Ocho
El perímetro del Primer Distrito tenía una forma parecida a una punta de flecha quebrada apuntando al mar. En total, dos kilómetros cuadrados de Manhattan. Tallow tenía que ir en la otra dirección, lejos de esos dos kilómetros, y eso nunca le hacía gracia.
En aquel momento Tallow no tenía la sensación de que contara con amigos en la plaza Ericsson. O, puede que más correctamente, tenía la sensación de que cualquier ayuda que consiguiera allí sería por pena. Se dijo que la pena desembocaría en un trabajo muy poco brillante, pero en sus tripas había un revoltijo de humillación y ofensa ante la idea. Y cuando consideró volver a la casa de la calle Pearl para sondear a los residentes, se puso enfermo. Así que pasó diez minutos con su ordenador personal en ACRIS, el registro de la ciudad en la red, y se quedó con el nombre y dirección de la oficina del propietario del edificio.
Iba a ser un largo trayecto en coche hasta la parte alta de la ciudad. En las estrechas y fríamente sombrías calles de lo más profundo del Primer Distrito, justo entonces empezaba a reinar ese dulzón y sudoroso olor a rollos de kebab halal de la madrugadora falange de vendedores callejeros que montaban sus brillantes y endebles carritos y sus botes de meados para aguantar las dieciséis horas de trabajo.
Tallow se sentía incómodo en el asiento del conductor. Una constante y estremecedora sensación de estar en el lado del coche equivocado. Esperaba que el largo trayecto le reajustase un poco el cerebro.
Pasó delante de los tugurios que ofrecían divorcios en sesenta minutos, y de extrañas y expoliadas fachadas de tiendas para las que, con objeto de controlar el tráfico de drogas, los de estupefacientes suplicaban un aumento del presupuesto. Pasó por la Zona Cero, aquella mañana con banda sonora del resonar como de disparos de lonas de plástico mal aseguradas contra la brisa y las maldiciones de los miniempresarios aprovechados que trataban de evitar que sus postales del 9/11 salieran volando de sus mesas plegables de junto a la cerca.
Y luego fuera, en los territorios de otros.
Tallow condujo con la radio del coche patrulla encendida. Él tenía más inclinación por la música, pero aprendió a valorar el parloteo de la frecuencia de la policía como un tipo de estructura sonora propia. Así que circuló con las ondas y remolinos del delito y la forma de gestionarlos mientras conducía. Agente en el Bronx, fuera de servicio y sin suerte, se encontró con un atraco en un taller de chapistería; informes de que cuando el agente atrapó a uno y cayó, un miembro del servicio de seguridad de un colegio agarró su pistola caída y devolvió el tiro. Madre e hija encontradas apuñaladas y muertas en Sheepshead Bay: el agente que informa comenta que tenían tantos agujeros y estaban tan destrozadas que parecían unas harapientas mantas mojadas. El cuerpo de un hombre desaparecido en el Bronx encontrado en el maletero de un coche robado abandonado en Long Island; los inspectores que le andaban buscando para acusarle de un intento de asesinato hicieron algunos sabrosos comentarios, rápidamente ahogados por intervenciones de otros situados en la zona centro de la ciudad, donde un tipo al parecer había empapado en gasolina a su ex novia embarazada y prendido fuego cuando ella se negó a darle lo que él quería.
Porque todo es cuestión de lo que quiere otra persona, pensó Tallow cuando se abría paso por Manhattan y sus cuerpos.
Fue en las últimas calles cincuenta del lado oeste cuando la circulación fue deteniéndose hasta casi pararse del todo.
Mientras su coche pasaba lentamente, vio a una mujer corpulenta con el pelo gris teñido de un negro nada convincente arrodillada delante de uno de los enfermizos árboles plantados en la acera. Sus espinillas, con descoloridas medias de lana, se apoyaban en la breve cerca de hierro forjado que enmarcaba el cuadrado de tierra en el que el árbol luchaba por vivir. Había algo plateado asomando por la parte de atrás de su nuca. Sanitarios y policías estaban de pie a su alrededor, tan evidentemente absorbidos por el problema de la mujer que no les molestaba la pequeña multitud de mirones que sacaban fotos con sus teléfonos móviles. Tallow se dio cuenta de que la delgada barra metálica había atravesado el cuello de la mujer saliéndole por delante y clavándola al escuálido tronco del árbol.
Delante de él, la circulación se abrió, descubriéndose la furgoneta de los sanitarios aparcada al lado de un voluminoso Chrysler Town & Country con una rueda en el bordillo, y una bicicleta y el que la montaba. La rueda de atrás de la bicicleta parecía reventada, el neumático hecho trizas y la llanta colgando abierta como una letra C dentada. El ciclista estaba en un par de trozos. Licra color lima manchada de carne.
Tallow se dio cuenta de que faltaban varios radios de la rueda de la bici. Contó unos cuantos dispersos por la acera. Sabía dónde estaba el último. Una torsión rara debía de haberlo lanzado y atravesó el cuello de la mujer como una flecha perdida.
Consideró enseñar la chapa a uno de uniforme o a un sanitario para enterarse de toda la historia, pero al segundo siguiente decidió que no lo necesitaba. Rodeó la escena y se alejó de una mujer muerta que rezaba a un árbol de Nueva York.
Los 500 de la 145 Oeste estaban lo bastante lejos como para que, cuando llegó al fin, Tallow tuviera dolores debido a la tensión en la parte superior de la espalda, y dolor por la postura incómoda en la parte baja. Se apeó encogido del coche patrulla aparcado como un cangrejo moribundo. Cuando trató de estirarse, sonidos de huesos crujieron alarmantemente dentro de él.
Respiró a fondo y, para desagrado suyo, le llegó el olor a mierda de perro caliente al sol.
La oficina del propietario era un fragmento alargado de armario embutido entre un lugar que sería una trampa en caso de incendio y que presumía de hotel y un puesto de comida caribeña con la fachada pintada de un tono de verde que a Tallow le recordó el de los hospitales. Había un chico desgarbado de unos dieciséis años con una camiseta retro de los Nicks parado en la estrecha entrada fumando un canuto. Tenía una cicatriz mal cerrada que le recorría desde la comisura de los labios hasta algún punto por debajo de la barbilla. De perfil, le hacía parecer un muñeco de ventrílocuo. El mango de una navaja se adivinaba en el bolsillo de sus pantalones. Chocolate y menta colgaban del humo de yerba que se alzaba del canuto. Tallow echó otra ojeada al chico y recortó en un año o dos su edad.
—Eres un madero —dijo el chico sin mirarle.
No era ni mucho menos la primera vez que Tallow se preguntaba por qué tenían lugar aquel tipo de conversaciones. Habría pensado que de todas las informaciones que pasaban de generación en generación o de colega en colega, el desafortunado resultado de un jodido encuentro con un madero estaría entre las primeras y no olvidadas.
—¿Es eso un problema?
—No si te largas a otra parte.
Tallow oyó risas dentro. El chico tenía público. Tallow no estaba seguro de si se encontraba de verdad con ánimos para aquello. Prefería tomarse con calma esas cosas. Jim Rosato habría estampado la cabeza del chico contra una pared sin pensárselo dos veces.
Tallow dio unos pasos con tranquilidad hacia la puerta. El chico, todavía sin mirarle, se movió para bloquear la puerta, fumando su canuto. Chocolate y menta. Los sabores del chico.
—Tú te largas a otra parte.
Más risas. Tallow se dirigió directamente al chico, que se puso tenso de nuevo para interrumpirle el paso. Tallow se inclinó hacia el otro lado, arrastró los pies, alzando las manos y haciendo el número de que intentaba pasar con torpeza junto al chico. Éste no contuvo una mueca divertida cuando se volvió a mover. Unos muchachos se partían de risa dentro de la oficina.
Tallow aplastó el empeine del chico. Éste chilló y cayó hacia atrás, luchando por agarrarse el pie.
—Dios mío, cuánto lo siento —dijo Tallow—. ¿Te encuentras bien?
El chico soltaba incoherencias, gritaba, tratando de quitarse sus Nike falsas del pie, que se le estaba hinchado. Dentro, tres chicos de entre diez y catorce años se quedaron muy callados de repente. Uno de ellos había ocupado la silla de oficina tras la única mesa de aquel espacio y había estado girando sobre ella. Tallow le miró girar lentamente hasta que paró, y entonces sometió a todos a un gélido examen.
—Fue un accidente. Yo trataba de pasar a su lado y le hice daño por casualidad. Entendéis lo que os estoy diciendo, ¿verdad?
Una fuerte voz llegó desde la habitación de atrás.
—¿Qué coño está pasando ahí fuera?
—Policía —dijo Tallow.
Un hombre grande en la cuarentena se abrió paso desde el fondo, con una mano en el cinturón. Podría haber sido defensa de fútbol americano o levantador de peso, pero había engordado, es probable que el último año o dos, y los pantalones ya no le ajustaban en la cintura. No estaba dispuesto a cambiar el modo de vestir o empezar a ponerse tirantes, así que andaba con una mano en el cinturón tirando todo el rato para subirse los pantalones a la cintura y por encima de la tripa. Abarcó la escena.
—¿Qué cojones, tío?
Tallow le enseñó su placa.
—Busco a Terence Carman.
—Soy yo. ¿Pero qué cojones es esto?
—Su chico se cayó. ¿No es verdad, muchachos?
Los niños se limitaron a mirar.
Carman echó hacia atrás los hombros y avanzó por la habitación, vociferando.
—Fuera de aquí ahora mismo, so mierdas. Venga, moveos, id a tocarle los huevos a otro. Del, deja de hacer ese jodido ruido y levántate, suenas como un cerdo que pierde el culo para escapar de un caballo cabreado. Ayudad al mamón, vamos, fuera.
Hubo movimiento y pocas prisas y protestas cuando se marcharon. Carman se volvió hacia Tallow con un resuelto encogimiento de hombros.
—Los chicos de mi hermana, tío. Qué se le va a hacer, en algún sitio tienen que estar. Coño, fíjese en esto.
Tallow siguió su mirada de cabreo y se dobló para recoger el canuto de donde había estado encendido haciendo un pequeño agujero en la delgada alfombra.
Carman le miró.
—No va a hacer nada por eso, ¿verdad?
—Todavía no lo sé. Usted es dueño de un edificio de apartamentos en la calle Pearl.
—Sí, imaginé que tendría una visita. Sólo que no tan pronto. —Carman estiró la mano por el canuto. Tallow lo apartó.
—Estoy de mal humor. Acabo de tener que bailar con parientes suyos, y hace poco tuve que liquidar a uno de sus inquilinos mientras los sesos de mi compañero me salpicaban la manga. De modo que a ver si consigo una cooperación abierta y amistosa, así no tendría que añadir esta cosita al montón de mierda que podría endosarte.
Carman miró a Tallow y se rindió. Pareció hundirse en sí mismo. La piel de alrededor del cuello se le arrugó como una alfombra a la que dan una patada.
—Vale, vale.
Tallow mantuvo los ojos clavados en Carman unos instantes más. Carman se encogió un poco más, anduvo con pesadez hasta la puerta de la calle y, con un esfuerzo tremendamente teatral, la cerró y echó la llave.
—Venga —dijo, caminando penosamente hacia la habitación del fondo.
La habitación era una caja mugrienta. Estantes metálicos abarrotados de carpetas se alineaban a un lado. Dos raídos sillones, una mesa pequeña con dos ceniceros rebosantes y unos cuantos taburetes robados en establecimientos de bebidas poco vigilados. Carman ocupó lo que sin duda era su sillón y se desparramó en él, con una mano en cada brazo, las piernas ligeramente separadas y plantadas con solidez. Tallow imaginó que aquello era lo que pasaba por el sillón del patriarca en el mundo de Carman.
Tallow aplastó el final del canuto dentro del cenicero. Carman asintió con la cabeza. Tallow consideró el taburete más cercano —el plástico rojo que cubría el asiento partido como por una risa idiota, la gomaespuma amarilla asomando— y decidió arriesgarse con el otro sillón. Al sentarse, descubrió que algo del relleno y es probable que unos cuantos muelles habían desaparecido. Sentado, quedaba por debajo de Carman. Tallow pensó que seguro que el propio Carman había quitado el relleno.
—Entonces usted mató a Bobby Tagg —dijo al final Carman.
—¿Se llamaba así?
—¿No sabía cómo se llamaba?
—Todo está un poco borroso, para ser sincero. Por eso le llamamos a usted, ¿o…?
—No, coño. Me llamaron mis otros jodidos inquilinos. Muchos. Joder, me llamaron antes de llamarle a usted. Como si yo fuera a hacer algo con Bobby Tagg desnudo y con el culo al aire y una escopeta andando por allí. Y después puede estar puñeteramente seguro de que todos volvieron al teléfono cuando usted se llevó por delante a ese loco gilipollas.
—¿Todos?
—Hasta el último.
—Bien. Hábleme del inquilino de apartamento 3A.
—Nunca le vi.
Tallow miró, dándole a entender todo, la estúpida colilla del canuto relleno de yerba con sabor a menta y chocolate que asomaba en el cenicero.
—¿Es ésa su amistosa cooperación?
—No, no, siga sentado. Se lo explico. Porque no quiero ningún problema, y va a ver por qué. El alquiler del 3A se paga anualmente. En metálico. Lo que pasa es que en marzo me llama alguien que dice: ¿Cuánto por otro año en el 3A? Me gusta, se acerca la época de la declaración de la renta, de modo que acepto el alquiler, añado un veinte por ciento por las molestias, lo redondeo tan ricamente y se lo digo. Al día siguiente, habrá un sobre en el suelo con el dinero dentro. Y otro año que me olvido de todo lo que concierne al 3A.
—¿Y eso no le hizo sospechar posibles complicaciones?
—Oiga, la gente me los alquila por todo tipo de motivos. Tengo a gente que me paga cuatro de los grandes al mes sólo por tener un sitio donde follar tres veces por semana a la hora de comer. Mi padre siempre dijo: Hacer demasiadas preguntas es un obstáculo a la hora de hacer negocios.
—¿A qué negocio se dedicaba su padre?
—A este mismo. Yo lo heredé. Ese sitio de la calle Pearl pertenece a mi familia desde los años cincuenta. También heredé al tipo del 3A. El acuerdo original fue con mi padre, y eso también me lo pasó a mí.
—Así que su padre lo conoció.
—Supongo.
Tallow se hundió más en el sillón.
—Y ahora es cuando me cuenta que su viejo padre cobró el último alquiler hace mucho tiempo.
—Sí. Se jubiló, se fue a Disney World y murió haciendo el trayecto de It’s a Small World. —Carman paseó la vista por su mierda de feudo con una mueca triste—. Sí, no hubo ninguna indemnización. Había putas implicadas. Y explosivos. De todos modos. No, mi padre se fue hace mucho.
Tallow sacó su cuaderno de notas y su pluma, con la sensación de que no serviría de nada pero obligado profesionalmente a registrar lo poco que obtuviera de aquel encuentro.
—Ya, señor Carman. Usted nunca vio al inquilino del 3A. Fue un arreglo duradero con su padre. ¿Cuánto cree usted que lleva funcionando ese arreglo?
—Veinte años, fácil. Yo, sabe usted, no tengo papeles en los que verificarlo.
—Lo imaginé. ¿Ha estado usted dentro del apartamento 3A?
Carman se rascó la nuca. Sonrió. Una sonrisita, pero esta vez auténtica.
—Lo intenté en una ocasión. Fue cuando me ocupé por primera vez de ese edificio, cuando mi padre todavía andaba por aquí. Yo era más joven, y todavía no estaba al tanto del asunto. Así que quise saber algo del hombre invisible, ¿entiende? No pude conseguir nada. Había bloqueado la cerradura de algún modo. No había cambiado la cerradura, pero había puesto cerrojos o alguna mierda así al otro lado de la puerta. Nunca entendí cómo entraba y salía de la casa. ¿Y la siguiente vez que miré? Esta vez sí que había cambiado la cerradura y añadido algunos cerrojos nuevos. Le dije algo a mi viejo padre pero él comentó: Es el del 3A, déjalo, no importa.
—¿Qué asunto? Usted ha dicho que todavía no estaba al tanto del asunto. ¿Cuál es?
—Como dije, hacer demasiadas preguntas es un obstáculo a la hora de hacer negocios. Uno tiene que aprender a no hacer preguntas todo el tiempo. El asunto es aprender a hacer la pregunta adecuada en el momento adecuado.
—Eso está bien.
—Usted sabe mucho de eso, inspector. ¿No? —Carman se sentó en su trono de la habitación trasera orgulloso por haber encontrado una frase ingeniosa probablemente oída en un programa de la tele y ofrecérsela a su invitado como si fuera suya.
—¿A quién le vende el edificio, señor Carman?
—A una entidad bancaria. Vivicy. Son, bueno, unos servicios financieros, todas esas cuestiones de dinero tan raras que nadie entiende y que, joder, nunca suenan a que sean de verdad.
Tallow escribió Vivicy y se detuvo un momento. Hizo un pequeño movimiento en espiral con su pluma, como si estuviera apartando la niebla.
—Señor Carman. ¿Por qué vende el edificio? ¿Por qué lo compra Vivicy? ¿Y va a contarles lo del hombre del 3A que ha atrancado la puerta del apartamento para que no pueda entrar nadie?
Carman se chupó los dientes. Tallow se limitó a lanzarle una mirada mortal.
—Lo vendo porque me han ofrecido suficiente dinero para retirarme —dijo al fin Carman—. Y no tengo intención de retirarme a Florida, drogarme y ahogarme mientras intento al mismo tiempo que salte por los aires una atracción infantil. Me refiero a un jodido yate en algún sitio, y esclavos y la hostia.
—Y…
—El del 3A no es problema mío. Van a echar abajo ese sitio, y si ese loco todavía sigue allí cuando eso pase, entonces sigue sin ser problema mío, me porté bien con él y tuve lo mío. ¿Qué problema hay en callarlo, inspector?
—¿Cuándo le pagan?
—Cuando esté vacío el edificio.
—También le he preguntado por qué se lo compran ellos.
—Sí, bueno, ésa no era la pregunta adecuada en el momento adecuado. El primer día que mi viejo padre imaginó que yo ya era lo bastante listo para hacerme una paja y mascar chicle al mismo tiempo, me dijo esto. Dijo: La cuestión sobre los terrenos, hijo, es que ya no los fabrican. Así que si quieres un enorme edificio brillante en el distrito financiero para guardar tus internets, tus chismes y tu jodido tesoro en oro, bien, el distrito financiero no va a crecer más para que tú tengas terreno en el que meter todo eso. Necesitas encontrar un edificio antiguo, echarlo abajo y construir en el agujero.
—Deme los nombres de las personas con las que está tratando en Vivicy.
Carman se tensó enseguida.
—¿Por qué?
—Porque no se va a echar abajo nada hasta que usted diga quiénes son. Su edificio ha sido el escenario de un delito importante, y no van a hacer ni una mierda con él hasta que yo quiera. Deme los nombres.