Diez
Vivicy estaba situado en lo más alto de un rascacielos de diez pisos de la década de 1980 que parecía una nave espacial preparada en su plataforma de lanzamiento. Una nave espacial que llevaba preparada, melancólica, desde la recesión de aquella década, a la espera de que viniera alguien que le proporcionase el combustible para emprender su salto hacia el cielo.
Resultaba extrañamente triste ver el hollín de la ciudad agarrado a los soportes y pilares añadidos a los bordes del edificio como adornos divertidos de un arquitecto.
Su inauguración quedaba tan atrás como los días de tres martinis con la comida en el distrito financiero. Media tarde, y la gente todavía en la calle salía disparada hacia los edificios con pánico en sus andares, masticando el último trozo leñoso de una barra energética o pisando rápidamente un cigarrillo a medio fumar.
Tallow, de vuelta al Primer Distrito, había fumado un cigarrillo a la hora de comer mientras examinaba el edificio. Calculó las llamadas telefónicas a Vivicy que necesitaba en el largo trayecto de vuelta al centro de la ciudad, pero había decidido abordar algunas cuestiones en persona.
Dentro del edificio se mantenía la metáfora de la nave espacial. Una nave nodriza catedralicia con enormes tubos de aluminio por columnas y un pulido suelo metálico. Magnesio o algo parecido, pensó Tallow, cuando anduvo sobre él; de algún modo estaba colgado o suspendido sobre vigas, así que los pies se le levantaban un poco cuando se movía. Un suelo para Masters of the Universe que ponía un muelle por las mañanas a sus pies camino de los ascensores. Dentro, el edificio no daba la sensación de un objeto sin combustible o una plataforma de lanzamiento abandonada. Daba la sensación de esperar a que lo llenasen con todo el dinero del mundo antes de despegar hacia nuevos horizontes.
Huecos dorados intentaban lanzar rayos de luz de Dios como de Constable al vestíbulo. La música de fondo casi ambiental era ingeniosa. Haciendo cola en el punto de control, se dio cuenta de que la música alcanzaba un pequeño clímax cada par de minutos. Alguna mutación hecha en un laboratorio de música ambiental del tema de Horizontes de grandeza con el ataque de la orquesta silenciado y el ritmo motorik del Krautrock alemán de los setenta fluyendo por debajo e imponiéndose. Cuando los contrafuertes metálicos de aquella iglesia fueron instalados por primera vez, la música es probable que todavía sonara como del futuro, pensó.
Tallow se abrió paso con la placa por el puesto de control. Los guardias, que llevaban bordado en sus camisas negras el distintivo de una firma que se llamaba Spearpoint, saludaron con la cabeza a Tallow con ese aire conspirativo y comunitario propio de esos empleados de seguridad que se consideran hermanos y hermanas de la policía. Tallow les devolvió el saludo, sólo para evitar complicaciones. Se metió en el ascensor con un hombre que se estaba rascando compulsivamente la base de su pulgar con unos índices de uñas mordidas. Lo bastante fuerte para producir pequeños brotes de sangre entre las manchas de antiguas cicatrices.
Tallow se bajó en el primer piso de Vivicy y, junto a un mensajero de aspecto desagradable, tomó rápidamente el ascensor del segundo piso que daba servicio a éste y al noveno. El mensajero rechinaba los dientes. Hacía un sonido como de baldosas que se restregaran. En el piso de arriba del edificio, Tallow salió y encontró un útil plano atornillado a la pared junto al ascensor que le informaba de la disposición de las oficinas. Tallow esperó a que el mensajero estuviera sumido en una acalorada negociación con el apresurado recepcionista y se las arregló para cruzar las puertas principales hacia la parte principal del piso.
La gente alzaba la vista según él avanzaba por el centro del recinto hacia el despacho de la esquina que buscaba. No era tanto que le miraran a él como que olfatearan el aire, y, una vez que decidían que no detectaban el tipo de predador al que más temían, volvían al trabajo.
El despacho de la esquina estaba tripulado por una asistente personal en una mesa de acero pulido. Detrás de ella las grandes puertas del despacho que protegía. Tallow detuvo sus pasos: sus zancadas a lo Rosato, las zancadas que había aprendido de él y luego imitaba, las del incansable Rosato, como una tonelada de pedruscos rodando ladera abajo hacia ti.
Había sido demasiado fácil ir rodando con ellos.
Tallow empleó veinte segundos en observar a la asistente personal. Una japonesa americana de veintitantos. Ojos bonitos, labios duros, pelo negro corto. Se lo tocó. Lo rascó con las uñas. Uñas falsas, pero pequeñas y cuidadas. Se tocó el pelo de nuevo y, dándose cuenta de que lo hacía, puso la mano encima de su mesa mientras escribía con la otra. Tallow había entrevisto un tatuaje debajo del pelo. Solía llevar la cabeza afeitada. El pelo volvía a crecer, y se empezaba a acostumbrar, pero aún le molestaba. La ropa le molestaba. La ropa estaba bien, adecuada para el trabajo y con cierto gusto, pero barata. Un día cálido, incluso con aire acondicionado, pero llevaba manga larga. Tallow observó que se detenía en el documento que estaba anotando, se volvía hacia un pequeño cuaderno de notas muy usado y verificaba algo. Su propia agenda. Se aferraba tanto al empleo que se estaba preparando para cualquier cosa que se lo pudiera quitar.
Tallow volvió a poner su cara de policía, se dirigió a la mesa y enseñó la placa a la mujer.
—Inspector Tallow, Primer Distrito. Necesito hablar con Andrew Machen.
Ella miró la placa como si fuera la pistola.
—El señor Machen no está, bueno, está ocupado ahora mismo, inspector. Si me da su número, puedo concertar una cita en cuanto esté, ya sabe, ahora mismo se ocupa de algo urgente y…
Tallow bajó la voz.
—Está ahí, ¿no?
Ella alzó la voz, esperando sin duda que fuera lo bastante alta para que se oyera a través de las puertas.
—No, señor, el señor Machen no está en su despacho ahora mismo.
Tallow se movió hacia las puertas. Ella abandonó su asiento. Miedo y lágrimas perlaban sus ojos.
Tallow se tocó los labios con un dedo. Sonrió. Le tendió la mano para calmarla. Dijo en voz alta:
—Se trata de una investigación por un homicidio, señora, e iré adonde me apetezca, y si usted no me deja pasar y bloquea esas puertas, la detendré y luego le detendré a él. ¿Está claro?
Ella se volvió a sentar, con una sonrisita tímida en la cara. Tallow le devolvió la sonrisa mientras abría las puertas.
Andrew Machen dijo:
—¿De verdad que bloqueó las puertas?
Un hombre corpulento se levantó de un sillón ergonómico Xten Pininfarina que parecía robado del puente de una nave espacial y guardó con cuidado un teléfono móvil en una caja de granadillo negro africano encima de una mesa de despacho Parnian antes de rodearla para reunirse con él. Su traje Shadow Check color carbón vegetal estaba cortado para acentuar sus anchos hombros. Era un producto de esos gimnasios de Hollywood que proporcionaban hombres de pecho ancho, abdomen alargado y caderas flexibles.
—Sí. ¿Por qué te tiemblan los dedos?, pensó Tallow cuando Machen se estiró para estrecharle la mano.
—Inspector Tallow, del Primer Distrito. ¿Puedo disponer de cinco minutos de su tiempo?
—Parece que ya se los ha apropiado. Mis disculpas… —Machen señaló con aquella mano extrañamente temblorosa las puertas—… por todo eso. Un momento muy atareado. Es evidente que quiero ponerme a su servicio, pero lo que queremos… limitaciones de nuestros recursos, ya lo entiende…
En el despacho nada estaba a juego, se fijó Tallow al cabo de un momento. No había un intento de unificar las cosas, no respondía a ningún esquema. Falta de gusto, supuso Tallow. Sólo una colección de objetos muy caros que no encajaban bien unos con otros. A excepción, era de suponer, del precio de sus etiquetas.
—Entiendo todas esas limitaciones de los recursos, sí. Quiero hacerle unas cuantas preguntas.
El sillón del visitante —único— era del mismo tipo que el sillón de Machen pero más barato, con dos alargadas correderas en curva en lugar de ruedas y con distinto color en la tapicería. Machen hizo gesto de que lo ocupara, volviendo a rodear la mesa, su protección en espiral.
—A su entera disposición, inspector.
La mano de Machen pareció temblar menos una vez que estuvo en el espacio de su trono detrás de su absurda mesa de despacho de madera de zebrano.
Tallow le dio la dirección de la calle Pearl.
—Ustedes están comprando ese edificio, ¿no?
—Sí, eso creo. Me refiero a que no sigo día a día esa compra, pero sí, recuerdo algo al respecto. Puede que no sea conmigo con quien debería hablar.
—Usted es el dueño de Vivicy, ¿no? Usted fundó esta empresa y continúa siendo dueño de ella y controlándola.
—Así es.
—Entonces es con usted con quien debería hablar, señor Machen. ¿Qué planes tiene para ese edificio?
—Yo no tengo…
Tallow endureció un poco su voz.
—Creo que me puede ayudar, señor.
Machen hizo como que se volvía a relajar en su sillón. De tal manera que pareció que el sillón se le acercaba rodeándole con sus brazos de cromo.
—Digamos que puedo. —Sonrió.
—¿Sus planes para el edificio, señor?
—Echarlo abajo.
—¿Por qué? ¿Para construir oficinas? Me parece que tiene usted espacio de sobra aquí.
—Bueno, verá, inspector, con eso entramos en las artes negras de la magia financiera. Y para eso tengo empleado a un mago. El pingback.
Tallow decidió sacar su cuaderno de notas.
—La verdad es que no sé a qué se está refiriendo.
—Es como lo llama mi mago. El tiempo que tarda un bit de información en ir desde mi ordenador hasta la Bolsa de Cambio de Nueva York y volver de nuevo. Cualquier tipo de operación financiera debe tener en cuenta la velocidad con la que se aprecia una oportunidad y se puede llevar a cabo un negocio. La situación de la calle Pearl tiene un pingback especialmente bueno.
Tallow tomó algunas notas, y luego lo dejó.
—Espere. ¿No estamos aquí más cerca de la Bolsa de lo que estaríamos si estuviéramos sentados en ese edificio de Pearl?
Machen batió palmas. Tallow tuvo la repentina sensación de que Machen ensayaba aquello para las cenas de negocios.
—Ajá. Y por esto tengo un mago. Porque el pingback de la situación de Pearl en la actualidad es mejor que este de aquí.
—Aunque físicamente estemos a mucha más distancia. Disponer de eso casi es como el feng shui. —Machen lo pronunció mal.
Tallow lo dejó pasar.
—Mi mago —dijo Machen— me cuenta todo lo referente a situación, disponibilidad de servicios, historia, incluso condiciones del terreno. El laberinto de cables bajo nuestros pies no se instaló aquí sólo para sernos útil en el distrito financiero. En caso contrario, todas las líneas llevarían a Wall Street, ¿no? El cableado que utilizamos para llegar a esos ordenadores no se instaló de modo directo, y no todo él es de la misma calidad. El salto de fibra a cobre y viceversa, o incluso de inalámbrico a fibra y cobre, y los cables que rodean la manzana justo cuando los necesitas para cruzar la calle… todo eso afecta el tiempo del pingback.
—Claro, pero no tanto para que usted lo note.
—Pero los ordenadores lo notan. Las bases de datos lo notan. Cincuenta milisegundos de retraso en nuestro flujo de información pueden suponer la diferencia entre hacerse rico como un faraón aquel día y rebuscar en el envoltorio de fideos chinos del fondo de la despensa buscando restos esa misma noche.
—¿De verdad?
—Bueno, no de verdad. Pero eso decide quién consigue cerrar negocios en el minuto oportuno todo el maldito día. La situación pingback constituye la nueva propiedad inmobiliaria de Manhattan, inspector. De modo que, sí, voy a derribar ese edificio de apartamentos y sustituirlo por una enorme y brillante oficina con pingback a la velocidad del rayo, según me ha explicado mi mago, y hacer que mucha gente gane mucho dinero. Que es para lo que estamos todos aquí. ¿O no?
Tallow intentaba tomar nota de todo eso.
—Eso es una locura.
—Es donde estamos viviendo ahora. Los auténticos planos de las grandes ciudades son invisibles. Están bajo los pies, o son dominio wi-fi, o son enlaces por satélite. En sentido global, el mayor problema del mercado financiero es la velocidad de la luz. Leí un informe el año pasado que decía, sin ambages, que lo que con mayor frecuencia limitaba la eficacia del sistema financiero global eran los retrasos en la propagación de la luz. Conozco a alguien en Bonn que cree que puede forrarse poniendo a flote una isla artificial en el mar Arábigo e instalando un centro de negocios con todo tipo de conexiones en ella, puenteando seis diferentes sistemas congestionados y los retrasos inherentes a sus conos de luz.
Tallow alzó la vista hacia Machen.
—Su trabajo no es ése, ¿verdad?
Machen se rió, de modo breve y explosivo, y pareció dejar escapar algo de su tensión.
—Me encanta. Me encanta hacer eso. ¿Sabe? Algunos días, cuando vengo andando al trabajo, ni siquiera veo los edificios.
Sólo veo las redes, el flujo de dinero, instrucciones e ideas, formas enormes, zonas y líneas invisibles. Es el juego más importante del mundo, y para ganarlo tengo que presentar batalla a las mismas fuerzas de la relatividad. —Se volvió a reír, esta vez más bajo y más tranquilo—. Y sé a lo que suena. Y usted tiene que entender que no me lo tomo completamente en serio. Pero al mismo tiempo, nada de lo que digo es mentira. Es sólo diversión. Es la vida como siempre quise que fuera.
Tallow le miraba fijamente. La alegría de Machen se esfumaba por segundos. Cuando Tallow consideró que volvía a su punto de partida, dijo:
—Quiero dejar una cosa muy clara. Ese edificio es el eje de una investigación extremadamente seria. Estoy aquí para que se le grabe que a ese edificio no lo va a tocar nadie hasta que termine nuestra investigación.
—Bien —dijo Machen—, eso… complica las cosas. Hemos intercambiado contratos con el dueño de esa propiedad, pero el dinero todavía no ha sido transferido, y…
—Ejecute los contratos. Transfiera el dinero. Y luego mantenga el edificio intacto hasta la conclusión de nuestras investigaciones.
—No estoy seguro, inspector, de que tenga usted autoridad para exigir eso —dijo Machen. A Tallow le pareció que Machen sopesaba luego lo que había dicho. Se pasó un nudillo por los labios, sus ojos se dirigieron a un punto distante.
—Creo que sería una pérdida de tiempo para los dos que yo tratara de explicárselo, señor.
Machen se movió inquieto.
—No. Tiene usted razón. Me disculpo. Cerraremos la venta y mantendremos el edificio como está durante un tiempo. ¿Le puedo dar mi número privado?
Tallow asintió con la cabeza, y Machen sacó un tarjetero de plata de un cajón de su mesa. Con el pulgar y el índice, extrajo de él una delgada tarjeta de visita de acero inoxidable y se estiró para entregársela a Tallow. La tarjeta, grabada en un tipo Briem Akademi que Tallow reconoció de las revistas, decía:
—Bonita —dijo Tallow. Se la metió en el bolsillo de arriba, preguntándose si aquello interferiría en la cobertura de su teléfono móvil, y durante un segundo de distracción lamentó divertido que la tarjeta fuera demasiado delgada para detener un proyectil, como pasaba en los cuentos de hadas con una pitillera o una petaca de brandy felizmente situadas.
—Veamos —dijo Machen—, ¿qué es todo eso del hombre desnudo al que mataron? —Tallow le miró. Machen separó las manos, sonriendo. Ahora no temblaban, comprobó Tallow—. Lo reconozco, he estado siguiendo todo el proceso de adquisición del inmueble. Así que, naturalmente, estaba informado del incidente desde primera hora. ¿Tiene familia el hombre?
—No que yo sepa en este momento. ¿Por qué lo pregunta?
La sonrisa de Machen se ensombreció.
—¿Debería sentir culpabilidad? Me siento un poco culpable. Parece que la compra del edificio es lo que incitó a ese tipo.
En realidad no estábamos echando a esas personas a la calle. Estamos pagando un buen dinero y asumiendo todas nuestras obligaciones mientras se mantengan dentro de la ley sobre la propiedad. Pero por lo que se cuenta, el pobre hombre sólo vio que alguien le quitaba su casa y eso le hizo perder los estribos. Tengo la sensación de que debo hacer algo más.
Tallow se levantó.
—Si me entero, se lo haré saber, señor. Gracias por su tiempo.
Machen volvió a levantarse. Volvió a extender la mano.
—¿Y usted seguirá ocupándose del edificio?
—Por supuesto. Una vez que hayamos terminado con eso.
Tallow notó un pequeño temblor, que se desplazaba por el brazo de Machen, en la mano de Machen y en la suya.
—Quizá haya noticias pronto —dijo Machen.
Tallow sonrió y se liberó de la mano.
—Haré lo que pueda.
Tallow dejó el despacho antes de que Machen pudiera decir nada más. Fuera susurró a la ayudante personal:
—Le van a ir bien las cosas.
Ella le sonrió radiante, una asombrosa sonrisa resplandeciente.
Tallow se marchó.
En el ascensor pasó revista al último minuto de la entrevista. Machen había interpretado razonablemente bien el papel de hombre encantador, tolerante, comprensiblemente reticente pero en definitiva agradable.
Lo que pasaba era que si Machen sabía que Bobby Tagg estaba muerto, entonces también sabía que Jim Rosato estaba muerto. Aunque Machen no tenía por qué saber que Tallow había matado a Tagg y que Rosato era el compañero de Tallow… ¿Por qué, si estás jugando a ser un tipo agradable, no aprovechas la oportunidad para manifestar dolor a un policía por la muerte de su compañero? Eso sonaba mal. ¿Por qué temblaba Machen? Había guardado su teléfono móvil, es de suponer que su teléfono privado, cuando se levantó. ¿Qué le acababan de decir?
Puede que en realidad mantuviera una distancia con respecto al negocio. Confiaba a subordinados que los cerraran. Eso tendría sentido, supuso Tallow. A lo mejor literalmente sólo había oído lo que pasó. A lo mejor la información tardaba un día en ping desde la parte de abajo hasta la de arriba de Vivicy. Retraso en la propagación de la luz.