Tres
La situación en el edificio de apartamentos se puso rápidamente en ebullición, convirtiéndose en un revuelto caos. Cuando a los policías de uniforme empezaron a unírseles unos cuantos inspectores durante el turno de preguntas a los ocupantes sobre el apartamento 3A, Tallow aprovechó la oportunidad para escapar escalera abajo.
El sol ya estaba detrás de los largos brazos cromados del distrito financiero. Miró el pálido cielo y durante un momento quiso saber adónde iba el día. Se subió al coche. Lo notaba vacío aunque se sentó en el asiento del conductor. Tallow dirigió el morro del coche, saliendo del espeso tráfico, y se adentró hacia el este, hacia lo más hondo del Primer Distrito.
Quince minutos después había aparcado delante de su café favorito, el que tenía mesas en la acera y nadie se quejaba porque se fumase. Compró un paquete de cigarrillos y un encendedor desechable en el local de la esquina, se sentó en una mesa metálica con una taza alta de cartón con asas de café oscuro venenoso, encendió con manos que todavía no temblaban e inició el esfuerzo de cambiar el automático y dejar que el mundo regresara.
Dejaba que el mundo volviera por fases. Se permitió tomar conciencia de lo que le apretaba un poco en la chaqueta del traje debajo del brazo. Era la única chaqueta que había preparado para acomodar su pistolera de hombro, lo que significaba que había engordado algo en el pecho. Cuando cerró los ojos un momento, notó unos puntitos tirantes en la cabeza. Manchitas de sangre seca pegadas a la piel.
Por fases. La funda de cartón sin tratar en torno a la taza, impresa con tintas biodegradables, proclamaba la orgullosa independencia del café que lo servía, lo único impreso en negro en el manchado cartón que confirmaba su autenticidad. La brillante mesa metálica reflejaba demasiado la luz, el resplandor hacía difícil estar sentado allí demasiado tiempo durante el día, en especial si te sientas con un cuaderno de notas o un ordenador portátil, asegurando que nadie ocuparía el asiento de la acera demasiado tiempo. El sabor a madera y aceite del humo del cigarrillo. Al dar una calada, el caliente bienestar que producían en el pecho, dejando que el humo le saliera por la nariz. Un retrogusto químico al fondo de la lengua. Agarrar automáticamente el café, dulce y sabroso, eliminando el cigarrillo, impidiendo que su cabeza recibiera demasiada luz. Tallow no había fumado en nueve meses. Tampoco había empezado otra vez, no su cabeza. Aquello era medicinal. Tirar el paquete y el encendedor cuando deje la mesa, decidió.
Más fases. La música se filtraba a la calle desde la puerta abierta del café. Sonido glo-fi de Brooklyn, de un par de veranos antes, chicos en los márgenes del parque Slope que imaginaban playas de California. Dos chicas al otro lado de la ventana, con el pelo de punta y sudaderas con capucha sin mangas que enmarcaban tatuajes sin terminar. El menos terminado de los dos era el mejor. La chica tenía menos dinero pero un ojo de artista más fino.
Detrás de ellas, una impresora traqueteaba encima de un caballete al lado del mostrador, un aparato automático de impresión de periódico de pago por consulta, el New York Instant, o una mezcolanza de datos extraídos de las redes sociales.
Fases. Un autobús pasó rugiendo, el anuncio en marcha de una tira de su costado con cicatrices de un sarpullido negro de píxeles muertos. Anunciaba algo creado por ordenador y ofrecía tres versiones diferentes de Arnold Schwarzenegger, una de ellas a los veinte años y otra a los treinta. Un coche daba saltos impacientes detrás de él, y brillaba nuevo y limpio entre los demás pero luciendo orgulloso aletas de la década de 1950. Rojo manzana de caramelo y deportivamente anguloso, lo conducía un hombre a punto de cumplir los sesenta años con una camisa a rayas color caramelo con las mangas enrolladas cuidadosamente para que enseñasen un cuidado bosque de pelo gris en el antebrazo.
Fases. Jim Rosato estaba muerto. Nada iba a suprimir el sabor a cobre que seguía clavado en la lengua de Tallow, como si aspirase algo de la sangre pulverizada de Jim cuando la escopeta destrozó la mitad de la cabeza de su compañero. Tallow lo había bloqueado todo, y ahora las cortinas estaban bajadas, no podía evitar ver la muerte de Jim repetida en alta definición.
Tallow se atragantó con el humo.
—Sabía que estabas aquí. ¿Te importa que me siente?
Sus ojos la distinguieron de inmediato. La teniente estaba de pie al otro lado de la mesa. Tenía un café en la mano. Tallow no sabía cuánto había permanecido allí sentado reproduciendo la muerte de Jim y sin fijarse en nada más.
—Por favor —dijo.
La teniente tenía un modo de moverse parecido al de un complicado aparato plegable cuando se sentaba o ponía de pie, una compresión lenta y precisa, manteniendo cabeza y hombros completamente tiesos. Su traje negro con las arrugas perfectas. Las piernas en unos pantalones de corte perfecto. Su padre era un sastre que le proporcionaba ropa a medida a precio de coste.
Tallow sabía evitarla los días que llevaba un traje nuevo, porque su colección de ellos era un acontecimiento tradicional que incitaba a su padre a regañarla largo rato porque se estaba convirtiendo en un pez gordo.
La teniente estaba mirando a Tallow con aquellos intensos ojos glaciales; una lente inteligente que le examinaba con precisión mecánica.
—Hablé con la mujer de Jim —dijo, levantando la tapa de su café con uñas pintadas de claro.
—Me callé algo cuando hablé contigo —dijo Tallow—. La rodilla le falló cuando se estaba poniendo en posición. Por tanto ejercicio. No quería que se lo contaras a ella.
—Puedes omitirlo también en tu informe —dijo ella, con un asomo de sonrisa. La teniente tenía unos rasgos enérgicos, bonitos. Cuando sonrió, Tallow pensó que podía ver a una niña que atisbaba detrás de aquel rostro duro, debajo del funcional corte de pelo negro—. Tu disparo se va a considerar oportuno, por supuesto. Hablé con la gente. Todavía te queda por pasar una entrevista y una comparecencia formularias, pero nadie te va a originar ningún problema.
—No estaba preocupado.
Los ojos de ella recorrieron la cara de Tallow, en busca de algo. Como no lo encontró, soltó un suspiro de desaliento y se llevó el café a los labios.
Tallow dio una última calada a su cigarrillo. Volvió la cara hacia la calzada y mandó con precisión la colilla más allá de la acera, al sumidero. Tragó algo de café para quitarse el sabor a nicotina de la boca. La teniente le volvía a mirar.
—No me has contado nada del apartamento en el que hiciste un agujero.
Tallow se chupó las mejillas por dentro, tratando de que la saliva con sabor a café se impusiera al repugnante sabor del fondo de su lengua.
—No hay mucho que contar. Nunca he visto nada igual. Supongo que será una noticia interesante cuando se haga pública.
—Tallow se dio cuenta de que ella volvía a mirarle con atención. —¿Qué pasa, teniente? ¿Estoy haciendo algo malo?
—Pareces más absorto de lo que me gustaría. Más de lo habitual. Quiero saber cómo llevas lo que ha pasado hoy, John.
—Estoy bien.
—Eso es lo que me fastidia. Te emparejé con Jim todos estos años porque teníais un tipo de locura que se complementaba.
Os manteníais controlados uno al otro. Necesito que no te repliegues en ti mismo ni mires el mundo con gemelos una vez que te sientes profundamente protegido. Has estado mal el año pasado, por lo que se ve.
—No la sigo.
Ella se puso de pie.
—Sí, me sigues. Estás en una edad en que se han pasado las prisas por el trabajo y el ajetreo se toma con calma, y en ese momento es cuando te preguntas si no estaría tan mal dejar de prestar atención a toda esa mierda y hacer lo menos posible. Te mando descansar cuarenta y ocho horas, obligatoriamente. Vuelve como un inspector que me sea útil.
Hizo una pausa, y luego trató de esbozar otra vez aquella sonrisa.
—Siento lo de Jim. —La sonrisa no despegó. Ella se marchó.
Tallow esperó cinco minutos, dándole vueltas a otro cigarrillo entre los dedos. Lo volvió a meter en el paquete. Guardó en el bolsillo el paquete y el encendedor. Entró en el café, buscó el cuarto de baño y vomitó café y sus dos últimas comidas en el retrete con un quejido.