Quince
El cazador se alejó del bloque y se acurrucó en la entrada de un local pequeño y abandonado que antes había sido una librería religiosa. Su rótulo desgastado y los carteles descoloridos y torcidos del escaparate le gustaron. Tenía la sensación de que estaba refugiado a sotavento del cadáver de algún animal extraño muerto que había llegado a la isla desde latitudes lejanas y había muerto antes de reproducirse o contaminar la tierra.
Contento, se subió las rodillas al pecho y dejó que el mundo moderno se hundiera volviendo a Mannahatta. Los edificios del otro lado de la calle se vinieron abajo y desaparecieron como empujados con suavidad por una mano gigante de los cielos, volviendo a reaparecer las colinas y laderas de la orilla del Viejo Manhattan. Anchas hileras de pecanas surgían en las pendientes, sus espigas sin abrir. Si miraba con más atención, concentrado, distinguía las largas lágrimas de la corteza de los pecanos que habían comido osos negros, y apreciaba el olor de la apetitosa savia oscura donde salía de la madera expuesta.
Magnolias silvestres brotaban alrededor de sus troncos como copos dispersos de ámbar. El cazador cerró los ojos, oyendo los gritos de las gaviotas de Delaware. Estaba cerca del agua. Una breve caminata le habría llevado a los montones permanentes, siempre en aumento, de conchas de ostra de la estrecha playa donde siempre se podían coger más.
Con la brisa se oía el rozar del pasto vainilla que él siempre encontraba tan tranquilizador. Podía tener cerrados los ojos una hora. Había tiempo para matar.
Cuando el cazador despertó, el cemento bajo su cuerpo estaba frío y húmedo, y espectros del odiado futuro le miraban lascivamente por el cristal del empañado escaparate de la tienda. Se puso de pie, hizo una flexión para librarse de la rigidez de su espinazo y alzó la vista al cielo. Podía determinar su posición y la hora que era hasta por la mezquina y desnuda visión de las estrellas que le ofrecía el Manhattan moderno. Había tiempo de sobra para trasladarse a su último destino de la noche.
Echó a andar, deslizando una mano dentro de su bolsa en busca de su cuaderno de viaje. El trayecto le llevaría unas dos horas y media. Podría hacerlo en menos de dos horas con toda facilidad de no ser por la lenta aparición de cámaras de seguridad en la ciudad. El cazador prefería que no le vieran. Su cuaderno de viaje estaba lleno de planos que había dibujado y que indicaban la situación de los aparatos de televisión de circuito cerrado y sus aproximados campos de visión. Las indicaciones del cuaderno habrían sido un misterio para cualquier otro, por supuesto. Y eso también estaba previsto. La intención del cazador siempre era no dejar rastro en la isla. Exceptuados los cuerpos de sus presas. En el improbable y desgraciado caso de que le mataran mientras cazaba, en su cuerpo no habría nada que significara lo más mínimo para nadie. Y lo único que lamentaría de su muerte sería que no le iban a enterrar del modo correcto. De su cuerpo no quedaría ningún alimento que fortaleciera su espíritu durante el recorrido por la Vía Láctea hasta el cielo. No habría nadie que gritara su nombre, y tampoco nadie que le cerrase los ojos y los labios en señal de duelo y nunca volviera a hablar. Eso, reflexionó, no estaba tan mal. Nadie sabía su nombre para decirlo mientras ahora estaba vivo. Su nombre no moriría con él porque ya estaba muerto, y, en cierto sentido, también lo estaba él.
Se decía que el espíritu se quedaba cerca del cadáver durante los once días posteriores a la muerte. A lo mejor, incluso sin cuerpo, conseguía encontrar un modo de matar gente. Ésa fue una idea que hizo aflorar una leve sonrisa en sus labios mientras caminaba.
Rebuscó en su bolsa mientras avanzaba pasado Grand en su camino de bajada hacia el Bowery, caminando a la luz de los escaparates de las muchas tiendas con la luz eléctrica encendida que bordeaban la calle. Allí dentro tenía unos trozos de carne de ardilla seca, envueltos en plástico y tela. El cazador, recurriendo sólo al tacto, atrapó un trozo pequeño y volvió a cerrar el envoltorio. Dio un bocado y masticó lenta y metódicamente, acompasando la acción a sus pasos. El sabor era el de algo entre muslo de pollo y conejo. Había mejores ardillas en la parte más alta de la isla; los animales de Central Park era inevitable que estuvieran más contaminados, y eso volvía su carne más insípida y a veces más amarga de lo que en realidad debería haber sido. Pero eso le permitió seguir moviéndose, y activó el flujo de saliva, lo que le evitó sentir sed y no disminuyó sus reservas.
Un poco menos de dos horas después, el cazador entró en Central Park por la esquina de la Quinta Avenida con la calle Sesenta y uno Este.
Continuó moviéndose hacia el norte. Subiendo en paralelo con la calle Setenta y tres, los senderos se volvieron una maraña oscura que se movía en torno al amenazador bosque nocturno. Aquello era el Ramble. El cazador hizo un último cálculo por medio de las escasas estrellas del cielo, agarró el cuchillo dentro de su bolsa una vez más y se deslizó entre unos sicomoros.
Aquí y allá percibió miradas de hombres parados solos o en parejas que se mantenían en los bordes de los senderos, reuniéndose de vez en cuando como polillas en torno a las farolas. El cazador no tenía nada que ver con los hombres, de los cuales, veinte años antes, había aprendido que se deberían llamar dos espíritus. Había un dos espíritus de la nación Crow al que el cazador admiró, un hombre cuyo auténtico nombre se traducía por «Encuéntralos y mátalos»[2]. Cuando sus ojos se encontraban con los del cazador, los apartaban. Él no era uno de ellos. Cuando le miraban a los ojos, ellos se alegraban de que no lo fuera.
Al rodear una gran montaña de árboles Cafetero de Kentucky, el cazador vio al que había venido a buscar al Ramble. La sincronización era exacta. No un hombre alto, pero sí fornido, y daba sensación de tamaño y solidez incluso sin tener gran estatura. Un hombre que parecía trabajar con las manos, y con peso. Unas botas militares que sorprendieron al cazador, confuso como se encontraba ahora en el presente, como algo de ciencia ficción. Vestimenta negra para correr, supuso el cazador, aunque la tela y el corte sugerían más bien ropa de camuflaje. La chaquetilla con la cremallera abierta dejaba ver una camiseta blanca resplandecientemente limpia. Espeso pelo oscuro que podría estar cortado como el de un marine de bastante edad. Andaba con el porte de un soldado. Paseaba una perra. Una absurda perra blanca peluda que no llegaba al medio metro de altura. Hizo que el cazador pensase en un lobo que había sido cruzado con un peluche en un laboratorio.
El hombre que paseaba la perra tenía una pistola dentro de una pistolera debajo de su sobaco izquierdo. Algo de cañón recortado y fácil de sacar rápidamente, a juzgar por el bulto de su chaqueta. El peso que el hombre estaba soportando sugería un arma más potente de lo necesario. Una 327 Federal o algo parecido con el cañón recortado y la potencia de un 357 Magnum, con un retroceso que producía moratones, y un ruido de trueno en la bocacha. El arma de un hombre que quería ejercitar una fuerza muscular importante para mantener el arma apuntada a pesar del retroceso, que se consideraba lo bastante fuerte para disparar sin protección en los oídos ni gafas. El arma de un hombre que pretendía que su protección personal fuera prudente y disimulada y «sólo por si acaso».
El cazador se replegó, atravesando una mancha de algo como plantas de guisante que no eran nativas de la isla, y se lanzó por una plantación de fragantes virgilias para llegar a otra espiral gris de camino pavimentado. Sabía exactamente dónde iba.
Central Park llevaba siendo su fuente de alimento desde hacía mucho tiempo.
Salió de la negrura total a la luz ambiente, justo delante del hombre con la perra, que permitiría identificar su cara.
El hombre dejó de andar. Reconoció con claridad al cazador instantáneamente, recordándolo a pesar de los años desde su último encuentro. La correa de la perra la llevaba cogida con la mano derecha. Cambió con habilidad la correa a la mano izquierda. El cazador levantó su propia mano izquierda, mostrando que la tenía abierta y no había nada en ella.
El cazador miró a la perra. La perra mantuvo la mirada y meneó el rabo. El cazador extendió la mano alzada, con la palma hacia abajo, y la bajó poco a poco. La perra se sentó. El cazador bajó su mano un poco más. La perra se tumbó a lo largo, con la cabeza en las patas, completamente en paz. El cazador centró su atención en el hombre.
—Usted es Jason Westover. ¿Sabe quién soy?
Jason Westover asintió con la cabeza, una vez, despacio. Volvió su mano izquierda para que encarase al cazador y soltó la correa de la perra.
El cazador dio un paso hacia delante, limitando el espacio donde podía moverse Westover.
—Es muy probable que usted esté armado. Yo estoy sin duda armado. No crea que puede moverse más rápido que yo. No crea que le va a oír nadie si grita. Ni que les importe que lo haga. El Ramble tiene esa fama.
—Usted planeó esto —dijo Westover, inexpresivo. No hacía una pregunta. El cazador apreció el respeto que eso suponía.
—Siempre me importó estar al tanto de dónde y cuándo encontrarle si era necesario. Tiene un horario para pasear a su perra…
—La perra de mi mujer. —… su perra que ha resultado inalterable durante los dos últimos años. Muchas veces está visiblemente contrariado cuando la pasea. Elige el Ramble, y a esta hora de la noche, porque cree que la confluencia es intrínsecamente peligrosa. Es por lo que va armado. Puede que crea que eso contribuye a que se mantenga en forma después de un día en la mesa del despacho. Puede que ande buscando problemas.
—Si ha venido a matarme —dijo Westover—, entonces haga el favor de seguir con ello. Si ha venido a hablar conmigo, entonces diga algo interesante. Si quiere mi ayuda para algo, entonces déjese de jodidos rodeos y pídala.
El cazador sonrió. Westover tembló involuntariamente de modo visible pero mantuvo la columna vertebral recta y los brazos alerta junto a sus costados.
—Siempre me trató con una evidente menor condescendencia que los demás.
Westover no se movió.
—¿No hay respuesta? —dijo el cazador, alzando divertido una ceja.
—Ninguna que le interese oír. ¿Qué ha ocurrido de malo para que se haya puesto en contacto directamente conmigo en plena noche?
El cazador tomó aliento.
—Todas las cosas que he hecho por usted. Todos los esfuerzos realizados. Cada uno de esos actos está relacionado con algo. Cada una de esas cosas estaba guardada en un mismo sitio especial. Estaba bien segura, pero, como sin duda usted sabe, nada se puede asegurar de modo perfecto. Penetraron en el sitio. Las cosas que había dentro ahora están en posesión de la policía.
Westover frunció el ceño, movió la cabeza de un lado a otro.
—Lo juro, con los años sólo se ha vuelto usted más esquizofrénico, joder. No tengo idea ni de lo que me está hablando.
—Piense en ello —susurró el cazador.
Westover lo hizo. El cazador casi podía ver que el corazón de Westover le subía a la boca.
—Dios mío. Está usted más loco de lo que creía.
—¿Está loco un hombre que va a la iglesia? ¿Que cuida la tierra que le da alimento?
—De acuerdo. De acuerdo. Yo no puedo hacer nada al respecto. Agradezco la advertencia. Dígame lo que necesita para tener seguro su silencio. ¿Qué le puedo proporcionar? ¿Un billete de avión? ¿Un pasaporte?
La mano del cazador aún seguía dentro de su bolsa. Consideró la posición de Westover. Éste, aunque estaba distraído, permanecía preparado para algo violento.
—Estoy sacando algo de mi bolsa. No es un arma.
El cazador extrajo el trozo de servilleta en el que había escrito antes, lo estiró y se lo puso en los dedos a Westover.
—Quiero saber —dijo el cazador— de quién es ese coche y dónde vive el dueño. Eso, estoy completamente seguro, está a su alcance. Con los años he notado, no siempre con agrado, hasta dónde puede llegar su empresa.
Westover miró el papel.
—¿Quién es?
—Un inspector de policía, creo. Quiero que esa información esté lista para mañana a esta hora, en este mismo sitio. Le habría llamado, pero su teléfono ya no funciona.
—En estos tiempos cambio de número con frecuencia —murmuró Westover, todavía mirando la servilleta—. Un policía. ¿Por qué me está contando esto? Yo no soy el que…
—Creo que sería mejor que lo hiciera —dijo el cazador—. Quiero mantener a ese hombre de permiso, por ahora. También creo que él se negaría, y eso nos obligaría a hacer algo breve y desagradable. ¿No le parece?
Westover asintió con la cabeza.
—De acuerdo. Lo puedo hacer. Con menos complicaciones que antes, en realidad. ¿Qué hará con la información?
—Mi objetivo fundamental sería la recuperación del mayor número de herramientas posible —dijo el cazador—. No me apetece empezarlo todo otra vez. Pero lo haré si es necesario. La supresión de ese hombre puede contribuir a que se compliquen las investigaciones de la policía. O puede que eso sólo suponga tener que empezar de nuevo. Total… no lo he decidido todavía. No he decidido cómo se podría hacer. La información que consiga también me ayudará.
—¿Cómo?
—Se lo dije, señor Westover, allá cuando emprendimos este camino juntos. No me pregunte nunca por mis métodos. No necesita saberlos. Y no quiero que usted los sepa. No es cuestión suya.
Westover se guardó la servilleta en el bolsillo.
—De acuerdo —dijo una vez más—. Mañana por la noche. Tendrá un nombre, una dirección y todos los detalles sobre ese hombre que pueda conseguir. ¿Entonces qué pasa?
El cazador volvió a considerar atentamente a Westover durante unos segundos.
—¿Por qué no tiene a alguien que le pasee a la perra?
—¿Qué?
—Usted es un hombre rico, señor Westover. Lo sé perfectamente. Después de todo, yo contribuí a ello. Y no les he perdido de vista a todos ustedes, desde hace años. Además, yo paso mucho tiempo en Central Park, y sé perfectamente que los ricos de esta ciudad pagan a gente para que les pasee a sus perros. Entonces, ¿por qué no tiene a nadie que lo pasee? ¿Es sólo por la emoción ilícita ante la idea de que un día alguien intentará asaltarle y usted lo tumbará de un tiro? ¿O es por otra cosa?
Westover cambió el peso de un pie al otro.
—Quiero saber qué pasará entonces. Quiero saber de lo que me tengo que proteger, y para qué tengo que estar preparado.
—Contésteme antes.
—Me permite alejarme un rato de mi mujer. Tan sencillo como eso. En cuanto a lo otro: yo dirijo una compañía de seguros.
No haría bien ese trabajo si no me ocupara de mi seguridad personal.
—¿Por qué se quiere alejar de su mujer? Ella no parece encontrarse bien desde hace un año o así. Hubiera creído que quería cuidar de ella por la noche. A menos que pague a alguien para que lo haga.
Interesante, pensó el cazador. La mano derecha de Westover quería ir, en aquel momento, no a la pistola sino a la parte inferior de la espalda, encima de los pantalones. El cazador estaba bastante seguro que no había pasado por alto las señales de una segunda pistola. Un cuchillo, entonces. Probablemente algo casi sin peso, como titanio o acero quirúrgico. Probablemente algo corto. Probablemente una hoja plegable. El aspecto de la cara de Westover. Iba instintivamente por algo que tenía que usarse desde muy cerca, con brutalidad. Con movimientos que golpeasen, desgarrasen, cortasen. Con odio.
El labio de Westover se contrajo.
—Mi mujer. Es. Era. Una mujer lista. Con los años hizo preguntas sobre lo bien que me iba en los negocios. Hubo una mala noche. Hace más de un año. Nos peleamos. Yo quería… —Westover miró hacia los árboles y la noche, mordiéndose el labio.
Sus ojos estaban extrañamente brillantes al resplandor ambiente de las luces del camino—… yo quería hacerle daño.
Asustarla. Hacer que cerrara la boca. Es lista, pero, no sé. No tiene mundo. La pelea se puso fea. Y. Bueno. Como dije. Así que se lo conté.
—Se lo contó. —El cazador mantuvo la voz inexpresiva, sin inflexiones. No era así como se sentía.
—Se lo conté todo. Para asustarla y que se callase. Para que no lo sacase a relucir todo el puto tiempo. —Sin preocuparse momentáneamente de mantener las manos a la vista y de moverse despacio, Westover se pasó casi convulsivamente la mano derecha por los ojos. La cabeza se le balanceó, y el cazador pudo ver tendones tensos en su cuello. El cazador esperó—. Bien, pues la cosa funcionó —dijo Westover con una risa forzada, de enfermo—. La dejé tiesa de miedo. Ella, bueno. Tuvo un pequeño ataque. Así que, sí, cabrón, no ha estado bien durante el año pasado o así. No sé si va a volver a estar bien alguna vez. Y yo paseo a su estúpida perra por la noche porque no puedo soportar que me mire todas las jodidas noches. ¿De acuerdo? Y ahora quiero saber qué pasará después de que le consiga esa información. ¿Va a seguir viniendo a verme aquí? ¿Tengo que darles su descripción a los guardias de seguridad de mi edificio de apartamentos?
—Eso —murmuró el cazador— sería lo más inteligente que podría hacer esta noche.
—Responda a mi pregunta, joder.
El cazador contuvo su repentina necesidad de hacerle tragar a Westover su atrevimiento por utilizar aquel tono con él. La contuvo y la situó en un cadáver lejano del fondo de su mente, por ahora, guardándola en secreto para futuras oportunidades, como una nuez almacenada para el invierno. El cazador dio un paso atrás y dijo:
—Responderé a su pregunta. Seguiré protegiéndole, y cobraré su contribución por la caza, como he hecho siempre.
Pretendo recuperar mis herramientas, en la medida de lo posible, y dificultar al máximo cualquier investigación sobre ellas para que la policía la abandone. Tengo la esperanza de que mi trabajo y nuestra relación vuelvan a ser normales muy pronto.
Lo único que puedo predecir con facilidad es que usted y los demás nunca estarán satisfechos de su lugar en la vida, sin que importe lo alto que pueden tener el culo. Aunque debemos tener en cuenta la posibilidad de que yo pueda ser visto y se me conozca.
Westover ladeó la cabeza y entrecerró los ojos, tratando de mantener los ojos del cazador dentro de su campo visual. El cazador se desplazó unos diez grados, apartándose de la poca luz que había, y la oscuridad le envolvió.
—De pasar eso —dijo el cazador—, ¿todo lo que he conseguido desde la primera vez que hablamos se perdería para siempre y yo perdería la libertad de mi isla? Entonces usted tendrá que morir. Y ahora, su mujer también. ¿Lo entiende?
—No tiene que morir nadie —dijo Westover.
—Siempre tiene que morir alguien —dijo el cazador, y dio un segundo paso hacia atrás con el que consiguió que se lo tragasen los árboles y desaparecer.