataba de aprender cosas sobre los nativos americanos. Y lo que en definitiva había conseguido era que ahora le asustase todo.

Volvió a soltar aquella risa de cristales rotos.

—Las cosas que de verdad me preocupan. Dios santo, inspector, esta llamada podría durar el día entero. Pero luego pienso, ya sabe, ¿de qué me tengo que preocupar? Conozco a todos los que me rodean. Sólo es que a veces tengo la sensación, bueno, de que todos los que conozco me rodean. No sé si sabe lo que quiero decir. Digo eso mucho. Estoy preocupada porque últimamente la gente no siempre sabe lo que quiero decir. Me parece que no hablo con tanta claridad como solía. Ni que pienso con tanta claridad. Pero eso es duro, porque la vida antes siempre era más sencilla y no había muchas cosas en las que pensar. Es como recorrer la ciudad andando, por la acera, una sólo tiene que pensar en una cosa cada vez. Pero si anda por el sendero de un bosque profundo, tiene que pensar en tres o cuatro cosas al mismo tiempo…

—Yo nunca anduve por el sendero de un bosque profundo —dijo Tallow—. ¿Va usted al campo mucho?

—Me gustaría que la gente entendiese lo que quiero decir —continuó Emily, con un tono melancólico. A Tallow le pareció que su estado de ánimo cambiaba por momentos, y que su voz no hacía más que subir y bajar. Pensó en Bobby Tagg y apretó los labios para evitar un ataque de bilis. —Todos decimos eso, ¿no?— dijo ella. —Decimos: «Entiendo lo que quieres decir», y es la metáfora de tenerlo claro. Pero a veces querría que la gente viese las imágenes del interior de mi cabeza en lugar de tener que describirlas con palabras. Las palabras son insuficientes. Me gustaría comunicarme con imágenes.

—Como los cinturones wampum —aventuró Tallow, para hacer la prueba.

—¡Yo sólo quería un amigo que no informase al cabrón de mi marido! —gritó ella, y cortó la llamada.

Tallow miró el teléfono un momento, dudando si volver a llamarla o no para disculparse de lo que hubiera hecho o dicho mal. Se convenció de que casi nada conseguiría hacerla cambiar. Pensaría en eso más tarde. El número de ella estaba registrado en su teléfono, y lo añadió a la página de contactos y lo grabó.

***

La oficina principal estaba llena de gente, pero nadie miró a Tallow cuando entró. El despacho de la teniente tenía todas las persianas bajadas. Tallow se detuvo delante de la puerta del despacho de su teniente, y llamó con los nudillos.

—Dije que ésta era una reunión privada.

—No he venido aquí por eso, señora. Perdone.

—¿Tallow? ¿Eres tú?

—Sí, señora.

—Entra, haz el favor.

Tallow abrió la puerta, notando los ojos de las personas de la oficina exterior clavados en su espalda. En apariencia les resultaba más seguro mirarle cuando él no las podía mirar.

—Es usted excesivamente educado para ser un policía inconformista en peligro, inspector —dijo el capitán con una sonrisa, tendiendo una mano frágil. Sus dedos parecían moverse con el viento como ramas quebradizas asfixiadas por lianas.

—El único peligro que me acecha es el de quedarme sin cenar, señor. Hola.

—John no encaja muy bien con el modelo del policía enrabietado —dijo la teniente desde el sillón de su mesa de despacho—. ¿No es así? Es demasiado vago para eso.

—Tienes suerte de que yo sepa que ella está de broma —dijo el otro hombre del despacho. Ese hombre no extendió la mano. Parecía estar esperando algo.

—Subdirector —dijo Tallow, ofreciendo su mano.

El subdirector de policía Allen Turkel era el oficial al mando de Manhattan Sur, con diez distritos a su cargo, incluido el Primero. Sus dos estrellas estaban muy relucientes. Tan relucientes, en realidad, que a Tallow le pareció que las había bañado en oro.

—Inspector —dijo el subdirector, con una mínima inclinación de cabeza y un estrechamiento de manos débil, somero.

Tallow tuvo la impresión de que esperaba un saludo. Tenía la postura de un hombre que habitualmente mete el estómago.

—Imagino que ha venido para hablar con su teniente de su encantador apartamento de la calle Pearl.

—Entre otras cosas, señor, sí.

Había dos sillas de plástico, para el capitán y el subdirector. No había una tercera. Ellos volvieron a sus sillas. Tallow decidió quedarse de espaldas a la puerta cerrada, una posición desde la que los veía de perfil. Unió las manos detrás, examinando el despacho.

El subdirector decidió ocuparse de la teniente.

—Tiene usted una teniente muy lista, ¿sabía eso, inspector? La teniente más lista de todos mis distritos. Me gusta pensar que algún día estará trabajando conmigo en Jefatura. Y luego pienso: ¿Por qué quitar a mi teniente más lista del puesto donde lo está haciendo tan bien?

Se rió. La teniente lo hizo entre dientes. Algo como un sonido de ramas secas que se partían salió de la boca del capitán. El significado de lo que pretendía el subdirector no se le escapó a nadie. Comprobó la hora que era en su reloj mientras todos los demás fingieron por obligación que les hacía gracia. Tallow miró el reloj. Parecía un Hublot, un aparato suizo de oro rosáceo pulido, con engaste y esfera de cerámica negra, decorado con tuercas, rejas y pistones que evocaban la estética constructivista de la ciencia ficción de la década de 1920 propia de la película Metrópolis. La correa era de goma negra. No era un reloj de policía. Era un fetiche. Tallow había leído que los Hublot ahora tenían tarjetas de seguridad electrónicas para que pudieras demostrar en internet que tenías uno.

—Se lo agradezco, señor —dijo la teniente—. Y agradezco que haya venido hasta aquí en persona. No tenía por qué hacerlo.

Tallow no sonrió ante el golpe tan bien colocado, pero le apeteció hacerlo.

—Pues he venido, como debía hacer —protestó el subdirector con un fingido orgullo—. Es de mi competencia. Es mi obligación. Sólo consideré que usted merecía una explicación directa sobre todo esto.

—Bien, pues gracias.

—No es necesario. Quiero decir, ya sabe, que aquí Charlie —señalaba al capitán— sabe que le daré a usted todo lo que necesite para que se haga un trabajo. Pero tampoco debemos perder de vista el futuro. Y en un caso como éste… ya, sí, sí, Charlie, sé que es una auténtica pesadilla… tenemos que prestar atención a los recursos. Las unidades de recogida de datos fueron una buena idea, y contribuyeron a equilibrar la carga, pero un caso como éste lo desbarata todo por completo.

El capitán miró, según advirtió Tallow, como demasiado débil para hablar. Sólo era diez años mayor que Turkel, pero llevaba treinta y cinco años en el cuerpo, y Turkel, veinticinco, y los últimos diez le habían dejado sin fuerza de un modo que Tallow desconocía. En aquella ocasión dejaba que la teniente se las apañara con el campo de minas que había instalado Turkel.

—Ninguno esperábamos que a los de recogida de datos se les sometiera a un esfuerzo semejante, por supuesto —dijo ella—. Y yo no me opongo, en principio, a la idea de que recibamos ayuda del sector privado. Me gustaría saber cómo va a funcionar la cadena de pruebas, señor.

—No es necesario, no es necesario. Considérelos simplemente un eslabón o dos más de la cadena. Conozco a Jason Westover desde hace mucho, mucho tiempo. Comprende perfectamente nuestras necesidades.

Tallow sintió un pinchazo.

—¿Y es…? —preguntó la teniente.

—El fundador y director general de Spearpoint Security. Nos estamos yendo muy atrás. —El subdirector dijo eso de un modo despectivo que significaba que no se debía pasar por alto y que en realidad era muy importante que todos supieran que él conocía a personas ricas y que imponían.

—He conocido a Jason Westover hoy mismo —dijo Tallow.

A Tallow, en aquel segundo, le pareció que unas bombas fantasmas estaban colgadas de hilos invisibles en el techo del despacho: como si la cascada de circunstancias le hubiera llevado a una trampa cuando todo el rato él pensaba que se estaba abriendo paso con gran dificultad hacia la luz. Como si el prometedor amanecer al final de todo aquello resultara ser el resplandor de cuerpos ardiendo y una casa en llamas.

—¿De verdad? —dijo el subdirector, con la ceja a medio levantar fingiendo cierto interés. Tallow podía leer en la cara de aquel hombre. Estaba muy interesado.

—Sí. Y a su mujer.

—Ah, sí, sí. Emily. Últimamente no ha estado bien. Espero que no fuera algo, bueno, profesional.

—En realidad, no un asunto del que ocuparse aquí, señor.

La cara de Turkel se iluminó.

—Justo. Sí. Gracias.

—Bien —dijo Tallow—, tengo a dos empleados de Spearpoint cargando literalmente mis pruebas en cajas y tratando de llevárselo todo a uno de sus puntos de almacenamiento en un par de viajes.

—¿Te dijeron ellos eso? —dijo la teniente, poniendo cara de cierto desagrado.

—Sí, señora. Inmediatamente después de contarme que el complicadísimo mecanismo de seguridad de la puerta del apartamento procedía de Spearpoint.

—¿Qué?

—Eso mismo, señora mía. Lo que, en un mundo ideal, nos llevaría a los registros de datos sobre ventas e instalaciones de Spearpoint que permitirían ponerle nombre a nuestro hombre. Pero estamos en el mundo real, y espero sin la menor duda que los de la científica al final encuentren un arma de las requisadas que se corresponda con un empleado de Spearpoint muerto que hacía trabajos por su cuenta. Lo mismo que encontramos muerto a uno del Depósito General cuando buscábamos una explicación de cómo la pistola del hijo de Sam se encontraba entre las requisadas.

Tallow se dio cuenta de que el capitán le estaba mirando, con una expresión en la cara difícil de interpretar.

—¿Puede repetir su nombre, inspector?

—Tallow, señor.

—No. El nombre y el apellido.

—John Tallow, señor.

—John Tallow. Muy bien. Siga.

Tallow no tenía idea de sobre qué.

—Bien, no tengo mucho más que decir en este preciso momento. El subdirector es evidente que no podía saber que la oferta de su amigo procedía de la misma empresa que proporcionó los cierres a la puerta de nuestro hombre. Puede que eso no importe. Dicho esto, la misma empresa que tiene un sistema de seguridad que sacaron de su almacén y fue instalado en la puerta de un supuesto asesino en serie pretende proteger casi todas nuestras pruebas de la noche a la mañana.

—Inspector —advirtió la teniente.

El capitán se movió inquieto.

—Yo creo que John sólo está planteando las preocupaciones evidentes, teniente.

—Sí —dijo Turkel—. Bueno. Fue una oferta muy amable por parte de una empresa que quiere contribuir al servicio de la ciudad y de un departamento de policía ya superado por la gran cantidad de casos de que se debe ocupar. No creo que podamos rechazar ese tipo de ofertas basándonos en suposiciones sin suficiente fundamento.

Turkel se levantó, añadiendo:

—En cualquier caso, el seguimiento de todo este caso resulta un tanto quijotesco.

Eso no se le escapó a nadie.

Tallow decidió poner una trampa y ver qué atrapaba.

—A propósito, teniente —dijo Tallow, amablemente—, tenemos otra relación establecida por balística. Nuestro hombre mató a la hija del subdirector Tenn.

El subdirector actual dejó de moverse.

El capitán parpadeó lentamente, como un lagarto que toma el sol, y abrió sus ojos amarillentos en dirección a Tallow.

—¿La pequeña de Del Tenn?

—Eso es, señor.

—Fue una bala perdida durante una pelea entre bandas.

—No, señor —dijo Tallow, hablando al capitán pero arriesgándose a mirar de modo directo al subdirector—. Tenemos el arma entre las requisadas en la calle Pearl. Nuestro hombre se limitó a esperar el momento más oportuno para hacer el disparo. El caos de un tiroteo. Disimuló su asesinato entre todos los demás. Exactamente igual que todos los demás asesinatos que cometió.

—Hay que fastidiarse —pensó en voz alta el capitán, hundiéndose en su silla—. ¿Saben lo que me gustaba de Del Tenn?

Una vez me dijo: Todos me dicen que puedo seguir ascendiendo y ascendiendo hasta que al final no haga nada de nada. Yo protejo Manhattan Sur, donde nací y nació mi padre. ¿Por qué querría otro trabajo?

—Yo no le conocí —dijo la teniente.

—Un tipo maravilloso —dijo el capitán—. Se vino abajo cuando se quedó sin su pequeña. En el entierro me dijo que era como si Manhattan le hubiera traicionado. Nunca le volví a ver.

—Sí —dijo el subdirector—. Vamos a ver.

Tallow le sonrió con amabilidad sin soltar el garfio con el que le sujetaba la mirada.

—Quijotesco, señor, sí. Pero como puede ver, estamos componiendo una imagen de nuestro hombre. El modo en que opera.

—Sí —dijo el subdirector—. Veamos.

—El tipo de gente con la que trata.

—Sí —dijo el subdirector.

—¿Conoció usted al subdirector Tenn, señor?

—No, inspector. Bueno. No bien. Marcus Casson ocupó el puesto de Tenn, y yo ocupé el de Casson.

—Sí, eso mismo —dijo el capitán en voz baja, como si hablara desde una cueva lejana—. Casson pasó a Tráfico como jefe de departamento. Después de la muerte de Beverly Garza.

Los hilos de la red —pensó Tallow— son tan finos que resultan invisibles, hasta que la luz incide sobre ellos.

—¿Cómo murió, capitán?

—Si me perdona —dijo el subdirector. Tallow todavía estaba parado delante de la puerta.

—Lo siento, señor.

—Si me perdona —repitió él—. Tengo que volver a mi despacho.

—Ah —dijo Tallow—. Sí, señor. Tiene que volver al trabajo. —Dio un paso a un lado y le abrió la puerta a Turkel—. Gracias por venir a explicarnos las cosas. Muy amable por su parte. Creo que ahora todos sabemos dónde estamos.

El subdirector Turkel clavó una dura mirada en Tallow. Tallow vio a un hombre sin sentimientos. Había oído que los había. Podía fingir que los tenía si le era necesario, pero no sentía nada por nada que no fuera él mismo. Miraba a Tallow como si éste fuera un animal muerto a un lado de la carretera.

—Está trabajando en este caso solo, ¿no?

—Sí —dijo Tallow.

—¿No necesitaría dejar la calle?

—Se me dijo que en realidad no tenían recursos para eso, señor. Todo el sistema está superado de trabajo, a fin de cuentas.

Así que me pusieron donde haré las cosas mejor.

—Puede ser —dijo el subdirector, y salió. Tallow cerró la puerta.

—John Tallow —dijo el capitán—, no sabía que fueras tan listo.

—Eso habría que discutirlo —dijo la teniente.

El capitán soltó una risa que fue un susurro, poniéndose de pie con dificultad.

—¿Sabes? —dijo—, si hubieras sido tan listo todo este tiempo, yo habría oído hablar de ti. Pero te voy a contar una cosa.

Cuando yo era inspector, tuve de compañera a una dama lista. Muy lista. Tan lista que la ascendieron y la perdí de vista por ahí arriba. Mi compañero siguiente, Dios le proteja, era tan estúpido que en el escuadrón hubo que inventar palabras nuevas para describirlo. Era como si no tuviera compañero ni nada. Y fue en ese momento, John Tallow, cuando al final empecé a aprender a ser policía. Tú probablemente eras un chico listo cuando te destinaron aquí. Pero tengo la sensación de que sólo ahora estás empezando a ser un hombre listo.

El capitán se dirigió a la puerta con visible dolor. Tallow se la abrió. El capitán le miró amablemente.

—Yo no te puedo cubrir las espaldas, John. Me marcharé de este despacho y volveré a aprobar la compra de clips o alguna maldita cosa parecida. Ser el capitán del Primero ni siquiera me convierte en el encargado más importante de la zona en la compra de artículos de oficina. Eso lo es algún Master of the Universe de Wall Street. No tengo modo de sacar tajada, y una panda de miembros del personal sólo esperan que cualquier mañana me dé un ataque al corazón en los servicios. Entiendo adónde quieres llegar con esto. Lo único que te voy a decir es: Resuélvelo, es lo mejor para ti, joder.

Tallow dijo:

—Capitán, ¿cómo murió Beverly Garza?

El capitán sonrió, muy débilmente.

—Estaba destrozada. Una cosa bastante fastidiada para ser jefa de tráfico, ¿no? Pero te diré algo. El patólogo juró arriba y abajo que encontró residuos de un disparo de bala en lo que le quedó de cabeza. Como si le hubieran disparado y luego la atropellaran con un coche. Los de la científica incluso encontraron un proyectil aplastado en el lugar. No se siguió ninguna de esas líneas de investigación, date cuenta.

—¿La conocía usted bien?

—¿Lo dices porque me acuerdo tan bien? No. Me vino a la cabeza por esa bala. Una del 357 disparada por un revólver restaurado de un solo disparo. El antiguo jefe del turno de noche de la científica se lo tomó como una cuestión personal durante seis meses. Lo recuerdo porque vino con la cosa más extraña. Pensaba que procedía de una pistola Pinkerton. Del tipo de las que usaba la policía del ferrocarril en el siglo XIX. Pero el antiguo jefe de la científica quería algo concreto. Él estaba unido a Beverly. No yo. Yo nunca estoy unido a nadie. Nunca lo estuve.

El capitán se marchó; no le quedaba energía para despedirse de la teniente.

—Cierra la puerta, John —dijo ésta. Él la cerró.

—Siéntate, John —dijo.

—Prefiero estar de pie.

—Siéntate.

—Tienes unas sillas que son una mierda, teniente.

Ella rompió a reír.

—¿Qué me acabas de decir?

—En serio. Me duele el culo cuando me siento. Por eso las tienes. Así nadie se queda demasiado tiempo en tu despacho.

—Eres increíblemente gilipollas —dijo ella, sin dejar de reír—. ¿Cómo se te ocurrió eso?

—La primera vez que tuve que estar sentado en una más de cinco minutos me llevó lo que quedaba de día que la rabadilla se me enderezara.

—¿Estás esperando que te traiga un bonito cojín muy blando, inspector?

Tallow se sentó.

—¿Adónde quieres llegar con eso? ¿Cuántos problemas más me vas a crear hoy exactamente?

—No tantos como los que creo que me he creado a mí mismo.

—Ya, el subdirector dejó bastante claro que va a buscar modo de joderte, sí.

—Eso no es lo que me preocupa de verdad —dijo él, y luego se interrumpió. Tallow midió mentalmente la tela de su caso y cortó el trozo que pretendía enseñarle. Ella no necesitaba verla todavía entera, decidió, y, de hecho, eso podría ser contraproducente.

—Muy bien —dijo, tomando aire—. Al final del día de hoy, con un poco de suerte, tendré más pruebas que respalden la idea de que Spearpoint tiene que ver con esos asesinatos.

—Dijiste que su puerta de seguridad del apartamento probablemente era una casualidad.

—Es probable. Sin embargo, nuestro hombre mató a uno de los competidores de Spearpoint. Puede que también sea una casualidad. Pero te apuesto lo que quieras, te apuesto lo que cueste un cojín bonito para esta silla, que el subdirector está en su despacho llamando ahora mismo a su buen amigo Jason Westover. Y el bondadoso Jason Westover se estará preguntando cuánto puede tardar en ponerse en contacto con nuestro hombre.

La teniente se cruzó de brazos.

—No tienes pruebas de que Westover conozca a nuestro hombre.

—No —se mostró de acuerdo Tallow—. Lo que tengo es que Spearpoint sale a relucir demasiadas veces en las conversaciones sobre este caso. ¿Por qué esa empresa, Vivicy, compra el edificio? Westover conoció a su mujer a través de Vivicy. Su mujer tiene una fijación tremenda con la cultura nativa americana, hasta el punto de que pierde el control en la calle cuando ve a un sin techo con aspecto de ser el explorador indio peor vestido en la película del oeste más chabacana que hayas visto nunca en la tele a las dos de la mañana. Nuestro hombre también tiene fijación con la cultura nativa americana. Yo…

Tallow se interrumpió un momento, buscando las palabras bajo la atenta mirada de la teniente. Luego dijo:

—La lluvia oculta cosas.

—No te sigo.

—A veces la lluvia es tan fuerte que miramos las gotas que caen cuando deberíamos estar mirando la forma del charco que se forma con ellas. Todo esto ha sido lluvia. Lleva veinte años lloviendo, y todos miraban las gotas que caen mientras toda esa otra gente se movía sin que la vieran. Ni siquiera andan por las calles que conocemos nosotros. Y la lluvia es tan fuerte, sobre toda la ciudad, que nadie mira hacia abajo y ve las pisadas llenas de agua. Yo estoy empezando ahora a ver la forma que tienen. Necesito ser capaz de ver los planos.

—Baja un poco a tierra, haz el favor, John.

Tallow se pasó los dedos por el pelo.

—Nada es una coincidencia. Estamos metidos en una red, como un cepo del bosque. Si nuestro hombre hubiera tirado su pistola al río después de cada asesinato, nunca sabríamos nada. Yo creo que nuestro hombre es un asesino dirigido.

Contratado puede que no sea la palabra exacta. Y es tan bueno, tan bueno, que una o todas las personas que le dirigieron sabían que sus asesinatos sin resolver al final serían incorporados al conjunto de casos anuales sin resolver dentro de un espacio metropolitano tan denso y cargado de delitos. Sabían que, mientras nadie tropezara con su red tan fina, toda la operación sería invisible. Resulta que lo único que tenemos de nuestra parte fue que el asesino estaba tan loco que guardó las armas.

—¿Por qué? Quiero saber por qué conservó todas esas armas. ¿Sólo es una especie de extraño trofeo de un asesino en serie?

—Para él no. Ese apartamento es lenguaje visual, la codificación de algo que quiere decir en imágenes. No sé exactamente lo que quiere decir. Pero cuando nos llevamos las pistolas de allí para estudiarlas, echamos a perder el trabajo de toda su vida. Como si se borrara una obra maestra de pintura o deshiciera un tapiz.

—John. En serio. ¿Hasta qué punto estamos cerca de encontrar a ese hombre? Porque el capitán acaba de decirte que no te puede cubrir las espaldas, y estoy segura que no te las puede cubrir, y el subdirector sabe que tiene modo de apartarte del caso y dejarte dentro de tu apartamento para el resto de tus días. Y seré sincera contigo. Yo misma he pensado en hacer eso más de una vez. Si el subdirector cree que puede hacer que todo esto desaparezca… y puedes estar puñeteramente seguro de que lo piensa, y mucho… lo hará. Así que necesito algo concreto. No tienes ADN ni nada excepto una maraña de circunstancias, un puñado de pistolas y unas especulaciones brillantes, fascinantes incluso, pero en líneas generales disparatadas. Dime. ¿Hasta qué punto estamos cerca de encontrarle?

John Tallow cerró los ojos y respiró a fondo.

—Probablemente no tan cerca como él está de encontrarme a mí, teniente.