Seis
Cuando volvía en coche desde la plaza Ericsson, Tallow se puso a hacer números. En la ciudad de Nueva York tenían lugar más de doscientos homicidios sin resolver al año. Había algo menos de diez mil homicidios sin resolver desde 1985.
De las tres muestras de las que le había hablado la teniente, la más antigua asociada a un homicidio era de 1999.
No sabía cuántas armas había en aquel sitio. ¿Doscientas? ¿Más de doscientas? Tallow se dijo que empezaría con doscientas. En el espacio de más de una década, que se escapen doscientas muertes es un volumen bastante por encima de la media sin resolver…
Tallow había tenido ocasión de visitar el Depósito, allá en el Bronx, y recorrer las salas crepusculares del subsótano donde se almacenaban pruebas de casos de homicidio sin cerrar en toneles marrones de un metro de alto, cuatro pilas de altura, con números de referencia escritos con spray de pintura negra a los lados. Tallow no tenía intención de vivir allí entre los objetos de los muertos sin vengar de Nueva York.
Tallow necesitaba trazar un plan.
Estar en su apartamento a aquella hora del día le hacía sentirse mal, como si estuviera en una zona temporal extraterrestre.
Se detuvo delante del gran espejo bordeado de hollín de su pequeño cuarto de baño para mirarse, y también su traje. Se quitó el traje. Volvió a mirar. También se quitó la corbata gris, la camisa blanca y todo lo demás, amontonándolo debajo del lavabo con el pie. Tallow se sometió a una ducha hirviente, dolorosa, obligándose a permanecer debajo de la alcachofa ardiente y golpeando con las palmas planas las paredes para mantenerse allí, apuntalado y entero. Arrancándoselo todo.
Tallow se secó con la toalla que rascaba la piel y fue a su dormitorio. Debajo de la cama había una maleta, y en la maleta, un traje negro. El traje que se ponía en los entierros. En el cuarto de estar encontró una camisa verde aceituna y una corbata negra estrecha. Su antigua cartuchera de cintura estaba en una caja de un envío de Amazon rebosante de CD de ejemplares de una colección de obras maestras del blues que había olvidado que tenía, dos pisos debajo de la pila de cajas que se alzaba en el rincón más alejado de la habitación. Tallow se la puso, apartó la chaqueta del traje con el dorso de la muñeca y metió la Glock dentro. La levantó como centímetro y medio y la recolocó.
El traje acentuó la evidencia de que su delgadez se estaba volviendo escualidez cuanto más se hundía en el lado malo de la treintena. Decidió que estaba de acuerdo con aquello.
Tallow volvió a salir al mundo con su traje para entierros.