Émilie de Tourville, o La crueldad fraterna
(Émilie de Tourville,
ou la cruauté fraternelle, 1788, 1926)
Nada tan sagrado en una familia como el honor de sus miembros, pero si ese tesoro llega a empañarse, por precioso que pueda ser, quienes están interesados en defenderlo ¿deben hacerlo al precio de cargar ellos mismos con el humillante papel de perseguidor de las desdichadas criaturas que la ofenden? ¿No sería razonable compensar los horrores con que atormentan a su víctima con esa lesión a menudo quimérica que se quejan de haber recibido? ¿Quién es, en fin, más culpable a ojos de la razón, una muchacha débil y engañada, o un pariente cualquiera que, para erigirse en vengador de una familia, se convierte en verdugo de esa infortunada? El suceso que vamos a poner ante los ojos de nuestros lectores tal vez pueda decidir la cuestión.
El conde de Luxeuil, teniente general, hombre de unos cincuenta y seis o cincuenta y siete años, volvía en silla de posta de una de sus tierras de Picardía cuando, al pasar por el bosque de Compiègne, a eso de las seis de la tarde, hacia finales de noviembre, oyó gritos de mujer que le parecieron proceder del recodo de uno de los senderos próximos al camino real que cruzaba; se detiene y ordena a su ayuda de cámara que corría al lado de la silla ir a ver qué ocurre. Se le informa de que es una muchacha de dieciséis a diecisiete años, bañada en sangre, sin que sea posible, no obstante, apreciar dónde están sus heridas, y que suplica que la ayuden; se apea el conde al punto, vuela hacia la infortunada, también le cuesta, debido a la oscuridad, discernir de dónde puede venir la sangre que la mujer pierde, pero por las respuestas que le dan ve finalmente que es de la vena de los brazos, donde se tiene la costumbre de practicar las sangrías.
–Señorita –dijo el conde después de haber cuidado a la criatura en la medida de sus posibilidades–, no me encuentro aquí en situación de preguntaros las causas de vuestras desgracias, y vos apenas estáis en condiciones de explicármelas; os ruego que subáis a mi coche, y que ahora nuestras únicas preocupaciones sean, para vos, tranquilizaros, y, para mí, ayudaros.
Tras decir esto, M. de Luxeuil lleva, asistido por su ayuda de cámara, a la desdichada joven a la silla, y reanudan la marcha.
En cuanto aquella interesante persona se vio a salvo, quiso balbucir algunas palabras de agradecimiento, pero el conde, suplicándole que no hablase, le dijo:
–Mañana, señorita, mañana espero que me digáis todo lo que os concierne, pero hoy, por la autoridad que sobre vos me dan mi edad y la satisfacción de haberos sido útil, os ruego encarecidamente que no penséis en otra cosa que en calmaros.
Llegan; para evitar el escándalo, el conde manda envolver a su protegida en un abrigo de hombre y hace que su ayuda de cámara la lleve a un cómodo aposento en el extremo de su palacete, donde va a verla nada más recibir los abrazos de su mujer y de su hijo, que estaban esperándole, una y otro, a cenar aquella noche.
Cuando fue a ver a su enferma, el conde llevaba con él a un cirujano; reconoce a la joven, la encuentra sumida en una postración indecible; la palidez de su tez casi parecía anunciar que apenas le quedaban unos instantes de vida, pese a no tener herida alguna; en cuanto a su debilidad, provenía, según dijo ella, de la enorme cantidad de sangre que perdía a diario desde hacía tres meses, y cuando iba a explicarle al conde la sobrenatural causa de aquella prodigiosa pérdida, se desmayó, y el cirujano declaró que había que dejarla tranquila y limitarse a administrarle reconstituyentes y cordiales.
Nuestra infortunada joven pasó una noche bastante buena, pero durante seis días no estuvo en condiciones de informar a su bienhechor de los sucesos que le concernían; por fin el séptimo día por la noche, cuando en casa del conde todos ignoraban aún que estaba escondida allí, y sin saber ella misma, por las precauciones tomadas, dónde se encontraba, suplicó al conde que la oyera y le concediese sobre todo su indulgencia, fueran cuales fuesen las faltas que iba a confesar. El señor de Luxeuil tomó asiento, aseguró a su protegida que nunca perdería el interés que le inspiraba, y nuestra bella aventurera comenzó así el relato de sus desgracias.
Historia de Mademoiselle de Tourville
Soy hija, señor, del presidente de Tourville, demasiado conocido y demasiado distinguido como para que no sepáis quién es. Hace dos años que salí del convento, y desde entonces nunca había dejado la casa de mi padre; tras perder a mi madre muy joven, sólo él se cuidaba personalmente de mi educación, y puedo decir que no descuidó nada para dotarme de todas las gracias y todos los encantos de mi sexo. Esas atenciones, esos proyectos que mi padre anunciaba de casarme de la manera más ventajosa posible, quizás incluso con un poco de predilección, todo eso no tardó en despertar la envidia de mis hermanos; uno de ellos, presidente desde hace tres años, acaba de cumplir veintiséis, y el otro, consejero más reciente, pronto tendrá veinticuatro.
De igual manera que no imaginaba que me odiaran tanto, tampoco hoy tengo la menor duda a ese respecto; como no había hecho nada para merecer tales sentimientos de su parte, vivía con la dulce ilusión de que ambos me devolvían lo que mi corazón sentía por ellos. ¡Oh, justo cielo, cómo me equivocaba! Salvo los momentos dedicados a mi educación, disfrutaba en casa de mi padre de la mayor libertad; al ser la única responsable de mi conducta, no se me imponía nada a la fuerza, e incluso desde los dieciocho años tenía permiso para pasear por la mañana con mi doncella, bien por la terraza de las Tullerías, bien por la muralla junto a la que vivíamos, y de hacer, siempre con ella, de paseo o en un carruaje de mi padre, alguna visita a casas de amigos o parientes, con tal de que no fuese a horas en que una joven no debe quedarse a solas en medio de un círculo. De esa funesta libertad proviene toda la causa de mis desgracias, por eso os hablo de ella, señor, ¡ojalá no la hubiera tenido nunca!
Hace un año, cuando paseaba como acabo de deciros con mi doncella, que se llama Julie, por una oscura alameda de las Tullerías, en la que me creía más sola que en la terraza y donde me parecía que respiraba un aire más puro, seis atrevidos jóvenes nos abordan, y nos demuestran, por la indecencia de sus palabras, que nos toman a una y a otra por lo que se llama putas. Horriblemente violenta por semejante escena, y sin saber cómo escapar, iba a buscar mi salvación en la huida cuando un joven al que muy a menudo solía ver paseando solo poco más o menos a las mismas horas que yo, y cuyo aspecto no anunciaba más que honestidad, acertó a pasar en el momento en que yo me encontraba en aquella embarazosa situación.
–Señor –grité llamándole en mi ayuda–, no tengo el honor de que me conozcáis, pero nos encontramos aquí casi todas las mañanas; lo que habéis podido ver de mí debe de haberos convencido de no ser, y de ello me enorgullezco, una mujer que busque aventuras; os ruego encarecidamente que me deis vuestro brazo para acompañarme a mi casa y librarme de estos bandidos.
El señor de…, me permitiréis que calle su nombre por ser demasiadas las razones que me obligan a ello, acude al punto, aleja a los granujas que me rodean, los convence de su error con la cortesía y el respeto con que me aborda, me toma del brazo y me saca inmediatamente del jardín.
–Señorita –me dice poco antes de llegar a mi puerta–, creo prudente dejaros aquí; si os acompaño hasta vuestra casa, habrá que explicar el motivo; y quizá os acarree la prohibición de volver a pasear sola; ocultad, pues, lo que acaba de pasar y seguid yendo como hacéis a esa misma alameda, ya que os agrada y os lo permiten vuestros padres. Yo no dejaré de acudir ni un solo día, y siempre me encontraréis dispuesto a perder la vida si es preciso por enfrentarme a cualquier cosa que turbe vuestra tranquilidad.
Tan oportuna advertencia, tan galante ofrecimiento, todo me hizo fijarme en aquel joven con más interés del que había pensado sentir hasta entonces; al darme cuenta de que tenía dos o tres años más que yo y una figura encantadora, me sonrojé al darle las gracias, y los dardos encendidos de ese dios seductor que hoy es la causa de mi desgracia penetraron hasta mi corazón antes de que tuviera tiempo de impedirlo. Nos separamos, pero por la forma en que M. de… se despedía creí ver que yo había causado en él la misma impresión que él acababa de producir en mí. Entré en casa, me guardé mucho de decir nada y al día siguiente volví a la misma alameda, llevada por un sentimiento más fuerte que yo, que me habría hecho arrostrar todos los peligros que hubieran podido encontrarse… ¿qué digo?, que quizá me hubiera hecho desearlos para tener el placer de ser librada de ellos por el mismo hombre… Tal vez, señor, os esté pintando mi alma con demasiada ingenuidad, mas me habéis prometido indulgencia, y cada nuevo detalle de mi historia os hará ver hasta qué punto la necesito; no es ésta la única imprudencia que me veréis cometer, no será la única vez en que tendré necesidad de vuestra compasión.
El señor de… apareció en la alameda seis minutos después que yo, y, abordándome nada más verme, me dijo:
–¿Puedo atreverme a preguntaros, señorita, si la aventura de ayer ha tenido alguna repercusión, o si os ha causado alguna molestia?
Le aseguré que no, le dije que había aprovechado sus consejos, que le daba por ellos las gracias y que me alegraba de que nada impidiese el placer que sentía yendo a respirar así el aire de la mañana.
–Si en ello encontráis algún aliciente, señorita –prosiguió M. de… con el tono más honesto–, quienes tienen la dicha de encontraros lo sienten sin duda más vivo, y si ayer me tomé la libertad de aconsejaros para no arriesgar nada que pudiera impedir vuestros paseos, realmente no me debéis ningún agradecimiento; me atrevo a aseguraros, señorita, que no lo hice tanto por vos como por mí.
Y mientras decía esto sus miradas se volvían hacia las mías con tal expresividad… Oh, señor, ¡y que a un hombre tan dulce tuviera que deberle un día mi infortunio! Respondí honestamente a sus palabras, nos pusimos a conversar, dimos juntos dos vueltas y M. de… no se despidió sin antes suplicarme que le revelase a quién había sido tan afortunado de haber prestado ayuda la víspera; no creí que debiera ocultárselo, me dijo incluso quién era él y nos separamos. Durante cerca de un mes, señor, no dejamos de vernos así casi todos los días, y ese mes, como fácilmente imagináis, no pasó sin que dejáramos de confesarnos el uno al otro los sentimientos que nos embargaban y sin que nos hubiésemos jurado sentirlos por siempre.
Por último, M. de… me suplicó que le permitiera verme en un lugar menos embarazoso que un jardín público.
–No me atrevo a presentarme en casa de vuestro padre, bella Émilie –me dijo–; como nunca he tenido el honor de conocerle, no tardaría en sospechar el motivo que me lleva a su casa, y ese paso, en lugar de favorecer nuestros proyectos, tal vez los perjudicaría, y mucho; mas, si realmente sois tan bondadosa, tan compasiva como para no querer dejarme morir de pena por no verme otorgado lo que me atrevo a pedir de vos, os indicaré los medios.
Al principio me negué a oírlos, pero no tardé en ser lo bastante débil para preguntarle por ellos. Los medios, señor, eran vernos tres veces por semana en casa de una tal Mme. Berceil, que tenía una tienda de modas en la calle des Arcis, de cuya prudencia y honestidad me respondía M. de… como de su propia madre.
–Puesto que os permiten visitar a vuestra señora tía, que vive, como me habéis dicho, bastante cerca de allí, habrá que fingir que vais a casa de esa tía, hacerle de hecho breves visitas e ir a pasar el resto del tiempo que le habríais dedicado a casa de la mujer que os digo; si preguntan a vuestra tía, responderá que os recibe efectivamente el día que hayáis dicho que vais a verla, por lo tanto sólo se trata de calcular la duración de las visitas, y podéis estar segura de que, dada la confianza que tienen en vos, nunca se les ocurrirá hacerlo.
No os repetiré, señor, todas las objeciones que hice a M. de… para que desistiera de ese proyecto y se percatara de sus inconvenientes; ¿de qué serviría que os diera cuenta de mi resistencia si terminé sucumbiendo? Prometí a M. de… cuanto quiso, veinte luises que dio a Julie sin que yo me enterara hicieron de esta joven su cómplice perfecta, y no hice más que labrar mi perdición. Para hacerla más completa todavía, para embriagarme por más tiempo y más placenteramente con el dulce veneno que se derramaba sobre mi corazón, hice una falsa confidencia a mi tía, le dije que una joven dama amiga mía (a la que ya había advertido para que respondiese en consecuencia) quería tener conmigo la bondad de llevarme tres veces por semana a su palco del Français, que no me atrevía a decírselo a mi padre por miedo a que se opusiera, sino que continuaría diciendo que iba a su casa, y le suplicaba que así lo confirmara ella; después de insistir un poco, convinimos que Julie iría en mi lugar, y que, al volver del teatro, yo pasaría a recogerla para regresar juntas a casa. Le di mil besos a mi tía: ¡fatal ceguera de las pasiones! ¡Le daba las gracias por contribuir a mi perdición, por abrir la puerta a unos extravíos que iban a ponerme al borde de la tumba!
Por fin empezaron nuestras citas en casa de la Berceil; su casa era muy decente, y ella misma una mujer de unos cuarenta años en la que creí que se podía confiar por completo. Por desgracia me fié demasiado de ella y de mi amante… El muy pérfido, ya es hora de confesároslo, señor de…, a la sexta vez que le vi en aquella fatal casa adquirió tal dominio sobre mí, supo seducirme de tal modo que abusó de mi debilidad y me convertí en sus brazos en ídolo de su pasión y en víctima de la mía. Crueles placeres, ¡cuántas lágrimas me habéis costado ya, y con cuántos remordimientos seguiréis desgarrando mi alma hasta el último instante de mi vida!
Un año transcurrió en esa funesta ilusión, señor; yo acababa de cumplir diecisiete; mi padre me hablaba cada día de la conveniencia de un compromiso, y ya podéis imaginar cómo me hacían temblar estas proposiciones cuando una fatal aventura vino por fin a precipitarme en el abismo eterno en que estoy sumida. Triste designio de la Providencia, sin duda, que quiso que algo en lo que yo no tenía la menor culpa fuese a servir para castigar mis verdaderas faltas, para demostrar que nunca podemos escapar de ella, que sigue a todas partes al que se extravía, y que con el acontecimiento más insospechado provoca insensiblemente el otro que debe servir para su venganza.
El señor de… me había avisado un día que cierto asunto inaplazable le privaría del placer de pasar conmigo las tres horas enteras que solíamos estar juntos, que sin embargo acudiría unos minutos antes del término de nuestra cita, aunque sólo fuera para no alterar en lo más mínimo nuestras costumbres; que fuese yo a pasar en casa de la Berceil el tiempo que solía estar en ella, que, de hecho, siempre me divertirían más una o dos horas con esa vendedora y sus hijas que estar completamente sola en casa de mi padre; me creía tan segura con aquella mujer que no puse reparo alguno a lo que mi amante me proponía; así pues prometí que iría, suplicándole que no se hiciera esperar demasiado. Me aseguró que procuraría quedar libre cuanto antes, y yo acudí a la casa; ¡oh, día horrendo para mí!
La Berceil me recibió en la entrada de la tienda, sin permitirme subir a su casa como solía hacer.
–Señorita –me dijo en cuanto me vio–, estoy encantada de que M. de… no pueda venir temprano esta tarde, tengo que confiaros algo que no me atrevo a decir, algo que exige salir las dos ahora mismo un instante, cosa que no habríamos podido hacer de estar él aquí.
–¿Y de qué se trata, señora? –dije yo algo asustada por este preámbulo.
–De nada, señorita, de una tontería –continuó la Berceil–; empezad por calmaros, es la cosa más simple del mundo; mi madre se ha enterado de vuestra intriga; es una vieja arpía escrupulosa como un confesor a la que debo tener contenta sólo por sus escudos; no quiere de ninguna manera que os siga recibiendo; no me atrevo a decírselo a M. de…, pero se me ha ocurrido lo siguiente: voy a llevaros ahora mismo a casa de una de mis compañeras, mujer de mi edad y tan de fiar como yo misma, y os la presentaré para que la conozcáis; si os gusta, le contaré a M. de… que yo os he llevado allí y que os parece bien que vuestras citas tengan lugar en su casa; si no os gusta, cosa que estoy muy lejos de temer, como sólo habremos estado un momento no le diréis nada de nuestra gestión; entonces yo me encargaré de decirle que no puedo seguir prestándole mi casa y que de mutuo acuerdo ya pensaríais en buscar algún otro medio para veros.
Lo que aquella mujer me decía era tan sencillo, el aire y el tono que empleaba tan naturales, mi confianza tan entera y mi candor tan absoluto, que no tuve la menor dificultad en concederle lo que pedía; sólo se me ocurrió manifestar mi pesar por la imposibilidad en que se encontraba, según decía, de continuar prestándonos sus servicios, se los agradecí de todo corazón, y salimos a la calle. La casa a la que me llevaba estaba en la misma calle, a sesenta u ochenta pasos de distancia a lo sumo de la de Berceil; nada vi en el exterior que me desagradara, una puerta cochera, hermosos ventanales a la calle, un aire de decencia y de pulcritud en todo; sin embargo, una voz secreta parecía gritar, en el fondo de mi corazón, que algún hecho singular me esperaba en aquella fatal casa; sentía una especie de repugnancia en cada escalón que subía, todo parecía decirme: ¿Adónde vas, desdichada? Aléjate de estos pérfidos lugares… Llegamos no obstante, entramos en una antesala bastante hermosa donde no encontramos a nadie, y de ahí a un salón que se cerró a nuestras espaldas, como si hubiera alguien escondido detrás de la puerta… Me estremecí, aquel salón estaba muy oscuro, apenas se veía para cruzarlo; no habíamos dado tres pasos cuando me sentí agarrada por dos mujeres, entonces se abrió un gabinete y vi a un hombre de unos cincuenta años en medio de otras dos mujeres que gritaron a las que me habían sujetado: «Desnudadla, desnudadla y no la traigáis hasta que esté completamente desnuda». Recobrada de la confusión en que me hallaba desde que aquellas mujeres me habían puesto las manos encima, viendo que mi salvación dependía más de mis gritos que de mi espanto, grité con todas mis fuerzas. La Berceil hizo cuanto pudo para calmarme.
–Es cosa de un minuto, señorita –decía–, sed más complaciente, os lo ruego, y me habréis hecho ganar cincuenta luises.
–Infame arpía –exclamé–, no creáis que vais a traficar así con mi honor, me tiraré por la ventana si no me dejas salir de aquí al instante.
–Iríais a parar a un patio nuestro, donde os volverían a coger enseguida, hija mía –dijo una de aquellas malvadas mientras me arrancaba las ropas–. Así que, creedme, lo mejor es que os dejéis hacer…
¡Oh señor!, ahorradme el resto de los horribles detalles. En un instante me desnudaron, acallaron mis gritos con bárbaros procedimientos y fui arrastrada hacia el indigno hombre que, burlándose de mis lágrimas y divirtiéndose con mi resistencia, sólo se preocupaba por tener a su merced a la infortunada víctima cuyo corazón desgarraba; dos mujeres no dejaron ni un momento de sujetarme y de entregarme a aquel monstruo, quien, dueño de hacer cuanto quería, sólo apagó el fuego de su culpable ardor con tocamientos e impuros besos, que me dejaron sin ultrajes…
Enseguida me ayudaron a vestirme y me volvieron a dejar en manos de la Berceil, anonadada, confundida, entregada a una especie de dolor sombrío y amargo que vertía mis lágrimas en el fondo de mi corazón; lancé una mirada furiosa sobre aquella mujer…
–Señorita –me dijo en medio de una horrible turbación, antes de abandonar la antesala de aquella funesta casa–, me doy perfecta cuenta de todo el horror que acabo de cometer, pero os ruego que me perdonéis… y que reflexionéis antes de entregaros a la idea de provocar un escándalo; si le contáis esto a M. de…, por más que digáis que os han arrastrado, es un tipo de falta que nunca os perdonará, y habréis roto para siempre con el hombre que más os importa conservar, pues no tenéis otro medio de reparar el honor que os arrebata que obligándole a casarse con vos. Y podéis estar segura de que nunca lo hará si le decís lo que acaba de ocurrir.
–¡Miserable!, ¿por qué me has precipitado en este abismo, por qué me has puesto en tal situación que tengo que engañar a mi amante, o perderle, y mi honor con él?
–Más despacio, señorita, no hablemos sino de lo que ha pasado, el tiempo apremia, ocupémonos de lo que hay que hacer. Si habláis, estáis perdida; si no decís una palabra, mi casa siempre estará abierta para vos, nunca seréis traicionada por nadie, y seguiréis con vuestro amante; pensad si la pequeña satisfacción de una venganza de la que en el fondo me burlaría, pues, conociendo vuestro secreto, siempre impediría a M. de… hacerme ningún daño, ved, os digo, si el pequeño placer de esa venganza os compensará de todos los males que os ha de acarrear…
Dándome perfecta cuenta entonces de con qué indigna mujer tenía que vérmelas, y convencida de la fuerza de sus razones por más horribles que fuesen, le dije:
–Salgamos, señora, salgamos, no me hagáis seguir más tiempo aquí; no diré una palabra, haced vos lo mismo; me serviré de vos, porque no podré romper sin desvelar infamias que me importa mucho callar, pero en el fondo de mi corazón tendré la satisfacción al menos de odiaros y despreciaros tanto como merecéis.
Volvimos a casa de la Berceil… Santo cielo, qué nueva agitación se apoderó de mí cuando nos dijeron que M. de… había ido, que le habían dicho que la señora había salido por asuntos urgentes y que la señorita aún no había llegado; al mismo tiempo, una de las muchachas de la casa me entregó una nota que él había escrito a toda prisa para mí. Sólo contenía estas palabras: «No os encuentro, imagino que no habéis podido venir a la hora acostumbrada, no podré veros está tarde, me es imposible esperar, hasta pasado mañana sin falta».
Aquella nota no me calmó en absoluto, la frialdad que contenía me parecía de mal augurio…; no esperarme, tan poca paciencia…; todo aquello me agitaba hasta un punto que me resulta imposible describiros; ¿no podía habernos visto salir, habernos seguido, y, si lo había hecho, no estaba yo perdida? La Berceil, tan inquieta como yo, preguntó a todo el mundo, le dijeron que M. de… había llegado tres minutos después de que hubiéramos salido, que había dado la impresión de estar muy inquieto, que se había retirado inmediatamente y que había vuelto quizá media hora más tarde para escribir aquella nota. Más preocupada todavía, mandé en busca de un coche…, pero ¿podéis creer, señor, hasta qué extremo de desvergüenza osó aquella indigna mujer llevar la depravación?
–Señorita –me dijo al ver que me iba–, no digáis nunca una palabra de todo esto, no ceso de aconsejároslo, pero si por desgracia llegáis a romper con M. de…, hacedme caso, aprovechad vuestra libertad para pasarlo bien, eso vale mucho más que un amante; sé que sois una señorita respetable, pero sois joven, y seguramente os dan muy poco dinero, y siendo tan bonita como sois os haré ganar cuanto queráis… Vamos, vamos, no sois la única, hay muchas muy encopetadas que se casan con condes o marqueses, como vos podréis hacer un día, y que, bien por sí mismas, bien por mediación de su gobernanta, han pasado por nuestras manos lo mismo que vos; tenemos personas apropiadas para esa clase de pequeñas muñecas como vos, ya lo habéis visto, se sirven de ellas como de una rosa, las huelen y no las marchitan; adiós, querida, y no nos enfademos, ya veis que aún puedo seros útil.
Lancé una mirada de espanto sobre aquella criatura y salí a toda prisa sin responderle; recogí a Julie en casa de mi tía, como solía hacer, y volví a casa.
No tenía ningún medio de decirle nada a M. de…, como nos veíamos tres veces a la semana no solíamos escribirnos, por lo que había que esperar hasta el momento de la cita… ¿Qué iba él a decirme…, qué le respondería yo? Si le ocultaba lo que había ocurrido, ¿no corría el mayor de los peligros en caso de que llegara a descubrirse?, ¿no era mucho más prudente confesarle todo? Todas estas diferentes combinaciones me mantenían en un estado de indecible inquietud. Por fin me decidí a seguir el consejo de la Berceil, y, totalmente segura de que aquella mujer era la primera interesada en el secreto, me resolví a imitarla y a no decir nada… Ah, justo cielo, ¡de qué me servían todas estas elucubraciones si ya no debía volver a ver a mi amante y si el rayo que iba a estallar sobre mi cabeza centelleaba ya por todas partes!
Mi hermano mayor me preguntó, al día siguiente de todo aquello, por qué me tomaba la libertad de salir completamente sola tan gran número de veces a la semana y a tales horas.
–Voy a pasar la tarde a casa de mi tía –le dije.
–Eso es falso, Émilie, hace un mes que no habéis puesto allí los pies.
–Bueno, querido hermano –respondí temblando–, voy a confesároslo todo: una de mis amigas, a la que conocéis bien, Mme. de Saint-Clair, tiene la amabilidad de llevarme tres veces por semana a su palco del Français; no me he atrevido a decir nada por miedo a que mi padre lo desaprobase, pero mi tía lo sabe perfectamente.
–¿Vais entonces al teatro? –me dijo mi hermano–; habríais podido decírmelo, os habría acompañado, todo hubiera sido más sencillo… Pero sola, con una mujer a la que ningún parentesco os une y que es casi tan joven como vos…
–Vamos, vamos, amigo mío –dijo mi otro hermano, que se había acercado mientras hablábamos–, la señorita tiene sus placeres, no hay que estorbárselos… Busca marido probablemente, y con esa conducta tendrá una infinidad de partidos…
Y los dos me volvieron la espalda con sequedad. Esa conversación me asustó; sin embargo, me pareció que mi hermano mayor había quedado bastante convencido de la historia del palco, creí que había conseguido engañarle y que no seguiría adelante; por otra parte, a menos que uno y otro me hubieran dicho más, a menos que me hubieran encerrado, nada en el mundo habría sido suficientemente violento para impedirme acudir a la siguiente cita; era demasiado importante para mí tener una explicación con mi amante para que nada en el mundo pudiera impedirme ir a verle.
En cuanto a mi padre, seguía siendo el de siempre, y, como me idolatraba, no sospechaba ninguna de mis faltas ni me molestaba nunca sobre nada. ¡Qué crueldad tener que engañar a unos padres así, y cómo los remordimientos que nacen de ese engaño siembran espinas en los placeres que se compran a expensas de traiciones de esta clase! Funesto ejemplo, cruel pasión: ¡ojalá podáis librar de mis errores a quienes se encuentren en el mismo caso que yo, y ojalá las penas que me han costado mis criminales placeres las detengan al menos al borde del abismo, si alguna vez oyen mi deplorable historia!
Por fin llega el fatal día, salgo con Julie y me escabullo como de costumbre, la dejo en casa de mi tía y enseguida llego en mi carruaje a casa de la Berceil. Me apeo… El silencio y la oscuridad que reinan en aquella casa me alarman y asombran en el primer momento… No encuentro ninguna cara conocida, sólo aparece una vieja a la que nunca había visto y a la que iba a ver demasiado para mi desgracia, que me dice que me quede en la sala donde estoy, que M. de…, y me lo nombra, vendrá a reunirse conmigo enseguida. Un frío universal se apodera de mis sentidos y me derrumbo en un sillón sin fuerzas para decir una sola palabra; nada más hacerlo, mis dos hermanos aparecen ante mí, pistola en mano.
–¡Miserable! –grita el mayor–, así es cómo nos engañas; si opones la menor resistencia, si das un solo grito, te matamos. Síguenos, vamos a enseñarte a traicionar al mismo tiempo a la familia que deshonras y al amante al que te entregabas.
Tras estas últimas palabras me abandonó por entero el conocimiento, y cuando recobré mis sentidos me encontré en el fondo de una carroza que me pareció ir a gran velocidad, entre mis dos hermanos y la vieja de la que acabo de hablar, con las piernas atadas y las dos manos sujetas por un pañuelo; las lágrimas, contenidas hasta entonces por el exceso de dolor, se abrieron paso en abundancia y durante una hora permanecí en un estado que, por culpable que yo pudiera ser, habría conmovido a cualquier otro excepto a los dos verdugos de los que dependía. No me hablaron durante el trayecto, yo imité su silencio y me abismé en mi dolor; por fin, al día siguiente, a las once de la mañana, llegamos a un castillo situado entre Coucy y Noyon, en el fondo de un bosque, que pertenecía a mi hermano mayor; el carruaje entró en el patio, me ordenaron quedarme allí hasta que caballos y sirvientes fueran alejados; entonces mi hermano mayor vino a buscarme. «Seguidme», me dijo brutalmente tras haberme desatado. Obedezco temblando… ¡Dios, qué espanto al ver el lugar de horror que iba a servirme de encierro! Era una habitación baja, sombría, húmeda y oscura, con barrotes por todas partes y donde un poco de luz penetraba por una ventana que daba a un enorme foso lleno de agua.
–Aquí tenéis vuestra habitación, señorita –me dijeron mis hermanos–, una hija que deshonra a su familia sólo puede estar bien aquí… Vuestra comida será proporcionada al resto del tratamiento; esto es lo que se os dará –continuaron mostrándome un trozo de pan como el que se da a los animales–, y como no queremos haceros sufrir mucho tiempo, y como por otro lado pretendemos privaros de cualquier medio de salir de aquí, estas dos mujeres –dijeron señalándome a la vieja y a otra más o menos parecida que habíamos encontrado en el castillo–, estas dos mujeres están encargadas de sangraros los dos brazos tantas veces por semana como os reuníais con M. de… en casa de la Berceil; insensiblemente, eso esperamos al menos, este régimen os llevará a la tumba y nosotros sólo nos quedaremos realmente tranquilos cuando sepamos que la familia se ha librado de un monstruo como vos.
Tras estas palabras ordenan a las mujeres agarrarme, y delante de ellos, los muy malvados, perdonadme, señor, esta expresión, delante de ellos…, los muy crueles me hicieron sangrar de los dos brazos a la vez y sólo ordenaron detener aquel cruel tratamiento cuando me vieron desmayada… Vuelta en mí, los encontré aplaudiéndose por su barbarie, como si hubieran querido que todos los golpes cayeran sobre mí a la vez, como si se hubieran complacido desgarrando mi corazón en el mismo instante que derramaban mi sangre; el mayor sacó una carta de su bolsillo y presentándola me dijo:
–Leed, señorita, leed, y sabréis a quién debéis vuestras desgracias…
La abro temblando, mis ojos apenas tienen fuerza para reconocer aquellos funestos caracteres: ¡oh, gran Dios!…, era mi propio amante, era él quien me traicionaba; esto era lo que contenía aquella carta cruel, sus palabras siguen impresas en mi corazón con trazos de sangre:
He cometido la locura de amar a vuestra hermana, señor, y la imprudencia de deshonrarla; estaba dispuesto a reparar todo; devorado por mis remordimientos, iba a caer a los pies de vuestro padre, a confesarme culpable y a pedirle a su hija; habría estado seguro del consentimiento del mío y estaba decidido a perteneceros; en el momento en que se formaban estas resoluciones…, mis ojos, mis propios ojos me convencen de que tengo enfrente a una ramera que, a la sombra de las citas que dirigía un sentimiento honesto y puro, osaba ir a saciar los infames deseos del más crapuloso de los hombres. No esperéis, pues, ninguna reparación de mí, señor, no os la debo, a vos sólo os debo el abandono, y a ella el odio más inviolable y el desprecio más resuelto. Os envío las señas de la casa adonde vuestra hermana iba a corromperse, señor, para que podáis verificar si os engaño.
Nada más leer estas funestas palabras volví a quedar postrada en el estado más horrible… No, me decía a mí misma mesándome los cabellos, no, cruel, nunca me has amado; si el más ligero sentimiento hubiera encendido tu corazón, ¿me habrías condenado sin oírme, me habrías supuesto culpable de semejante crimen cuando eras tú a quien yo adoraba?… ¡Pérfido!, y es tu mano la que me entrega, es ella la que me precipita en brazos de los verdugos que van a hacerme morir lentamente un día…, y morir sin que tú me justifiques…, morir despreciada por todo lo que adoro, cuando nunca le he ofendido voluntariamente, cuando nunca he sido más que la víctima y la engañada, ¡oh, no, no, esta situación es demasiado cruel, soportarla está por encima de mis fuerzas! Y postrándome llorando a los pies de mis hermanos, les supliqué que me escucharan o que acabaran de verter mi sangre gota a gota y me hicieran morir al instante.
Consintieron en escucharme; les conté mi historia, pero deseaban mi perdición y no me creyeron: me trataron todavía peor; después de haberme abrumado a insultos, después de haber encomendado a las dos mujeres que ejecutaran punto por punto su orden so pena de la vida, me dejaron, asegurándome fríamente que esperaban no volver a verme jamás.
En cuanto se hubieron marchado, mis dos guardianas me dejaron pan, agua, y me encerraron, pero por lo menos estaba sola y podía entregarme al arrebato de mi desesperación, y me sentía menos desdichada. Los primeros impulsos de mi desesperación me llevaron a quitarme las vendas de los brazos y a dejarme morir permitiendo que mi sangre siguiera fluyendo. Mas la horrible idea de dejar de vivir sin haberme justificado ante mi amante me desgarraba con tal violencia que nunca pude decidirme por esa solución; un poco de calma devuelve la esperanza…, la esperanza, ese sentimiento consolador que siempre nace en medio de las penas, divino presente que la naturaleza nos ofrece para compensarlas o suavizarlas… No, me dije, no moriré sin verle, eso es lo que debo intentar, ésa debe ser mi única preocupación; si persiste en creerme culpable, entonces habrá llegado el momento de morir y al menos lo haré sin lamentarlo, porque es imposible que la vida pueda tener encanto alguno para mí cuando haya perdido su amor.
Una vez tomada esta resolución, decidí no descuidar ninguno de los medios que pudieran librarme de aquella odiosa morada. Hacía cuatro días que venía consolándome con este pensamiento cuando mis dos carceleras reaparecieron para renovar mis provisiones y hacerme perder a un tiempo las pocas fuerzas que ellas mismas me daban; volvieron a sangrarme en ambos brazos, y me dejaron tendida en el camastro sin fuerzas para moverme; reaparecieron al octavo día, y como me postré a sus plantas pidiéndoles compasión, sólo me sangraron en un brazo. En fin, así transcurrieron dos meses durante los que me sangraron sin cesar alternativamente en uno y otro brazo, cada cuatro días. La fuerza de mi temperamento me sostuvo, mi edad, el desmesurado deseo que tenía de escapar de aquella horrible situación, la cantidad de pan que comía a fin de reparar mi agotamiento y de poder llevar a cabo mis propósitos, todo me ayudó, y, desde el principio del tercer mes, bastante afortunada para haber agujereado uno de los muros, para haberme introducido, por el boquete practicado, en una estancia vecina que no cerraba ningún barrote y haberme evadido por fin del castillo, trataba de ganar a pie como podía la carretera de París cuando mis fuerzas me abandonaron por completo en el lugar en que me encontrasteis, y recibí de vos, señor, la generosa ayuda que mi sincero reconocimiento os agradece tanto como le es posible, y que me atrevo a suplicaros que no cese hasta que me entreguéis a mi padre a quien sin duda han engañado y que nunca será tan bárbaro como para condenarme sin permitirme demostrarle mi inocencia. Reconoceré que he sido débil, pero enseguida verá que no soy tan culpable como las apariencias parecen demostrar, y con vuestra ayuda, señor, no sólo habréis devuelto la vida a una desdichada criatura que no cesará de agradecéroslo, sino que además habréis devuelto el honor a una familia que cree haberlo perdido injustamente.
–Señorita –dijo el conde de Luxeuil después de haber prestado toda la atención posible al relato de Émilie–, es difícil veros y oíros sin sentir por vos el más vivo interés; sin duda no habéis sido tan culpable como pudiera creerse, pero vuestra conducta revela cierta imprudencia que debe resultaros difícil disimular.
–¡Oh, señor!
–Escuchadme, señorita, os lo suplico, escuchad al hombre que más deseos tiene de serviros. La conducta de vuestro amante es espantosa, y no sólo injusta, pues debía informarse mejor y veros, sino además cruel; si alguien está prevenido hasta el punto de no querer volver con una mujer, en ese caso se la abandona, pero no se la denuncia a su familia, no se la deshonra, no se la entrega indignamente a quienes han de condenarla, no se les incita a vengarse… Así pues, repruebo infinitamente la conducta de aquel al que amabais…, pero la de vuestros hermanos es mucho más indigna todavía, es atroz desde todos los puntos de vista. Faltas de esta clase no merecen castigos semejantes; las cadenas nunca han servido de nada; en casos tales, uno guarda silencio y no se priva de la sangre ni de la libertad a los culpables; esos odiosos medios deshonran más a quienes los utilizan que a sus víctimas, se han ganado su odio, han provocado un escándalo y no han resuelto nada. Por preciosa que para nosotros sea la virtud de una hermana, su vida debe tener a nuestros ojos un valor mucho mayor, el honor se puede devolver, pero no la sangre una vez derramada; esa conducta es tan horrible que con toda seguridad sería castigada si fuera denunciada ante el gobierno, pero empleando tales medios no haríais más que imitar los de vuestros perseguidores, no haríais más que hacer público lo que se debe acallar, no son ésos los medios a los que debemos recurrir. Por lo tanto, actuaré de forma completamente distinta para ayudaros, señorita, pero os advierto que sólo puedo hacerlo con las siguientes condiciones: primero, que habéis de darme por escrito la dirección de vuestro padre, de vuestra tía, de la Berceil, y del hombre al que os llevó la Berceil; y segundo, señorita, que me digáis el nombre, sin poner traba alguna, de la persona a la que amáis. Es tan esencial esta cláusula que no os oculto que me será totalmente imposible prestaros mi ayuda en nada si continuáis ocultándome el nombre que exijo.
Émilie, confusa, empieza por cumplir con todo detalle la primera condición, y tras haber dado esas direcciones al conde, dice ruborizándose:
–Entonces, señor, exigís que os diga el nombre de mi seductor.
–Desde luego, señorita, no puedo hacer nada sin eso.
–Bien, señor… es el marqués de Luxeuil…
–El marqués de Luxeuil –exclamó el conde sin poder ocultar la emoción en que le sumía el nombre de su hijo¿ha sido capaz de algo semejante, él…?
Y, recuperándose, prosiguió:
–Lo reparará, señorita…, lo reparará y seréis vengada… Tenéis mi palabra, adiós.
La asombrosa agitación en que la última confidencia de Émilie acababa de sumir al conde de Luxeuil, sorprendió notablemente a aquella desdichada, temió haber cometido una indiscreción; sin embargo, las palabras pronunciadas por el conde al salir la tranquilizaron, y sin comprender en absoluto la relación de todos aquellos hechos, que no podía discernir por no saber dónde se encontraba, decidió esperar con paciencia el resultado de las gestiones de su benefactor, y los cuidados que no cesaba de recibir mientras aquéllas se hacían acabaron por calmarla y por convencerla de que estaban ocupándose de su felicidad.
Y de todo ello quedó plenamente convencida cuando cuatro días después de las explicaciones que había dado, vio entrar al conde en su habitación trayendo consigo de la mano al marqués de Luxeuil.
–Señorita –le dijo el conde–, aquí tenéis al mismo tiempo al autor de vuestros infortunios y a quien viene a repararlos suplicándoos de rodillas que no le neguéis vuestra mano.
Tras estas palabras, el marqués se arroja a los pies de aquella a la que adora, mas la sorpresa había sido demasiado viva para Émilie; sin excesivas fuerzas todavía para sostenerse, se había desmayado en brazos de la mujer que la servía; gracias a los cuidados, no tardó, sin embargo, en recobrar el uso de sus sentidos y, al encontrarse en brazos de su amante, le dijo derramando un torrente de lágrimas:
–¡Hombre cruel, qué sufrimientos habéis causado a la que amabais! ¿Podéis creerla capaz de la infamia que llegasteis a sospechar? Amándoos, Émilie podía ser víctima de su debilidad y de los engaños de los demás, pero nunca podía ser infiel.
–Tú, a quien adoro –exclamó el marqués–, perdona un horrible arrebato de celos fundado en apariencias engañosas; ahora todos estamos completamente seguros, pero esas funestas apariencias, ¿no estaban por desgracia contra ti?
–Si de verdad me hubierais querido, Luxeuil, no me habríais creído capaz de engañaros, teníais que prestar menos oídos a vuestra desesperación que a los sentimientos que yo me hacía la ilusión de haberos inspirado. Que este ejemplo enseñe a mi sexo que es casi siempre por un amor excesivo…, que es casi siempre por ceder demasiado pronto por lo que perdemos la estima de nuestros amantes… Oh Luxeuil, si me hubierais amado más, si yo os hubiera amado menos deprisa… me habéis castigado por mi debilidad, y lo que debía reafirmar vuestro amor es lo que os hizo sospechar del mío.
–Que una y otra parte olviden todo –interrumpió el conde–; Luxeuil, vuestra conducta es censurable y si no os hubierais ofrecido a repararla al instante, si no hubiera comprobado yo esa voluntad en vuestro corazón, no habría vuelto a veros en toda mi vida. Cuando se ama de verdad, decían nuestros antiguos trovadores, si se ha oído, si se ha visto algo en contra de la amada, no se debe creer ni a los oídos ni a los ojos, sólo hay que escuchar al corazón[1]. Espero vuestro restablecimiento con impaciencia, señorita –prosiguió el conde dirigiéndose a Émilie–, sólo quiero devolveros a casa de vuestros padres en calidad de esposa de mi hijo, y me precio de que no rehusarán unirse a mí para reparar vuestras desgracias; si no lo hacen, os ofrezco mi casa, señorita; vuestro matrimonio se celebrará aquí, y hasta mi último suspiro no dejaré de ver en vos una querida nuera, de la que siempre me sentiré honrado, se apruebe o no se apruebe su himeneo.
Luxeuil se arrojó en brazos de su padre, Mlle. de Tourville se deshacía en lágrimas estrechando las manos de su benefactor, y la dejaron sola varias horas para que se recobrara de una escena cuya excesiva duración hubiera perjudicado un restablecimiento que ambas partes deseaban con tanto ardor.
Por fin, quince días después de su regreso a París, Mlle. de Tourville se encontró en condiciones de levantarse y montar en coche; el conde mandó que le pusieran un vestido blanco análogo a la inocencia de su corazón, no se regateó nada para realzar el esplendor de sus encantos, que un resto de palidez y de debilidad volvía más interesantes aún; el conde, ella y Luxeuil se trasladaron a casa del presidente de Tourville, que no había sido advertido de nada y cuya sorpresa fue enorme al ver entrar a su hija. Estaba en compañía de sus dos hijos, cuyas frentes se fruncieron de cólera y de rabia ante aquella inesperada aparición; sabían que su hermana se había evadido, pero la creían muerta en algún rincón del bosque y se consolaban, como puede verse, con la mayor facilidad del mundo.
–Señor –dijo el conde presentando a Émilie a su padre–, aquí tenéis a la inocencia misma, que devuelvo a vuestras plantas –y Émilie se precipitó a sus pies–… Imploro su perdón, señor –prosiguió el conde–, y no sería yo quien os lo pidiese si no estuviera seguro de que lo merece; además, señor –continuó rápidamente–, la mejor prueba que puedo daros de la profunda estima que siento por vuestra hija, es que os la pido para mi hijo. Nuestros rangos están hechos para unirse, señor, y si hubiera alguna desproporción por mi parte en cuanto a los bienes, vendería cuanto tengo para dotar a mi hijo con una fortuna digna de ser ofrecida a vuestra hija. Decidid, señor, y permitidme que no me despida antes de obtener vuestra palabra.
El viejo presidente de Tourville, que siempre había adorado a su querida Émilie, que en el fondo era la bondad personificada y que, incluso por la excelencia de su carácter, ya no ejercía su cargo desde hacía más de veinte años, el viejo presidente, repito, bañando de lágrimas el seno de aquella querida hija, respondió al conde que se consideraba plenamente satisfecho por aquella elección, que lo único que le afligía era que su querida Émilie no fuese digna de ella; y el marqués de Luxeuil, postrándose entonces a las plantas del presidente, le suplicó que le perdonara sus faltas y le permitiera repararlas. Todo fue prometido, todo se arregló, todo se calmó por ambas partes, sólo los hermanos de nuestra interesante heroína se negaron a compartir la alegría general, y la rechazaron cuando ella avanzó hacia ellos para abrazarlos; el conde, enfurecido por semejante proceder, quiso detener a uno de ellos que trataba de salir de la estancia. El señor de Tourville gritó al conde:
–Dejadles, señor, dejadles, me engañaron de una forma horrible; si esta querida niña hubiera sido tan culpable como ellos me dijeron, ¿consentiríais acaso en darla a vuestro hijo? Han turbado la felicidad de mis días privándome de mi Émilie… Dejadles…
Y aquellos miserables salieron llenos de rabia. Entonces el conde informó a M. de Tourville de todos los horrores de sus hijos y de las verdaderas faltas de su hija; el presidente, viendo la escasa proporción que había entre las faltas y la indignidad del castigo, juró que nunca más volvería a ver a sus hijos; el conde le calmó y le hizo prometer que borraría aquella conducta de su memoria. Ocho días después se celebró el matrimonio, sin que los hermanos se dignasen hacer acto de presencia; pero prescindieron de ellos, no se les echó en falta; el señor de Tourville se contentó con recomendarles el mayor silencio so pena de mandar encerrarlos, y callaron, pero no lo suficiente, sin embargo, como para no jactarse ellos mismos de su infame proceder condenando la indulgencia de su padre, y quienes tuvieron noticia de esta desdichada aventura exclamaron, horrorizados ante los atroces detalles que la caracterizan:
–¡Oh justo cielo!, ¡he ahí los horrores que tácitamente se permiten quienes se dedican a castigar las faltas ajenas! ¡Cuánta razón tienen los que dicen que tales infamias están reservadas a esos frenéticos e ineptos acólitos de la ciega Temis[2], que, educados en un imbécil rigorismo, insensibles desde su infancia a los gritos del infortunio, manchados de sangre desde la cuna, censurándolo todo y entregándose a todos, imaginan que la única forma de cubrir sus secretas bajezas y sus públicas prevaricaciones es la de exhibir una actitud de rigidez que, asimilándolos por fuera a las ocas y a los tigres por dentro, no tiene, sin embargo, otro objeto, al mancillarlos de crímenes, que infundir respeto a los necios y hacer que el hombre sensato deteste tanto sus odiosos principios como sus sanguinarias leyes y a sus despreciables individuos!