Confesión de una joven
(Confession d’une jeune fille, 1784)
Carta IX
Confesión de una joven
Había helado un poco, Milord, la noche de Navidad, preparando una bella jornada para el día siguiente. Por la mañana el tiempo era suave, el cielo hermoso, el sol caldeaba la atmósfera. A eso de mediodía una gran afluencia de gente se había dirigido a las Tullerías, a la terraza des Feuillants[1], lugar habitual del paseo en esa estación. También es ahí donde el señor conde de Aranda[2] suele tomar el aire una vez al día por lo menos. Allí me había encontrado con este caballero; y charlaba con él cuando observamos un gran movimiento al pie de esa terraza; los suizos, los guardas del jardín acudían de todas partes seguidos por la multitud; nos acercamos y reconocimos con bastante claridad a la condesita. Debo recordaros que así es como en la Corte, donde todo se pinta de color de rosa, se califica a Mme. Gourdan[3], esa famosa celestina de la que os he hablado varias veces[4]. La acompañaba una ninfa muy bien vestida, muy bonita y muy joven; todavía era una niña. Llevaba algo desordenadas las ropas y lloraba mucho; en cuanto a la otra, estaba encendida, vomitaba imprecaciones y tenía todas las trazas de una arpía; las precedía un anciano consternado de dolor, de fisonomía bastante noble, pero vestido como un hombre de campo. No tardó en correr el rumor de que, cuando este aldeano buscaba a su hija, que había desaparecido de su pueblo hacía un tiempo, había creído reconocerla a pesar de la elegante indumentaria con la que nunca la había visto; que se había dirigido a la joven, la había tratado con dureza, y había querido apoderarse de ella y recuperarla, a lo que se habían opuesto, por una parte, la madre abadesa, y, por otra, y con más fuerza, la joven, que aparentaba ignorar quién era, lo que él decía o lo que exigía; y que el patán, furioso por verse desconocido de aquel modo y renegado por su propia sangre, le había dado un par de bofetadas, delito que ocasionaba todo aquel tumulto. Los llevaban al castillo para recibir las órdenes del señor gobernador o del oficial al mando[5].
El caballero español es aficionado al bello sexo; y, como sabéis, yo no lo soy menos; nos interesamos por la suerte de la joven, y quisimos saber lo que se decidiría. En ese instante vi alejarse del paseo y correr a palacio a M. Clos, el teniente general del prebostazgo de palacio[6]; supuse que iba a cumplir con sus deberes; el azar quería que yo cenase con él ese mismo día, en casa del marqués de Villette[7], donde se aloja; me felicité por ello y prometí al conde informarle al día siguiente con todo lujo de detalles sobre la aventura en la terraza en la que nos dimos cita.
Mis conjeturas eran acertadas; a su llegada, M. Clos nos confirmó la veracidad de los rumores difundidos entre el público. Nos dijo que no dudaba de que la joven fuese hija del campesino; pero que, como el acto de corrección ejercido con ella por aquel infortunado padre era un delito tanto en sí mismo como en razón de su publicidad, y más todavía debido al lugar regio, no había podido evitar, por justa que en el fondo fuera la reclamación del aldeano, enviarlo a prisión, a la vez que mandaba liberar a las dos mujeres con la obligación de ir a las cinco de la tarde a su palacio para ser interrogadas. Juzgad el enorme ardor de los comensales por conocer el resultado: se preció de poder satisfacer nuestra curiosidad y de ir cuando menos a vernos. Le esperamos y, en efecto, a eso de las nueve nos informó de que el problema sólo había sido de conciliación; que lo había arreglado de inmediato; que, por supuesto, el caso había requerido idas y venidas que le habían retenido hasta aquel momento. De acuerdo con su relato, la joven resultaba ser realmente hija del campesino; pero, además de que la inclinación que sentía por el libertinaje no le permitía seguir viviendo ni en un pueblo ni en la casa paterna, estaba embarazada y en estado avanzado, espectáculo bastante escandaloso entre las gentes de condición humilde; en fin, que se había puesto bajo la salvaguarda de la Academia Real de Música haciéndose inscribir como supernumeraria en ese teatro, de manera que su padre y su madre ya no tenían derecho alguno sobre ella[8]. El anciano, hombre de sentido común, se había visto obligado a rendirse ante tales razones y a desistir de una autoridad que en el futuro sólo habría podido ejercer para desgracia de su hija y por consiguiente para la suya propia. El señor Clos, creyendo compensarle, había exigido que Mme. Gourdan le diese la cantidad de veinticinco luises por los gastos de su viaje; pero el aldeano, tras rechazarlos horrorizado, había declarado que no quería nada; que la infamia no se tapaba con dinero; que no le quedaba otra resolución que olvidar que hubiera tenido nunca una hija. Se rindió admiración a la energía de carácter del aldeano, a la nobleza de su rechazo; se reflexionó sobre su mala estrella, que le había hecho salir de su casa para correr tras su hija, que le había permitido encontrarla sin poder recuperarla o detener sus extravíos, y que, como recompensa a tantos cuidados, penas y dolores, había terminado llevándolo a una prisión. No tardaron en dejar paso estas filosóficas reflexiones a un interés más vivo y natural por la joven; creció la curiosidad sobre ella, se acosó a preguntas a M. Clos, que sonrió y dijo: «Caballeros, os tengo preparada una agradable sorpresa con la que no contáis: he devuelto a Mme. Gourdan a sus funciones y he retenido a Mlle. Safo, pues así se llama la ninfa; si queréis seguirme y subir, cenaréis con ella»[9].
En casa de M. Clos encontramos a la criatura más encantadora posible; su embarazo aún no se notaba, y en el rostro tenía toda la ingenuidad de la infancia; aún estaba conmocionada por la escena del día; las lágrimas rodaban de sus ojos, pues a su edad no podía haber perdido todo cariño por su padre, al que acababa de afligir de forma tan cruel. Los cumplidos, las galanterías insulsas y las caricias disiparon fácilmente aquella impresión de tristeza; recuperó su alegría, se formó un círculo alrededor de la lumbre, ella se sentó en el centro y nos contó su historia de la siguiente manera.
Soy del pueblo de Villiers-le-Vel; mi padre es un labrador que vive con cierta holgura pues trabajan él, su mujer y sus hijos; a mí siempre me han repugnado las ocupaciones del campo. Mientras ellos iban a sus faenas, me dejaban en casa para que me ocupase del hogar, y con frecuencia lo hacía muy mal, por lo que me reñían y maltrataban. Mi carácter me impulsa únicamente hacia la coquetería. Desde la infancia sentí un placer muy vivo en mirarme en los arroyos, en las fuentes, en un cubo de agua; cuando iba a casa del señor cura, no podía apartar los ojos del espejo. También era muy limpia por lo que a mí se refería; me lavaba con frecuencia la cara, me quitaba la mugre de las manos; me arreglaba el pelo y mi gorro lo mejor que podía; me encantaba cuando oía que alguien decía alrededor de mí: «Es bonita, será encantadora». Me pasaba el día entero suspirando por el domingo, porque ese día me daban una camisa blanca, una casaquilla[10] parda que me recogía bien el talle y hacía resaltar la blancura de mi piel, zapatos nuevos y un pequeño encaje para mi toca. Cuando podía ponerme la cruz de oro de mamá, su anillo, sus joyas de plata, mi alegría llegaba al colmo. Además, ociosidad completa, el paseo, las compras, el baile. Así había llegado a los quince años; era ya mayor, y todos mis defectos habían crecido con la edad. No tardaron en desarrollarse otros nuevos; me volví singularmente lasciva. Sin saber por qué, ni lo que hacía, ni lo que quería, me desnudaba en cuanto estaba sola; me contemplaba complacida, recorría todas las partes de mi cuerpo, me acariciaba el pecho, las nalgas, el vientre; jugaba con el pelo negro que ya sombreaba el santuario del amor[11]; cosquilleaba ligeramente su entrada; pero no me atrevía a hacer ninguna intromisión, me parecía tan estrecho, tan pequeño, que temía hacerme daño. Sin embargo, sentía un fuego devorador en esa parte; me deleitaba frotándome contra los cuerpos duros; contra una hermana pequeña que tenía, y que, demasiado joven para trabajar, se quedaba conmigo. Un día que mi madre volvió temprano de los campos, me sorprendió en ese ejercicio; se puso furiosa; me trató como a la última de las desgraciadas; me dijo que yo era una mala persona que nunca serviría para nada; una desvergonzada que deshonraría a mi familia; una prostituta que había que enviar al convento de la Gourdan. Estos epítetos, cuyo sentido yo no comprendía, sólo me parecieron injuriosos porque iban acompañados de juramentos y de golpes tan violentos que tomé la decisión de abandonar la casa paterna y escaparme.
Madame Gourdan tenía, en efecto, en esa época una casa de campo en Villiers-le-Bel, a donde rara vez iba, pero a donde enviaba a sus muchachas enfermas, en particular a las que tenían que dar a luz, a las que quería ocultar; era, además, una casa adecuada para toda suerte de usos secretos, para todas las operaciones clandestinas de su oficio. Estaba por lo tanto apartada, aislada, rodeada de bosque, con un acceso difícil; en la puerta sólo se podía hablar a través de una rejilla, y todas estas apariencias, bastante semejantes a las de un monasterio, para mí, ignorante de lo que allí se hacía, armonizaban con la denominación de convento que por burla solían darle los aldeanos; sólo conocía su verdadero empleo de oídas y simplemente como prisiones que me horrorizaban; no ocurría eso con el convento de Mme. Gourdan; veía a las novicias salir muy arregladas, riendo, cantando, bailando, y, sobre todo, sin hacer nada durante todo el día; pues a menudo aparecían por el pueblo; iban a comprar leche, frutas, y pagaban muy caro, lo cual las hacía agradables. Decidí seguir el consejo de mamá e intentarlo; oculté mi plan; me esforcé incluso por volverme más útil, y esperé el día en que supiera que Mme. Gourdan estaba en la casa. Poco después de mi escena con mamá, tuvo ella que hacer algo allí; corrí a su casa a la mañana siguiente y le di cuenta de mi vocación; ella ya me había echado el ojo desde hacía varios meses, según lo que después me dijo; me recibió encantada, me halagó, me dio caramelos, me dijo que yo le convenía mucho; que tenía una figura que haría mi fortuna; pero que no podía aceptarme sin el consentimiento de mis padres. Me eché a llorar y le expuse que nunca me atrevería a hablarles de aquello. Entonces, segura de mi discreción, me dijo: «Bueno, hacéis bien, no les digáis ni palabra; me marcho mañana a las once, adelantaos a mí; encontraos, como por casualidad, en mi ruta, os haré subir a mi carroza y os llevaré a París. Por otro lado, no necesitáis paquete alguno, conmigo no os faltará de nada». Le di las gracias, la abracé de todo corazón y ejecuté punto por punto lo que me había prescrito. Por su parte, ella había adoptado las precauciones necesarias para su seguridad[12]: tras enviar su carroza vacía, había utilizado la de un respetable prelado que había ido a aquel lugar para evitar el escándalo, y había viajado sola; me había depositado en el barrio de Saint-Laurent, en casa de un guardia de corps, amigo suyo, que estaba en Versalles; allí había tomado un coche de punto y había regresado a su casa de tal modo que no dejaba vestigio alguno de mi rapto y se sustraía a cualquier pesquisa. Por eso, por más sospechas que tuviera mi padre, por más diligencia que pusiera en perseguirme, no consiguió descubrir nada, y sólo al azar debió luego lo que no había podido lograr de las protecciones más altas ni de la policía más vigilante; pero aquellas pesquisas alcanzaron a mi conductora, hasta el punto de que estuvo varios días sin atreverse a hacerme ir a su casa, sin venir ni atreverse a enviar a nadie donde yo me encontraba; por fin, vino una noche.
Mientras tanto, yo había quedado en manos del ama de llaves del guardia de corps, dueña segura, que me había cuidado lo mejor que sabía, me había hecho comer y dormir con ella, y me había inspeccionado tan bien al parecer durante mi sueño que, cuando Mme. Gourdan apareció, oí que le decía al oído: «Habéis encontrado un Perú en esta niña; por mi honor que es doncella si no es virgen; pero tiene un clítoris diabólico; será más apropiada para mujeres[13] que para hombres; nuestras tríbades más famosas han de pagaros esta adquisición a precio de oro».
Tras haber verificado el detalle, Mme. Gourdan escribió inmediatamente a Mme. de Furiel[14], a la que sin duda todos conocéis, al menos por su reputación, para comunicarle su descubrimiento[15]. Ésta envió en mi busca con la misma diligencia y me hizo llevar a su petite maison. La doncella que había venido a recogerme misteriosamente en carreta, me hizo entrar primero en una especie de choza, de modo que me creí devuelta al pueblo; atravesamos luego un patio donde, aunque hubiera una puerta de carros, cuadras y cocheras, también vi establos, una lechería, gallinas, pavos, palomas, lo cual concordaba bastante con mi idea: por fin me desengañé cuando se hubo abierto una puertecita y vi un magnífico jardín de forma ovalada, rodeado de álamos muy altos que lo ocultaban a la vista de todos los vecinos. En medio había un pabellón también ovalado, rematado por una colosal estatua que, según después he sabido, era la de la diosa Vesta[16]. Se llegaba a él subiendo nueve escalones que lo rodeaban por todas partes. Primero encontré un vestíbulo iluminado por cuatro hachones: a ambos lados había dos estanques donde unas náyades suministraban agua a capricho a través de sus tetas; a la izquierda había un billar, y a la derecha un gabinete de baños donde me hicieron detenerme. Se me informó que no vería a la dueña de la casa hasta no haber recibido la preparación necesaria para presentarme ante ella. Empezaron, pues, por bañarme; tomaron las medidas de las primeras ropas que debía llevar. Durante la cena, mi guía me habló únicamente de la dama a la que iba a pertenecer, de sus encantos, de sus gracias, de sus bondades, de la dicha que disfrutaría a su lado, de la absoluta entrega que yo le debía. Estaba tan asombrada, tan aturdida por los objetos nuevos que por todas partes atraían mi atención, que no dormí en toda la noche.
Al día siguiente me llevaron a casa del dentista de Mme. de Furiel, que inspeccionó mi boca, me arregló los dientes, los limpió y me dio un agua capaz de volver dulce y suave el aliento. Cuando regresé, me metieron de nuevo en el baño; tras haberse secado ligeramente, me hicieron las uñas de los pies y las manos; me quitaron los callos, las durezas, los pellejos; me depilaron en los sitios donde unos vellos mal situados podían volver menos uniforme al tacto la piel, me peinaron la mata de pelo, que tenía ya magnífica, para que en los abrazos los mechones demasiado enmarañados no provocasen dolorosos enredos semejantes a los pliegues de rosa que hacían quejarse a los sibaritas[17]. Dos muchachas del jardín, acostumbradas a esa función, me limpiaron las aberturas, las orejas, el ano, la vulva; me estrujaron voluptuosamente todas las coyunturas a la manera de los germanos[18] para hacerlas más ágiles. Una vez dispuesto así mi cuerpo, derramaron a oleadas esencias sobre él, luego me hicieron el aseo habitual de todas las mujeres, me peinaron con un moño muy suelto, con rizos que ondulaban sobre mis hombros y mis senos, y algunas flores en el pelo; luego me pusieron una camisa hecha al estilo de las tríbades; es decir, abierta por delante y por detrás desde la cintura hasta abajo; pero atada con cordones; me ciñeron el pecho con un corsé suave y ligero; mi íntima[19] y la falda del vestido, hechas como la camisa, prestaban la misma soltura. Terminaron por ajustarme una polaca de fino raso color rosa con la que estaba hecha para pintarme. Dado mi carácter, podéis juzgar cuál fue mi alegría, qué arrobo cuando me vi así; era tres cuartas partes más hermosa; no me reconocía a mí misma; hasta entonces nunca había sentido tanto placer; porque ignoraba la clase de aquel que iba a procurarme Mme. de Furiel. Además, aunque ligeramente vestida y dado que en el mes de marzo aún hace frío, yo no sentía ninguno, creía estar en primavera; nadaba en un aire suave, mantenido continuamente así por unos tubos de calor que reinaban a lo largo de todos los aposentos.
Cuando Mme. de Furiel hubo llegado, me condujeron hasta ella por un corredor que comunica el departamento donde yo estaba con un tocador; ahí fue donde la encontré indolentemente echada en un amplio sofá. Vi una mujer de treinta a treinta y dos años, de piel morena, de subido color, de hermosos ojos, con unas cejas muy negras, el pecho magnífico, entrada en carnes y ofreciendo algo hombruno en toda su persona. En cuanto me anunciaron, lanzó sobre mí apasionadas miradas y exclamó: «No me la habían ponderado bastante: es celestial». Luego, templando la voz: «Acercaos, hija mía, venid a sentaros a mi lado. Bien, ¿qué tal os encontráis aquí? ¿Os gustará? Esta casa, este jardín, estos muebles, estas joyas, todo esto será para vos; estas mujeres serán vuestras sirvientas y yo quiero ser vuestra mamá. A cambio de tantas cosas, de cuidados y de amor, sólo os pido que me queráis un poco. Vamos, decidme, ¿os sentís dispuesta? Venid a besarme…». Sin proferir una sola palabra, y llena de gratitud, me lanzo a su cuello y la abrazo. «¡Oh!, pero pequeña imbécil, no es así como se hace, ved esas palomas que se picotean amorosamente». Al mismo tiempo me hace levantar la vista hacia la cimbra de la hornacina en que nos hallábamos, adornada con una guirnalda de flores esculpida, y donde estaba suspendida, en efecto, aquella lasciva pareja, símbolo del tribadismo. «Sigamos tan encantador ejemplo». Y acto seguido me mete su lengua en la boca. Siento una sensación desconocida que me impulsa a hacerle otro tanto; no tarda ella en deslizar su mano entre mis pechos y en exclamar de nuevo: «¡Qué tetitas tan monas!; ¡y qué duras!; son de mármol, se nota que ningún hombre las ha mancillado con sus despreciables tocamientos». Al mismo tiempo cosquillea ligeramente la punta y quiere que yo le devuelva el placer que recibo; luego, mientras suelta mis lazos con la mano izquierda y mis cordones de atrás me dice: «Y este culito ¿ha recibido el látigo a menudo? ¡Apuesto a que no se lo han dado como yo!». Luego me aplica ligeros cachetes en la parte inferior de las nalgas, cerca del centro del placer, que sirven para excitar mi lubricidad; a renglón seguido me vuelve de espaldas y, abriéndose paso hacia delante, queda admirada por tercera vez.
«¡Ah!, ¡qué clítoris tan magnífico! Safo no tuvo uno más bello; tú serás mi Safo». Lo que vino después no fue más que un furor convulsivo por ambas partes que no podría describir; tras una hora de combates, de goce que excitaba mis deseos sin satisfacerlos, Mme. de Furiel, que quería reservarme para la noche, llamó. Dos doncellas vinieron a lavarnos, a perfumarnos, y cenamos deliciosamente.
Durante la cena me enseñó que aquella petite maison que le pertenecía se había vuelto en cierto modo sagrada por su uso; que la habían convertido en un templo de Vesta, considerada la fundadora de la secta anandrina[20], o de las tríbades, como vulgarmente se las llama.
«Una tríbade», me dijo, «es una joven doncella que no ha tenido comercio alguno con el hombre, y, convencida de la excelencia de su sexo, encuentra en él la verdadera voluptuosidad, la voluptuosidad pura, se entrega a él por entero y renuncia al otro sexo, tan pérfido como seductor. Hay mujeres de todas las edades que, tras cumplir con la ley de la naturaleza y de su estado para la propagación del género humano, vuelven de su error, detestan, abjuran de los placeres groseros y se dedican a formar alumnas para la diosa.
»Además, en nuestra sociedad no es admitida quien quiere. Como en todas, hay pruebas para las postulantes. Las destinadas a las mujeres, que no puedo revelaros[21], son especialmente penosas, y de diez apenas hay una que no sucumba a ellas. En cuanto a las jóvenes, son las madres las que juzgan sobre ello en la intimidad de su trato, las que se les unen y responden por ellas. Vos ya me habéis parecido digna de ser iniciada en nuestros misterios; espero que esta noche me confirme la buena opinión que de vos he concebido, y que juntas llevemos mucho tiempo una vida inocente y voluptuosa.
»Nada os faltará: yo me encargaré de que os hagan vestidos, aderezos y sombreros, de que os compren diamantes o joyas; aquí sólo tendréis una privación: y es que no se ven hombres, no pueden entrar; yo no los utilizo para nada, ni siquiera para el jardín; son mujeres robustas a las que he formado en esta cultura, y hasta la altura de los árboles; sólo saldréis conmigo; os haré ver una tras otra las bellezas de París; os llevaré con frecuencia a mis palcos del teatro, a bailes, a paseos.
»Quiero formar vuestra educación, la cual os hará más amable y os salvará del aburrimiento de estar sola a menudo. Haré que os enseñen a leer, a escribir, a danzar, a cantar; tengo maestras para todos esos géneros a mi disposición; también las tengo para los demás, a medida que vuestros talentos se desarrollen».
Esto fue poco más o menos lo que me dijo Mme. de Furiel, antes de acostarnos; sólo la interrumpí con muestras de gratitud, abrazos y caricias que le encantaron y que preludiaron otras más íntimas.
La noche fue laboriosa, pero tan encantadora para mí que, fatigada, agotada, extenuada, por la mañana aún me apetecía. Madame de Furiel, más sensata, y que me reservaba para el gran día de mi recepción, fue la primera en contenerse. Mandó que me trajeran un consomé y, antes de dejarme, ordenó que me cuidaran con la mayor solicitud. Me envió sucesivamente a su costurera, a su zurcidora, a su prendera de modas, a su proveedora de cosas de tocador, y no tardé en estar provista de cuanto necesitaba para debutar brillantemente en sociedad. Así revestida con los adornos que el lujo y el arte podían añadir a mis atractivos, fui llevada a la Ópera por mi protectora, que recibió de sus compañeras interminables cumplidos. En cuanto a los hombres, yo oía lo que decían en los pasillos cuando pasé para irme: «Madame de Furiel tiene carne fresca; es realmente nueva; ¡lástima que caiga en tan malas manos!». Ella aparentaba hablarme para que yo no oyese estas exclamaciones y me llevó deprisa a su carroza.
Mi iniciación en los misterios de la secta anandrina se había fijado para el día siguiente, y, en efecto, fui admitida en ella con todos los honores. Esa extraordinaria ceremonia era demasiado impresionante para que no la recuerde en sus menores detalles, y desde luego es el episodio más curioso de mi historia.
En el centro del templo hay un salón oval, figura alegórica que se ve a menudo en esos sitios; se alza hasta la altura del edificio y sólo está iluminado por una acristalamiento superior formado por la cintra y que se extiende alrededor de la estatua a la que domina por el exterior, y de la que ya os he hablado. En las reuniones sacan una estatuilla, siempre representando a Vesta, del tamaño de una mujer normal; se la hace bajar majestuosamente con los pies sobre un globo hasta el centro de la reunión, como para presidirla; a cierta distancia se descuelga de la verga de hierro que la sostiene; de este modo queda suspendida en el aire[22], sin que esa maravilla a la que están acostumbradas asuste a nadie.
Alrededor de ese santuario de la diosa hay un estrecho pasillo por donde pasean durante la reunión dos tríbades que custodian todas las puertas y avenidas. Sólo se puede entrar por el centro, donde hay una puerta de dos hojas; en el lado opuesto se ve un mármol negro donde están grabados en letras de oro unos versos de los que enseguida os hablaré: en cada uno de los extremos del óvalo hay una especie de altarcito que sirve de estufa, y que encienden y mantienen desde fuera las guardianas. En el altar de la derecha de la entrada está el busto de Safo, como la más antigua y más conocida de las tríbades; el altar de la izquierda, vacío hasta entonces, debía recibir el busto de Mlle. de Éon[23], la joven más ilustre entre las modernas, la más digna de figurar en la secta anandrina; pero aún no estaba acabado, y se esperaba que saliese del cincel del voluptuoso Houdon[24]. Todo alrededor, y de trecho en trecho, hay colocados sobre otros tantos estípites bustos de las bellas muchachas griegas cantadas por Safo como compañeras suyas. Al pie se leen los nombres de Telesile, Amitona, Cidro, Megarra, Pirrina, Andrómeda, Cirina[25], etcétera. En medio se alza un lecho en forma de cesto con dos cabeceras, donde reposan la presidenta y su alumna; alrededor del salón hay baldosas a la turca provistas de almohadones, donde se sientan frente a frente y con las piernas entrelazadas cada pareja, formada por una madre y una novicia, o en términos místicos la íncuba y la súcuba. Las paredes están cubiertas de relieves magníficamente trabajados, donde el cincel ha trazado en cien lugares, con precisión única, las diversas partes secretas de la mujer, tal como están descritas en el Tableau de l’amour conyugal, en la Histoire naturelle de M. de Buffon[26] y por los naturalistas más expertos. Ésta es la exacta descripción del santuario, del que creo no haber omitido nada; ahora, la de mi recepción.
Con todas las tríbades en su sitio y con sus trajes de ceremonia, es decir, las madres con una levita de color fuego y un cinturón azul, las novicias con levita blanca y un cinturón de color rosa, el resto en túnica o camisa, y las faldas abiertas y recubiertas, vinieron a avisarnos a Mme. de Furiel y a mí que todo estaba dispuesto para recibirnos; ésa es la función de una de las tríbades guardianas. Madame de Furiel ya se había puesto su uniforme; yo, en cambio, estaba muy adornada y llevaba el traje más mundano.
Al entrar vi el fuego sagrado, consistente en una llama viva y fragante que salía de un hornillo de oro, siempre a punto de apagarse y siempre encendido de nuevo por los aromas pulverizados que en el hornillo echa sin cesar la pareja encargada de esa tarea, extremadamente penosa por la continua atención que exige. Una vez que llegó a los pies de la presidenta, que era Mlle. Raucourt[27], Mme. de Furiel dijo: «Bella presidenta, y vosotras, queridas compañeras, aquí tenéis a una postulante: en mi opinión la adornan todas las cualidades requeridas. No ha conocido nunca varón, está maravillosamente bien conformada y en las pruebas que le he hecho la he reconocido llena de fervor y pasión: pido que sea admitida entre nosotras con el nombre de Safo». Tras estas palabras nos retiramos para dejar que deliberasen. Al cabo de unos minutos, una de las dos guardianas vino a informarme de que había sido admitida por aclamación a la prueba. Me desvistió, me dejó completamente desnuda, me dio un par de mulas o zapatos planos, me envolvió en una simple bata, y me llevó así a la asamblea, donde la presidenta, que había bajado del cesto con su alumna, me tendió allí y me quitó la bata. Semejante estado, en medio de tantos testigos, me pareció insoportable, y me movía de todas las maneras para sustraerme a las miradas, que es el objetivo de la institución, a fin de que ningún encanto escape al examen; además, uno de nuestros más agradables poetas dice[28]:
L’embarras de paraître nue fait l’attrait de la nudité[29].
Ha llegado el momento de daros a conocer los versos que os he prometido y que a buen seguro esperáis con impaciencia: contienen una detallada enumeración de todos los encantos que constituyen a una mujer perfectamente bella, y esos encantos se calculan en ellas en treinta. Por otra parte, no se dice el nombre del autor, que desde luego no era del sexo femenino, y mucho menos tríbade. No es más que un filósofo frío, capaz de analizar así la belleza. Por lo demás, esos versos, muy originales en su género, no se me han ido de la cabeza. Son éstos[30]:
Que celle prétendant à l’honneur d’être belle,
De reproduire en soi le superbe modèle
d’Hélene qui jadis embrassa l’univers,
Étale en sa faveur trente charmes divers!
Que la couvrant trois fois chacun par intervalle
Et le blanc et le noir et le rouge mêlés
Offrent autant de fois aux yeux émerveillés,
D’une même couleur la nuance inégale.
Puis que neuf fois envers ce chef-d’œuvre d’amour
La nature prodigue, avare tour à tour,
Dans l’extrême opposé, d’une main toujours sûre
De ses dimensions lui trace la mesure:
Trois petits riens encore, elle aura dans ses traits,
D’un ensemble divin les contrastes parfaits.
Que ses cheveux soient blonds, ses dents comme l’ivoire,
Que sa peau d’un lys pur surpasse la fraîcheur;
Tel que œil, les sourcils, mais de couleur plus noire,
Que son poil des entours relève la blancheur.
Qu’elle ait l’ongle, la joue et la lèvre vermeils.
La chevelure longue et la taille et la main;
Ses dents, ses pieds soient courts ainsi que son oreille;
Élevé soit son front, étendu soit son sein:
Que la nymphe surtout aux fesses rebondies,
Présente aux amateurs formes bien arrondies:
Qu’à la chute des reins, l’amant sans la blesser,
Puisse de ses deux mains fortement l’enlacer,
Que sa bouche mignone et d’augure infaillible,
Annonce du plaisir l’accès étroit pénible.
Que l’anus, que la vulve et le ventre assortis,
Soient doucemente gonflés et jamais aplatis.
Un petit nez plaît fort, une tête petite,
Un tétin repoussant le baiser qu’il invite;
Cheveux fins, lèvre mince, et doigts fort délicats
Complètent ce beau tout qu’on ne recontre pas[31].
De acuerdo con este cuadro de comparación se procede al examen, pero, como después de Helena no se ha encontrado mujer alguna que haya reunido esos treinta lunares, se ha acordado que bastaría con tener más de la mitad, es decir, dieciséis por lo menos. Cada pareja participa sucesivamente en la discusión y da su voto al oído de la presidenta, que las cuenta y pronuncia sentencia. Todos fueron favorables para mí, y, tras haber recibido uno tras otro el espaldarazo mediante un beso a la florentina[32], fui aceptada, y me dieron la indumentaria de novicia con que reaparecí acompañada por Mme. de Furiel. Entonces, postrándome a los pies de la presidenta, presté entre sus manos juramento de renunciar al trato de los hombres y de no revelar nada de los misterios de la asamblea; luego ella separó en dos mitades un anillo de oro, y en cada una Mme. de Furiel y yo escribimos respectivamente nuestro nombre con un punzón; ella reunió las dos partes en señal de la unión que debía reinar entre mi institutriz y yo, y me puso ese anillo en el dedo anular de la mano izquierda. Tras esta ceremonia, fuimos a ocupar nuestro puesto en el almohadón que nos estaba destinado a fin de oír el discurso de investidura que, según costumbre, debía dirigirme la presidenta: suprimo este discurso demasiado largo para seros leído aquí; pero he conservado su copia[33], y puedo mandárselo a quienes deseen conocer esa pieza de elocuencia única.
Tras los discursos, la diosa volvió a subir y desapareció; se retiraron los puestos, las guardianas y las turiferarias[34]; se dejó apagar el fuego y se pasó al banquete en el vestíbulo. Sin embargo, como las profanas no podían ir a servirnos, pasaban los utensilios de mesa, los platos, los vinos, etcétera, por unos tornos donde las novicias los recogían y colocaban. A los postres se bebieron vinos, los más exquisitos, sobre todo vinos griegos; se cantaron las más alegres y más voluptuosas canciones; por último, cuando todas las tríbades estuvieron de buen humor y ya no pudieron contenerse, volvieron a ocupar sus puestos; se encendió el fuego otra vez, y se pasó al santuario para celebrar los grandes misterios, hacer libaciones a la diosa; es decir, que entonces dio comienzo una verdadera orgía…
Aquí, milord, interrumpo la narración de la historia y tiendo un velo sobre los repugnantes cuadros que nos presentó. Dejo correr vuestra imaginación que a buen seguro os los trazará con un pincel más delicado y más voluptuoso. Me limitaré a añadir que en esa academia de lubricidad también se ha fundado un premio, porque en todas partes se necesitan; que ese premio es una medalla de oro, donde en un lado está representada la diosa Vesta con todos sus atributos; en el otro se graban las efigies y los nombres de las dos heroínas que en esa lucha general han resistido más tiempo los asaltos amorosos; y que fueron Mme. de Furiel y Mlle. Safo las que se llevaron el premio.
Aquí dejó de hablar la hermosa y pidió una tregua. Este relato, que no había parecido largo porque era muy interesante, tal vez la había fatigado más que su sesión con Mme. de Furiel; era tarde, era más que hora de sentarse a la mesa; hubo que interrumpirlo, no sin dejar para otro día la continuación; pero indefinidamente, debido a circunstancias que no permitían a los comensales volver a reunirse tan pronto. Así pues, os dejo en espera de la continuación, como yo mismo estoy, y que verosímilmente será para el año próximo.
París, 28 de diciembre de 1778
Apología de la secta Anandrina,
o Exhortación a una joven tríbade por Mademoiselle de Raucourt, pronunciada el 28 de marzo de 1778
«Mujeres, acogedme en vuestro seno, soy digna de vosotras».
Estas palabras están sacadas de la Segunda carta a las mujeres de Mlle. d’Éon.
Así exclamaba no hace mucho esta mujer cuyo busto veis ofrecido a vuestros homenajes por vez primera; esta joven, honor de su sexo, gloria de su siglo y, por la reunión de sus diversos talentos, quizá la más ilustre que nunca haya existido, que jamás existirá; la más digna sobre todo de figurar aquí, de ocupar una preeminencia que yo debo únicamente a la indulgencia de la asamblea. Este tierno desahogo, este rudo arranque, este inflamado ardor, estos impulsos impetuosos que vuelven a Mlle. d’Éon hacia su sexo, son tanto más honorables para ella cuanto que, travestida de hombre desde la cuna, creída hombre, educada como hombre, tras haber vivido continuamente con hombres, contrajo sus gustos, sus actitudes, sus costumbres; conquistó, por así decir, todos sus talentos, todas sus artes, todas sus virtudes, sin mancharse con ninguno de sus vicios: investida de su corrupción, siempre conservó la pureza de su origen. En el pensionado, en los festines, en las partidas de placer más licenciosas, en la Corte, en el campo, aunque obligada a veces a compartir cama con un sexo extraño, resistió a tantas tentaciones peligrosas; y, hasta que pudo tener una compañera, encontró en sí misma un goce preferible a esos otros cuyo poderoso atractivo la aguijoneaba continuamente. ¡Gracias os sean dadas, oh diosa augusta que presidís nuestros misterios! ¡Y ojalá vos, mi querida niña, a quien principalmente va dirigida esta exhortación, podáis aprovechar tan gran ejemplo! Tras escapar desde vuestra tierna juventud a las seducciones de los hombres, saboread la dicha de encontraros reunida en el seno de vuestras iguales, dicha por la que Mlle. d’Éon, impulsada por las circunstancias, en vano suspiró durante tanto tiempo.
Por lo demás, la secta anandrina no es como tantas otras, que sólo están fundadas en la ignorancia, la ceguera y la credulidad; cuanto más se estudian su historia y sus progresos, más aumenta la veneración, el interés y el apego hacia ella. Así pues, primero os mostraré su excelencia; después se practica mal lo que no se conoce bien: la letra mata y el espíritu vivifica; quiero aumentar vuestro interés esclareciéndolo, enseñándoos su importancia y la amplitud de vuestros deberes; por último, la recompensa cuando acaba suele ser lo que anima y sostiene al atleta en la carrera; yo os propongo una no como tantas otras, apropiada para satisfacer únicamente el orgullo, la avaricia, la vanidad, sino para colmar todo vuestro corazón: es el placer. Os describiré los que nosotros saboreamos. Tal es la división natural de este discurso.
¡Oh Vesta!, divinidad tutelar de estos lugares, lléname con tu fuego sagrado; haz que mis palabras vayan a grabarse como saetas de fuego en el corazón de la novicia a la que tratamos de iniciar en tu culto; ojalá exclame con tanta sinceridad y ardor como Mlle. d’Éon: «¡Mujeres, acogedme en vuestro seno, soy digna de vosotras!».
Primera parte
La excelencia de una institución viene determinada principalmente por su origen, por su objeto, por sus medios, por sus efectos.
El origen de la secta anandrina es tan antiguo como el mundo; no puede dudarse de su nobleza porque una diosa fue su fundadora, ¡y qué diosa! La más casta, cuyo símbolo es el elemento que purifica todos los demás. Por contraria que esta secta sea a los hombres, autores de las leyes, ¡nunca se han atrevido a proscribirla!; hasta el más sabio, hasta el más severo de los legisladores la autorizó. Licurgo[35] había instituido en Lacedemonia una escuela de tribadismo donde las muchachas se presentaban desnudas, y en esos juegos públicos aprendían las danzas, las actitudes, los acercamientos, los abrazos tiernos y amorosos; los hombres lo bastante temerarios para dirigir hacia ellas las miradas eran castigados con la muerte. Este arte se puede encontrar sistematizado y descrito con energía en las poesías de Safo[36], cuyo solo nombre despierta la idea de lo más digno de amor y encantador que Grecia tenía. En Roma, la secta anandrina recibía en la persona de las vestales honores casi divinos. Si creemos a los viajeros, se extendió a los países más lejanos, y las chinas son las tríbades más famosas del universo; en fin, esa secta se ha perpetuado sin interrupción hasta nuestros días; no hay ningún Estado donde no sea tolerada, ni religión en la que no exista, salvo en la judía y en la musulmana; entre los hebreos, el celibato era odioso y las mujeres que sufrían esterilidad quedaban deshonradas; mas esa nación, totalmente terrenal y grosera, no tenía otro fin que el de crecer y multiplicarse, y los judíos llegaron a ser un pueblo tan infame que Dios se vio obligado a renegar de ellos. En cuanto a la religión musulmana, todavía se pueden ver los serrallos, a los que favorece como un tribadismo mitigado.
Verdad es que, entre los turcos, el objeto de esta institución es menos propagar el culto de nuestra diosa que excitar la brutalidad del amo de tantas hermosas esclavas a las que ha encerrado juntas para sus placeres. Se cuenta que, cuando el gran señor actual quiere proceder a la formación de un heredero del Imperio, manda reunir a todas sus mujeres en un salón enorme del serrallo destinado a tal uso y llamado por esa razón «la estancia de las Torres». Sus paredes están pintadas al fresco, y todas las figuras de mujeres, a tamaño natural, representan las posturas, las actitudes, los apareamientos y los grupos más lascivos. Las sultanas se desnudan totalmente, se mezclan, se abrazan, realizan y diversifican ante los ojos del déspota hastiado esos modelos a los que superan por su agilidad. Cuando, con la imaginación muy encendida por semejante espectáculo, siente reanimarse sus embotados fuegos, pasa a la cama de la favorita preparada para recibirle y hace maravillas. En China los viejos mandarines se sirven del mismo recurso, pero de distinta manera. A las órdenes del esposo, las actrices están acopladas allí en unas hamacas con calados; en ellas, suavemente suspendidas, se balancean y agitan sin soportar la molestia de moverse, y el lascivo de ojos ardientes no pierde nada de esas escenas lúbricas hasta que él mismo entra en acción. En este sentido se introdujo el tribadismo, incluso entre los malditos judíos; de no ser por esta costumbre, ¿qué habría hecho Salomón de sus tres mil concubinas? Y según las anécdotas secretas de algunos sabios más verídicos, el Rey profeta, el santo rey David, sólo se servía de las jóvenes sulamitas que metía en su cama para reanimar su prolífico calor haciéndolas tribadear encima de su cuerpo. Pero hemos de confesar que ese destino, esa mezcla de ejercicios varoniles, profanaban una institución tan bella. Fue en Grecia, en Roma, en Francia, en todos los Estados católicos donde se tomó su objeto en grande y en su verdadero espíritu. En los seminarios de muchachas instituidos por Licurgo, el voto de virginidad no era perpetuo; pero ahí depuraban temprano su corazón y, viviendo únicamente entre sí hasta casarse, alcanzaban una delicadeza de sensaciones por la que seguían suspirando incluso en brazos de sus esposos; y, sin perjuicio de su papel que las llamaba a la maternidad, siempre volvían a sus primeros ejercicios. Nada tan hermoso, nada tan grande como la institución de las vestales en Roma. Este sacerdocio se mostraba allí con el más augusto de los boatos: guardia del Palladium, depósito y mantenimiento del fuego sagrado, símbolo de la conservación del Imperio: ¡qué magníficas funciones! ¡Qué brillante destino! Nuestros monasterios del sexo en la Europa moderna, emanación del colegio de las vestales, son su sacerdocio perpetuo; pero, por desgracia, no presentan más que una débil imagen debido a la mezcla de prácticas minuciosas y fórmulas pueriles. Por otro lado, en ellos las vírgenes no están sometidas al servil mecanismo del mantenimiento de un fuego material; su papel realmente sublime es levantar sin cesar sus manos puras hacia el cielo para atraer las bendiciones sobre el Imperio. Si su fervor se apaga por una pasión criminal hacia el hombre, cuyas pruebas son las secuelas demasiado palpables de una desfloración evidente, no son castigadas con la muerte, pero sufren penas canónicas más terribles dado su refinamiento y su duración. ¿Cómo entonces, a pesar de los peligros que la rodean, se ha sostenido la institución? Gracias a esos medios sencillos, fáciles, eficaces, atrayentes.
¿Que a una joven novicia la atormenta un prurito libidinoso de la vulva? En su propia organización tiene con qué aplacarlo de inmediato, la naturaleza la conduce maquinalmente a ella lo mismo que a todas las demás partes del cuerpo a las que le hace llevar los dedos, a fin de eliminar o suspender las comezones mediante una irritación saludable. Cuando, debido a ese ejercicio frecuente, los conductos irritados y ensanchados tienen necesidad de socorros más sólidos o más amplios, los encuentra en casi todo lo que la rodea, en los instrumentos de sus labores, en los utensilios de su habitación, en los de su tocador, en sus paseos e incluso en los comestibles. ¿Que, gracias a una afortunada confidencia, no tarda en comunicar sus descubrimientos a una compañera tan ingenua como ella? Las dos se declaran, se ayudan recíprocamente; se vinculan de tal modo que llegan a necesitarse, no pueden pasar la una de la otra; no son más que un alma y un cuerpo. Entonces la vida ascética les parece preferible a todas las vanidades del siglo; las disciplinas, los cilicios, esos instrumentos de penitencia, se convierten en instrumentos de voluptuosidad; los días de disciplina general y pública, tan espantosos para las gentes del mundo, que sólo se interesan en un apellido, se convierten gracias a esos multiplicados apareamientos en orgías tan deliciosas como las nuestras; pues la flagelación es un poderoso vehículo de lubricidad, y es sin duda de los conventos de donde ese ejercicio ha pasado a las escuelas de cortesanas, que los enseñan a sus alumnas como agentes victoriosos adecuados para resucitar el placer en los viejos y en los libertinos extenuados.
Sea lo que fuere, ¡dulce arte del tribadismo!, tus efectos son tales que la monjita abandona por ti bienes, amigos, parientes, padre, madre; olvida las propiedades más ricas, los goces más buscados, los afectos más imperiosos y los más innatos en el corazón del hombre por los placeres tan alabados del himeneo y encuentra en ti la felicidad suprema. ¡Oh!, ¡qué grandes son tus encantos, qué poderosos tus atractivos!, puesto que disipas los aburrimientos del claustro, vuelves la soledad encantadora, transformas esa prisión odiosa en palacio de Circe y de Armida[37].
Esto basta, mi querida niña, para daros a conocer la excelencia de la secta anandrina; no quiero fatigar demasiado vuestra atención; ha llegado el momento de enseñaros sus deberes, el objeto más esencial de este discurso.
Segunda parte
No hay institución humana que no tenga por objeto la utilidad o el agrado; que no procure ventajas o no proporcione goces: las hay que reúnen ambas cosas, y ése es el colmo de la perfección. Tal es, sin duda, la secta anandrina, considerada desde el sublime punto de vista en que os la he presentado en la fundación del colegio de las vestales y de los colegios religiosos femeninos que le han sucedido y se honran hoy con nuestro rito. Hay que confesar, querida hija, que nuestra sociedad, de la que en este momento se trata, no posee ese grado de mérito; sólo tiene por principal y único objetivo el placer; pero, para obtenerlo, hay un camino, medios, obligaciones, o, para decirlo en una palabra, deberes que cumplir; unos tienden a la conservación de la sociedad, pues sin ella faltarían los efectos; otros, a mantener su armonía, pues en la revuelta y el desorden no se goza en absoluto, o se goza mal; los últimos, a extenderla y propagarla; pues nada se hace bien sin ese gusto, sin ese fervor, sin esa pasión que, semejante al elemento cuya imagen tenéis ante vuestros ojos, siempre en actividad, gana y absorbe a cuanto le rodea. Repitamos y desarrollemos estas tres verdades, a fin de inculcároslas bien en la memoria y en el corazón.
Ante todo, homenajeemos a la fundadora de nuestro culto, a Vesta, cuya estatua, siempre presente en nuestras reuniones y suspendida sobre nuestras cabezas, es garante de su protección que siempre subsiste, de la venganza siempre presta a estallar contra las prevaricaciones y las infidelidades. Invoquémosla a menudo, no con vanas plegarias, sino con sacrificios y libaciones. Nada de lengua suelta: prudencia, reserva sobre lo que pasa en nuestras asambleas, discreción, silencio perfecto sobre los misterios de la diosa, para no despertar celos ni envidias; sumisión absoluta a sus leyes, que os serán explicadas, bien por la que ocupa mi lugar en las asambleas, bien por la madre a cuyos cuidados habéis sido confiada y que está encargada de dirigiros en la vida privada; pero, sobre todo, guerra enérgica y declarada, guerra perpetua a los enemigos de nuestro culto, a ese sexo voluble, engañador y pérfido, coaligado contra nosotras, que trabaja sin tregua para destruir nuestra institución, a viva fuerza o sordamente, y cuyos efectos y argucias sólo pueden ser rechazados por el valor más intrépido, por la vigilancia más infatigable.
No basta, por otra parte, que un edificio esté asentado sobre cimientos sólidos y duraderos, que sea apartado de los elementos destructores y defendido de los peligros que pueden amenazarlo; es preciso, además, que ofrezca a la mirada bellas proporciones, una armonía, un conjunto: el gran mérito de las obras maestras de arquitectura; lo mismo ocurre con nuestro edificio moral. La tranquilidad, la unión, la concordia, la paz deben ser su principal apoyo, su elogio a ojos de los profanos, que no ven en nosotras más que hermanas, o que más bien admiran en nosotras una gran familia donde no hay más jerarquía que la establecida por la naturaleza misma para la conservación, y necesaria para su régimen. El bien obrar hacia todos los desdichados debe ser uno de nuestros caracteres distintivos, una virtud que resulta de nuestras costumbres dulces y sociables, de nuestro corazón amante por esencia; debe desplegarse con nuestras compañeras, con nuestras alumnas. Comunidad entera de bienes, que no se distinga a la pobre de la rica; que ésta, por el contrario, se complazca en hacer olvidar a la que nunca estuvo en la indigencia; cuando la presenten en la vida social, que destaque por el brillo de sus ropas, por la elegancia de sus adornos, por la abundancia de sus diamantes y sus joyas, por la belleza de sus corceles, por la rapidez de su carruaje; que, al verla, se la reconozca, que se exclame: «Es una alumna de la secta anandrina, ¡así es como hay que sacrificar a Vesta!». De este modo, atraeréis a otras, haréis germinar en el corazón de vuestras iguales, que la admirarán, el deseo de imitarla y gozar de su destino.
Este fervor expansivo en la propagación del culto de la diosa debe devorar sobre todo a una verdadera tríbade; debería querer que, a ser posible, todo su sexo participase en la misma felicidad que ella; así son al menos todas las que desde aquí veo y cuya rápida enumeración contribuirá, querida hija mía, a vuestra educación más que cuanto yo pudiera añadir sobre esta materia.
Veis, ante todo, a dos mujeres de calidad, filósofas[38], que, alejándose del brillo y los honores de la Corte, de los atractivos más encantadores de las altas ciencias que cultivan con tanto gusto como éxito, vienen a nuestras asambleas a imitar la «sencillez de la paloma», esa ave tan cara a Venus, tan ardiente en sus combates.
A su lado está la mujer de un magistrado, si no célebre, al menos famoso durante muchos años[39]; despreciando aprovecharse de la reputación de su marido, alejándose de las caricias conyugales, de las delicias de la maternidad, se ha educado por encima de todo respeto humano para entregarse con más recogimiento y sin tregua al culto de nuestra sociedad y sus trabajos.
Su vecina es una adorable marquesa[40], que rivaliza consigo misma en entusiasmo por la secta anandrina, arrostrando todos los prejuicios, franqueando en los ardientes accesos de su ninfomanía lo que los indevotos de nuestro culto llaman todas las conveniencias, toda honestidad pública, todo pudor; como el amo de los dioses, incluso sufriendo en ocasiones las metamorfosis más oscuras[41] a fin de ganar prosélitos para la diosa.
Ésa cuya frente ciñe una doble corona de mirtos y laureles es la Melpómene moderna, el honor del teatro francés[42], del que se retiró hace casi tres lustros dejando un vacío aún no llenado y quizá irreparable. En la actualidad, encargada de la educación del hijo de un soberano[43], ve a sus pies a los grandes de esa corte; demasiado instruida por una larga experiencia y por crueles enfermedades del peligro del comercio con los hombres, desdeña tanto sus homenajes como sus suspiros; so pretexto de formar a su pupilo, comparte su tiempo entre la estancia en Germania y en esta capital; viene a descansar de sus importantes ocupaciones en nuestro seno con un fervor siempre renovado.
También contamos con su digna émula, la Melpómene[44] de la escena lírica[45], gran actriz; era además cantante deliciosa, nos apasionaba con los acentos de su encantadora voz; espíritu jovial y travieso, esparce con tanta facilidad como gracia las agudezas, las ocurrencias, los sarcasmos. Rodeada de lo más seductor que había en la ciudad y la Corte, también sucumbió: hoy es una oveja descarriada que ha vuelto al rebaño de la diosa; en la edad madura trata de hacer olvidar los extravíos de su juventud.
¿Os pasaré en silencio, ilustre extranjera[46], y me impediría la amistad que nos une haceros justicia, publicar de qué modo habéis preferido a los beneficios, al amor de un príncipe hermano de un gran rey[47], los afectos más dulces y más vivos de vuestro sexo? Habéis rechazado sus augustos abrazos por los míos.
No seréis olvidada vos, novicia prematura[48], que, aprovechando los grandes ejemplos que os ofrecían, habéis caminado con paso de gigante en la carrera y antes de la edad habéis merecido subir al primer grado.
Creo, sin falsa modestia, poder citarme junto a tantas otras, pues ¿no sería agraviar la elección de la asamblea que, nombrada por ella para presidirla, me confesara sin talento ni capacidad? Es conocido el sacrificio que recientemente[49] he hecho para entregarme por entero a la inclinación que siempre me ha dominado y de la que me enorgullezco.
Tales son, mi querida niña, los grandes modelos que habéis de imitar; os veréis más alentada todavía a imaginarlos cuando os haya descrito los placeres que se disfrutan en nuestra sociedad.
Tercera parte
Debido a la desdichada condición de la especie humana, nuestros placeres son habitualmente pasajeros y falaces; son, cuando menos, fútiles, vanos y breves. Los perseguimos, a duras penas se consiguen; los gozamos con inquietud, y la mayoría de las veces entrañan funestas secuelas. Por esos caracteres se reconocen principalmente los que se disfrutan en la unión de los dos sexos. No ocurre lo mismo con los placeres de mujer a mujer; éstos son auténticos, puros, duraderos y sin remordimientos. No se puede negar que una inclinación violenta arrastra un sexo hacia el otro; es necesaria incluso para la reproducción de los dos, y, de no ser por ese fatal instinto, ¿qué mujer podría entregarse con sangre fría a ese placer que comienza con dolor, sangre y carnicería; que no tarda en ser seguido de ansiedades, repugnancias, incomodidades de un embarazo de nueve meses que al fin concluye con un parto laborioso cuya medida y punto de comparación en materia de sufrimiento son aquellos cuyo exceso no se puede calcular o expresar; que os mantiene durante seis semanas en peligro de muerte y a veces va seguido durante toda una larga vida por males crueles e incurables? ¿Puede llamarse a eso gozar? ¿Es ése un placer verdadero? En la intimidad de mujer a mujer, en cambio, nada de preliminares espantosos y penosos, todo es gozo; cada día, cada hora, cada minuto ese afecto se renueva sin inconvenientes; son oleadas de amor que se suceden como las del mar, sin agitarse nunca, o, si hay que detener ese delicioso ejercicio, porque todo tiene un término y al final lo físico cesa de responder a las expansiones de dos almas tan estrechamente unidas, nos despedimos de mala gana, volvemos a buscarnos; nos encontramos otra vez, recomenzamos con un ardor renovado que, lejos de haberse debilitado, se ha excitado con la inacción.
Los placeres de mujer con mujer son no sólo auténticos, sino además puros y sin mezcla. Con independencia de los males físicos que preceden, acompañan y siguen a los placeres de esa especie entre hombre y mujer, a los que con toda justicia podemos negarles la calificación de verdaderos, hay males que yo llamo morales, porque afectan al alma de manera especial, porque perturban y envenenan esos goces. No hablo de los continuos combates impuestos por nuestras costumbres a una joven para recatar, para disimular su pasión, para rechazar las caricias de un hombre amable que ella provocaría, que ella excitaría, y a cuyos brazos se precipitaría si cediese al impulso de su corazón. Supongo, cosa que ocurre con demasiada frecuencia, que ha sucumbido, y ahí la tenemos en los arrebatos, en los éxtasis; no es preciso que se sustraiga a ellos, que emplee estratagemas para evitar el fin mismo de la naturaleza: la concepción. Si se descuida un segundo, es demasiado tarde, lleva en su propio seno el testigo de su falta, un acusador que la confunde. Cuántos cuidados, cuántas inquietudes, cuantos tormentos si trata de ocultar ese fatal misterio, ¡y quiera el cielo que, a fin de evitar la deshonra, no se vea forzada a recurrir al más horrible de los crímenes!
Sé que con el himeneo estos inconvenientes desaparecen; pero entraña otros: el mayor y más inevitable es el hartazgo del marido; la facilidad, la repetición del goce del ser más encantador, sacian al hombre a la larga, y con mayor motivo cuando es marido, es decir, cuando está atado por un vínculo indisoluble y el placer es un deber para él. Es lo que confesaba uno de nuestros agradables[50] más alabados, que creía burlarse como petimetre y hablaba como filósofo. Poseedor de una mujer, en la primavera de la edad, reuniendo todos los atractivos, todas las gracias, todos los talentos, todas las virtudes, cuando le reprochaban abandonarla por prostitutas, respondía: «Nada más cierto, es mi mujer».
Hay, desde luego, consoladores y consuelos para semejante Ariadna[51]; los placeres furtivos y prohibidos son por eso mismo más atractivos, siempre que el marido no sea uno de esos «eunucos en medio del serrallo, que no hace nada y perjudica a quien quiere hacer»[52], siempre que no se entrometan los celos, porque en caso contrario es un infierno. Esta pasión también puede existir entre tríbades, hasta es inseparable del amor; pero ¡qué diferencia!, ya que en nuestro caso no sirve sino para agudizarlo y casi siempre redunda en provecho del goce. Sí, es ese sentimiento el que da a nuestros placeres una solidez, una duración de la que no son susceptibles los de los hombres.
Imaginemos, en efecto, a la mujer más adorada y mejor festejada por su esposo o más bien por su amante. Cada caricia que recibe, debe temer que sea la última, o al menos un paso hacia esa última caricia. Los besos decoloran el rostro, los tocamientos estropean el pecho, el vientre pierde su elasticidad con los embarazos; los encantos secretos se deterioran con el parto. ¿Con qué aliciente la belleza así degenerada atraerá de nuevo al hombre que la provoca? Me equivoco, él sigue unido a ella; no ha dejado de amarla; el corazón todavía arde por ella; pero la naturaleza se niega, vive en la languidez, en la frialdad, en el embotamiento; el único homenaje que puede rendir a su amada es no serle infiel; es no tratar de recuperar en otra parte sus facultades. ¡Cruel estado para ambos! ¡Perspectiva dolorosa para el amor propio de una mujer! ¡Incluso si yo no conociera los caprichos, la falsedad, las traiciones, las maldades de los hombres, esa perspectiva bastaría para hacerme renunciar por siempre a su trato!
En las tríbades no se dan esas contradicciones entre sentimientos y facultades: el alma y el cuerpo van juntos; la primera no se lanza hacia un lado mientras el segundo se dirige a otro. El poder sigue siempre al deseo. Sin profundizar más, ésa es la causa de nuestra constancia: recibiendo y dando siempre placer, ¿por qué cambiar? Pues debo confesarlo y ser justa: la inconstancia deriva de la constitución, de la esencia misma del individuo viril. Tiene a menudo la necesidad de abandonar; la diversidad de las criaturas es para él de un aliciente infinito: dobla, triplica, cuadriplica, decuplica sus fuerzas; hace con diez mujeres lo que le sería imposible hacer con una. Sin embargo, se debilita de manera insensible, la edad lo mina y desgasta: no le ocurre eso a la tríbade en quien la ninfomanía aumenta al envejecer: es una furia, pasa entonces de súcuba a íncuba, es decir, de paciente a agente. Asciende al grado de madre y forma a su vez a una alumna. Esta elección ha de hacerse con mucho cuidado: una vez hecha, ha encontrado el objeto que le conviene, esa otra mitad de ella misma a la que no tarda en unirse por simpatía, y ya no la abandona; vela por ella con esos celos dulces e inquietos que da el temor a perder un bien único y precioso, y que tiene más de la ternura materna que de esa pasión desenfrenada de los hombres. Además, en una tríbade, ese sentimiento, lejos de distanciar a su alumna, la vincula cada vez más a ella y vuelve su amor imperturbable; placeres continuados así no producen remordimiento alguno, y en ellos estriba el colmo de la felicidad. ¿Cómo serán los nuestros? El placer del tribadismo nos viene inspirado por la naturaleza; no ofende a las leyes; es la salvaguarda de la virtud de las jóvenes y de las viudas; aumenta nuestros encantos, los alimenta, los conserva, prolonga su duración; es el consuelo de nuestra vejez; por último, siembra asimismo rosas sin espinas tanto en el inicio como en el medio y en el final de nuestra carrera. ¿Qué otro placer puede comparársele? Apresuraos, querida hija, a gozarlo; ojalá podáis, tras haberlo recibido mucho tiempo, comunicarlo también mucho tiempo, y repetir siempre con el mismo gusto: «Mujeres, conservadme en vuestro seno, soy digna de vosotras».
Carta XII
Continuación de la confesión de una joven
Por fin, milord, puedo hacer realidad el compromiso contraído y cuyo cumplimiento me exigís. Voy a revelaros la continuación de la confesión de la bonita penitente a la que me parecéis bastante dispuesto a absolver. El señor Clos nos reunió en la novena de Reyes, y Mlle. Safo, que era su objeto, no dejó de acudir. Tras las habituales complicaciones de esa temporada, como cada cual había pagado a la ninfa el tributo exigido por la galantería francesa, prosiguió su relato de este modo:
Hacía unos quince días que vivía yo en la petite maison de Mme. de Furiel, donde me mantenían con la pompa del lujo más idóneo para satisfacer la vanidad, mi pasión favorita; nadaba, además, en todas las delicias, en todos los placeres; mi educación estaba muy avanzada, no sólo respecto a los primeros elementos, sino también en las artes del encanto. Ya no hablaba el lenguaje del pueblo; leía, escribía, hacía muy bien las cuentas; cosía, bordaba, hacía ganchillo y tapizaba; bailaba con gracia, cantaba bastante bien; tocaba el arpa; estas ocupaciones diversificadas llenaban mi tiempo y los días pasaban rápidamente. En apariencia no me faltaba nada, me creía la más feliz de las mujeres cuando, de pronto, una extraña aventura me hizo conocer la felicidad suprema y no tardó en sumirme en un abismo de males.
La famosa Bertin[53], vendedora de modas de Mme. de Furiel, tenía orden de proporcionarme todos los aderezos de su incumbencia y nuestra correspondencia era frecuente. Una recadera de toda confianza de su tienda iba y venía entre nosotras. Ésta aprovechaba sus salidas para ir a escondidas a casa de su amante, un peluquero llamado Mille, muy guapo y muy joven, de estatura media y a quien por su lozanía, por su colorido bermejo, se habría tomado fácilmente por una chica. En sus visitas, era natural que su amante le hablase de la situación que le procuraba la felicidad de tener con él frecuentes entrevistas; le habló tan a menudo y con tantos elogios de mi cara y mis encantos que encendió su imaginación y Mille se enamoró de mí por su sola descripción. Su pasión se hizo tan fuerte que no pudo seguir resistiendo y decidió juzgar por sí mismo a la que aún sólo conocía de idea. Prepara todo con habilidad; guía su curiosidad menos sobre mí que sobre mi forma de ser y sobre la casa en que yo vivía; propone a la modista que, un día que tenga que llevarme alguna cosa, le deje vestirse con sus ropas y confiársela. Su querida, bien festejada hasta entonces, no sospecha nada y, víctima de esa argucia, consiente. Unos días después, cuando Mlle. Bertin la envía con un sombrero para mí, va en busca de Mille, le arregla su gorro de pliegues, la capa y todos los demás accesorios femeninos necesarios para su disfraz; luego, él coge con las dos manos la enorme sombrerera que contenía el sombrero y se pone en camino mientras la modista se mete en la cama a esperarle; llega, y lo traen a mi presencia; al verle manifiesto mi sorpresa ante una cara nueva; la pretendida modistilla me responde que su compañera está enferma y que se lo ha encargado su departamento. Además, se felicita por el hecho; ha visto a muchas damas, a muchas damiselas, las ve todos los días, pero nunca ninguna tan encantadora; con toda razón llaman al lugar en que vivo un templo, porque soy una divinidad. La alabanza es el veneno del hombre, con mayor motivo de la mujer, y el mío por encima de todo. Al decir esas palabras en el tono afectuoso de una beata que estuviera al pie del altar, me agradó singularmente; yo estaba tomando chocolate; mandé que trajeran una segunda taza para que desayunase y me puse a hablar con la modista, que me parecía llena de inteligencia y de sensibilidad.
Durante la conversación me habló en estos términos: «Me parece, mademoiselle, que gozáis de la suerte más afortunada, tal como la merecéis; creo, sin embargo que falta una cosa esencial para vuestra felicidad; me molesta veros privada del trato de los hombres. Desde luego, a mí no me gusta ese sexo, nunca he tenido la menor intimidad con ningún varón; no tengo esa tendencia y no creo que la tenga nunca; pero se pueden hacer más cosas que acostarse con ellos. En última instancia, es la mitad del género humano, para la cual estamos hechas. ¿Por qué privaros de tantos homenajes como recibiríais de ellos? ¿No quedaría satisfecho vuestro amor propio viendo a vuestras plantas a todos esos amables burladores que tanto abundan en la Corte y en la ciudad, y vengando con vuestros desdenes a las demás mujeres crédulas a las que engañan cada día?». Y como yo le respondí riendo que no decía la verdad, que me parecía una gran libertina, continuó: «No, os lo juro, os hablo como si estuviera a los pies de mi confesor; no tengo ningún amante; además estoy hecha de manera que apenas puedo disfrutar del trato de los hombres; me enloquecen en cambio las mujeres. Entre nosotras, no tenemos nada oculto: si queréis os mostraré una cosa muy extraordinaria; desearía que me estimaseis digna de unirme a vos, bien como modista, bien como peluquera o como doncella; contad con que nunca habréis sido tan bien servida».
Aquella libertad, aquella espontaneidad de una subalterna a la que veía por primera vez, que acaso me habrían indignado contra otra, me agradaron en ésta, debido sin duda a una simpatía secreta cuyos efectos sentía yo sin conocer la causa, sobre todo cuando, acercándose a mí, cogiéndome las manos, acariciándolas, besándolas, añadió: «Vamos, dejaos tocar; sed mi pequeña amante, mi soberana; recibidme en vuestro servicio». Me sentí devorada por un fuego mucho más violento que todo lo que había sentido hasta entonces; pero con la impresión de estar cediendo sólo a la curiosidad, voy a la puerta, echo el cerrojo y le digo al volver: «Veamos esa maravilla; ¿qué sabéis hacer?». Finge timidez un momento; recuerda la distancia que debe haber entre una modista y yo; ella misma se asombra de su descaro, que sólo hay que atribuir al exceso de pasión que de repente le han inspirado mis encantos; luego no tarda en volverse más audaz, cubre mi pecho de besos, coge mi mano y la lleva suavemente a… «Monstruo», exclamé, «eres un hombre, y estoy perdida». Sin embargo, mi mano, como retenida por una fuerza magnética, no lo soltaba; ni siquiera para detener la suya, que iba avanzando y me devolvía las deliciosas titilaciones que yo procuraba al temerario, de suerte que ambos consumamos recíprocamente nuestro sacrificio juntos, pero con tal espasmo de mi parte que tuve un síncope. Tras recuperar pronto su vigor primero, él aprovecha mi estado para entrar por la ruta de la verdadera felicidad y asaltarme de un modo tan terrible que el dolor me devuelve a la vida: estaba a punto de gritar justo en el momento en que el placer hizo expirar mi queja en mis labios. Cuando, tras varios éxtasis repetidos uno tras otro, tuve tiempo de recuperarme y hablar, quise saber quién era y cómo había urdido aquella estratagema. Como no se atrevió a confesarme quién era, Mille me contó una historia: declaró ser hijo de Mme. de Furiel; después de haberme visto varias veces en la carroza de su madre por los bulevares y en su palco en el teatro, sintió celos; se enamoró locamente de mí; no sabiendo ni cómo hablarme ni cómo verme, consciente de la imposibilidad de llegar hasta mí bajo su forma habitual, pensó en corromper a alguna de mis vigilantes; como también fracasó, se volvió hacia las modistas a mi servicio, y bendijo al amor por haberle sugerido aquella estratagema que le había procurado un éxito completo. Considera prudente, sin embargo, que la agente de su éxito lo ignore; le dirá que he sido inexorable y que pierde por su parte toda esperanza; por la mía, no debo hacer reproche alguno a la modista y he de guardar el más profundo silencio. Encargará que le hagan vestidos de mujer y a partir de ese momento llegará hasta mí a las horas y de la manera que yo le indique; no puedo sino aprobar estas sensatas resoluciones, y me despido no sin testimoniarle mi deseo de volver a verle pronto.
Mi primer cuidado fue pretextar una indisposición para reservarme unos días de reposo, y con lociones suavemente astringentes ocultar al conocimiento de Mme. de Furiel los vestigios de los daños que el monstruo había provocado en mí. A este cuidado no tardó en sucederle otro no menos esencial: tuve vómitos, malestar, todos los síntomas del embarazo, sobre todo la supresión del período, imposibles de ocultar a mis mujeres, que dieron cuenta de ellos a Mme. de Furiel y la alarmaron sobre mi estado; pero lo más difícil era sostener dos copulaciones, una de las cuales había llegado a ser para mí igual de insípida y fatigosa debido a los esfuerzos de la otra, demasiado atrayente, a la que se entregaban con ardor todas mis facultades. Como supondréis, estos diversos accidentes no podían sino preparar a una mujer tan clarividente para el descubrimiento de un misterio que antes o después había de salir a la luz.
Por su parte, Mille, en apuros a su regreso para testimoniar a su querida su gratitud tal como tenía por costumbre, y tal como ella esperaba, se vio obligado a recurrir a alguna mentira y a dejarla salir de la cama tal como había entrado en ella; la joven se consoló con la esperanza de que otra vez irían mejor las cosas; pero tras una nueva impotencia ya no pudo dudar de su enfriamiento, ni de que ese enfriamiento no derivase de algunas otras andanzas. Intentó descubrirlas: sus sospechas no apuntaban en modo alguno hacia mí, dada mi absoluta reticencia, dado lo que le había dicho su amante, dado el convencimiento en que estaba de que Mille sólo había venido una vez a mi casa, y dada sobre todo la escasa analogía que debía de haber entre un peluquero y una señorita mantenida de forma tan magnífica. Así pues, de no ser por el azar, se habría pasado mucho tiempo espiando. Un mañana que vino a traerme algunas modas, ve de lejos salir a una joven que se parecía mucho a Mille; pero no podía distinguirla debido a su capucha; decidida a aclararlo, sigue a la joven disfrazada, y su idea se confirma al verla entrar en la calle, en la casa, en la vivienda de Mille. Llama, no le responden; mira por el ojo de la cerradura y le ve ocupado en desvestirse. Llama con más fuerza; le responden que espere un momento; por fin abre: ¡qué sorpresa cuando encuentra a su querida! Se pone colorado, le pide excusas: no sabía quién era, acaba de salir de la cama, ha estado indispuesto toda la noche, sólo ha tenido tiempo de ponerse una bata; la joven ya no es víctima de todas sus mentiras, cuya falsedad conoce; en primer lugar, encuentra sobre él mismo, sobre su camisa, los indicios de su infidelidad; acto seguido se pone a fisgonear y encuentra a la vista las ropas que él acaba de quitarse y que le acusan, pero ella sigue fingiendo ignorar de dónde viene; quiere saberlo; sólo le perdonará a ese precio. Todas estas pesquisas iban acompañadas por un torrente de insultos, de invectivas, de amenazas que lo asustaban; para librarse, lo confiesa todo. La joven no tiene nada que aprender, sale con redoblado furor deseándole como último adiós que Mme. de Furiel, informada de su perfidia, le pague lo que se ha ganado y mande que lo maten en brazos de su conquista. No se contenta con ese augurio: tras dejar unos días al infiel para que se arrepienta sin que éste los aproveche, va a casa de Mme. de Furiel y la informa de lo que ocurre. Esta denuncia, unida a lo que ya había ocurrido, ilumina a la que ya no duda de que la engaño; pero quiere obtener la prueba más segura. Se había preocupado por conseguir las señas más exactas de aquel muchacho travestido de mujer; se las da a las vigilantes, cuyo informe también coincide; ordena que la primera vez que esa mujer acuda, la dejen pasar sin ningún problema, pero que inmediatamente le den aviso. No tarda en presentarse la ocasión de obedecer a Mme. de Furiel: corren a informarla; llega. Nosotros estábamos encerrados en mi tocador; manda echar abajo las puertas; nos había dado tiempo de recobrar una apariencia decente, pero nos traicionaban demasiados indicios: nuestro silencio, nuestro estupor sobre todo, no podíamos articular palabra. Se dirige a mí y exclama: «¡Desgraciada!, ¿así es como cumples tus compromisos, tus juramentos? ¡Así agradeces mis cuidados, pagas mis beneficios, me devuelves amor por amor! Ingrata, ¿has podido olvidarlos hasta este punto? ¿Y en qué lugar? ¡En el lugar donde todo habría debido recordarte la gratitud y reprocharte tu crimen, donde no podías dar un paso, dirigir tu mirada, extender tu mano, lejos, cerca, alrededor, sobre ti, sin encontar muestras de mi debilidad y pruebas de tu perfidia! ¿Cómo no has tenido miedo a que esa misma otomana, teatro infame de tus placeres, no cobrase vida de pronto, no se levantase indignada para arrojar de su seno a quien la mancilla, a quien se echaba sobre ella para cometer una prostitución abominable de la que hasta ahora nunca había sido testigo ni cómplice?… Aunque la culpa es mía; ¿qué podía esperar de una chica nacida en el fango, cuya alma tan baja como su origen debía necesariamente resentirse de ello?». Guardó silencio entonces, oprimida por la viveza de su apóstrofe; derramó lágrimas, no de ternura, sino de desesperación y rabia. Mientras, yo me había recuperado de mi primer susto y le dije: «Señora, no voy a mentir. No negaré mi falta, demasiado evidente, que vos llamáis crimen; si lo es, es el de la naturaleza, es el vuestro. Sabéis por propia experiencia que una no puede sustraerse a su inclinación, que ni promesas ni juramentos pueden nada contra ella, que antes o después recobra su poder; pero sí me defenderé del crimen más real de ingratitud. Mi corazón carece de ese sentimiento, está lejos de mí; me habéis colmado de bondades; las recordaré toda mi vida; querría pagarlas con mi sangre; y si mis servicios os resultan agradables, consiento en hacerlos hasta mi último suspiro, en ser vuestra esclava; pero es cuanto puedo hacer y renuncio así a todos vuestros beneficios. Es más, podéis ver que no he hecho una elección indigna y de la que podáis sonrojaros: el destino de mi sangre es inflamarse por vos. He pasado de las brazos de la madre a los del hijo…». «¡Mi hijo!, ¿qué oigo?», responde furiosa Mme. de Furiel, lanzando una mirada terrible sobre Mille. «¿Este malvado ha tenido la imprudencia de inventar semejante fábula? Mi hijo ¿un vil peluquero?…». A estas palabras, Mille, dándose cuenta de que ya no podía retroceder, de que todo el misterio se había desvelado, se arroja, sin responderle, a mis plantas, convicto de su superchería, me pide perdón, la justifica por el temor a desagradarme por su oscuro apellido y la profesión de artesano; busca su excusa en el amor, y se cree perdonado, puesto que me ha complacido. Impresionada por este descubrimiento, yo aún no había abierto la boca, pero mi silencio sólo podía interpretarse de forma favorable. En el colmo de la rabia, Mme. de Furiel continúa y acaba del siguiente modo: «Podría infligiros ahora mismo el castigo que ambos merecéis; pero sois criaturas demasiado despreciables a mis ojos para que me rebaje a la venganza. Que la despojen de todo lo que me pertenece; que le devuelvan sus ropas de aldeana; que la pongan en la puerta con su chulo y que no tarde en ir a otra parte a obtener el castigo reservado a las que son como ella». Ejecutan las órdenes de mi benefactora. Yo no me desconcierto, y con gran sangre fría cojo a Mille del brazo. «Vamos, amigo mío», le digo, «te perdono tu estratagema y la pérdida de mi fortuna, tienes con qué resarcirme; vales más que todo lo que me quitan. Salgamos cuanto antes de esta moderna Sodoma antes de que el rayo del cielo caiga y la aplaste».
El peluquero me lleva a su piso; me acoge en él, se preocupa por mí; durante unos días todo va de maravilla y quizá hubiéramos vivido mucho tiempo felices de no ser por la chica de las modas, su primera querida. Irritada por perder el fruto de su maldad, por ver que se ha vuelto contra sus propios intereses y en lugar de separarnos nos ha unido más estrechamente, aumentan sus celos hasta el punto de venir a menudo a hacernos escenas y algaradas que alarman a los vecinos de Mille; me toman por una furcia callejera, llevan sus quejas ante el comisario, y una buena noche vienen a sacarme de la cama de mi amante para llevarme a Saint-Martin[54].
No os describiré en detalle esa prisión destinada a las mujeres de mala vida, lugar tan horrible como repugnante. Bastará con hacéroslo ver como la sentina de todos los vicios, el teatro de todas las impudicias, donde se sueltan todas las porquerías, todas las ordinarieces, todos los juramentos, todas las blasfemias de la depravación más crapulosa y a veces la más enérgica. Por suerte no es más que un depósito, un lugar de paso para ir a lo que llamamos «la gran casa», es decir, el hospital general[55]. Sin duda, no hay ninguno de vosotros que no haya leído el breve y magnífico elogio que de ella hizo Mme. Gourdan en la obra maestra de la elocuencia erótica, considerada digna de ser transmitida a la posteridad[56]; no obstante, hay que rebajar mucho su entusiasmo. Este lugar de corrección, se diga lo que se diga igual de abominable que el primero, no sería menos susceptible de corrupción tanto en lo físico como en lo moral si, de un lado, no fuera mayor y estuviese más aireado, y si, del otro, a un ministro patriota no se le hubiera ocurrido aplicar al trabajo a tantas manos criminales, y, preservando de la ociosidad a esas desdichadas cautivas, hacer que redunde en provecho de todos su castigo. El actual teniente general de policía, no menos hombre de Estado, ha perfeccionado ese plan que M. de Malesherbes[57] sólo pudo esbozar, y las salas inmensas del hospital, cuyo pestilente aire habría corrompido en el pasado la virtud más pura si hubiera entrado en ellas, se han convertido en laboratorios, si no edificantes, al menos útiles. Por otra parte, como yo estaba embarazada, según declaré, y fue fácil verificar, me instalaron en una zona separada, en la que se me trató con cariño; allí di a luz; me cuidaron muy bien hasta mi total restablecimiento, y me despidieron; de suerte que salí felizmente de esa prisión, casi sin conocerla más que de oídas; pero no tenía un céntimo; tampoco poseía ropas, nada que empeñar para obtener algún dinero, y no sabía hacia dónde mirar, sobre todo cuando, después de haber ido a casa de Mille, supe que, atormentado por su arpía y para librarse de sus persecuciones, se había contratado con un señor extranjero y había partido para Rusia. Había vendido todos sus efectos y los míos, no se había dignado prestarme la menor ayuda, informarse sobre mí, y me había dejado en la indigencia más absoluta. Entonces comprendí, aunque demasiado tarde, la verdad de lo que me había dicho mi benefactora sobre la ligereza, la inconstancia, la perfidia, la maldad de los hombres; decidí no atarme a ninguno en toda mi vida; pero había que vivir, y no vi otro medio que pedir asilo a Mme. Gourdan. Aún no conocía demasiado bien París; no sabía dónde vivía ni la calle de esa mujer célebre; pero imaginaba que todo el mundo debía conocerla y preguntaba a los transeúntes. Unos no me respondían, otros se me reían en las narices; las devotas se santiguaban; una de ellas, tras esa mueca, me mira, me coge de la mano y me dice: «Hija mía, no estáis hecha para ir allá; me compadezco de vuestra ingenuidad; bendecid a la Providencia y poneos en mis manos; yo os colocaré mejor que en un lugar como ése. Venid primero a mi casa y contadme vuestra historia». La seguí hasta la calle du Bac, no lejos de allí, cerca de las Misiones Extranjeras donde tenía su domicilio. Soy, por naturaleza, sincera; además, no tenía tiempo de inventar una historia; la necesidad me abrumaba. Confié en aquella mujer y le conté de cabo a rabo cuanto me había ocurrido, cosas de las que en el fondo no tenía por qué sonrojarme, pues había sido arrastrada a mis diversos desenfrenos por una fatalidad casi inevitable. Por su parte, ella tenía razones para ser indulgente, y no le costaba mucho ver, por todo lo que yo le contaba, que no era sino más adecuada para el destino que quería darme.
Me dijo a su vez que se llamaba Mme. Richard, que era viuda sin hijos, que su esposo había sido alquilador de sillas en la iglesia de las Misiones Extranjeras; gracias a eso, había tenido ocasión de ir a la casa, de trabar conocimiento con aquellos señores; que, para mejor insinuarse con ellos, había tomado la decisión de representar el papel de devota; que había elegido por director espiritual a uno de los clérigos más importantes y hecho penitencia; que, tras intentar en una confesión probar lo que la carne podría sobre él so pretexto de exponerle sus escrúpulos por la forma en que su marido lo hacía con ella, había reconocido con verdadera satisfacción que el hombre no era insensible; lo cual la animó, aunque esa vez el clérigo la hubiera reñido mucho y la hubiera conminado a ser en adelante más reservada y a abreviar tales detalles, a añadir la segunda vez la lascivia en su descripción. En esta ocasión, dio vueltas con más habilidad a una infidelidad hecha a su marido, cediendo por fin a las insistencias de un galán cuyas seducciones la habían hecho sucumbir. Se dio cuenta de que ese pecado no desagradaba tanto al grave personaje en cuyo corazón ya se deslizaba, a pesar suyo, la esperanza de ser también feliz un día; sin embargo, volvió a reprenderla, aunque con menos severidad, llamándola su querida penitente y exhortándola a ir a menudo al tribunal de la penitencia para extirpar aquella desgraciada inclinación que la arrastraba hacia el hombre. Tras haber hecho vacilar con estas felices tentativas la virtud del ministro de Cristo, decidió asestarle el golpe definitivo. Se trata de un sueño voluptuoso. Ya no es una fornicación, un simple adulterio, es un sacrilegio, un incesto espiritual; con un sacerdote, con un religioso, con su…, no se atreve a acabar asustada ante la enormidad de su crimen, aunque no lo haya cometido y sólo se produzca en sueños. De improviso, él olvida su papel, o más bien lo utiliza en toda su extensión, quiere saber con quién, la presiona, le ordena en nombre de Dios, a quien representa, no ocultarle nada. Por fin ella se rinde a la voluntad del cielo… Era con su confesor con quien creía estar acostada, con él… Tal confesión estaba preparada con demasiado artificio para no producir su efecto. Siembra la turbación a la vez en el corazón y en el alma del director de conciencia, que pierde la cabeza, balbuce, no sabe lo que dice ni lo que hace; la carne se rebela con un ímpetu que aún no había sentido nunca, trata de domarla maquinalmente, se agita, se mueve, cae en un frenesí delicioso; su carne calla, pero él se ruboriza por la victoria: no tiene nada más urgente que hacer que librarse de la penitente con una pronta absolución e ir a sepultar su vergüenza en una celda.
A ella no se le había escapado nada de lo que ocurría; piensa que ya sólo se trata de provocar la ocasión de una charla con él para completar la seducción; que debe aprovechar el momento en que su imaginación está exaltada. Pretexta una enfermedad, era la quincena de Pascua: envía a su marido a pedir al confesor que tenga a bien oírla; él llega enseguida; ella estaba en la cama muy aseada; él le pregunta con vivo interés por su estado. No sabe, son vapores, una melancolía profunda, una languidez general, o más bien un fuego secreto y devorador; ya no es un sueño, es una realidad continua, está dominada por una violenta pasión contra la que lucha en vano, y, sin embargo, pasión tanto más loca cuanto que, incluso en caso de que la gracia la abandone, de que el demonio se la lleve, sería sin esperanza de contrapartida de aquel que es su objeto, personaje grave, eminente en virtud y que no se dignaría poner los ojos sobre ella; al mismo tiempo se vuelve y ofrece a aquel testigo que no se perdía nada un pecho delicioso y que, en efecto, tiene bastante bello; luego, mirándole con ternura, prosigue: «Sí, padre mío, en mí veis a la más culpable de las pecadoras: era en el tribunal mismo de la penitencia, era al declarar mis iniquidades cuando me dominaban otras nuevas para terminar sacando un amor sacrílego, incestuoso. ¡Ay!, ¡y que no pueda yo abandonar las ropas de mi sexo, tomar un hábito religioso, ir a vivir a su lado, servirle, no dejarle nunca y alimentar por lo menos continuamente mis miradas con el placer de contemplar su venerable rostro! Porque tiene un aspecto majestuoso como el vuestro, la mirada bondadosa y dulce, la voz untuosa y emocionante; creo estar viéndole y oyéndole… ¡Desventurada de mí!, ¿qué he dicho? ¡Ay!, es que vos os parecéis mucho a él y seríais inexorable como él…». La declaración de Fedra[58] no era más directa ni menos acuciante; ésta tuvo mejores secuelas… «¡Tú vences, Mme. Richard», exclama el hombre santo; «tú triunfas de cincuenta años de austeridades y de virtud… Tú me condenas!; pero ¿no siento desde que te conozco males muy por encima de los que se sienten en el infierno? ¿No puedes tú hacerme disfrutar de placeres superiores a las beatitudes del paraíso? Mejor dicho, ¿no es el Ser supremo quien manifiesta aquí su voluntad? ¿No es él quien nos ha dado esa simpatía mutua que nos ha venido sin nosotros, contra la que hemos luchado en vano y que es superior a todos nuestros esfuerzos? No cabe duda de que nos castigará por su propia obra. Es él quien habla: sus caminos son impenetrables; entreguémonos a su inspiración, recíbeme en tus brazos; que yo te devuelva la salud y la vida; utiliza este remedio sin remordimientos. ¡Vamos!, el escándalo es el único mal de este tipo de uniones; que un velo impenetrable oculte el nuestro a los profanos y a los celosos». Tras estas palabras se lanza sobre ella con indecible furia. Ella le hace justicia; cree haber obtenido su virginidad; parecía absolutamente nuevo en el trato de las mujeres y conocer su teoría sólo por lo que había aprendido en confesión o en los casuistas. Se vio obligada a adentrarle por la ruta de la felicidad; y una vez que él estuvo allí, ¡qué éxtasis!, ¡qué arrobo! Tenía cincuenta años menos; repitió varias veces en el mismo día; al siguiente, y dos días más tarde, volvió a confesarla.
El trato ya duraba hacía casi un mes y su poder no decrecía, ella no sabe si tomaba en sus alimentos algo que le fortalecía; era inverosímil. Sea como fuere, aquello no podía durar: una fiebre inflamatoria hizo presa en aquel viejo, que sucumbió en pocos días. Y así se convirtió al mismo tiempo en viuda de dos maneras: su marido, que era borracho, se rompió la cabeza volviendo del merendero, y la liberó de él; pero también se quedó sin el santo varón, que tenía buenos beneficios, de los que ella habría podido sacar partido: no tuvo tiempo. Estaba de nuevo pensando sobre qué otro confesor lanzar su plomo para sustituirlo, cuando la Providencia acudió en su ayuda.
Cierto día ve entrar en su casa a un gran colega del difunto, un gran sombrero[59], es decir, un beato en toda la extensión del término, que se encargaba de las conciencias y de las limosnas de la mayoría de los devotos de alto rango del barrio. Lo conocía de vista; hasta había hablado con él ocasionalmente; pero siempre le había desagradado por su aspecto. Era delgado como un espárrago, seco, sin compostura, con una cara lívida, macilenta, penitente, que le repugnaba. Amigo del difunto, había recibido sus últimos suspiros y sus remordimientos en confesión, lo cual le había proporcionado un conocimiento pormenorizado de su intriga amorosa con Mme. Richard, y provocado el deseo de sacarle partido; pero para no comprometerse y sondear antes tranquilamente el terreno, había ideado una estratagema muy honesta. Había inventado para ella una historia como luego confesó: supone que su colega ha hecho un testamento por el que deja toda su hacienda a la casa; pero con la salvedad de algunos legados particulares, entre otros, uno de veinticinco luises en favor de Mme. Richard por el arreglo de sus cuellos y sus sobrepellices; y al mismo tiempo el hipócrita extiende un cartucho de oro sobre la mesa. El espanto que le había inspirado su presencia se calma al ver esto; no tardan en entablar conversaciones, llegan a un acuerdo y el difunto es olvidado. Las limosnas de las duquesas llueven en abundancia en casa de la alquiladora de sillas, que engorda a ojos vistas.
La casa de las Misiones Extranjeras, cuyos jefes, que se reparten entre las casas de los grandes señores del barrio de Saint-Germain, no dejan de tener cierto crédito entre las mujeres puestas bajo su dirección y en su entorno, está sujeta a una continua circulación de predicadores, de escritores eclesiásticos, de jóvenes abates de condición, de grandes beneficiados, de obispos. El hipócrita conoce mucho a estos últimos; es un hábil intrigante que, al no poder jugar en su oscura esfera un papel por sí mismo, tiene el amor propio de volverse necesario al menos a estos señores: les procura en caso necesario sermones, mandamientos, grandes vicarios, beneficios e incluso muchachas, cuando las conoce a fondo y él está bien seguro. Es Mme. Richard la que lleva ese departamento; ella misma me dijo que quizá no tardarían en hacerle el encargo de proveer de una amante en regla a un prelado; que había puesto los ojos en mí, pero que antes quería conocer mis habilidades, o darme instrucciones; que, además, tenía mucho trabajo desde la pérdida de una alumna que le había raptado un joven chocarrero, y que necesitaba que yo la secundase hasta que me colocase mejor. Entrando entonces en una pequeña discusión sobre nuestro estado, cuyos sólidos principios y finos puntos de vista no se me escaparon, me dijo:
–No creáis que debemos ejercer nuestro oficio con los devotos igual que con la gente de mundo. A excepción de los viejos y de los libertinos demasiado extenuados, se necesita infinitamente más arte y talento con los primeros que con éstos, en quienes la pasión o el gusto preceden de ordinario al goce, lo vuelven más delicioso y cargan con casi todo el esfuerzo. No se trata de un hombre gazmoño, de un lascivo vergonzoso que, con cada persona del sexo contrario ofrecida sucesivamente a sus miradas, complazca a una tras otra; porque no hay ninguna que despierte sus sentidos, únicamente la circunstancia determina su acercamiento; pero sólo cuando se acuesta con él una cortesana experta puede provocarle el deseo de volver a acostarse, de vincularlo a ella, de fijarlo en ella. Durante los breves momentos en que lo posee, tiene que inflamar su imaginación para los largos intervalos de ausencia, y, siempre presente para él por el recuerdo de los placeres que le ha hecho disfrutar, hacer que le apetezcan otros nuevos y desespere de encontrar en otra parte placeres semejantes. En sociedad, en cambio, una mujer que ha enamorado a un caballero, que puede no dejarlo y verlo sin cesar, tiene mil medios para mantener y perpetuar la seducción, bien adoptando un ascendiente imperioso sobre su esclavo que le priva de toda facultad, de toda voluntad; bien apartándolo hábilmente de los lugares o de las personas que podrían hacerle cambiar; bien procurándole unos goces raros que le ocupan y le entretienen hasta que el apetito carnal lo llame realmente a su seno. Observemos además que los devotos, los sacerdotes, los cenobitas, los príncipes de la Iglesia, torturados por el demonio de la carne, envejecen y se agotan antes que la gente de mundo, cosa que se atribuye a sus maceraciones, que son la secuela del frecuente uso del onanismo al que están sujetos por falta de mujeres o por miedo a comprometerse. Por la facilidad de entregarse a él, este ejercicio solitario pronto se convierte en hábito; se vuelve una necesidad, pero con gran detrimento del individuo, puesto que un solo acto le causa más pérdida de sustancia que varios goces compartidos. Por eso el onanista transportado a los brazos de una mujer es muy difícil de divertir: habituado a todas las gradaciones, a todos los matices del placer, que adopta, diversifica, acelera, suspende o precipita a capricho, necesita una sacerdotisa que se olvide de sí misma y se modifique como su víctima; necesita que ella estudie y adivine, por así decir, cada prevención voluptuosa de su alma, que siga la lubricidad de sus movimientos, que finja recibir el éxtasis que le procura y sacrificarse con él.
»Este arte tan refinado entre los antiguos, según he sabido por un sabio erudito, miembro de la Academia de Bellas Letras, con el que tuve que ver, y perdido o al menos degradado durante el tiempo de ignorancia y barbarie, está más de moda que nunca en este siglo de luz y filosofía. No menos de cuarenta mil impuras lo ejercen en la capital; pero entre este número hay pocas que sobresalgan: desde hace medio siglo apenas contamos con cuatro que hayan alcanzado cierta celebridad, la Florence y la Pâris que, muertas hace varios años, aún viven por su fama, y la Gourdan y la Brisson[60], que hoy profesan este arte con gran esplendor, que ven pasar sucesivamente por su casa a casi todo París, desde el retaco de tienda hasta el príncipe de sangre, y desde el fraile limosnero de los capuchinos hasta la eminencia más circunspecta.
»La manuelización[61] ayudada o recíproca la utilizan sobre todo los graves personajes que aquí veréis; obligados a envolver sus debilidades en el más profundo misterio, tendrían miedo a que un niño arrojado por torpeza en el molde, o alguna enfermedad vergonzosa, cuyos síntomas a duras penas pueden esconderse, los descubriera. Esta última consideración les decide a utilizar esa receta tan secular, seguros de que el mal sifilítico sólo se contrae con el contacto venenoso de las partes, órganos de la generación.
»El curso de tribadismo que habéis hecho, mi querida Safo, os habrá capacitado mucho para el otro ejercicio, una vez que hayáis recibido los títulos; porque no podéis haber adquirido muchos con un joven amante fogoso que sólo busca un goce rápido, siempre ardiente en la conclusión ya que siempre estaba preparado para volver a empezar. Aquí tendréis que véroslas con hombres de edad madura, en quienes el ardor del temperamento se halla amortiguado, y la imaginación ha de suplir a las facultades.
»Ante todo habéis de aprender la lengua del oficio, cuyo uso nos es indispensable y de la mayor importancia; el término adecuado colocado en el momento oportuno produce con frecuencia más efecto, impresiona, conmueve y aguijonea más vivamente los sentidos que la imagen galante que una hermosa charlatana sustituye por un largo circunloquio. Enseguida os daré la definición de cada palabra que no entendáis, y os indicaré, por último, la aplicación de diversas prácticas de nuestro oficio.
Aquí, milord, la historiadora nos enumeró un diccionario de palabras absolutamente nuevas para mí; iban acompañadas de comentarios tan obscenos que los suprimo por entero, desesperando de poder hacéroslos soportables; todos estos detalles pueden ser excelentes en el calor de la depravación, pero se vuelven insípidos y repugnantes en la sangre fría de un relato. Paso a la conclusión de la elocuente arenga de Mme. Richard.
–Por lo demás, una ligera práctica no tardará en haceros más hábil que el más largo catecismo. En nuestro oficio ocurre como en ciertos juegos de cartas cuyas reglas generales hay que saber, pero contra las que se va enseguida, en el reversi, el wisk, el tresette; es en el tapete donde se aprende lo que hay que hacer; la forma de jugar del adversario determina la que nosotros debemos utilizar. Lo mismo ocurre con el putaísmo (¿por qué ruborizarse de nombrar una profesión cuya práctica no causa rubor?); es la edad, el carácter, los gustos de un amante los que deben decidir la clase de placer que hemos de procurarle. Hay que ser muy complaciente con ciertos hombres; otros exigen, para entrar en el juego, ímpetu, arrebato, furia; hay algunos con los que se debe aparentar reserva, gazmoñería; y otros que quieren ternura y se complacen en ser sentimentales; y otros a los que les gusta que una puta se muestre tal como es y haga su oficio con franqueza.
El final de este discurso fue considerado como un momento de reposo en el que M. Clos mandó servir la cena; se dejó la conclusión de la historia para cuando la terminásemos; pero la cena fue tan divertida y Mlle. Safo estuvo tan provocativa que a varios comensales les urgía más tener un cara a cara con ella que oír el resto; para satisfacer a todo el mundo, nuestro anfitrión decidió que nos reuniríamos por tercera vez; me alejé, no sin pena, de aquella sociedad de amables libertinos por temor a los contactos venenosos cuya idea había despertado en mí Mlle. Safo, y me fui a la cama, ¡aunque sólo tuviera que sentir la ilusión falaz de un sueño!
Por lo demás, milord, aquí me veis embarcado a pesar mío en una novela que no pensaba que hubiera de ser tan larga de parte de una persona tan joven; por suerte no os desagrada; os interesa por su singularidad, os divierte por sus detalles, y vuestra filosofía misma sabe sacarle partido. Comparad la corrupción de la Babilonia francesa con la de la Babilonia inglesa, y veréis que supera a la nuestra debido a la hipocresía religiosa que aquí exige el celibato a esa multitud de monjes, curas, abates, obispos que no pueden, como nuestro clero, en el seno de un casto himeneo, pagar a la naturaleza el tributo que todo hombre le debe. Haced leer a vuestros conocidos estas aventuras, y que bendigan tanto su destino como el protestantismo.
París, 11 de enero de 1778
Carta XIV
Continuación y fin de la confesión de una joven
Hay que terminar, milord, las aventuras de Mlle. Safo, cuya longitud me asustaba por vos y cuya continuación deseáis por el contrario; llegará, desde luego, pues esa linda persona aún no está en su término; pero con dieciséis años ya es mucho haber proporcionado casi materia para un volumen; si sigue a la misma marcha, las novelas de La Calprenède[62] no serían nada comparadas con ella. Entra en escena, escuchadla:
Después de su instrucción, Mme. Richard me añadió:
–Lo que debe daros cierta confianza en mis palabras, o más bien convenceros de la excelencia de mis preceptos, es lo que me veis: seguramente no soy joven, mi gordura es lo único que impide que mis arrugas aparezcan y tapa algunas; nunca he sido guapa; tengo la frente marcada por la viruela, no poseo ninguna nobleza en la figura o en el talle, mis piernas son gruesas, los brazos y las manos feos; sólo tres cosas tengo en mi favor: el pecho todavía bastante firme, una boca bastante bien amueblada y unos ojos lujuriosos; no podría competir en absoluto con vos, parecería vuestra madre; y, sin embargo, entre la mayoría de los que aquí vienen, sobre todo gente madura con más necesidad que otros, a lo que parece, de ser excitados por las gracias de la figura y por la lozanía de la juventud, pocos son los que no me prefieran; esta noche, si queréis, podréis ver la experiencia.
En efecto, llaman preguntando por la morena; corro a la puerta, abro, veo a un viejo gazmoño; desconcertado al verme, baja la vista y en tono bondadoso me pregunta si está Mme. Richard; tras mi respuesta, entra y, de acuerdo con la contraseña, habla de sus cuellos, de sus sobrepellices, de sus albas; una vez que Mme. Richard lo tranquiliza, nos sentamos y habla; no tarda en decirle al oído que no le convengo. Ella me hace una seña y salgo, o, mejor dicho, siguiendo nuestro acuerdo, aparento salir y me cuelo en un pequeño gabinete desde el que podía ver todas sus maniobras y aprender una lección de la que no dan idea siquiera las posturas del Aretino[63].
Cuando creyó el pánfilo que me había ido, oigo que confirma a Mme. Richard lo que el gesto de ésta me había indicado: que yo no le inspiraba nada, que la prefiere a todas las bellezas más encantadoras, porque sólo ella tiene el talento de reanimarle, de hacerle sentir su existencia, de volverle hombre todavía. No eran éstos los términos en que se expresaba. ¡Imaginad el lenguaje del libertino cuartelero más decidido! ¡Qué contraste con el aspecto hipócrita con que se había presentado! Mientras tanto, su divinidad, no menos rica en expresiones sonoras que articula en tono firme y vehemente, tras haberse excitado con este preámbulo al que ella mezclaba los primeros abrazos y las caricias preliminares, le ordena desvestirse; ella se desnuda en el acto, luego abre un armario del que saca una doble coraza de crines en cuyo interior había esparcidas una infinidad de puntas de hierro, redondeadas por un extremo; le reviste pecho y espalda con este instrumento de penitencia, convertido en instrumento de lujuria. Ata ambas partes por los costados con cordones del mismo tejido, luego adapta a la que cubre el estómago una cadena de hierro que pasa bajo los testículos, que de este modo quedan sujetos en una especie de bolsa situada en medio de la cadena. Esa bolsa es también de crin, pero calada, de manera que no impida tocamientos de la mano en esas fuentes del placer; en cuanto a la cadena, va a cerrarse en el otro lado; le pone por último en cada muñeca un brazalete del mismo tipo que la coraza. Yo no conocía en absoluto aquel aparato, y nunca habría sospechado su efecto. No tuve dudas cuando vi a aquel cura lascivo así armado entrar en erección, aunque débilmente. Mme. Richard coge entonces unas vergas y, flagelándole con fuerza en los muslos, en las nalgas y en la cintura, le hace dar varias veces la vuelta a la habitación; y a cada paso que da, su sangre, agitada por los roces de la coraza, va a las partes de la generación y lo prepara para la obra de la carne; pero no tiene suficiente, e igual que la hermana Felicidad y la hermana Raquel, esas famosas convulsionarias que, cuando las mataban a palos, nunca recibían demasiados, sigue pidiendo más y palpa entusiasmado, en medio de su lubricidad, todo lo que le presenta la vasta corpulencia de Mme. Richard; ésta, después de haber aguijoneado suficientemente con ese enérgico ejercicio la carne del resucitado, que empieza a dar por lo menos señales de vida, se acuesta en la cama con él, le cosquillea ligeramente con la punta de los dedos las tetas, cuyos pezones pasaban por unos agujeros practicados expresamente en la coraza, lleva luego a ellas la punta de la lengua con un prurito infinitamente más voluptuoso. No hay entumecimiento que soporte semejantes caricias, y sin tocar las partes de la generación, cosa que se evita con el mayor cuidado, éstas alcanzan por fin tal vigor, un deseo tan violento del coito, que hay que satisfacerlo o suplirlo provocando a la naturaleza con diferentes frotamientos según el tipo de placer que busque el cliente[64]. A aquél le gustaba el goce total; pero era celoso de la reciprocidad; quería conocer por sí mismo si tenía la dicha de excitar alguna emoción; era preciso que Mme. Richard, acostumbrada a esa fantasía, fingiese, que lanzase suspiros, que lo interpelase con exclamaciones amorosas, en una palabra, daba la impresión de gustarle con el mismo ardor que a él; era un cuerpo vivo acoplado a un cadáver; sin importarle, fingía de maravilla, y aparentó desahogarse al mismo tiempo con una lujuria increíble y que estaba muy lejos de sentir; nos reímos mucho cuando de nuevo nos encontramos a solas. Además, «a buen entendedor, medias palabras bastan»; esta lección me valió por cien y mi institutriz no tardó en reconocer mi habilidad y en quedar sorprendida. Perfectamente convencida de que no podría sino honrarla, Mme. Richard no vacila en presentarme al prelado al que me destinaba; es más, cosa muy rara en casos semejantes, convencida de que el goce no contribuiría sino a ganarme mejor su grandeza, le propuso una prueba. Quedó él tan contento, tan encantado, que decidió mantenerme; no esperaba encontrar en la misma criatura tanta juventud y tantos encantos (sois vosotros, caballeros, los que con vuestros elogios me autorizáis a alabarme de esta manera a mí misma) unidos a talentos tan consumados en el arte de las voluptuosidades; da una buena gratificación a la alcahueta, se hace cargo de mí y me encierra bajo llave. El término no es demasiado fuerte: era celoso como un tigre. Me alojó en una petite maison del barrio de Saint-Marceau que era una miniatura, extraordinariamente bien amueblada, pero totalmente apartada, rodeada tan sólo de jardines y conventos. Cumplía así su doble objetivo: sustraerme al trato y a las miradas, por así decir, de todos los humanos, y procurarse la ocasión de introducirse en mi casa sin escándalo ni ruido, a cualquier hora y como bien le pareciese. No quería, además, que tuviese a mi lado sirvientes, en especial varones: una peinadora que estaba a mis órdenes arreglaba todas las mañanas mis cabellos y me servía de doncella. Una vieja se ocupaba de la casa y de hacer la comida, tras lo cual se iba para volver por la noche, muy tarde, a la hora indicada, cuando monseñor no se acostaba conmigo, porque yo le había declarado que tendría demasiado miedo, que no podía pasar la noche totalmente sola en una casa. Así pues, me encontraba en una cautividad más molesta que la que había soportado en casa de Mme. de Furiel, y dudo que hubiera podido soportar mucho tiempo aquella soledad. Un incidente muy extraordinario, porque nací, a mi parecer, para hechos extravagantes, vino una vez más a frustrar este comienzo de buena fortuna.
Por su hipocresía y su alta cuna, Monseñor, que había llegado precozmente al episcopado, nada más estar en su sitial se había dejado llevar por el ardor de su temperamento. Había elegido por grandes vicarios a jóvenes, festivos como él, de su gusto y menos destinados a secundarle en la regla de su diócesis que en su libertinaje; poco ocupados en convertir, desfloraban doncellas, depravaban mujeres, eran el azote de madres y maridos; difundían el terror por todo el cantón. Esa forma de vida duró todo el tiempo que Monseñor estuvo en aquella sede. Nombrado después para otra prelatura, hastiado de los placeres del amor y gastado por las depravaciones, aprovechó esa circunstancia para cambiar de vida. En él se ha despertado la ambición: en la actualidad pretende las más altas dignidades de su orden, incluso la púrpura. En consecuencia, se ha reformado: hace alarde de regularidad, y no tiene más que una simple amante en secreto a fin de satisfacer las necesidades de la naturaleza cuando todavía renacen. Os ofrezco su propia confesión: lo que le había impulsado a solicitar la mediación de Mme. Richard y a mantenerme fue lo siguiente.
Cuatro de sus grandes vicarios que estaban en París, confundidos por tal cambio, no podían convencerse; no lo creían verdadero y sospechaban algún misterio. A fin de tener claras las ideas, decidieron espiar a monseñor por separado, cada uno por su lado, seguir sus idas y venidas y descubrir lo que ocurría. Acordaron que el primero que supiera algo informaría a los demás. Uno de ellos conocía a un oficial de policía: con dinero se hace cuanto se quiere; no tardó en tener soplones a sus órdenes que descubrieron mi retiro y le contaron toda mi historia. Entonces reunió a sus colegas, sorprendidos por su inteligencia y por su delicadeza; quedaron encantados ante la verdad de sus conjeturas; pero, para castigar a Monseñor por su disimulo, decidieron que había que birlarle a la querida, o al menos compartir su cama. ¿Quién sería el afortunado mortal? No se puede desear lo que no se conoce; había que empezar por introducirse en casa de la hermosa, por reconocer si merecía los elogios que de ella se hacían, y luego, cada uno, según lo que el corazón le inspirase, lanzaría su incursión.
Estos levitas, desertores a menudo del servicio de los altares por el de las mujeres, acostumbrados a las aventuras galantes, a frecuentar lugares de mala reputación, se respetaban, sin embargo, lo bastante para no comprometer sus vestiduras; se disfrazaban entonces de caballeros; adoptan ese disfraz tanto más necesario en esta ocasión cuanto que, en caso de fracasar, nada tenían que temer de mi indiscreción con su obispo, engañado por semejante traje. Se dirigen en carroza hasta mi puerta un día que sabían a Monseñor en Versalles y estaban completamente seguros de que no volvería enseguida. Me asusto al verles llegar: cuatro plumeros[65], a ninguno de los cuales conocía, me intimidan; temo que quieran armar jaleo, y me veo obligada a recibirles de acuerdo con las conveniencias. Pronto me tranquilizo; pero me inquietan de muy otra manera cuando me informan de toda mi historia y, sobre todo, de quién es el que me mantiene; me quedo estupefacta, estoy confusa. Pronto la conversación adopta un tono alegre y divertido; me proponen sustituir a Monseñor, cuya insuficiencia conocen, y me ofrecen que elija entre ellos. De buena gana les habría tomado la palabra, y a los cuatro a la vez; pero debía contenerme frente a semejantes forasteros. No por eso dejé de satisfacer menos mi fantasía, pero obrando con mayor astucia. Mientras reíamos y retozábamos juntos, los voy llevando sucesivamente aparte y doy a cada uno una cita por separado, rogándoles al mismo tiempo que me guarden el secreto, incluso ante sus compañeros. Yo contaba más con su amor propio que con mi defensa, al menos hasta el momento en que hubieran gozado, y eso me bastaba. En efecto, como cada uno de ellos deseaba rematar su aventura antes de presumir de ella, se ríe interiormente del engaño de los otros y al irse pondera mi honestidad, que no se esperaba; habla de mí como de un dragón de virtud al que resulta imposible acercarse, como un fenómeno único entre las cortesanas.
Para examinar mejor los talentos parecidos y comparados de estos galanes entre los que se trataba de elegir un coadjutor de monseñor, les había citado para la misma velada, con una hora de diferencia entre ellos. El primero debía venir a las 7, el segundo a las 8, el tercero a las 9, y el último a las 10. El prelado, que habitualmente cenaba en el arzobispado, nunca podía sorprenderme antes de las 11; no sospechaba yo que, al menos por esa vez, no cumpliría con su puntual comparecencia; y estaba totalmente tranquila.
En efecto, cuando dan las 7 llega el primero. Era un pelirrubio de cara preciosa, tono meloso y seductora conversación; era muy cariñoso y se entretenía mucho tiempo en los preliminares, que, al no poder repetir el placer, hacía lo mejor posible. Apenas había terminado cuando llamaron a la puerta: el caso estaba previsto, hasta lo había preferido para evitar el inconveniente mayor: que aquellos amigos se encontrasen y se reconociesen. Escondí al que ya estaba pasaportado en un guardarropa, una de cuyas puertecillas daba a mi antecámara, y le indiqué la forma en que, deslizándose por detrás de un biombo colocado adrede, podía llegar fácilmente a la escalera. Abro a continuación y, haciendo seña al que introduzco de que guarde silencio, lo llevo a mi aposento; allí le explico en voz baja la razón de ese misterio, que cargo a mi miedo a que haya sido visto y seguido en la escalera por algún espía de Monseñor; vuelvo a salir como para verificar esta sospecha; mi motivo era favorecer la evasión del precursor, en caso de que aún no se hubiera ido en ese momento; oigo la puerta, que se cierra; no dudo ya de su marcha y vuelvo a entrar. Pero no eran así las cosas: el curioso impertinente había empujado la puerta, pero desde dentro, y había regresado a su escondite, para observar las maniobras del prelado en ejercicio y divertirse. Su curiosidad aumenta al levantar la punta de la cortina de una puerta vidriera, cuando, en lugar de un obispo, ve a un caballero; no tarda en reconocer la voz de su amigo; y no se le ocurre abandonar en un momento tan hermoso.
Éste era moreno, bastante feo, pero bien formado, muy vigoroso, todo músculos, todo nervios, en la plenitud de la edad y con prisa por ir al grano, porque se sentía en estado de volver a empezar. Dobla, triplica, cuadruplica mi goce, y allí seguiría él aún si yo no hubiera tenido la prudencia de detenerle, no sin prometerle una y otra vez una nueva cita; tenía pensado cumplir la palabra, con tanto o mayor interés que él, si las circunstancias no hubieran alterado nuestra relación y no me hubieran privado de uno de esos hércules raros hoy en día y que ya casi sólo se encuentran en la Iglesia. Sea como fuere, tuvimos que separarnos a la hora señalada, es decir, a las 9, cuando el tercero se presentó; utilicé las mismas precauciones para esconder al segundo galán, sustraerle a las miradas del celoso y prepararle así la manera de irse sin escándalo; con la diferencia de que se quedó muy sorprendido al encontrar en el gabinete a un rival que por suerte le tranquilizó enseguida, se dio a conocer, le hizo saber por qué se encontraba allí, le animó a quedarse y a ver el desenlace de tanto bullicio.
Por el retrato que os he bosquejado de los dos primeros galanes habréis podido juzgar lo mucho que se diferenciaban. El tercero era un original de una especie más peculiar todavía: tenía más amor propio que amor; se jactaba de aumentar la lista de sus conquistas; la llevaba siempre consigo, me la enseñó; leí en ella nombres de mujeres de calidad, financieras, burguesas; me aseguró que estaba cansado de esa clase de aventuras galantes, que ya no le interesaban las mujeres presuntamente honestas; que la mayoría, sin temperamento, y teniendo un amante sólo por imitación, por moda, por apariencia, eran goces muy insípidos; que había que volver a las putas…; con estas lisonjeras palabras picaba mi emulación; desplegué con él todos los recursos del arte que me había enseñado mi institutriz, y admitió que yo sabía divertir de maravilla, ejercicio bastante desagradable para mí; pero era generoso, y me prometí satisfacerle en caso de que volviese. Maltratado varias veces por mis semejantes por haber sido demasiado leal, este libertino se veía obligado a emplear toda suerte de estratagemas y atenerse a la imagen del placer por miedo a que la realidad siguiese haciéndole recoger sus frutos amargos y humillantes, además de ser un genio cáustico y presuntuoso; el resto de nuestra conversación consistió en divertirnos a costa de sus camaradas, a los que creía engañar. Ignoraba que dos le escuchaban y que, cuando se reía a sus expensas, los otros se tomaban la revancha con toda razón. Se sintió muy ridículo cuando la llegada del último me obligó a despedirle de la misma manera que a los otros, con los que se dio de narices. La curiosidad prevaleció sobre el resentimiento, y los tres se agazaparon juntos sospechando que el cuarto era su cofrade.
En disputas metafísicas, morales, e incluso físicas, cada cual tiene su opinión; lo mismo podría decirse del amor: cada atleta tiene su capricho. El último, al que había reservado para el final por ser del que más esperaba, era un provenzal que tenía el gusto de esas tierras, muy desagradable para el sexo femenino; gusto contraído en el colegio, fortalecido en el seminario, y que no había perdido en medio de las orgías con mujeres. Le había juzgado bien: tenía todo el aspecto de un sátiro y era un monstruo en realidad. Esperaba prodigios, y, tras dar muchas vueltas a mi alrededor, me hizo su declaración de una manera realmente galante, y dijo que desde la Venus de las bellas nalgas[66] no había visto nada tan divino. Yo comprendí, y le reproché la depravación de su gusto, que justificó mediante un axioma admitido por regla general en todos los lugares de depravación: que todo es «vaso legítimo» en una mujer[67]. Apoyándose en esta frase de libertinos me aseguró con toda seriedad que podría añadir sentencias de casuistas recomendables[68]. Me pareció divertido que un militar citase semejantes autoridades, y ante una mujer de mi clase. Protesté luego contra la enormidad del objeto a introducir, que me causaría unos dolores espantosos; me tranquilizó con un proverbio provenzal: con saliva y paciencia siempre se llega al final[69]. Entonces me dominó la curiosidad; quise probar si el agente de semejante ejercicio recogía en efecto mucho placer, si refluía a la vecindad y si la paciencia podía gustar a alguien. Se las arregló como hombre espabilado que no hace la prueba por primera vez; nadaba en medio del deleite, estaba encantado; se extasiaba, desfallecía, y yo no sentía más que deseos, irritaciones inútiles; quería librarme de él, pero mis esfuerzos sólo servían para animarle más. Aquel príapo insaciable, pegado encima de mí, no se iba del sitio, repetía sus sacrificios casi uno tras otro… Al final aproveché un momento de descanso y me lo quité de encima calificándole con el epíteto que le convenía, maldiciendo el abuso que hacía de sus talentos, asegurándole que mi puerta le estaría cerrada para siempre… Aún duraba nuestra pelea cuando llegó Monseñor para cerrar la marcha de aquella jornada. Me vi obligada a tratar a aquel infame con los mismos miramientos que había tenido con el amante más favorecido. Me faltaba tiempo para arreglarme; él me sirve de ayuda de cámara, y cuando el desorden en que me había puesto queda algo reparado, le indico el camino de la salida y corro al encuentro del prelado. Un protector no está hecho para esperar, el mío venía de mal talante; su carácter sombrío se manifiesta con una violenta discusión. Las mujeres, cuando han cometido un error, suelen gritar más alto, fue lo que hice, y con tal energía que le obligo a bajar el tono. Quiere acariciarme, yo le rechazo y me quejo a mi vez de la esclavitud en que me tiene. Le digo que no conoce a las mujeres; que debería saber que los obstáculos sólo sirven para incitarlas y que no hay verja ni cerrojo que resistan a los deseos de una mujer enamorada. Añado: «Aunque me tuvierais con contrato privado, si se me hubiera metido en la cabeza poneros los cuernos, seríais cornudo cuatro veces en un día…». Esta ocurrencia, articulada en tono firme, elevado y rabioso, tan adecuada para aquel momento, oída desde el gabinete, les provocó unas ganas de reír tan violentas que no pudieron aguantarse y estallaron. ¡Cuál fue mi asombro, y cuál fue el espanto del prelado! Imagina que es una conspiración contra él, que son matones apostados para robarle; se vuelve loco, quiere escapar. En cuanto a mí, me quedo inmóvil un momento, luego, con una luz en la mano, voy a inspeccionar el gabinete; no veo a nadie; pero por el bastidor que daba a la antecámara sigo las huellas de los pérfidos y me encuentro con un espectáculo que forma la más grotesca de las caricaturas; monseñor y sus grandes vicarios se encuentran justo al mismo tiempo en la puerta; cada vez más convencido de que hay malos designios contra él, de que quieren detenerle, se postra a las plantas de los presuntos asesinos, ofrece su bolsa y pide gracia de la vida. Los otros le levantan riéndose a más no poder; le dicen que son ellos los que deben adoptar esa postura, que son sus servidores más ardientes y más respetuosos; le ruegan que les perdone por esa travesura cuyo ejemplo él mismo les ha dado y cuyo cómplice se ha dignado ser algunas veces; que además es un lance muy afortunado, pues sirve para abrirle los ojos, para descubrirle la falsedad de una mujer a la que colma de bienes, que se burla de él y le engaña de una manera tan infame. En ese momento llego yo, y por su conversación descubro un misterio que no podía sospechar: reconozco todas las máscaras que tan bien me describen. Monseñor, algo recuperado de su terror, con ayuda de la vela, y a pesar de su disfraz, que ya había visto en otras ocasiones, se da cuenta por fin de lo que ocurre; me colma y abruma a reproches, a invectivas, a horrores; los otros los repiten a chorus. Cercada por aquella infantería, no sé qué hacer ni qué decir; me doy cuenta de que la puerta esta despejada, me lanzo hacia ella y llego a la calle; corro sin rumbo sin saber adónde voy; monto en el primer fiacre que encuentro y me hago llevar a casa de Mme. Gourdan, pues seguía considerándola como mi refugio en mi desamparo. Me reconoce, me acoge y me hace contarle mi historia; me dice que no hay que tirar la escoba cuando se acaba de barrer; que al día siguiente debo volver a mi casa. Llego y veo un cartel que dice: «casa en alquiler ahora»; entro, sólo encuentro las cuatro paredes y a mi sirvienta, a la que, según me dice, le han ordenado estar allí todo el día para enseñar la casa; que por la mañana, muy temprano, habían pagado al propietario, y que un tapicero había ido a llevarse los muebles como si le perteneciesen. Vuelvo para informar a mamá de aquella infamia del prelado; me hace escribirle y me dicta una carta de protesta, a la que él, para no comprometerse, no responde; pero me envía a mi antigua ama de llaves para decirme de su parte que, si se me ocurre dar el escándalo con que le amenazo, me hará encerrar en la Salpêtrière. Es entonces cuando Mme. Gourdan, queriendo evitar con su protección cualquier desgracia de esa especie, me hace inscribirme como supernumeraria en la Ópera. Después consiguió que interviniesen unos prelados amigos suyos, que negociaron con el mío; las conversaciones fueron largas; estaba indignado; no quería comprometerse a nada; pero cuando mi embarazo fue seguro, se hizo valer tanto esta circunstancia que me envió cien luises, de los que se apoderó Mme. Gourdan so pretexto de mi mantenimiento, de mi pensión y de mi futuro parto. Por lo demás, somos las mejores amigas del mundo; ella me llama su hija, yo le doy a ganar mucho dinero, del que sólo me entrega una pequeñísima parte; pero me asegura que, cuando me haya liberado de mi fardo, me conseguirá un buen protector y volverá a ponerme por tercera vez en el camino de la fortuna; espero aprovecharlo mejor. ¡Ay de las víctimas que caigan en mis redes!
Con esta ingenuidad terminó Mlle. Safo.
¡Oh, milord!, ¿es posible a esa edad ser tan buena y tan perversa, tan ingenua y tan corrompida, tan adorable y tan mala pécora?
París, 11 de febrero de 1779