Veintitrés
Tallow condujo por el Primer Distrito durante un rato, hasta que estuvo seguro de que su cerebro hacía tictac con tranquilidad. Era pasado el mediodía. Sabía que debería comer. También se le ocurrió que debería seguir domando a sus fieras de la científica.
La gente que no conocía bien a John Tallow muchas veces se sorprendía cuando él manifestaba cierto poder adquisitivo, e incluso se sorprendía más cuando se enteraba de que vivía en la isla. A veces la gente suponía que sacaba tajada de un modo misterioso que no requería su energía ni interés. El hecho simple era que Tallow no gastaba mucho dinero, nunca. Hasta lavaba su ropa en el fregadero de la cocina con jabón en polvo barato. No salía mucho. No comía mucho. Conseguía cosas de leer y música muy baratas o gratis a través de internet.
Muy de tarde en tarde John Tallow, abandonando la cronología de su vida actual, imaginaba a su yo de joven, descalzo en arena de playa adolescente, mirando hacia delante al hoy y viendo su vida futura hundirse en sí misma como una estrella moribunda. Su vida futura se hacía pequeña y oscura y densa, su gravedad aparentemente sombría e ineludible.
Muy de tarde en tarde John Tallow gastaba algo de dinero en una botella de vodka y se la bebía en casa en sólo una hora.
Se detuvo en un puesto de sándwiches que conocía justo antes de que empezaran las prisas de los almuerzos, aparcando su coche algo detrás de un monovolumen flamante que, con su considerable altura y sus dorados, cromados y enormes neumáticos podría haber sido una versión superevolucionada de un vehículo lunar. El local mismo era poco más que un agujero en la pared con un contrato de alquiler de seis meses, y el surtido era «minimalista», pero la comida era fantástica, cuidada y notable. Tallow sacó su teléfono y llamó a Scarly.
—No soporto eso —respondió Scarly—. Es como un monitor de tobillo por el que tienes que pagar, joder. A no ser que sea tu mano. Cállate. ¿Qué quieres?
Tallow notó que le empezaba a doler un poco la cabeza detrás de su ojo derecho, que tenía un tic.
—Quería saber si queréis que os lleve algo de comer cuando vuelva.
—Oye, Bat. ¿Quieres algo de comer? —gritó Scarly, sin apartarse el teléfono de la boca.
Mientras Tallow movía la cabeza de un lado a otro, oyó que Bat se quejaba al fondo.
—La bolsa duele. La comida es un truco de los mamíferos. La bolsa es la muerte, Scarly. La comida es la muerte.
—Él no quiere comer —dijo Scarly—. Pero de todos modos tráele algo. O se lo come y lo mata o no querrá tocarlo y me lo comeré yo. ¿Dónde estás?
—En un sitio de la Primera que conozco. ¿Qué tal un filete frío en lonchas dentro de pan reciente con salsa de cebolla roja que hacen con cerveza?
—Coño, sí. Suena a comida rica de verdad, joder.
—Dame veinte minutos.
—Gracias, John.
—BOLSA DE LA MUERTE —gritó Bat a lo lejos.
John se apeó del coche, y casi tropezó con un hombre alto, fibroso, con una chaqueta de ante marrón y un sombrero hongo con manchas de guano y tres largas plumas de pavo pegadas a una banda improvisada hecha con cinta adhesiva.
—Hay que joderse con el mierda —gruñó el hombre. Tenía unos dientes color barro.
Tallow le enseñó la placa impasible.
—Lo siento, la hostia —dijo el hombre; tocó con los dedos el ala de su sombrero y se alejó arrastrando los pies.
Tallow se dirigió al despacho de venta. Había leído en alguna parte que en Nueva York había no menos de cuatrocientas mil personas registradas con importantes desarreglos psicológicos, y Dios sabía cuánta de la gente de la calle de quien no se informaba a nadie y que escapaba de la destrozada red siniestramente llamada División de Higiene Mental y de los millares de organizaciones pagadas, se suponía, para retirar a los locos de las aceras e integrarlos. Se pagaba a muchas personas.
Cualquier idiota que anduviera por el Primer Distrito podía darse cuenta de las pocas que en realidad hacían su trabajo. Si estabas lo bastante loco para almacenar las armas que preparabas de modo ritual para matar gente, entonces en Nueva York te podías ocultar a plena vista. Tallow pensó que, por todos los datos que tenía, el hombre fibroso con el sombrero hongo manchado con cagadas de pájaros podía ser ese hombre.
En el estrecho local había una mujer con una especie de chaqueta negra muy arquitectónica, joyas color turquesa y unas poco corrientes botas con suela de cuña que hacían que pareciera que se estaba balanceando sobre gruesos trozos de oro. Los dos tipos que se ocupaban del negocio, siempre con el uniforme moderno de Williamsburg consistente en camisas de manga corta y barbas cuidadosamente recortadas que parecían sujetas con pegamento para postizos, no prestaban, como siempre, ninguna atención a nada que no fuese la comida y el dinero. Tallow imaginó que contaban su dinero todas las noches sintiéndose orgullosos de no haber cruzado la mirada con nada humano. Música sintética new age era difundida suavemente con fallos técnicos y ritmo entrecortado por un iPod que estaba encima del mostrador.
La mujer llevaba gafas de sol, y su pelo suelto le enmarcaba la cara, pero aún así Tallow pudo ver que estaba pálida. No pálida como la florista. Aquélla no era una mujer que se expusiera a la luz. Era una mujer que se desmoronaba un poco bajo su acción, cuya piel estaba seca y demacrada por su exposición al mundo. Una crema no disimulaba lo suficiente sus labios mordidos y con ampollas. Tallow decidió que le alegraba no verle los ojos.
Pagó en metálico con el dinero que sacó de un manejable cilindro de cuero colgado del brazo derecho, no mayor de lo necesario para una cartera, tarjetas de crédito, teléfono y llaves del coche. Cuando se dio la vuelta, Tallow vio el broche de su pecho, un disco de piel áspera de animal en una montura dorada con una imagen dorada de la cabeza de un alce en el centro, enmarcada por dos plumas doradas. Ella le vio mirar, y se pasó la mano por él con unos dedos nerviosos con uñas falsas que daban golpecitos al oro, y se marchó. Tallow se fijó en que el anillo de casada de su dedo parecía un poco grande.
—Tres sándwiches de carne, por favor.
—Marchando —dijo Barba Número Uno, haciendo un gesto con la cabeza a Barba Número Dos, sin mirar ni una vez a Tallow. Juntos, cortaron, prepararon y envolvieron los sándwiches en unos veinte segundos. Lo hacían muy deprisa. A juzgar por el cliente anterior, Tallow pensó que se había corrido la voz sobre el local. Imaginó a la pareja entrenándose de noche, oyendo Animal Collective sin parar mientras preparaban sándwiches calculando el tiempo con el mismo cronómetro que usaban para medir lo que les llevaba recortarse la barba.
Tallow pagó, se colocó los sándwiches bajo el brazo y oyó el alarido.
La mujer de la chaqueta negra estaba agachada en la acera delante del monovolumen y gritaba mientras el hombre del sombrero hongo estaba delante de ella agitando los brazos y chillando como un bebé.
Tallow se cambió los sándwiches al brazo izquierdo y gritó al hombre del sombrero para atraer su atención. El hombre se dio la vuelta y miró. Tallow abrió su chaqueta con intención de enseñarle la pistola al hombre. El hombre vio la pistola. Dejó de chillar.
—Yo sólo le pedí fuego. Ella se puso a gritar. Imaginé que gritar era lo que tocaba hacer hoy.
—Fuera de aquí. No voy a hacerle la oferta dos veces.
El hombre corrió calle abajo y se alejó, sujetando su sombrero con las dos manos.
Tallow suspiró, miró a su alrededor y dejó sus sándwiches en el capó del monovolumen. Un buen policía nunca enseña sus armas a menos que lo tenga que hacer, lo sabía, pero era algo rápido, fácil y funcionaba. Se sentiría jodido más tarde. La mujer ahora se balanceaba y sollozaba, jadeando, sin que le quedara aire en los pulmones para gritar.
La capacidad de comprensión de Tallow llegaba como mucho a hacerse cargo de una situación y poco más. Si hubiera sabido que Bobby Tagg estaba tan angustiado y en pleno derrumbe psicológico, él muy probablemente no habría sido capaz de transmitir consuelo y calma al hombre. Jim Rosato era un policía obtuso, pero a la gente le gustaba más. Por eso, pensó Tallow, formaban un buen equipo.
Tallow tuvo un repentino recuerdo desagradable de la teniente sugiriendo que Tallow se había estado engañando sobre eso.
Se agachó junto a la mujer.
—Está arreglado, señora. Soy agente de policía. ¿Puede contarme lo que ha pasado?
Ella se sujetó la cabeza con los brazos y se balanceó, soltando ahogadamente las palabras:
—Creí que era él —una y otra vez.
Tallow dijo:
—Está arreglado, señora —y le puso la mano en el hombro para probar. La mujer soltó un alarido y se apartó bruscamente con terrorífica repugnancia, casi cayó al suelo y empezó a toser además de a llorar. Ser asfixiada por sus propios músculos y fluidos del cuello parecía impedirle la fuga. Se tambaleó sobre sus piernas, aquellos extraños tacones dorados que se zarandeaban en la acera. Él la volvió a tocar, esta vez bajo su antebrazo, con suavidad. Ella volvió sus gafas de sol negras con montura dorada hacia él y le permitió que la dirigiera y sujetara suavemente hasta levantarse. Empezó a sollozar de nuevo, y cayó encima de él. Tallow se las arregló para ponerle un brazo extraterrestre alrededor, y miró el suelo. Su bolso cilíndrico estaba en la acera, sin abrir, junto al sándwich envuelto. Él hizo un pequeño esfuerzo y dio con el pie al bolso, haciendo que rodase hacia él.
—Lo siento —dijo la mujer al pecho de Tallow, sonando como desde un millón de kilómetros de distancia.
—Está arreglado —repitió él.
—No lo está —dijo ella, luchando por respirar sin ahogarse—. Sólo me pidió fuego. Pero vi las… las plumas, y su ropa, y… —Volvió a romper a llorar, pero ahora su llanto era más claro, más fluido, más liberador. Estaba llorando para fuera, volviendo a sí misma.
—¿Cómo se llama, señora?
—Emily. —Las manos le temblaban como las de un epiléptico, y el brazo de Tallow estaba proporcionado menos apoyo emocional que físico… Se dio cuenta de que se dedicaba más que nada a sujetarla.
—Déjeme que la siente —dijo él, y la llevó con dificultad hacia su coche. La columna vertebral le crujió al estirarse para abrir la puerta del asiento del conductor. La abrió y bajó a la mujer de lado en el asiento.
—Un segundo —dijo, él, y recogió el bolso y el sándwich de ella, recuperó los que había comprado, abrió la puerta de atrás y puso (y tuvo que preguntarse: ¿Qué le estaba pasando que trataba a tres sándwiches como un frágil tesoro?), su preciosa comida encima del maletín del ordenador portátil. Cuando se volvió hacia ella, la mujer se había quitado las gafas arreglándoselas para meterlas en un bolsillo de su chaqueta. Emily no tenía los ojos de quien duerme en paz o con frecuencia.
—Dios mío —dijo Emily con voz ronca—, míreme las manos. —Las venas de los dorsos se alzaban como cables, y sus manos estaban temblando tanto que casi resultaban borrosas.
Tallow le dio su bolso. Ella lo agarró con dificultad, pero se sujetó a él. Tallow miraba. El temblor disminuyó, pero no desapareció. Él se puso en cuclillas al lado de ella, apoyándose en el coche.
—¿Puede hacer otro intento y contarme lo que pasó, Emily?
Tallow se sintió extrañamente triste al ver desconcierto sobrevolando los ojos de la mujer como nubes de lluvia.
—Yo… yo… no lo sé —dijo Emily—. No he estado, supongo que no he estado bien durante un tiempo. Un… bueno, no estoy segura de cómo lo llamará usted… un problema emocional, cuestiones mentales. No sé, cualquier cosa que diga me suena a cosa de locos, ¿no? Las cosas me superan a veces. Me asusto con facilidad. Y ese hombre. Él sólo. Un mal momento.
Bajó la vista hacia su broche y tiró de él con odio, soltado una carcajada y un sollozo, todo con un sonido espantoso y descorazonador.
—Y este objeto estúpido, no… —Le miró y se recuperó un poco—… no importa.
Tallow señaló su bolso.
—¿Tiene su teléfono ahí?
Ella asintió con la cabeza, abrió la cremallera y lo sacó. El teléfono era muy nuevo, un modelo que sólo conocía por lo que había leído: una loncha fina de plástico a prueba de arañazos con una ingeniosa serpentina de cable de antena unida a la parte de atrás.
—Nos dan prototipos las empresas telefónicas —dijo Emily, a modo de explicación o disculpa.
—¿Cómo se llama su marido? —preguntó él, agarrando el teléfono.
—Jason. Jason Westover —balbució ella.
Él abrió los contactos del teléfono, encontró el nombre Jason y apretó Llamada. El calor de su mano activó algo en la estructura del teléfono, y éste se adaptó a su mano, adquiriendo la curvatura de un antiguo auricular.
—Sí, Em, qué pasa —dijo una voz cansada de hombre. No una pregunta, más una expresión resignada.
—Soy el inspector Tallow, del Departamento de Policía de la ciudad. ¿Es el señor Westover?
—Oh, Dios mío.
—Todo va bien. No pasa nada. ¿Hablo con Jason Westover?
—Sí. Sí. Yo no…
—Todo va bien, señor. Estoy con su mujer. Se ha llevado un buen susto, y no considero que esté en condiciones de volver conduciendo a casa con seguridad. Está muy alterada. Si me puede decir dónde vive y quedamos para vernos allí, se lo agradecería.
—Ah. Sí. Entiendo —dijo Westover—. Claro que sí. Gracias. Vivimos en el Aer Keep. Iré a casa en cuanto pueda y nos veremos en el vestíbulo principal. ¿Qué pasa con el coche?
—Está cerrado y las llaves las tengo yo. Comprendo que es una molestia…
—No, no, no se preocupe. Llevaré a alguien conmigo a casa y le daré las llaves para que se haga cargo del coche. ¿Dónde está?
Tallow le dio la dirección y oyó el arañar de Westover al escribirla con un lápiz muy afilado en un papel de barba.
—Gracias —dijo Westover—. Gracias por ocuparse de esto. Saldré ahora para casa.
—Vamos a su encuentro. Gracias, señor —dijo Tallow, y terminó la llamada.
Emily parecía más abatida.
—¿Estaba enfadado?
—Estaba contento de que usted esté a salvo. ¿Y ahora puedo pedirle que se traslade al asiento del acompañante? No me permiten que la deje conducir.
Ella casi sonrió al oírlo. Pero entonces, pensó Tallow, aquello casi sólo era una broma. La ayudó a levantarse, hizo que rodeara el coche hasta el asiento del acompañante y la instaló en él. Al ocupar el asiento del conductor y ponerse el cinturón, se le ocurrió algo.
—Tengo que preguntarle una cosa. Si usted vive en el Aer Keep, ¿por qué hace todo el camino hasta aquí?
Ella señaló el local.
—Tienen los mejores sándwiches —dijo.
Tallow dirigió el coche hasta la parte alta de la ciudad.
—Es usted muy amable de verdad por hacer esto —dijo Emily.
—No podría dejarla tirada en el Primero, y la verdad es que no creo que sea una buena idea que conduzca usted.
—¿El Primero?
—El Primer Distrito. La policía de Nueva York divide la ciudad en zonas, distritos, y justo ahora estamos en el Primer Distrito.
—Qué raro —dijo Emily, sin sonreír—. Muros invisibles de Wall Street.
—Eso supongo —dijo Tallow.
—Wall Street, la calle del Muro. La llamaron así por el muro que levantaron los holandeses para mantener fuera a los nativos americanos.
—¿Le gusta la historia? —preguntó Tallow.
Emily se metió un poco en sí misma.
—Desde el año pasado o así he estado leyendo mucho. La verdad es que no me gusta bajar aquí. No está lejos de Werpoes.
—¿Werpoes?
—Fue un poblado nativo americano importante. Justo al lado del Collect Pond. Si te pones a mirar el pequeño parque que hay allí casi puedes imaginar que lo estás viendo un poco. Pero yo sólo fui hasta allí una vez.
Estaba frotando el broche de nuevo, con la barbilla clavada en el esternón, y mirándolo como si esperase que surgiera un genio de él. No, algo más triste: como si supiese que, a pesar de que le hubiesen contado una historia, del objeto no iba a brotar nada.
Cuando cruzaron Broadway, Emily preguntó:
—¿Todavía estamos en el Primer Distrito?
—Lo acabamos de dejar.
—Éste fue un antiguo sendero lenape. Así que uno de los límites de su Primer Distrito es el camino más antiguo de Manhattan.
—Mapas fantasmas —se dijo Tallow.
—¿Qué? ¿Fantasmas? —La voz de la mujer dejó traslucir que estaba auténticamente preocupada, con los ojos muy abiertos.
—Nada —dijo él—. Pensaba en voz alta. ¿Qué le llevó a interesarse por la historia de los nativos americanos? ¿O sólo se trata de los nativos americanos de Nueva York?
Tallow era incapaz de decir si estaba menos tensa o se desmoronaba otra vez. No miraba fuera de las ventanillas, como si ya no esperara un ataque al coche, pero las manos le temblaban mucho y tenía los ojos húmedos.
—Sólo algo que me dijo una vez alguien —dijo al final—. ¿Parecía Jason muy enfadado?
—Más bien sorprendido.
—No me mire de ese modo. Él no me pega ni nada así.
—No la miraba por eso.
—Jason tiene que ocuparse de un montón de cosas. Más de las que puede asumir nadie. No me gusta hacérselas más complicadas.
—Entiendo.
—No. Usted no entiende. —Al mirarle, los ojos de ella brillaron como el agua de un pozo—. Pero quiere entenderlo, ¿verdad?
Tallow no tenía nada que responder a aquello. Mantuvo los ojos en la calzada y continuó acelerando ciudad arriba. Notaba que ella le miraba, luego apartaba la vista, y luego volvía a mirar, como si mantener sus ojos en él fuera más seguro que mirar fuera. Tallow empezó a notar que debería decir algo.
—Mapas fantasma —dijo.
—¿Qué?
—Es lo que dije para mí mismo hace unos minutos. Usted creyó que dije fantasmas. Mapas fantasma. Ayer estuve con un hombre que dirige una de ésas grandes empresas financieras de Wall Street. Ya sabe, de esas que uno llama empresas financieras pero en realidad no entiende del todo a qué se dedican de verdad.
La sonrisa de Emily era un fantasma en sí misma.
—Supongo que debe parecer algo así —dijo.
—Me lo pareció a mí, en cualquier caso. Él me habló de que hay un mapa invisible de conexiones por todo el distrito financiero que hacen transacciones a la velocidad de la luz, y que el mapa no se corresponde con el territorio. Algo que está físicamente más cerca de la Bolsa no está de modo necesario… informativamente más cerca.
—Está hablando usted de redes de baja latencia —dijo Emily con una sombra de sorpresa en la voz.
—¿Hago eso?
—Era el tipo de cosas a las que me dedicaba cuando dejé esa actividad —dijo ella—. Latencia ultrabaja y comercio algorítmico. Latencia ultrabaja significa mandar la información comercial rápidamente, rápidamente de verdad. El comercio también está usando códigos cibernéticos especializados para dividir cada transacción en centenares de otras pequeñas. Puede considerar que es como la lluvia, una lluvia fuerte de verdad que golpea contra las ventanas de la Bolsa. La lluvia al final formará un charco muy grande, pero uno no se fija en eso. Se fija en la lluvia. La transacción importante queda oculta a la vista.
—¿Trabajó usted en Wall Street?
—Trabajé en una de esas empresas financieras tan misteriosas, Vivicy.
—Nunca he oído hablar de ella —dijo Tallow—. ¿Por qué lo dejó?
—Conocí a mi marido allí. Bueno, algo así. Le conocí por medio de mi jefe. Ellos eran viejos amigos. Y después de casarnos, Jason me dijo: Andy es demasiado gilipollas para que trabajes con él, y ahora el negocio va bastante bien, ¿por qué no trabajas por tu cuenta, como yo? De modo que ahora soy una consultora financiera independiente, lo que significa que puedo trabajar desde casa con mi perra e ir en coche a la parte baja en busca de buenos sándwiches en lugar de ser uno de los brujos de Andy. No tengo que hacer cosas mágicas para él. Pero no puedo aprender las cosas mágicas que necesito saber.
Joder…
Emily empezó a golpear el salpicadero con los puños, gritando joder una y otra vez. Tallow echó una mirada fuera, hizo girar el volante del coche y consiguió detenerse a un lado sin originar un atasco. Se estiró en el asiento y la agarró por las muñecas. Ella todavía intentaba dar puñetazos al salpicadero aunque él la sujetaba. Tallow tiró de los brazos de ella y chilló:
—¡Míreme!
Ella se agitó, y sus ojos parecieron rodar hacia el interior de su cabeza durante un momento antes de volverse hacia él.
—Lo siento —dijo Emily en voz baja—. No se lo cuente a Jason, por favor. Se preocupa mucho.
—Ya le he contado todo lo que necesitaba saber. Lo demás queda entre usted y él.
—Sí —dijo ella, pero Tallow tuvo la sensación de que quería decir otra cosa. Se sentó rígida, quedándose quieta, con cara aterrorizada.
Tallow volvió a adentrarse en el tráfico.
—¿Pescaban los nativos americanos? Aquí en Manhattan, me refiero —dijo Tallow.
Los ojos de Emily ahora estaban cerrados.
—Sí, claro. También cogían ostras. Cuando llegaron los holandeses, encontraron montones de conchas de ostra y las aplastaron para pavimentar… —… la calle Pearl— dijo Tallow. —Justo. —Tuvo una repentina sensación insufrible de que le rodeaban redes enormes, tan finas que eran invisibles hasta que la luz incidía en ellas. Sacó su teléfono.
—¿Scarly?
—La comida se retrasa, Tallow.
—Lo sé. Tengo que ocuparme de algo, voy a llegar un poco tarde. Escucha. La pintura. A cada una de esas armas la limpiaron antes de almacenarla, pero él debe de haberlas pintado con los dedos. Antes que nada, debes identificar la pintura, analiza el ADN y cualquier cosa más que se te ocurra. ¿De acuerdo?
—Me pongo a ello. Trae la comida.
—Me pongo a ello. —Tallow interrumpió la llamada con el pulgar y echó un vistazo de soslayo a Emily para calcular su estado de alerta—. Emily —dijo—, ¿sabe qué usaban los nativos americanos para pintar?
Ella mantuvo los ojos cerrados.
—Ocre. Ocre rojo, de por aquí, creo. Es lo que más fácilmente se puede encontrar en la Costa Este. Se trata de un pigmento basado en arcilla. Lo usaban para todo tipo de cosas, incluido para pintarse el cuerpo y darle color al pelo. Hay quien dice que algunos de los primeros nativos americanos que se encontraron con europeos se pintaban con él, y de ahí es de donde procede «piel roja».
Tallow sabía de historia. No en profundidad, pero sin duda conocía la historia de la ciudad. Sabía que hubo minas por toda la zona. Staten Island, en contra de la creencia popular, no estaba construida sobre restos de un basurero. Los holandeses tuvieron minas allí muy pronto. La mente le daba saltos, buscando asidero.
—¿Algo más? —preguntó.
—Arcilla azul. Conchas machacadas para el color blanco. Secaban cosas al sol, o las quemaban, para conseguir los colores que querían. Carbón vegetal, evidentemente. Savia de árboles, bayas. ¿Por qué? —Abrió los ojos y le miró.
—Sólo para que no deje de hablar —dijo Tallow—. Ha sufrido una conmoción, después de todo. ¿Dónde está su perra?
—Tengo a una que la saca a pasear de día. Se llevó a la perra y yo fui a por algo que comer. Mi marido pasea a la perra de noche.
Emily parecía deslizarse hacia un estado de… él no diría indiferencia, pero sin duda de distanciación y apatía. Su voz procedía de algún sitio profundo de su interior, un sitio polvoriento que tenía que hacer un largo recorrido para hacer acto de presencia en el mundo. El mismo punto lejano del que a veces, durante los últimos años, en raros momentos de consciencia de sí mismo, había oído que procedía su propia voz.
Los dos últimos días habían devuelto a Tallow al mundo. Dos días antes, él habría fingido que no era policía para así ignorar los gritos de Emily y meterse en el coche con su comida. En la época anterior a esos dos últimos días, lo hacía todo de otra manera. Lo que significaba que hacía lo menos posible. Los casos se solucionaban porque no eran muy complicados.
Estaba de vuelta en el mundo, pensando activamente, interesado por la gente, y se dio cuenta con una sensación de frío vacío en las tripas de que era eso lo que estaba haciendo que los fragmentos dispersos de aquel espantoso caso capaz de terminar con una carrera se fueran reuniendo lentamente. Sus tripas se congelaron más y se fue sintiendo peor según seguía pensando.
—¿Entonces quién era el hombre? —dijo Tallow, en voz baja.
—¿Qué? —Ella estaba lejos, y el miedo estaba echando a perder repentinamente el decorado exterior.
—El sin techo que le asustó. ¿Quién creyó que era?
—Nadie —susurró Emily, y apartó su cara de él.
Tallow condujo para entrar en el Aer Keep. La puerta principal era un puesto de control al que no avergonzaba su aspecto típico de la Guerra Fría. Tallow enseñó su placa a la guardia de seguridad, fijándose en que la mujer llevaba la misma insignia de Spearpoint que los inútiles de Vivicy. La guardia se inclinó y miró dentro de su coche.
—Señora Westover, ¿va todo bien? —preguntó.
—Sí, Hannah, estoy perfectamente. Me encontré mal y este amable policía dijo que me traería a casa. ¿Ya ha llegado mi marido?
—Sí, señora. ¿Necesita algo? ¿Debería mandar al médico del edificio que subiera a su casa?
—Estoy bien, Hannah, en serio. Puede que me haya olvidado de comer o algo así. Pero gracias.
La guardia sonrió de un modo que daba a entender que esperaba que había hecho lo suficiente, por si alguien que controlaba su puesto de trabajo pudiera preguntárselo más tarde, y la barrera se levantó admitiendo el coche dentro del Keep.
—Baje al garaje —dijo Emily. Tallow condujo hasta la entrada de éste, desde donde bajó hasta las tripas del Keep, y se detuvo. Rebuscó en su cartera y sacó una de sus tarjetas. Extrajo su bolígrafo del bolsillo interior y escribió el número de su móvil en la tarjeta.
—Tome —dijo, poniéndosela en la mano—. El número que acabo de escribir contacta con mi teléfono móvil, día o noche.
Y no duermo mucho. Si hay algo por lo que me quiera llamar alguna vez, algo que le preocupe alguna vez, algo que le pase y por lo que necesite ayuda, llame a ese número. Ese número es su nuevo 911, ¿entendido? Incluso si sólo quiere hablar de historia. Ese número.
—Entendido —dijo ella—. Muy bien. —Cerró con una cremallera uno de los curiosos vestíbulos de su chaqueta con la tarjeta dentro.
Tallow bajó hasta la isleta. Allí abajo había luz, y Tallow volvió a pensar en las minas. La calzada se bifurcaba; fue por la derecha, lo que les llevó haciendo una curva hasta las resplandecientes puertas del vestíbulo principal. Allí había más guardias, y uno se acercó al coche cuando Tallow se apeaba.
—Aquí no puede aparcar, señor.
Tallow enseñó su placa al hombre.
—Sí, yo puedo.
—En realidad, señor… —empezó el hombre, pero Tallow ya estaba rodeando el coche para ayudar a que saliese Emily. El guardia la vio; sus rasgos se crisparon de frustración, y se mostró obediente sólo en la voz. Tallow sabía cuándo alguien grababa en la memoria su cara con objeto de hacerle algo primitivo más tarde, y el guardia le estaba lanzando una prolongada mirada hostil. Tallow le dio a Emily su bolso y, con una sonrisa, su sándwich. La agarró del codo, con cuidado, y la llevó sorteando al guardia. Tallow también le lanzó una buena mirada al guardia, y le dedicó una sonrisa inexpresiva de tiburón, sólo para joderle.
Los resplandecientes cristales del frontal del vestíbulo se deslizaron para abrirse y admitir a Tallow y Emily. Nada más entrar, un hombre sólido unos centímetros más bajo y kilómetros en mejor forma que Tallow estaba hablando con un hombre más joven de una delgadez atlética con un elegante traje negro y un auricular Bluetooth. Tras un par de pasos por el vestíbulo, Tallow vio la insignia de Spearpoint muy discreta en la solapa del más joven.
Jason Westover recibió a su mujer con un cálido y comprensivo:
—¿Las llaves del coche?
Emily las sacó torpemente de su bolso y se las entregó a Westover, que se las tiró al hombre más joven. El hombre más joven hizo una inclinación de cabeza a Westover, otra vez discreto y con algo de servilismo, y se marchó rápidamente.
—Usted es el inspector… Tallow —dijo Westover. Tallow sintió un hormigueo en la piel. Algo no acababa de ir bien, y no estaba seguro de qué.
—Eso mismo. Y aquí tiene a su mujer, sana y salva.
—Por supuesto —dijo Jason Westover, y estiró una mano hacia ella. De modo parecido a como lo haría alguien al que se le acabara de informar de que había dejado su teléfono móvil encima de la mesa, pensó Tallow. Westover la estaba examinando con los ojos de un hombre que busca fugas en un recipiente.
—Sólo por curiosidad, señor Westover. ¿A qué negocios se dedica?
—Dirijo Spearpoint Security. Fundador y dueño. ¿Por qué?
—Como le digo, sólo por curiosidad. Por suerte pudo abandonar la oficina con tanta rapidez. Pero cuando uno es el dueño de la oficina, supongo que es más fácil. Bien, su mujer está entera. Sinceramente, ha sido una compañía estupenda, y un placer conocerles a los dos.
—Es usted muy amable —mintió Westover.
—Sólo me alegra haberles servido de ayuda. Su mujer sufrió un sobresalto, y la verdad es que estaba preocupado por la posibilidad de que ella volviera conduciendo a casa. Tengo entendido que en el edificio hay un servicio médico, ¿no? No estaría mal que la reconociera alguien. Los sustos pueden resultar cosa fea. Pueden afectarle a uno de improviso.
—Sí —dijo Westover, sin entonación, tratando de no apartar los ojos de Tallow cuando ella se daba la vuelta—. Gracias.
—Se aseguró de que ella veía una sonrisa en su cara que dijera que estaba bien y se dio la vuelta también con un: —Que pase un buen día.
Tallow dejó que las puertas se deslizaran al abrirse de modo que el sonido siguiese en el aire, pero se detuvo para mirar a Westover, que llevaba rápidamente a su mujer hacia los ascensores. Le hablaba de modo tenso e insistente. Tallow vio que la mano libre de ella se cerraba en un puño.
Tallow fue a su coche. El guardia todavía estaba parado junto a él. Tallow volvió a sonreír, y movió la cabeza a un lado y a otro.
—Vine a dejar a una residente —dijo—. No hay motivo para estar tenso, ¿vale? Me marcho.
—Aquí tenemos leyes —dijo el guardia, estirándose e hinchando el pecho.
—¿Leyes? —preguntó Tallow, riendo—. ¿Aquí? Suena como si este sitio no formara parte de Nueva York, colega.
El guardia, ante el asombro de Tallow, dio un paso hacia él.
—Y no forma parte. Lo que pasa es que se encuentra allí. Y mi trabajo es mantener la ley aquí. Colega.
Tallow dejó de andar. El guardia dio otro paso hacia él.
—Oye —dijo Tallow—, ¿sabes la diferencia que hay entre tú y yo?
—No hay ninguna diferencia —dijo el guardia—, como no sea que aquí soy yo el que te dice cuál es la ley.
—No —dijo Tallow—. La diferencia es que a veces tú te quitas ese resplandeciente uniforme que algún mentiroso probablemente te dijo que era antibalas, y esa enorme pistola que nunca ha sido disparada contra nada que no sea un blanco de papel, y te vistes como un tipo normal y tienes tus días libres y andas por ahí como si fueras una persona como las demás. ¿Entendido? Yo soy un agente de policía de la ciudad de Nueva York. No vivo como una persona normal. No tengo días libres. Nunca. Así que cuando me veas por la calle, piénsate dos veces lo que has estado soñando con hacer los últimos cinco minutos. Piensa un poco en eso antes de que alguna vez des un paso más para acercarte a mí.
El guardia dio un paso atrás.
—Que lo pase usted bien lo que le queda de guardia, señor —dijo Tallow, y se montó en su coche y se alejó lo más despacio que pudo. Nunca entendería por qué todos querían encasquetarle los malos rollos con los que cargaban.