Veintisiete
Tallow se alejó de la plaza Ericsson conduciendo su coche patrulla, con los huesos doloridos, decepcionado de un modo impreciso y sintiéndose mucho menos seguro de lo que le había dado a entender a la teniente. No tenía pruebas. Sólo una teoría que se hacía más dispersa, peor trabada y bordeaba la locura según pasaban los días. Trató de concentrarse en una cosa —aparte de en conducir— y se ocupó de los momentos en que creyó haberse topado con el hombre que vivía en el apartamento 3A. Tallow intentó recordar todos los detalles de su encuentro con el hombre. El color de su pelo y barba. Su olor. Su lenguaje corporal. El modo en que arrancó el filtro y se lo metió en el bolsillo.
—El muy hijoputa —murmuró Tallow para sí mismo. Puede que sólo fuera lo que hacía un hombre al que no le gustaba el tabaco con filtro. Pero, pensó Tallow, no habría estado mal volver para recoger aquel filtro, con una preciosa huella dactilar en el papel que lo envolvía.
Tallow hizo un rápido viraje, se subió a la acera con una rueda, pisó el freno a fondo y evitó por muy poco producir un accidente múltiple. Ni siquiera oyó el efecto Doppler del coro de cláxones de los coches que pasaban a su lado.
El hombre arrancó el filtro. Pero se fumó el jodido cigarrillo. Tenía que haber dejado una colilla. Aunque hubiera tenido tanto cuidado con el filtro, puede que no hubiera recogido el resto del cigarrillo y guardado la colilla en el bolsillo. ¿Podría ser? No. El hombre no olía mucho. Aquello habría apestado dentro de su bolsillo, y Tallow no consideraba que fuera de esos hombres que quieren que los huelas cuando se acercan. Tenía que haber aplastado la colilla con el pie. O haberla tirado y esperado a que se consumiera entera.
Era una esperanza disparatada y estúpida.
Tallow volvió a unirse a la circulación y se dirigió lanzado hacia la calle Pearl.
Aparcó al otro lado de la calle del edificio. Sacó de la guantera unos guantes, una bolsa que se cerraba con cremallera y unas pinzas. Se detuvo donde había estado cuando se encontró con el hombre. Miró a su alrededor y pensó, frenéticamente. Él se había marchado antes de que el hombre hubiera terminado su cigarrillo. Puso los pies en la posición que creyó que había ocupado el hombre. Se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta, para hacer como que guardaba el filtro. Las pinzas hicieron de cigarrillo. Separó el cigarrillo imaginario del extremo que ardía, como había hecho el hombre.
Hizo como que estaba terminado el cigarrillo. El cigarrillo iba ardiendo hacia sus dedos. Aquel día, Tallow ya había pisado el suyo. Tallow miró la alcantarilla. Había tres colillas dispersas entre unas cuantas hojas secas, un trozo de cristal deshecho, una moneda y una bolsa pequeña de patatas fritas. Cada colilla arrugada y retorcida por múltiples encuentros con cosas mucho mayores que ella. Todas tenían los filtros. Tallow se puso en cuclillas y miró. Una de ellas era de la marca que había fumado él.
Tallow paseó la vista, recorriendo atentamente los sitios donde podría meter la colilla de un cigarrillo sin quemarse los dedos.
No.
Se agachó otra vez encima de la alcantarilla. Agarró la bolsa de patatas fritas.
Tallow alzó la vista al cielo, respiró a fondo y contuvo el temblor de sus dedos.
Durante unos segundos repulsivamente lentos, con la decepción como de una serpiente a la espera de morderle el corazón, desenvolvió y abrió la bolsa. La habían levantado de la alcantarilla, plegado, atado haciendo un nudo, aplanándolo para que pareciera algo que se había aplastado de modo natural, y tirado otra vez a la calzada para que nadie se fijase en ella, pisada y barrida.
Había una colilla de cigarrillo en el centro del nudo.
Tallow se rió.
Sacó la colilla, la dejó caer en la bolsa con cremallera y cerró ésta. Tallow volvió al coche con ella y la bolsa de patatas fritas, que introdujo torpemente en otra bolsa con cremallera cuando entró.
Lo único que quiero, le dijo Tallow al hombre, es una prueba de que no eres también invisible.
Al desplazarse por el vestíbulo principal de Jefatura, Tallow, todavía en un estado de percepción hiperagudizada, captó un ambiente extraño. La gente le estaba mirando por primera vez desde que el caso había empezado a llevarle por allí. Tallow aceleró sus pasos, con el maletín del ordenador portátil en la mano, y se dirigió al ascensor más cercano que pudo encontrar.
Se movió por la científica dando largas zancadas. Bat estaba inclinado sobre la mesa de trabajo en su guarida, y la de Scarly, llena de basura, y ni siquiera alzó la vista cuando él empezó a hablar.
—Bae Ga —dijo Bat—. De veinticuatro años. Nacido en Incheon, Corea del Sur. Asesinado en la Kitchen hace año y medio. Matemático. El arma usada fue una Daewoo DP-51. Que es una pistola coreana.
Tallow dejó su maletín con cuidado encima de la mesa.
—Un matemático. ¿Estaba estudiando aquí?
—Estaba trabajando aquí. En algo relacionado con las finanzas. En una empresa que se llama Stratagilex. Fondos de inversión o algo así. Yo nunca entiendo bien eso de las finanzas.
—Dame un nombre de esa empresa. Un jefe. Y un número de teléfono. ¿Dónde está Scarly?
—Detrás de ti.
—Dios santo. Muy bien. Tengo algo para ti. Bat, sólo estás sentado ahí.
—No se corresponde con lo previsto, John. Es un resultado sin sentido. Simuló un atraco a un mago de las matemáticas coreano y le pegó un tiro con una pistola relacionada con él, pero la víctima no tiene nada que ver con nada de lo que hemos visto hasta ahora.
—No estoy de acuerdo —dijo Tallow, abriendo el maletín—. Scarly, mira esto.
—¿Qué coño tienes ahí?
—Te conté que creía que había estado con nuestro hombre. Le di un cigarrillo. Él arrancó el filtro y se lo guardó en el bolsillo. Fumó el cigarrillo. No pudo guardarse la colilla en el bolsillo, porque apestaría, y él tiene cuidado con esas cosas.
Así que tiró la colilla dentro de una bolsa de patatas fritas para que volara por la calle, porque ¿quién va a estar lo bastante loco para volver y buscar en la basura una colilla que al final habría volado lejos de donde la tiró?
Scarly le miró con dureza.
—¿Quién está lo bastante loco para creer que puede obtener algo de una colilla que probablemente quemaba cuando la tiró dentro de la bolsa y por lo tanto deshizo el plástico?
—Yo. Mira. Dejó una colilla grande. La dejó, ¿no? No tenía filtro. Y de todos modos no le gustaba mucho.
Scarly se volvió para mirar la prueba.
—Mierda. Tenemos dos cosas. Bat, que los de la jodida cámara estéril se aseguren de que el plástico ha sido radiado.
Bat estaba en el ordenador personal, escribiendo en la parte de atrás de un posavasos usado. Pasó la delgada tarjeta a Tallow, andando a su alrededor.
—¿Qué tenemos?
Scarly estaba sacando unos guantes de látex de un bolsillo del pantalón.
—Tenemos papel de cigarrillo para buscar huellas dactilares, y quiero cortar el extremo y probar con el método rápido de proteinasa EA1.
—¿El rápido? —dijo Bat. Tallow veía que estaban en un plan de lo más profesional.
—Sí. No creo que tengamos tiempo para otra cosa.
—Cortarlo va a ser un problema. Necesitamos un centímetro cuadrado de papel para el rápido, y eso va a eliminar el espacio de las huellas.
—No, si cortamos el extremo todo alrededor tendremos un centímetro entero. Guardaremos el tabaco por si acaso tenemos algo más de tiempo.
—No tan deprisa —dijo Tallow—. ¿Más tiempo? ¿Método rápido?
Scarly soltó un suspiro.
—A mi jefa su jefa le ha dicho que el caso está utilizando demasiados recursos. Nos van a apartar de él más pronto que tarde.
—¿Y quién hará lo que hago yo?
—Nadie, John. No sé lo que pasa, pero no estamos viviendo en el mismo mundo de hace dos días. Se nos perdonan todos los pecados, y el caso va a ser hundido en el mar en cuanto algún gilipollas encuentre un ancla lo suficientemente grande para que lo sujete. Posiblemente una de tu tamaño.
Tallow se apoyó en la mesa de trabajo.
La cara de Scarly se endureció.
—Así que sí. Estamos esperando que nos lo digan. Pero entre tanto seguimos trabajando en el caso. De modo que usaremos el método rápido y los de la jodida cámara estéril que hagan lo que se hace en la cámara estéril, y nosotros conseguimos todo lo que podamos lo más rápido posible. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. Adelante.
—Ya estaba en ello.
Bat extendió sus alas y metió prisa a Scarly para que saliera de la habitación.
—El hombre está tratando de hacer su trabajo, Scarly. No lo frustres.
—No lo hago.
—Lo hacías.
—No es culpa mía. Soy una jodida autista…
Tallow leyó la información que le entregó Bat y marcó el número. Noventa segundos de conversaciones bastante cortantes con secretarias interpuestas concluyeron con la voz de una ejecutiva que se llamaba Benson.
—Ms. Benson, gracias por atenderme. Vayamos rápidamente al grano: estoy investigando un homicidio, y parece que ahora se relaciona con la muerte de su antiguo empleado Bae Ga. La cuestión es sencilla. Necesito saber qué tipo de trabajo realizaba.
—¿Bae? Bae era muy brillante. Nos preparaba algoritmos. —La mujer tenía, pensó Tallow, una voz como la de Lauren Bacall, toda tabaco y brandy, con edad suficiente para saber cómo es el mundo y lo bastante joven para que aún le decepcione—. Era de la nueva generación. Hablaba un inglés excelente… procedía de una ciudad portuaria, ya sabe, de ambiente muy internacional… y era muy brillante y tenía grandes dotes. Y era un descanso trabajar con él. Antes de trabajar con él tuvimos que recurrir a físicos rusos para el trabajo con algoritmos. Lunáticos, en su mayor parte. Bae estaba consiguiendo que alcanzáramos otro nivel.
—¿Se está refiriendo usted al comercio con algoritmos?
—Sí.
—¿Intentó contratarle alguna vez otra empresa?
—Todas lo intentaban. —Se rió la mujer—. Goldman Sachs, Vivicy, Blackrock, la que se le ocurra. Pero no se quería ir.
Era lo bastante joven para creer en la lealtad, por suerte para él.
—A usted le gustaba.
Ella se volvió a reír.
—Le cuidaba. A veces me pregunté qué habría pasado si no le hago salir del armario, como pasó. Aquella noche iba a una fiesta en uno de esos espantosos edificios de Clinton, ya sabe, para reunirse con su novio. También era un joven encantador, estudiante de arquitectura. Yo animaba a Bae para que saliera de su cueva de mago de vez en cuando. Le dije: has encontrado a un joven encantador que quiere lucir a su brillante novio en las fiestas, así que vete.
Hizo una pausa. Cuando volvió a hablar, su voz era más baja y más dura.
—Y entonces. Lo mataron como a un perro.
—Una última cosa. Y ésta sólo por curiosidad, pero me gustaría tener respuesta. ¿Hasta qué punto afectó la muerte del señor Ga a sus negocios?
Ms. Benson se rió.
—Andy Machen me estaría limpiando los zapatos si hoy todavía tuviera a Bae, inspector. Era, y es, irreemplazable. Sólo se tiene la suerte de encontrar una mente como la suya en una generación.
—Gracias por el tiempo que me ha dedicado, Ms. Benson.
—Si descubre algo…
—Si surge algo nuevo, por supuesto que la llamaré.
—Gracias. Al negocio no le afecta, ya ve. Seguiremos adelante, claro. Pero le echo de menos. Y no merecía lo que le pasó, nada de nada.
—Gracias, Ms. Benson.
Tallow colgó y metió el trozo de cartulina en su maletín antes de dirigirse a los ascensores y bajar al mapa de la habitación de un asesino, en el sótano.
El subdirector de policía Allen Turkel estaba parado junto a la reproducción.
Tallow se aseguró de no dar un traspié al ver al hombre.
—Señor —dijo, con un asentimiento de cabeza. Y avanzó hacia la mesa que quedaba fuera de la reproducción.
—Inspector John Tallow. Esto es un trabajo impresionante.
—Gracias, señor. ¿En qué le puedo ayudar?
—En realidad todavía no estoy seguro, inspector. Sólo quería ver lo que había hecho aquí abajo, en este espacio robado a mi edificio.
Turkel sonreía, dando la impresión de que sólo se estaba burlando de Tallow. Éste todavía estaba en guardia. Se fijó en lo desgastado que estaba el anillo de boda de Turkel. Era un hombre que se lo quitaba muchas veces. No sólo para ducharse. Se lo guardaba en el bolsillo muchas veces. Turkel pagaba de modo regular una buena cantidad de dinero por cortarse el pelo, y tenía los dientes arreglados como preparación para un trabajo en el que estaba delante de las cámaras y del público con frecuencia. Sus zapatos estaban hechos de cuero flexible con unas fibras cuidadas, y una cadena de plata en la parte delantera de cada uno.
—Prestado, señor. Y no pude trabajar en la auténtica escena del crimen. Habría supuesto retrasar todavía más la recogida de pruebas.
—Bien, eso demuestra que le importan una mierda los recursos del departamento, inspector. Dígame: ¿piensa alguna vez en un ascenso?
Tallow se limitó a mirarle.
—No es más que una pregunta, inspector. ¿Piensa seguir de detective toda la vida?
—Con toda sinceridad, señor. No pienso mucho en eso. Pero ya que lo pregunta: no, no pienso en un ascenso.
—Conozco a policías como usted —dijo Turkel, alzando la barbilla y sonriendo con la efusividad de un hombre que cree saber dónde está el que manda en una habitación—. Siempre pensé que había tres tipos de policías. Policías como usted, que creen que han nacido para el trabajo que tienen, y que lo harán hasta que les mate o ellos lo dejen. Y policías como su teniente, que quieren ascender porque los ascensos están ahí, y se imaginan que lo que hay que hacer es ascender. No me sirven los policías así. Claro, su teniente es una buena gestora, y me será muy útil, pero, estrictamente hablando, ella no está aquí para ser una buena policía. Está aquí para ser una buena candidata a un ascenso.
Turkel hizo una pausa y Tallow recibió aquella opinión con falso agrado.
—¿Y el tercer tipo? ¿Señor?
—El tercer tipo es el de los policías como yo. Policías que necesitan ascender porque comprenden cuál es el trabajo auténtico. A un policía que anda por la calle a veces le resulta difícil ver las cosas de ese modo, inspector, pero los policías como yo son los auténticos idealistas de este trabajo. Somos las personas que de verdad tenemos una visión de cómo se puede adaptar y cambiar el departamento y servir mejor a la ciudad. Por eso es por lo que yo quiero ascender. Todavía quiero.
Porque quiero cambiar y que mejore su vida.
—Mi vida.
—La vida de los policías a mi mando. Como usted. Pero también tengo una responsabilidad con las personas de esta ciudad. A fin de cuentas, son los que nos pagan de modo indirecto. Y un día puede que nos paguen directamente. De modo que tengo que ocuparme de los recursos. Como en este caso. ¿Con qué objetivo se gastan?
—Es de lo que trata el caso, señor —dijo Tallow.
—Yo creía que se trataba de un montón de homicidios sin resolver que usted volvió a abrir.
—¿De verdad que quiere hablar de eso, señor? Me refiero a ¿hablamos de eso de verdad?
Turkel lanzó una mirada de igual a igual a Tallow.
—Sí —dijo, al cabo de un momento.
—Muy bien, entonces. Se trata de una serie de homicidios sin resolver, claro que sí. Para nosotros. Pero para él se trata de esta habitación. Los asesinatos fueron un medio para este fin.
—No entiendo —dijo Turkel—. Los asesinatos fueron el fin. Sólo tuvo que conservar las armas después, así no se encontrarían.
—No, señor. Esta habitación es lo importante. Para él. Déjeme…
Tallow entró en la reproducción y miró hacia donde estaba parado Turkel.
—No. Fíjese en esto. Mire esta pared. Y luego siéntese.
Turkel le frunció el ceño.
—Me quedaré de pie.
—Muy bien. —Tallow salió del perímetro de los paneles—. Fíjese en el centro de esa pared. —… Es una forma.
—Sí, señor. Ahora recorra con la vista la habitación, dirigiéndose a la izquierda. —Tallow anduvo en torno a la reproducción, con la sensación de ser un animal que se mueve fuera del alcance de la hoguera del campamento.
—¿Todo alrededor?
—Sí. Verá dónde detenerse.
—Dios santo. Forma un dibujo, en cierto modo. Es como si las pistolas estuvieran relacionadas unas con otras, o casi. Hay espacios vacíos, pero…
—Eso mismo, señor. Hay espacios vacíos. Cada uno de esos espacios es un asesinato futuro.
—Dios. Dios santo. Rodean el suelo.
—Y hay más espacios vacíos, señor. Y la disposición sigue en las otras habitaciones, da la vuelta y vuelve.
La voz de Turkel fue muy baja.
—¿Qué es esto, Tallow?
—Es información, señor. Es la obra de un demente muy metódico, muy disciplinado, que estaba escribiendo un libro con los aparatos que matan a gente. Es un flujo de información, es un código, es un pictograma, algo matemático que no significa nada salvo para él. La obra de un asesino en serie en una fase tótem permanente, y permanentemente en acción, permanentemente dedicado a ello y permanentemente trabajando para completar su mensaje a la historia. Eso es lo que ha andado suelto por Manhattan durante estos veinte últimos años, señor.
Turkel pareció que iba a vomitar.
—¿Cuánto tiempo hace que conoce a Andrew Machen, señor? —preguntó Tallow.
—Ya hace más de veinte años —murmuró Turkel abstraído, con los ojos todavía clavados en el cinturón de metal que componían las armas de la habitación—. ¿Por qué? ¿Qué?
—¿Diría a usted que conoce a Jason Westover desde hace el mismo tiempo?
—¿Cómo? —Turkel se recuperó un poco, y paseó la vista buscando a Tallow. Tallow estaba rodeando la reproducción.
Turkel sólo podía ver al inspector entre las separaciones de los paneles.
—¿Por qué cree que Andrew Machen compró el edificio, señor?
—¿Cómo? ¿Adónde quiere ir a parar? ¿Por qué compró el edificio?
—Por indicación de sus magos, señor. Para que sus compradores algorítmicos continúen haciendo mapas invisibles por todo el Primer Distrito y ganen dinero a escondidas.
—Está diciendo cosas absurdas. Quédese quieto, maldita sea. Por qué iba a comprar Machen…
—Verá, eso es lo que me ha estado inquietando, señor. Pero se me ocurrió, sólo hace cinco minutos, que todos ustedes están tan ocupados haciendo sus mapas invisibles de la ciudad que… bien, ninguno de ustedes puede ver los planos de los otros.
—¿De qué coño está hablando, Tallow? —Tallow pensó que Turkel estaba empezando a sonar un poco descompuesto. El sonido contribuyó a que Tallow suprimiese el susurro interno de su propio miedo.
—Andrew Machen no vio los planos de la ciudad que dibuja el asesino. Compró el edificio de la calle Pearl de acuerdo con las necesidades de sus propios planos, sin enterarse de que el asesino que tiene contratado usaba el inmueble para guardar todas las armas que había utilizado alguna vez. Prefiero pensar que eso le supuso una conmoción.
Tallow entró en la reproducción, detrás de Turkel.
—Todo es un plano, señor. Esto es un plano. El plano de una habitación.
Turkel se volvió hacia Tallow, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, pensando lo más rápido que podía.
—¿Está diciendo que Andy Machen contrató a ese hombre para que matase a todas esas personas? ¿Está diciendo eso de verdad? ¿Qué pruebas tiene? ¿Dónde hay algo que lo apoye?
—¿Todavía estamos hablando con toda sinceridad, señor?
Turkel tomó aire, se enderezó y recuperó el valor de modo visible.
—Sí.
—Y no nos puede oír nadie.
—Así es, Tallow.
—Entonces le gustará oír mis impresiones sobre el caso.
—Que le den por culo, Tallow. No seguirá en el caso lo suficiente para que eso importe.
—Muy bien —dijo Tallow, haciendo un pequeño círculo al andar en torno al subdirector—. Hace veinte años, usted probablemente fuera un patrullero, Jason Westover probablemente acababa de dejar el ejército y Andrew Machen, no sé, vendía en la calle coronas de oro para los dientes de las viejas. Y se conocieron unos a otros. Puede que se hicieran amigos tomando unas copas. Puede que fueran amigos de infancia. ¿Quién sabe? Lo averiguaré. Y todos eran jóvenes, y bastante arrogantes y ambiciosos, y tenían hambre y un poco de avaricia, y estaban un poco molestos por lo lentas que pueden resultar las cosas incluso en una gran ciudad. Y una noche, uno dijo: ¿Qué os parecería matar a todos los gilipollas que se interponen entre nosotros y las cosas que queremos? Y se rieron entre ustedes, y tomaron otra cerveza. Pero la idea quedó ahí, ¿verdad?
No se la podían quitar de encima. Y ustedes, un policía, un soldado y un banquero, no pudieron evitar ponerse a hablar de cómo se podría hacer algo así. ¿Qué pasó después? ¿Conocía uno a un tipo? ¿Buscaron un tipo? Alguien en el que en cierto modo tuvieran confianza total. Alguien al que pagarían para que se dedicase al trabajo y que permaneciera, y aquí surge la palabra de nuevo, invisible en la ciudad el mayor tiempo posible. Y eso siempre parecía llevar más tiempo del que creían, ¿no? Siempre había otro al que eliminar en su constante progreso. Y usted conocía las estadísticas, ¿verdad, señor? Usted sabía cuántos homicidios sin resolver podían estar ocultos en la maraña de cifras anuales. Pero lo que nos ha traído hoy a este sitio, señor, son las cosas que usted no sabía. No sabía que su hombre estaba quedándose con las pistolas y escondiéndolas en un apartamento de la calle Pearl. Jason Westover sin duda no sabía que los dispositivos de seguridad ante cuya desaparición hacía la vista gorda iban a blindar la puerta de ese apartamento. Y Andrew Machen no sabía que en realidad estaba comprando lo que dejaría al descubierto todo el plan.
Turkel tuvo convulsiones y vomitó.
Cuando el hombre estaba a cuatro patas vaciando las tripas, Tallow tuvo que contener un deseo muy intenso de darle una patada en su jadeante estómago. En lugar de eso, se alejó unos pasos del fregadero.
Tallow había introducido tres extemporáneas invenciones en su relato, incluida la de que Westover sabía lo de la puerta de seguridad del 3A. Su instinto le había dicho que aquellos tres hombres hablaban de modo regular, y un poco de información errónea podía funcionar a su favor a largo plazo. Si es que había largo plazo.
—¿Qué coño está pasando aquí?
La enérgica vomitona de Turkel había conseguido apagar el sonido de las puertas del ascensor que se abrían. Tallow conocía la voz y sabía la cara que iba a ver. La cara de una mujer que siempre tenía el aspecto de acabar de tomarse un buen lingotazo de whisky escocés.
—La comisaria jefe —dijo Tallow.
La mujer estaba flanqueada por dos mujeres policía de paisano, y se movió con rápidas pisadas por la habitación, pasando junto a Tallow.
—No hablo contigo. Al, levántate del jodido suelo.
—Comida envenenada —dijo Turkel con voz ronca, levantándose y buscando un pañuelo de papel.
—Bien. A lo mejor te mata eso y no lo tengo que hacer yo. ¿Qué coño estás haciendo, Al?
—Wanda…
—Te diré lo que estás haciendo. Intentas mandarme a la puta calle. No creas que no te conozco, Al Turkel. Debería agarrarte por el cuello y sacarte los ojos ahí mismo de rodillas. Si quieres mis cuatro estrellas, sé hombre y consíguelas a punta de pistola, cabrón.
—Ay, Dios santo —dijo el subdirector—, ¿qué está pasando?
—Lo que está pasando es que intentas enterrar el caso de la calle Pearl la misma jodida semana en que ha salido a la luz, eso pasa. Intentar enterrarlo y abrirte con él, sabiendo perfectamente que si el comisario se hace cargo de él por orden del alcalde o Dios sabe quién, no se cagaría en tu cara, se cagaría en la mía, porque para eso está una comisaria jefe. Jodido mamón.
—Estás loca, Wanda.
—¿Quieres saber quién está loco? El capitán del Primero, un hombre al que puede que le queden cojones, que ha estado ahorrando para la jubilación anticipada con paga completa dos años antes de lo que le corresponde y se la juega hoy por este chico —señalaba a Tallow sin mirarle y sin embargo refiriéndose indudablemente a él— después de conseguir el informe de tu mesa en el que pedías que enterrasen el jodido caso.
Tallow se balanceó un poco sobre sus talones.
—Yo no tengo que recurrir a ti para que arregles mis distritos, Wanda —dijo Turkel, poniéndose tembloroso de pie.
—Tus distritos. Mi ciudad. ¿Qué hostias estás haciendo?
—No se puede resolver. Es desperdiciar recursos. Tengo recogidas todas las pruebas, y la científica continuará la investigación como una labor no prioritaria hasta que se encuentre una base sólida.
—Al, eres un jodido subnormal. Un tipo mató a un policía con una pistola robada de las pruebas pertenecientes al hijo del jodido Sam. ¿Qué crees que pasa cuando eso se filtra, y lo hará inevitablemente, joder? ¿Es a ti a quien van a hacer preguntas?
No. Algún mierda va a apuntar encantado con una cámara a la comisaria justo después de pasar una hora dándole al alcalde puñados de billetes de mil dólares… —o lo que hostias tenga que hacer la comisaria para conservar su puesto semana a semana—, va a apuntar con una cámara y decir: Oiga, he oído que su departamento se desentiende del caso de un asesino en serie que robó el arma a otro asesino en serie de su depósito de material y la usó para matar a un policía, que era sólo uno entre los doscientos homicidios o así que se las arregló para no darse cuenta de que estaban relacionados. ¿Algún comentario?
—Wanda —dijo Turkel, cansinamente—, ¿no deberías estar medicada en días como éste?
—Que te den por culo. Tu orden ha sido anulada.
—No puedes hacer eso.
—Puedo y lo he hecho. Sé que quieres mi puesto, Al. Sé que también quieres el puesto de jefe superior. Y eres muy bueno.
Cometes pocos errores, y has ido ascendiendo de cargo con bastante rapidez. Pero te diré una cosa, y gratis: estás pensando como un gerente. Crees que a tu nivel todavía es todo cuestión de liquidaciones y de ocultar las estadísticas que no puedes aclarar. Eso está bien para el CompStat y las revisiones de ascensos. Pero cuando se llega a mi nivel, Al Turkel, es necesario tener una perspectiva más amplia. Tienes que cargar con el mochuelo, o si no te crucificarán los medios y los políticos. Y en este caso, todos los policías del departamento, que preguntarán qué pasa si a ellos en un mal momento les pegan un tiro con una pistola que no quieres reconocer que anda por ahí suelta.
Escupió en el suelo al lado de Turkel. Tallow empezó a entender por qué la comisaria jefe siempre se desplazaba con guardias de seguridad.
—Que te jodan —le dijo a Turkel—. Sé un policía, coño.
Se dio la vuelta sobre los talones y salió por donde había llegado, pasando junto a Tallow. Al mirarle cuando se acercaba a él, dijo:
—¿Tú eres John Tallow?
—Sí, señora.
—Pues eres un gilipollas —dijo ella cuando daba una patada al ascensor.
—Sí, señora.
Tallow mantuvo los ojos clavados en Turkel y oyó que la comisaria jefe se marchaba. Contó otro minuto mientras Turkel se arreglaba la ropa y se levantaba, y entonces Tallow se dirigió al ascensor.
Turkel no dijo nada, como esperaba Tallow. Al cabo de un par de minutos más, volvió el ascensor, y las puertas se abrieron haciendo ruido.
Tallow entró. Turkel, sin mirarle, habló entonces lenta y pausadamente, como con cristales rotos en su voz:
—Yo podía haber impedido esto. Recuérdalo cuando vuelvas a casa esta noche. Podría haber impedido lo que pasará después. Pero ahora no quiero.
Las puertas se cerraron con un estremecimiento. La electrónica del ascensor vaciló durante un momento antes de ponerse en marcha. Durante unos segundos, allí todo quedó a oscuras.
Tallow pasó quince minutos intentando atemorizar a un ordenanza para que limpiase la reproducción, y cuando éste lo hizo, terminó teniendo que untarle con diez dólares.
—No creo que tenga que untarte para que hagas tu trabajo —dijo Tallow.
—Y sin embargo, aquí está, pagándome por hacer el trabajo por el que ya me han pagado —dijo el ordenanza, arrebatando el billete de los dedos de Tallow—. El mundo del comercio es una cosa misteriosa y aterradora, y no nos toca ni a usted ni a mí ocuparnos de él.
—Podría haberme limitado a decirte que lo hicieras, joder —comentó Tallow.
—A lo mejor podría. —El ordenanza sonrió, guardándose los diez dólares en el bolsillo—. Estoy seguro de que había algún modo de que usted hubiera podido dar la orden que me habría obligado a hacerlo sin dejarle con diez pavos menos.
Pero nunca se sabe, ¿verdad?
A Tallow se le pusieron vidriosos los ojos cuando pensó en las palabras de Turkel.
—Ese hijoputa —dijo, y se marchó.
Su teléfono sonó cuando había vuelto al departamento de la científica. Era la teniente.
—Sólo se aplaza —dijo él.
—¿El qué?
—La orden del subdirector quedó anulada. Pero lo único que significa eso es que mañana va a dar otra orden, una redactada de modo diferente, probablemente a través de otro canal, y eso será todo. Es probable que ahora mismo esté ocupándose de cómo hacerlo.
—Tallow, ¿qué coño está pasando ahí?
—Juro por Dios que sólo vi a la comisaria jefe aplastar al subdirector Turkel delante de mí.
La teniente soltó una explosiva risa de sorpresa.
—Oh, Dios santo. ¿Llevaba puestos esos zapatos planos para hacer senderismo?
—Los llevaba. Andaba como si estuviera aplastando hormigas.
—Me encanta —dijo la teniente—. La verdad es que espero que llegue a jefa de todo algún día.
—Turkel conoce a Machen —dijo Tallow—. A Machen, cuya empresa está comprando el edificio de la calle Pearl.
Machen, que es tan buen amigo de Jason Westover que presentó a éste a la que sería su mujer. Machen, que trató de contratar a un mago coreano de las matemáticas de otra empresa y fracasó, y poco después al mago de las matemáticas coreano lo encontraron muerto, liquidado con una pistola coreana.
—Por el amor de Dios, John —dijo la teniente—, proporcióname alguna prueba, joder, no quiero más conjeturas.
—¿Crees que estoy equivocado?
Oyó que la teniente respiraba profundamente.
—No del todo, no. Pero esto se está haciendo muy grande y muy caótico, y va muy rápido, y tú no lo mejoras viendo relaciones en todas partes. Tráeme algo que se pueda ver a simple vista. Porque si aciertas en una cosa, John, entonces es probable que el subdirector encuentre otro modo de enterrar el caso. Y pasará si tú le dejas. No tienes nada concreto, y él dará carpetazo a cualquier cosa que le parezca susceptible de ser aclarada…
—Ah, coño —dijo Tallow—. Y la comisaria se lo puso en bandeja. Le dio cuatro gritos sobre la Bulldog 44.
—Dame algo. Pronto. Porque el capitán ha empezado a meter las cosas de su mesa de despacho en una caja, John. Está acabado, y sólo espera que le digan que está acabado. Se interpuso en el camino de una bala dirigida a nosotros. No les dejes que disparen otra. Porque yo no la voy a recibir por ti.
—Entendido. Pero te das cuenta de lo grande que se está haciendo esto, ¿verdad, teniente? Ves que todo está relacionado.
—No me hables así, John. O mi conclusión definitiva será que estás loco y deberías haber estado de baja.
—Muy bien. Muy bien. Hablaré mañana contigo —dijo Tallow, terminando la llamada y sabiendo que podría haber dicho una mentira. Sabía perfectamente que cualquier cosa que le pasase tendría que producirse aquella noche. Considerando eso, con su teléfono en la mano, Tallow se pasó revista. Era una especie de miedo tranquilo el que sentía un vacío en el pecho y una velocidad parpadeante en sus pensamientos. Aquello todavía tenía sentido para él, pensó, y la mano no le temblaba. Un tipo de miedo útil, por tanto.
Tallow quedó paralizado durante un momento por un recuerdo despertado por los sentidos: él tenía unos cinco o seis años, volvía a casa del colegio. Su madre le estaba esperando al otro lado de la calle. Lo podía ver. Una intersección en forma de T, donde él tenía que cruzar la calzada, que era la raya vertical de la T. Primavera. Las tardes se alargaban, y también los augurios de estar levantado hasta más tarde y hacer más cosas y emplear las horas de cálida luz dorada en divertirse y pasarlo bien; o incluso sólo los de aumentar las ocasiones de estar con sus padres. Los augurios nunca parecían llegar a hacerse realidad, pero en primavera bastaban sin más para ponerle contento. Su madre estaba atenta a la circulación. Alzó los brazos en dirección a él. Era seguro que cruzase. Aquella mañana ella le había dicho que iba a ir a la compra, y que aquella noche tendría helado a la hora de cenar. Corrió hacia ella. Cuando quedaba una tarde buena por delante, con luz todavía en el cielo, era si como uno robara un tiempo extra al mundo.
Tropezó. Tallow lo recordaba perfectamente. Tropezó en mitad de la calzada y cayó sobre el pecho. Si su cabeza no hubiera ido por delante debido a la emoción de correr hacia mamá y de que empezaba la tarde, es probable que se hubiera abierto la barbilla o quedado sin dientes. Pero cayó sobre el pecho, con las palmas de las manos chocando contra el alquitrán, y se golpeó las dos rodillas. Miró a su madre. Su madre estaba mirando una furgoneta Volkswagen que doblaba la calzada.
Era azul y blanca. Podría reconocer el tono exacto de azul en una carta de colores si le enseñaran una en este mismo momento.
Podría ver las manchas de óxido del escudo de Volkswagen de la parte delantera de la furgoneta. Lo conducía una mujer corpulenta; tenía un pelo grisáceo con un corte de pelo cuadrado, y llevaba puesto un grueso jersey verde.
El miedo estaba allí, dentro de su pecho, aquel horror hueco de una sensación. Sus pulmones habían desaparecido, se desvanecieron. El cuerpo le decía que no tenía sentido respirar porque no tenía pulmones. Sus pensamientos eran una procesión temblorosa, un praxinoscopio de imágenes y cálculos y saberes sencillos.
La furgoneta frenó. La madre de Tallow ahogó un grito y corrió a la calzada para levantar a Tallow. Tallow se podía mover perfectamente, pero su madre le cogió en brazos y lo llevó a la acera, haciendo gestos y dándole las gracias a gritos a la sonriente mujer detrás del volante. Tallow miró a la conductora, y ésta parecía más agradecida que su madre. Tallow recordó que acariciaba su volante, respirando temblorosa. El alivio de una mujer que, después de todo, no había atropellado a un niño que volvía a casa. Tallow había pensado en ello, por la noche en la cama, toda la semana. La mujer daba las gracias a su furgoneta por ser lo bastante buena como para haberse detenido cuando ella se lo dijo.
Tallow pensaba en ello, él con cinco o seis años, mirando el techo donde su padre había pegado unas estrellas de plástico hechas con un material que brillaba en la oscuridad formando unas desordenadas galaxias. Y también pensó en que se había dado cuenta de que, a pesar del miedo o debido a él, había conseguido escapar de la trayectoria de la furgoneta. Se dormía sonriendo con la absoluta certeza de que él habría sido capaz de levantarse y evitar la furgoneta.
Llevaba sin estar asustado de verdad mucho tiempo, John Tallow llevaba tiempo así. Ahora lo estaba, con tanta claridad y frialdad como lo había estado aquel día de su infancia.
Tallow encontró la guarida de Scarly y Bat. Bat estaba dentro, tecleando en su ordenador personal.
—¿Dónde está Scarly?
—Ocupándose del papel de fumar —dijo Bat, sólo parcialmente interesado—. No le gusta que la ayude con eso. La operación en su conjunto me produce tos, y una vez… bueno, estábamos tomando unas pizzas de mierda y se me metió algo entre los dientes. Y estábamos haciendo humo en busca de huellas, y yo tosí, y ella me gritó, y yo tosí, y aquel trozo de anchoa me salió volando de la boca y de algún modo entró directamente en la suya.
—¿Por eso no te deja ayudar?
—No mucho. Estoy tratando de obtener algo del ADN del trozo cortado.
—¿El método rápido?
—No tan rápido —dijo Bat—. Pero me las puedo arreglar con el ordenador desde aquí. Con la mejor voluntad del mundo y toda la suerte que sea posible, llevamos buscando al menos una hora. Y no tengo suerte y trabajo en el Departamento de Policía de Nueva York, ¿entiendes?
—Sí —dijo Tallow—. Pero escucha. ¿Podría tenerte a mi disposición durante una hora?
—¿Qué necesitas?
—A ti. Y algunas cosas tuyas.
—Te expresas como un hombre que tiene una estrategia, John.
—Hemos abandonado las estrategias y estamos en un territorio que requiere que hagamos el último esfuerzo. O puede que caídos en una carretera mientras una furgoneta avanza hacia donde estamos.
—Bien, vale. ¿Dejas que hable antes con Scarly?
—¿De qué? —preguntó Scarly, apareciendo detrás de Tallow. Tenía los ojos brillantes y su respiración era rápida y superficial.
—¿Qué has conseguido? —le dijo Bat, y luego a Tallow—: Conozco esa mirada. Ha conseguido algo. Lo sé.
—Acertaste, coño —dijo Scarly—. Tengo una huella.
—Hay que joderse —dijo Bat.
—No es una huella muy buena —dijo Scarly, rápidamente—, pero es una huella. Y creo que es lo bastante buena como para que si nuestro hombre ha sido un cliente habitual de la policía de Nueva York, podamos encontrar a quien corresponde.
Tenemos una jodida huella, John. ¿Cómo coño llegaste a pensar en esto?
—En lo que yo estoy pensando ahora mismo es en conseguir un perito en huellas dactilares que confirme si tenemos datos de a quién corresponde —dijo Bat.
—No me jodas el plan, Bat. He conseguido obtener una huella en una colilla envuelta en una bolsa de patatas fritas.
Deberías prestarme obediencia ciega ahora mismo y buscarme unas putas.
—Todavía no necesitamos a un especialista que lo confirme —dijo Tallow—. Tenemos a quién corresponde la huella.
Conoceremos al hombre en cuanto lo veamos. Estoy condenadamente seguro de eso. Quiero que me prestes a Bat una hora.
Estaremos de vuelta enseguida. Nos vamos a quedar sin el caso mañana, Scarly, así que sólo tenemos esta noche para elaborar algo que parezca una teoría respaldada por hechos. ¿Estás dispuesta a eso?
—John, tengo una mujer. No puedo pasar fuera toda la noche.
—Oye, Scarly. ¿Qué pasó hace cinco segundos cuando conseguiste la jodida huella? —preguntó Bat.
Scarly miró encogida y resplandeciente a John desde debajo de unas cejas bajadas cómicamente.
—De acuerdo. Lo reconozco. Estamos demasiado metidos en esto para detenernos ahora. Pero vamos a necesitar comer algo, y yo tengo que estar segura de que mi mujer no me vaya a tirar de cabeza por el retrete. Déjame que haga una llamada.
—Haz tu llamada —dijo Tallow—. ¿Están procesando la huella ahora?
—Sí.
—Vale, muy bien. Bat, me hace falta que traigas algunas de tus porquerías.
En el coche, Bat dijo:
—Estás completamente chiflado si crees que se va a conseguir algo.
—Estoy empezando a cansarme de que me digan que estoy loco.
—Bien, pues acostúmbrate. Verás, no quiero andar metiendo la nariz todo el rato en tus asuntos, pero ¿ya eras así antes de que muriera tu compañero?
—Yo creía que la autista sin aptitudes sociales era Scarly.
—No, no, no soy desconocedor de lo que estoy preguntando. Comprendo que todavía debe doler, ¿sabes? Pero es una pregunta razonable. ¿Tienes la sensación de que te comportas de modo distinto a como lo harías si estuvieras trabajando con tu compañero? Sólo que puede que haya una posibilidad de que… no quiero decir que estés traumatizado o necesites ayuda, joder, pero…
Tallow suspiró.
—¿Estás preguntando si el hecho de que viera cómo mataron a Jim me ha vuelto chiflado?
—Fundamentalmente —dijo Bat—. Sólo que planteado de un modo más amable.
Un policía de uniforme se puso en el centro de la calle, indicando que se detuviera la circulación. Detrás de él, una ambulancia estaba aparcada en la acera. Había un hombre ardiendo en la esquina de la calle. De rodillas, envuelto en llamas, ya muerto, se derrumbó por completo sobre sí mismo.
Un bombín con salpicaduras de guano y plumas de pavo en la cinta volaba por la calle detrás del agente de uniforme.
Tallow oyó una voz en su memoria reciente que decía: Yo sólo le pedí fuego.
—Estás preguntando si estoy un poco para allá —murmuró Tallow como para sí mismo.
—Sí, eso pregunto —dijo Bat—. Este plan es el plan de un loco.
—Y sin embargo aquí estás tú.
—Sí, aquí estoy. No digo que no me gusten los planes de un loco. Lo que digo es que esto no llevará a nada.
—Mira —dijo Tallow—, ¿puedes hacer lo que te pido o no?
—Sí. En realidad, será divertido. Sólo creo… bueno, coño. Un nativo americano de mierda, sin pruebas relacionadas, su historia-fu es más fuerte que la tuya, no tiene solución, etcétera, y de ahí para delante, joder. Te lo dijimos media docena de veces.
—Historia-fu —dijo Tallow, muy despacio.
—Ya sabes a lo que me refiero. Aunque pregunto por qué historia-fu te paró en seco y al nativo americano de mierda sólo se lo llevó el viento.
Tallow respiró a fondo.
—Muy bien —dijo, con la temblorosa expulsión del aire—, ése es el trato. Mi apartamento tiene tres salidas. Por delante, por detrás y por la escalera de incendios…
El trámite llevó menos de una hora, al final. Bat se entregó lleno de ánimo a llevarlo a cabo y terminó el trabajo con una mueca de hiperconcentración que hizo que Tallow se preguntase si a fin de cuentas Scarly no era la autista del equipo. Bat todavía vibraba de alegría en el trayecto en coche de vuelta a Jefatura.
—Así que has disfrutado con el plan de un loco —comentó Tallow.
—¡Ja! Por eso me dedico a este tipo de trabajo, tío. Es donde está la mierda adecuada.
—Te hiciste policía porque… ¿te gusta el edificio?
Bat se volvió a reír, retorciéndose en el asiento del acompañante.
—No. ¿Quieres saber por qué me hice policía?
—Claro.
—Por las series de policías.
—Te burlas de mí —dijo Tallow. Ya había oído esa explicación antes y nunca se la tragó. Si eres tan idiota como para creer que las series de policías eran como el trabajo de un policía, razonó Tallow, entonces nunca entras en el cuerpo porque se te exige que des muestras de la inteligencia suficiente para vestirte.
—Para nada. El tao de las series de policías, tío. Todas esas series de policías con las que me crié, en especial las del 2000 hasta el 2009, dicen lo mismo. Si eres bastante listo, y tu Ciencia, con C mayúscula, no está mal, y si te niegas a rendirte y sigues aplicando la Ciencia al problema, éste romperá aguas y lo podrás resolver. Y el problema siempre es el mismo: el mundo ha dejado de tener sentido, y los policías tienen que usar la Ciencia para obligarlo a que lo tenga. Ésa es la clave de todas las series de policías. Sigue con atención una serie de policías durante una hora y ésta te presentará un desarreglo ético, y el proceso por el que se produjo ese desarreglo, y cómo se recompone y se impide que vuelva a repetirse. Por eso les gustan a todos. Nos cuentan cosas que hacen sentir que todo está jodido, y luego te enseñan lo que hay que hacer para descubrir lo que pasó de verdad… simplificar el mundo… y entonces bregas con ello. Porque todo el mundo sabe que… oye, ¿tú nunca engañaste a una novia?
—Una vez —dijo Tallow, por seguirle el rollo, aunque nunca lo había hecho. En especial porque nunca se presentó la oportunidad.
—Entonces lo sabes. Uno rompe esa parte de lo que es ético, la regla básica que dice: no hagas eso, y sólo resulta difícil una vez. Cuando el sol no desaparece porque te has portado tan mal… bueno, la siguiente vez es más fácil. Y la siguiente vez.
Así que todo el que ve una serie policiaca sabe que el malo no va a hacer esa cosa mala sólo una vez. Tiene que ser eliminado de las calles. Eso es lo que yo quería ser. Me fascinaba la idea de ser el que elimina a ese tipo de las calles sin utilizar más que el cerebro y las manos. Te contaré un secreto. —Bat sonrió—. No digo nunca a la gente que soy policía. Le digo que estoy en el servicio de investigación criminal.
—Es lo mismo.
—¿Sabes una cosa? No te lo tomes a mal, pero no quiero que sean lo mismo. Yo estoy en la científica. Resuelvo cosas.
Persigo y reconstruyo y resuelvo cosas con la ciencia. ¿Sabes lo que hace un policía de Nueva York? Pega a los que protestan.
Viola mujeres.
—Oye.
—Eso no me lo puedes discutir, John. ¿Te acuerdas de aquel inspector que violó a aquella mujer en el portal del edificio de apartamentos donde ésta vivía en el Bronx? ¿Te acuerdas de lo que dijo ella que le dijo él? «No soy tan malo como esos otros policías que violaron a esa otra chica». ¿Te acuerdas de cómo acabó Ocupa Wall Street? ¿No acorralaron a mujeres y luego las fumigaron con pimienta? ¿No pegaron con porras a periodistas? ¿No le abrieron la cabeza a un concejal? ¿No levantaron a la fuerza a mujeres en sillas de ruedas? Eso es lo que es un policía de Nueva York. No somos unos héroes, joder.
De modo que no, no le digo a la gente que soy policía. No me gusta andar por las calles. Me gusta estar en mi piso de Jefatura, donde recurrimos a la ciencia y resolvemos cosas sin tener que salir por ahí a partirle la cara a alguien por estar en un sitio que no debe y decir las mierdas que nos merecemos de sobra…
—¿No quieres tomar un respiro, Bat?
Bat ni siquiera se molestó en fingir que sonreía por compromiso.
—¿Sabes por qué a los de la científica les joden tanto los policías y los inspectores que pegan? Porque nos recordáis en lo que estamos trabajando.
—Sí —dijo Tallow—. Persiguiendo al nativo americano ninja.
Ante eso Bat soltó una risita nasal, mirando por la ventanilla.
—Oye —dijo—. ¿Dónde estamos?
—Dando un pequeño rodeo. Quiero ver algo.
Bat miró a su alrededor como si tratara de seguir la trayectoria al azar de una mosca.
—¿Es eso de ahí el parque Collect Pond? Yo creía que tenía un estanque de verdad.
—Lleva años en obras —dijo Tallow—. Había un estanque pequeño añadido hace poco, y luego lo vaciaron y ahora están volviendo a excavarlo o algo así.
El parque Collect Pond era una deprimente plaza adoquinada, tan gris que las vallas pintadas de amarillo amontonadas durante una u otra fase de la construcción le daban un toque alegre.
—Eso —dijo Tallow— es Werpoes. Un arroyo corría desde la calle Spring, por el canal que excavaron y que dio nombre a la calle Canal, hasta un estanque que al final se llamó Collect Pond. Hacia 1800 o así, el estanque sólo era un depósito de venenos, así que excavaron en el canal para drenarlo. Luego lo rellenaron, y luego hicieron la calle Canal encima del canal. Y todo eso era Werpoes, el poblado principal de los nativos americanos de la parte baja de Manhattan, en las orillas del estanque. Lo que queda es, bueno, pues eso. El agujero del estanque, los restos de las casas abovedadas de Werpoes, y cualquier otra señal de que aquí hubo alguien antes que nosotros quedó bajo tierra. Debajo de ese trozo de parque, y por ahí.
Tallow señaló en otra dirección, y Bat siguió su dedo.
—Las Tumbas —dijo.
—Sí. The Tombs, las Tumbas, el centro de detención de Manhattan se construyó encima de Werpoes y el Collect Pond.
Igual que el juzgado de lo criminal. El centro de detención original de las Tumbas en realidad lo pudrió lo que quedaba del estanque… El drenaje se hizo tan mal que hasta cuando volvieron a llenar el agujero todo el terreno se convirtió en una ciénaga, y la humedad se filtraba a las Tumbas. Por eso me estoy preguntando…
—¿Es que tu cerebro está sintonizando un programa de la radio pública sobre historia sin interés en dosis masivas?
—Me estoy preguntando por qué me advirtió la mujer de Jason Westover de que no me acercara a Werpoes. Bat, también voy a recordar eso la siguiente vez que me digas que mi historia-fu es mucho más débil, porque leí acerca de este asunto por ese motivo. Lo que más claramente sugiere es que nuestro hombre frecuenta Werpoes. Pero mira alrededor. Las Tumbas, el juzgado, un parque en el que no se podría esconder un chihuahua, edificios de oficinas… ¿por qué va a vivir por aquí un tipo que guardaba sus posesiones más preciadas en una ruinosa casa de la calle Pearl sin ascensor?
—Y a muchos policías también —comentó Bat.
—Incluidos nosotros —dijo Tallow, avanzando con el coche.
Scarly estaba en la guarida-despacho que compartía con Bat, iluminada por la pantalla de su ordenador.
—Lo localicé —dijo, sin alzar la vista. Su cara estaba extrañamente inexpresiva, de un modo que hizo que a Tallow le revolviera el estómago algún extraño presagio involuntario de miedo.
Bat saltó por la habitación, agitando los brazos y asintiendo con la cabeza.
—Lo localizaste. ¿Localizaste a quién? ¿Quién está localizado?
—Nuestro hombre —dijo ella, impasible.
—No lo creo —dijo Bat.
—Nuestro hombre se convirtió en cliente de la policía de Nueva York cuando empezó a llevarse un registro de ADN. Su hoja está en la base de datos. He establecido una relación. Lo localicé.
Bat miró la pantalla por encima del hombro de Scarly y dijo algo como:
—Jodeeeer.
—John —dijo Scarly—, ¿quieres mirar esto? —Habló en tono de amenaza.
Tallow no quería.
Tallow quería mandar al carajo aquello, decirles que siguieran ellos, volver en coche al Primero, tomar un café y dejar que el mundo siguiera su curso. Ni siquiera ver cómo el mundo seguía su curso. Recordó los días en que el mundo sólo era un telón de fondo que se movía detrás de un escenario que únicamente ocupaba él, fuera cómodo o no el sillón que hubiera encontrado, y cualquier canción o estrofa que le divertían le daban vueltas en la cabeza el tiempo que duraba el turno. Aquello parecía remontarse a veinte años atrás. Sabía que sólo era la última semana, pero era incapaz de ordenar la última semana con claridad. Parecía una imagen de un verano de su infancia… o puede que, más exactamente, una foto de la semana pasada emborronada y hecha con filtro y velada por un instrumento digital que imprimía la pátina de los recuerdos descoloridos por encima de ella.
Tallow se acercó y miró la pantalla.
Allí estaba el hombre con el que se encontró en el exterior del edificio de apartamentos de la calle Pearl.
Veinte años más joven, por lo menos. No tan apacible. Delgado, pero no tan duro. Con sangre en la cara. Y no sangre suya.
Había un nombre en la pantalla. El nombre no parecía importar.
Tallow se dio cuenta de que oía sus propios latidos. Cuando tragó saliva y cerró los ojos, la voz de Scarly se impuso al retumbar de sus oídos. —… ex soldado. El médico que lo reconoció puso una nota en la hoja diciendo que probablemente era esquizofrénico.
También hay una anotación escrita a mano en el papel, cuando se lo escanea. ¿LCC?
Tallow se limitó a sonreír.
—Tú no has pasado mucho tiempo en urgencias de un hospital.
—¿Qué significa?
—Es jerga médica de urgencias. LCC significa «loco como una cabra».
—Estupendo.
Tallow se inclinó. A su hombre lo habían detenido acusado de agresión, pero la víctima por alguna razón se había volatilizado. De modo que lo único que tenían era a un veterano de guerra lunático con sangre de otro encima encerrado en un calabozo atestado. Dada la situación general de hacinamiento y la sensación general de que había cosas más importantes en el mundo de que ocuparse, una nota añadida señalaba que los agentes que lo arrestaron se equivocaban y que era muy probable que lo que llevara encima aquel LCC fuera su propia sangre, y como no había víctima ni delito visible, al individuo en cuestión se le echaba a la calle una vez fichado.
—Las notas sólo dicen antiguo soldado —dijo Scarly—. Ni idea de si era un veterano o lo licenciaron antes de tiempo o qué. Un trabajo chapucero. Apostaría lo que fuera a que quien lo hizo sólo era una persona que decidió liquidar el asunto del modo adecuado, porque ha escrito frecuente cliente encima de él. Es probable que el mismo miembro de la científica que se había desentendido de lo de la sangre. La verdad, me gustaría ver su hoja de servicio.
—¿Puedes hacerlo desde aquí? —preguntó Tallow.
—Probablemente —respondió Scarly—. Pero no ahora mismo. Ya tenemos bastante en lo que pensar, y conseguir esa información llevaría horas, y tenemos sitios a los que ir. —Se sacudió como si tratara de despertar de un sueño gélido o intentara quitarse una lluvia fría de la piel—. Vamos. Moveos.
—¿Movernos adónde? —dijo Bat.
—Al coche, Bat, John puede seguirnos en el suyo. Vamos a mi casa, donde mi mujer nos dará de comer.
Tallow sintió una repulsión inmediata ante la idea.
—No quiero obligarte.
—John. Se trata de una orden directa. Vas a venir a nuestro apartamento y cenar con nosotros.
—Puedo conseguir algo…
—John —dijo Scarly—. He recibido órdenes. Si llego sin ti, me castigarán. No querrás que me castiguen, ¿verdad?
Tallow estaba a punto de contestar cuando vio a Bat, de pie detrás de Scarly, negando con la cabeza con breves movimientos rápidos que podrían transcribirse como no, John, no menciones eso que te conté en el bar y que está incitando tu deseo de decir: pero si te gusta que te castiguen, Scarly, no hacer eso tendrá terribles consecuencias.
—No creo que sea una buena idea —dijo Tallow, con la espalda apoyada en la puerta.
—John. Hemos estado trabajando hasta tarde, y todavía tenemos mucho de qué hablar. Así que Talia se ofreció a prepararnos una cena. No es como si estuviéramos intentando que formaras parte de una secta.
—Y —dijo Bat— también tenemos cosas que hacer esta noche. ¿Verdad, John?
Scarly miró a Bat como si fuera un asesino.
—¿Cosas? ¿Todavía tenemos cosas que hacer?
—John tiene un plan —dijo Bat, con engreimiento por saber algo que no sabía Scarly.
Scarly dio unos pasos hacia John. Y clavó un dedo sorprendentemente duro en el pecho de Tallow.
—Ya está decidido. Bat viene conmigo. Tú nos sigues. Talia nos da de comer. Y tú me cuentas qué me estás ocultando.
—Yo no estoy ocultando nada.
—No es admisible que Bat sepa algo que yo no sepa primero. O por lo menos que yo pudiera asegurar de modo convincente que lo supe y luego lo olvidé, porque soy mucho más importante que él. —Scarly volvía a ser ella misma.
Además, estoy casi segura de que me robaste mi Twine, y hay un recipiente… no importa. Lo explicarás después. Ahora nos vamos.
—Pero…
—No hay pero que valga. Sólo hay que nos vamos.
Tallow quería esconderse en algún sitio y dejarse morir. La idea de aquella cena era completamente antitética con su vida tal y como él había decidido que fuera. La idea se arrastró como una araña y produjo una sensación de repulsión inmediata.
No quería formar parte de…
Tallow retuvo la idea dentro de la cabeza e hizo una pausa antes de terminar. La idea era: Yo no quiero formar parte de la vida de la gente.
Tuvo que darle vueltas a esa frase mentalmente para contemplarla desde todos los ángulos y analizar qué podría sugerirle cuando se había hecho tan precisa.
Tú estás completamente grillado, decía Bat en la memoria de Tallow. Tallow sabía que no lo estaba. Podía examinar la frase desapasionadamente y saber que él no estaba loco y que estaba bien mantenerse al margen de la vida de la gente. No necesitaba ver lo que le pasaba y la gente no necesitaba tenerle a él cerca. Pensó que nunca iba a conseguir que nadie más entendiera eso. Les dio vuelta a los argumentos de la gente y los echó abajo todos con una eficacia total.
Le llevó un largo segundo más que se le ocurriera que eso era lo que en realidad probablemente haría un loco.
—Muy bien —dijo Tallow—. Me gustará conocer a tu mujer. ¿Adónde nos dirigimos?
Tallow se felicitó, muy en silencio, por haber dejado abiertas todas las posibilidades. A lo mejor podía limitarse a decir hola y luego irse. Se dijo que no estaba obligado a meterse en la vida de otros.
Lo peor del tráfico sobre el puente de Brooklyn había terminado, y, en convoy, salieron más o menos directamente de la isla.
Tan preocupado estaba Tallow por la inminente amenaza de conocer a otras personas y por la desagradable idea de que quizá estuviera en realidad completamente loco, que le llevó al menos cinco minutos que se filtrase a su percepción que había encendido la radio como un acto reflejo.
Múltiples agresiones en el Bronx después de que al director de un colegio católico, expulsado después de que lo encontrasen con un terabyte externo cargado de pornografía infantil, lo dejaran libre sin cargos.
Un oficinista muerto a golpes en un sex shop del parque Sunset; embadurnaron con cruces hechas con la sangre del muerto el mostrador y los escaparates; al parecer habían robado pornografía alemana bastante brutal por valor de cuatrocientos dólares. El arma asesina se suponía que era un consolador de goma de siete kilos.
En Williamsburg, un chico de diecisiete años encontrado desnudo en la calle y sangrando por más de trescientos cortes.
Queens: casero asesinado por un inquilino de edad con un machete que luego intentó matarse a sí mismo para disimular.
Todavía estaba consciente cuando llegaron los de urgencias, a pesar de haberse convertido en lo que un ingenioso llamó «un dispensador Pez humano».
Cinco miembros de una banda, todos de menos de dieciocho años, encontrados unos encima de otros en una esquina de la calle Walkins, en Brownsville, a plena luz, todos muertos, todos castrados. Nadie vio nada.
También en Brownsville, una chica de dieciséis años degolló a una de trece, que murió a los pocos minutos. Hubo que impedir que la chica de dieciséis años se matara a sí misma, pues aseguraba que lo que intentaba era dejar marcada a la fallecida de tal modo que el chulo de ambas ya no la pudiera usar para los servicios importantes (de más de veinte dólares).
Un hombre fue encontrado masturbándose en el parque Prospect con el cañón de una pistola de nueve milímetros. Cuando lo descubrieron, disparó a un guarda del parque, a uno que pasaba corriendo y a una niñera, antes de pegarse un tiro en la boca abierta que le alcanzó el cerebro.
Unas cuantas risas se impusieron a las emisoras mal sintonizadas: el edificio de la Hell’s Kitchen utilizado por un traficante de armas de poca monta al que llamaban Kutkha pero era más conocido como Antonin Anosov estaba en llamas en aquel momento. Muchos de los inspectores de la ciudad llegaron a conocer a Anosov con los años, y por lo general sentían un afectuoso desprecio por él. Era uno de los pocos excéntricos de verdad que habían surgido en tiempos recientes dentro de la esfera del delito de la ciudad, y aunque a ninguno se le cogería diciendo que en realidad le caía bien, no cabía duda de que la mayor parte de los que trataron con él le apreciaban. En consecuencia, había un pequeño revuelo de bromas sobre cómo se había incendiado el sitio donde hacía negocios.
Unos minutos después llegaron informaciones de que se habían encontrado cuerpos. Muchos cuerpos. Las bromas adquirieron un tono amargo y fueron desvaneciéndose en las ondas de radio hasta desaparecer. Señales de humo.