Voisenon

Claude-Henri de Fusée de Voisenon (1708-1775) fue el espíritu amable del siglo, la ligereza de ingenio que mejor representa la vida galante de unos medios cortesanos y literarios en los que reinaba por su conversación, «un fuego de artificio continuo». Muerta de languidez su madre cuando tenía dos años, se criará, constantemente enfermo, en el castillo familiar de Voisenon, cerca de París; a los once años, envía los versos que escribía a Voltaire, que le invita a visitarle y del que será amigo hasta el final de sus días. Tras estudiar en París, siguió la carrera eclesiástica, aunque de los textos religiosos le atraían el teatro (terminará siendo llamado «arzobispo de la Comédie Française») y los placeres. Luego llegaron los salones, en los que gana fama de ingenio sutil, gran conversador y hombre de modales encantadores. Canónigo y deán de la catedral de Boulogne-sur-Mer, de la que era obispo un pariente suyo, escapa a París en cuanto puede. Redacta instrucciones pastorales y homilías para su obispo, pero su descripción de un evangelio amable desprovisto de los colores del infierno le enfrenta a los demás miembros del capítulo.

Su pasión por el teatro le obliga a publicar de manera anónima, por ser ya gran vicario (desde 1733), La escuela del mundo para la Comédie Française. En 1742 dimite de sus cargos y de las dignidades eclesiásticas para quedarse sólo con la abadía del Jard, paredaña con el castillo de Voisenon, que no obliga a residencia. Esto supone por lo tanto su vuelta a los salones y al ejercicio de la frivolidad y del ingenio, que derrocha y derrama en mil y un epigramas, cancioncillas, coplas, etcétera; escritos sobre la marcha y sobre cualquier tema, sus versos, comedias y novelas serán leídos y repetidos en los salones de la marquesa de Chatellet, de Mme. de Pompadour, de la duquesa du Maine, en las veladas del duque d’Orléans, nieto del Regente, y, sobre todo, en las cenas del conde de Caylus, o de Mlle. Quinault, amante del conde; entre ambos formaron una sociedad literaria cuyos miembros debían leer, por turno, un cuento licencioso o paródico.

Sin darles demasiada importancia, «como hijos bastardos que se abandonan nada más nacer, sin preocuparse de lo que luego sea de ellos», el abate de Voisenon escribe novelas, obras de teatro, cuentos en verso o en prosa: Zulmis et Zelmaïde (1745), Le Sultan Misapouf et la Princesse Grisemine (1746), Histoire de la Félicité (1751), Trop long, conte très court (1757)…, o disemina por toda clase de escritos opiniones, anécdotas sobre autores, poetas y frailes. Su vida seguía ese mismo ritmo vertiginoso; aficionado a la caza, glotón, voluble, rechazaría una importante sede eclesial porque se le obligaba a llevar una vida ejemplar durante un tiempo. Su afición al teatro, a las actrices de la Comedia Italiana y a las cantantes de la Ópera, dejaron un rastro de intrigas amorosas que parecen terminar cuando traba amistad con Charles Simon Favart, importante actor del teatro de la Feria, y con su esposa, la célebre Chantilly, con la que el abate vivirá una relación amorosa hasta su muerte.

Escribe entonces, una tras otra, piezas para el matrimonio Favart, lo que lleva a preguntarse a algunos si la mayor parte de las que éste firmaba eran «del bueno de Favart; hasta del hijo que acaba de dar a luz su mujer (aunque ésta ya tenga sus cuarenta años y más) sigue preguntándose uno si es del bueno de Favart», escribe Pougin de Saint-Aubin en su correspondencia literaria.

Amigo de Voltaire, a quien elogia en su discurso de recepción en la Academia francesa, y apoyado sobre todo por el duque de Choiseul y su esposa –amante de Luis XV–, el abate recibe prebendas y privilegios, que pierde tras la caída en desgracia de Choiseul. Sin embargo, encuentra en el duque d’Aiguillon un nuevo protector hasta la muerte en 1772 de éste. Los últimos años, con una salud lamentable y en medio del luto en que le sume la muerte de la Chantilly, inicia una nueva relación con la condesa de Turpin, de cuya pequeña Academia de la Sociedad de la Tabla Redonda forma parte; fue ella quien pidió a Voltaire un epitafio para el abate.

El sultán Misapuf sigue la moda de los cuentos de hadas que habían impuesto Perrault y varias autoras, sobre todo Mme. d’Aulnoy; suponía la recreación de un mundo de príncipes y princesas, hadas y genios, encantamientos y eunucos, bosques y oráculos, que servían para la iniciación en el amor de los jóvenes. La publicación en 1704 del primer volumen de la traducción francesa de Las mil y una noches había dado lugar a toda una narrativa orientalizante que pobló de exotismos y voluptuosas formas de vida y amor el imaginario de los lectores franceses, exotismo que se traslada además a la vida cotidiana, reflejándose en los utensilios de los tocadores, en los escenarios y en las artes decorativas.

Un reto mundano, de salón, habría estado, según el «Discurso preliminar», en el origen de esta novela; aunque por debajo fluye la sátira política y religiosa, Voisenon cumple con la apuesta: un cuento de hadas licencioso y, sobre todo, original, pero con aspectos tradicionales en el lenguaje, porque Voisenon recurre a toda la obscenidad de los fabliaux de la Edad Media (cuento «lleno de obscenidades y de porquerías», dirá Grimm, otro ilustrado), con toques de lo maravilloso mitológico y con la frivolidad, desenvoltura e ironía que caracterizaron al abate en los salones. Todo ello velado por perífrasis.