Veintiocho

El cazador tenía tiempo para matar.

Estaba experimentando algo que había llegado a considerar agotamiento por asco. El desagrado existencial insoportable que internamente le provocaba agitación y pústulas, y le hacía estallar, le dejaba agotado durante extensos periodos. Sentir de modo constante, a cierto nivel, repulsión y malestar físicos hacia el extraño mundo con el que tenía que relacionarse, le consumía.

El agotamiento le asustaba. Le debilitaba mentalmente. Se deslizaba por el fondo de Mannahatta conforme andaba, tan al fondo que empezó a perder la capacidad para percibir las fuentes de luz modernas. La noche caía con rapidez, y la circulación se convirtió en el correr de lobos con ojos color ámbar. El cazador se movía entre los árboles lo mejor que podía, manteniendo las palmas de las manos en los sobacos para impedir que se percibiera el olor a miedo de su sudor. Ningún hombre se llevaba bien con los lobos. Los lobos devoran hasta a los cazadores nocturnos, pues entre los predadores no hay honor ni reglas, y las tripas de todo el mundo sueltan los mismos humores cuando se las desgarra una noche fría.

Un coche surgió de la espesura y casi cornea al cazador con sus cromados.

El cazador hizo una finta y se agarró a un arce rojo cuando el coche pasaba a gran velocidad junto a él y se dividía en una jauría de lobos plateados que se alejaban corriendo entre los oscuros árboles.

El cazador cerró los ojos con fuerza y luego los abrió poco a poco de modo experimental. Fue recompensado con una visión borrosa de lo que quizá fuera el 80 por ciento del Manhattan moderno y los latidos de un dolor de cabeza. Eso lo podía resistir: el dolor agudizaría su percepción durante un tiempo, antes de que su insistencia empezara a desanimarle más aún. A lo mejor desaparecía antes de entonces.

Comer ayudaría. No se atrevió a arriesgarse con comida de Manhattan. Una vez, en circunstancias desesperadas, había recogido una hamburguesa a medio comer abandonada dentro de una bolsa marrón encima de un cubo de basura. La carne contenía tanta sal que notó un espasmo en los riñones mientras masticaba, y tenía el inconfundible sabor de haber sido cortada de un animal cuyas propias heces habían formado parte de modo considerable de su dieta. El bollo dentro del que estaba, supuso, era primo lejano del pan de trigo, excepto por el sabor a amoniaco y tiza que tenía. Media hora después, vomitó todo lo que había estado en su estómago, con dolor y durante largo rato. Vomitó cosas de colores que antes nunca había visto salir de él, y estaba casi seguro, a los veinte minutos de vomitar, de que vio los restos ennegrecidos de un diente de leche que se había tragado cuando tenía seis años. Había vivido de los frutos de aquella isla de muchas colinas durante demasiado tiempo y no podía metabolizar la porquería procesada por máquinas con la que sobrevivían los nuevos habitantes.

Ahora el cazador rebuscó en sus bolsillos y su bolsa y sacó un puñado pequeño de nueces negras cascadas y seis frutos verdes de almez envueltos en un trozo de papel de periódico, todo ello conseguido rebuscando en Central Park. Se puso a andar de nuevo, comiendo mientras avanzaba, masticando cada trozo pensativa y metódicamente antes de tragarlo, alternando las sabrosas y vinosamente ahumadas nueces con los dulzones frutos del almez que reventaban. Aquello le daría fuerzas para llegar a Central Park y recoger más comida con la que ir tirando lo que quedaba de noche.

Se daba cuenta de modo distraído de que estaba llorando al andar, pero decidió no ser consciente de ello. Aquello era una cosa perdida en las lejanías de su mente, en su visión periférica, en la que podía decidir no centrarse. Presente, pero no inmediato: el sonido de su propia voz gritando con desgarro que estaba loco, loco sin remedio, y que debería buscar ayuda, o tirarse delante de un coche, porque estaba viviendo como un animal demente, y cómo era que le pasaba aquello a él y por qué todo está mal y por qué las farolas de la calle echan humo y por qué están respirando los postes del teléfono y por favor y por favor y por favor…

En un cruce de calles, el cazador notó que la gente moderna le miraba de modo raro. Él la ignoraba. Por la expresión inquietante de sus caras, cualquiera pensaría que iba llorando y gritando por allí. Y eso, se dijo para sí, no es lo que hace un cazador.

Cruzó con cuidado la calle hasta el perímetro vallado de Central Park y se introdujo entre sus huesos como un cuchillo.