Temidoro
(Thémidore, 1744)
Advertencia
Cuando entramos en casa de un curioso, no sólo nos encanta contemplar sus colecciones, sino que nos gusta saber además con qué espíritu han sido recogidas; la historia del gabinete interesa en función de los fragmentos que encierra. Ése es precisamente el caso en que se encuentran quienes tienen entre sus manos estas memorias. Justo parece satisfacer sus deseos.
El autor de las aventuras que aquí se comunican al público es un consejero del Parlamento; inútil decir su nombre; como su obra aparece sin su consentimiento, sería desagradable para él darle a conocer por autor.
El señor Temidoro es un joven rico, apuesto, bien constituido, de excelente carácter, lleno de ingenio, y que ama el placer hasta la locura; con estas cualidades no resulta sorprendente que haya buscado ocasiones de divertirse y que las haya encontrado. Sensible a la vanidad, cual corresponde a sus pocos años, sería muy singular que, además del afán que ha debido de tomarse para contar de viva voz sus aventuras por París, hubiera dejado de transmitirlas por escrito a los amigos que, por su alejamiento, no podían tener sus confidencias de otra manera. Así pues, debemos en parte a su amor propio las descripciones que encierran estas dos partes de memorias. El señor marqués de Doncourt, a quien van dirigidas, las ha leído con placer y me las ha enviado para que me entretenga; han causado en mí la misma impresión que provocaron en él y merecen agradar a todo el mundo.
No se trata aquí de un conde imaginario que, al ofrecer sus supuestas confesiones, miente osadamente en confesión[1]; es un joven que acaba de entrar en el mundo, y que a menudo imagina el placer como un descubrimiento de su invención, por lo que habla de él a los demás con arrebato; es un joven que, por la costumbre que tiene de hablar con precisión, escribe igual que reflexiona en ocasiones y da a sus pensamientos un giro que le es propio; es, en fin, un espíritu algo impetuoso que, por no haber tenido tiempo todavía de alcanzar la sensatez, hace con ardor el elogio del extravío y describe con energía las ocasiones en que ha podido entregarse a la voluptuosidad; sus retratos son del natural, y merecen un sitio en la colección de miniaturas galantes.
Nos ha parecido conveniente ocultar el nombre de los personajes mencionados, delicadeza que será aprobada por todas las personas razonables. No aconsejamos a las almas escrupulosas poner los ojos sobre estas aventuras: en ocasiones son excitantes y capaces de provocar ideas extremadamente vivas; sólo han sido escritas para ser leídas por inteligencias que ya están de vuelta de las frivolidades, o que viven con ellas; de la misma manera que sólo debe comunicarse la historia de un naufragio a los que se han librado de él o a los que están a punto de exponerse a esa situación. Por otro lado, estas memorias han sido escritas con mesura, no hay en ellas palabra alguna que pueda ofender la decencia, pero no respondemos de las ideas que puedan provocar. Están sembradas de sentencias muy sensatas y fáciles de retener, siguen el gusto actual del público, puesto que sólo contienen amables bagatelas bien dictadas y más propias para entretener el espíritu que para alimentar el corazón.
Primera parte
Lo que yo deseaba desde hace tanto tiempo, querido marqués, se ha ofrecido por sí mismo; y no me he adelantado al azar. Por fin poseo a la bella Rozette. Éste es su retrato: juzgad si he sabido captar el parecido.
Rozette tiene ingenio, sensatez, imaginación, y se complace en el ejercicio de sus talentos. Como todo lo hace con naturalidad, consigue de los demás cuanto quiere. Aspecto despierto, andar ligero, boca pequeña, grandes ojos, bellos dientes, gracias en todo el rostro, así es la que hace toda mi felicidad; mojigata a veces, tierna de carácter, en un momento su capricho os desespera y en otro su pasión os embriaga con las ideas más deliciosas. Rozette entiende perfectamente una mirada, acude a vuestra llamada y enseguida os devuelve vuestra declaración. Juguetea con el placer, pero lo aleja cuanto puede de su verdadero destino: ¡singular gusto preferir acariciar un bello fruto antes que exprimir su licor!
Habían pasado tres días desde vuestra relación de la toma de Menin[3] cuando, mientras pensaba en vos y me inquietaba por vuestra salud, querido marqués, recibí noticias vuestras. Fui al Palais-Royal[4] a comunicárselas a nuestros amigos y luego me paseé por una alameda algo apartada. Vi llegar al presidente De Mondonville[5]. Iba peripuesto como de costumbre, cabeza alta y aire satisfecho: se aplaudía a sí mismo por distraerse, y se encontraba encantador por principio. Jugueteaba con una cajita de oro de nuevo cuño, de la que cogía pequeñas capas de tabaco con las que se embadurnaba, con ciertos melindres, el rostro. «Ahora mismo estoy con vos», me dijo al pasar, «corro al Meridiano»[6]. Allá se fue; mientras lo esperaba, di solo varias vueltas y contemplé con placer crítico a un grupo original de noticieros[7], que politiqueaban profundamente sobre cosas que nunca han de ocurrir. Me acerqué a un viejo militar que hablaba muy alto y muy bien, cosa bastante rara entre los de su especie: hizo noblemente el panegírico de nuestro ilustre monarca, y quizá por primera vez en su vida no encontró a nadie que le contradijese.
Volvió del Meridiano el presidente, refunfuñando porque su reloj se atrasaba varios minutos; prometió que Julien Le Roy[8] no volvería a trabajar para él y que haría traer expresamente de Londres una docena de relojes de repetición[9]. Quien no quiera que su reloj se atrase ni un segundo, está perpetuamente en contradicción consigo mismo.
«Mi querido consejero», me dice, «¿quiere una toma de español?[10] Me lo ha vendido ese comerciante armenio que está allí, bajo esos árboles. Es un converso: dicen que es buen cristiano; pero palabra que es árabe con los curiosos. Sois bello como el amor; os tomarían por él si fuerais igual de voluble; pero se sabe que la joven baronesa os tiene encadenado. Vuestro padre está en el campo. Divirtámonos en la ciudad. ¡Qué desierto es París! No hay ni diez mujeres: por eso las que quieren dejarse examinar tienen ojos donde elegir.
»Os invito a cenar con tres bellas mujeres; seremos cinco, el placer será el sexto, y será de la partida si venís. He despedido mi coche, y Laverdure debe traerme uno de alquiler[11].
»Vendrá a la cena Argentine, una muchacha adorable que, salvo en materia de libertinaje, tiene las mejores inclinaciones del mundo».
¿No reconocéis en estas palabras, querido marqués, al presidente? Tiene ingenio y honor, pero se deja arrastrar furiosamente por el placer. Por la noche, en el baile; pero a las siete de la mañana, en palacio; no es ni pedante en las diversiones, ni disipado en la Cámara. Delicioso en un tocador, íntegro con las flores de lis, su mano juega con las rosas de Venus y siempre mantiene en equilibrio la balanza de la Justicia.
Salimos sin darnos cuenta del jardín. Laverdure aún no había llegado. Hacía un rato que oíamos la conversación de dos jóvenes que se confesaban mutuamente sus éxitos galantes, pero que, por su aspecto, tenían el de mentir al tribunal.
Veíamos en sus ventanas a varias vestales[12], cuya reputación, excelente en el barrio, embalsama toda la vecindad; estaban adornadas como para celebrar misterios, pero nosotros pensamos que sólo podían encender fuegos artificiales.
Contemplábamos a un lado de la plaza el Café de la Régence[13], tan brillante en otro tiempo; nos compadecíamos de la dueña de ese lugar: hubo de huir de un esposo que nunca será elegido para servir el néctar en la mesa de los dioses.
En el otro lado veíamos el Café des Beaux-Arts, café nuevo, decorado de manera galante, muy frecuentado y que, si continúa, no tardará en ser el café de las Artes prohibidas.
La dueña del establecimiento[14] estaba en la puerta, en bata. A menudo hay más artificio en esa sencillez que en los adornos preciosos. Es atenta y graciosa. Sin ser bella, agrada hasta parecerlo. Está bien formada, tiene la piel muy blanca, habla con soltura y el ingenio acompaña sus réplicas. Por sus singulares posturas uno imagina que ha de ser sensual en privado. Su pierna es fina y delicada al parecer. Conozco otro sentido, además de la vista, que decidiría con más satisfacción sobre ese punto.
Laverdure llegó entre tanto; se apea de la carroza, subimos nosotros a ella. «Todo está listo», nos dice, «Mlle. Laurette y Mlle. Argentine os esperan, pero Mlle. Rozette está indispuesta, y os presenta sus excusas». Esta nueva, que Rozette iba a ser de la partida, y que no lo sería, me apenó. No sabía yo la sorpresa que nos preparaba. A menudo nos afligimos de lo que luego ha de resultarnos lo más agradable.
El presidente no paró de hablar hasta el alojamiento de nuestras damiselas. Pero está permitido no guardar silencio si alguien se expresa con su variedad. No hay petimetre o petimetra[15] que no conozca por su apellido, apodo, intrigas, cualidades, costumbres y aventuras: sabe la crónica maledicente de todo París.
«Ahí tenéis», me decía, «a ese flamenco alto de tez pálida, que juega tan fuerte. Está por encima y por debajo de nosotros con toda su cabeza. ¿Ves la mirada ingeniosa e inteligente de Damis? Se diría que piensa; da buena idea de sí cuando no habla, su fisonomía es embustera, y ese hombre sólo sirve para ser su retrato.
»¿Veis al duquesito en su carruaje? Se las da de galante y apasionado con las damas, pero se conocen sus gustos y todo el mundo está convencido de que en ese tipo de juergas disimula lo mejor que puede.
»¿No habéis visto a la condesa de Dorigny? Siempre está sola en su vis-à-vis[16], corre de casa en casa para anunciar una obra de teatro que estrenarán esta noche en los Italiens; dice a todo el mundo que le ha gustado muchísimo, y no la ha leído; su autor es el secretario de su hermano, ella la juzgará mientras hace nudos[17]. Ahí tenéis al joven Polifonte, corre a rienda suelta en su faetón[18] azul celeste; hijo de un rico comerciante de vinos, se cree un Adonis, y es desde luego el favorito de Baco[19], pero nunca lo será del Amor.
»No me atrevo a mirar la puerta de Hébert[20]», continuaba, «siempre me vende mil cosas a mi pesar, arruina a muchos otros con bagatelas. Hace en Francia lo mismo que los franceses en América, da baratijas por lingotes de oro».
Llegamos a la puerta de nuestras damiselas; tras un largo rato de espera, Laverdure bajó con ellas.
¿Pensáis como yo, marqués? No me gusta que un criado intervenga tanto en la confidencia de mis secretos o de mis placeres. Cuando uno guarda una joya, la mira; si la mira demasiado de cerca, siente tentaciones, y a veces el guardián se convierte en ladrón; además, una muchacha que se vende a vos por interés puede darse por gusto a vuestro confidente.
Laurette y Argentine montaron en la carroza con nosotros; una vez echadas las cortinillas, partimos. El presidente se empeña en coger las manos de nuestras acompañantes, que le recomiendan prudencia; él las abraza, ellas se defienden o fingen hacerlo. Pronto seguí el ejemplo de mi amigo; hacemos bromas, el tiempo pasa, y llegamos a la Glacière[21].
La cena estaba preparada. Dad vuestras órdenes a un criado listo, si es dueño de vuestra bolsa hará los honores más allá de vuestros deseos; cuanto más contento estéis vos, más provecho habrá sacado él. ¿Quién no es habilidoso para el placer cuando otro paga los gastos?
El presidente alquilaba la casa donde estábamos; tiene todas las comodidades deseables. El exterior no es brillante, pero el interior os compensa de sobra. Por fuera es la forja de Vulcano[22], pero el interior es el palacio de Venus.
Estas petites-maisons[23] son una idea encantadora, su inventor es el misterio, las construye el gusto, las dispone la comodidad y la elegancia amuebla los gabinetes. En ellas sólo se encuentra lo necesario, pero eso necesario es cien veces más delicioso que todo lo superfluo. Jamás hay en ellas ningún pariente de grado prohibido, y por eso nunca hay jaleo. La prudencia está inscrita en la puerta, y el secreto que hace de centinela sólo permite la entrada al placer y al amable libertinaje.
Aprovechamos la cena servida. Evitadme su descripción. Imaginad todo lo que la voluptuosidad puede ofrecer cuando la exquisitez os sirve en pequeños platos. Yo me puse al lado de Laurette, y el presidente eligió a Argentine. Laverdure nos hizo esperar tras la sopa de cangrejos; dedicamos ese intervalo a discutir sobre la erudita y aburrida ópera Dardanus[24]. Ya nos habíamos animado cuando nos presentaron dos entradas, a las que Martiolo[25] habría dado un nombre muy apetecible. Este servicio calmó nuestro ardor y nos devolvió a nuestros platos y a nuestros asientos.
Vos no conocéis mucho a nuestras dos comensales; aquí tenéis un esbozo.
Laurette es todavía joven, pero menos de lo que dice y menos también de lo que piensa; la buena fe de las mujeres es digna de admiración en este punto. Es una de esas jóvenes altas y bien desarrolladas, cuyo talle y cuya pierna denotan disposiciones excelentes para más de un baile. Es morena, muy vivaracha y tiene a gala provocar los deseos.
Argentine es una gorda mamá apetitosa de nariz algo respingona, boca bonita, mano regordeta, y un pecho en el que la naturaleza no ha ahorrado nada para favorecerlo. El placer es su divinidad adorada y le rinde sacrificios con la mayor frecuencia que puede. Su conversación es bastante parecida: brillante cuando versa sobre naderías; estas muchachas conocen bien su oficio.
La cena transcurrió de manera bastante tranquila y me sorprendió, conociendo el temperamento arrebatado del presidente. Siempre he sospechado que, durante un momento de ausencia con Argentine, so pretexto de inspeccionar un gabinete recientemente amueblado de persa[26], había tomado precauciones contra los efectos del vino de Champagne. Por lo demás, le compadezco si fue sensato tanto tiempo sin preparación. En cuanto a mí, me di cuenta de que uno no es reservado cuando quiere. ¿Es tan gran mal no poseer un control absoluto sobre la naturaleza? Se dice que hay gloria en dominarla; en mi opinión, hay más placer dejándola dominarnos.
Las palabras festivas ya habían animado nuestra cena; algunas coplas de canciones bastante libres habían dado nacimiento a deseos agradables: varios besos habían rozado, por consiguiente, los encantos de nuestras invitadas, que sólo se resistían lo necesario para tener la reputación de haberse defendido. No pensábamos en nadie cuando Laverdure nos anunció que alguien pensaba mucho en nosotros, y nos entregó una carta de parte de Rozette.
El presidente la abrió con prontitud, era hombre festivo, y, además de felicitarnos por el amable desorden en que suponía que debíamos de estar, nos informaba de que antes de media hora compartiría nuestras diversiones. Bebimos a su salud; yo lo hice de forma algo acentuada. El corazón se traiciona fácilmente, se le coge in fraganti en toda ocasión. Así descubrieron Argentine y Laurette que yo la prefería a ellas. Toda mujer es celosa; las muchachas de la clase de estas damiselas no lo son en la precisa y rigurosa forma habitual, pero no son insensibles a los celos; ¿por qué, teniendo atractivos, no habían de tener también por patrimonio el orgullo? Sin decirse palabra, se pusieron de acuerdo para impedir que, cuando llegara, Rozette se aprovechase de lo que ellas habían merecido, como primeras ocupantes. Este plan no estaba hecho en vano. Castigando el amor que sentía yo por Rozette, recibían dos satisfacciones: la primera, procurarse una diversión, la segunda, privar de ella a una rival; esta última razón bastaba; a veces las mujeres devuelven mal por mal, pero su malicia es muy habilidosa cuando debe ser recompensada por el placer.
Se dejaron los postres para la llegada de Rozette. He olvidado deciros, querido marqués, que había sido ella misma en persona quien había traído la carta; y que, de acuerdo con Laverdure, se había escondido en una estancia vecina, desde donde era testigo de lo que pasaba en la nuestra. ¿Cómo lo supe? Habría sido publicar el secreto de su retiro; muy diferentes de vosotros los militares, nosotros sólo hacemos levas en los países que nos son los más queridos.
Como ciertas razones obligaban a Argentine a salir, el presidente le dio la mano; Laurette y yo nos quedamos solos.
Argentine llevaba un vestido de ceremonia de muaré amarillo limón, con un peinado que no pedía otra cosa que ser despeinado. Laurette iba acicalada con carmín y su vestimenta era de las más ligeras. La sencillez embellecía a Argentine, y Laurette sacaba mil ventajas de sus aderezos. Nada puede afear a una mujer bonita, y puede presumir de estar pasable cuando no la ha cambiado la afectación de los adornos.
El presidente tardaba algo en volver. Nosotros bromeábamos y nos reíamos de algo que probablemente no les preocupaba en ese momento. Por el carácter de los ausentes, imaginábamos que su asunto más serio consistía en ocupar su tiempo; y que, de tener alguna cuenta que rendir, no sería la de haber dejado un gran vacío que llenar.
Quienes se burlan de los demás siempre terminan siendo castigados. Se critica al prójimo, y a menudo hacemos lo mismo que él; la moral es muy débil cuando el placer anda de por medio. «Quitaos esa palatina»[27], le dije a Laurette, «debe de molestaros; qué alegre es ese aderezo del vestido. Hay que admitir que la Duchap[28] tiene mucho gusto para estas fruslerías si tiene talento para vendéroslas a precio de oro. ¡Qué encantadora sois!», continué, «el vino de Chablis os ha encendido con un fuego divino los ojos. Vuestro pecho está todo cubierto de polvo, permitidme que lo quite». Llevé despacio el dedo hasta él; hubiera querido ser entonces otro Jonatán[29]. «Dejadme ver vuestra sortija. ¡Qué bien modelados tenéis los dedos!». Cogí su mano, la besé; cogió ella la mía, la estrechó; una mano que estrecha quiere algo, le di un beso con todo mi corazón y lo repetí varias veces en favor de una hermosa boca que siempre se ofrecía a mi paso. Mi ardor aumentaba, el fuego de Laurette se comunicaba al mío, nuestros ojos, ya clavados los unos en los otros, se preguntaban lo que sólo podían indicar; nos acercamos a un canapé que había a nuestro lado, y hacia el que el suelo encerado condujo, quizá maliciosamente, nuestros asientos. Fue entonces cuando, sin entrar en detalles, me ocupé esencialmente de mi deber. Me lancé igual que ella, nos extraviamos juntos y lo que sé es que ambos caímos en una especie de precipicio en el que ella ayudaba a sepultarme, y en el que aún estaría si, al contrario de lo que suele ocurrir, no hubiera que ser extraordinariamente fuerte para permanecer en él mucho tiempo. Salimos de nuestra letargia y, avergonzándonos de lo que sentíamos, deseábamos sentir todavía más. Ése es el momento del pudor, y me lo toleráis, querido marqués, pues a un hombre de toga no le está permitido pensar con la misma generosidad que a un coronel de húsares. Nos reímos un instante después de haber sido tan locos; pero no nos importó demasiado haberlo sido, y con un beso mutuo acordamos perder de nuevo la razón en cuanto nos fuera posible.
Argentine volvió bien arreglada, venía en traje de combate y se echó a reír a carcajadas al ver el vestido de Laurette, que parecía haber estado en alguna juerga. La fisonomía no siempre engaña. Hizo bromas sobre sus ojos, sobre los míos, y, volviéndose hacia el canapé y examinándolo cuidadosamente, aseguró que, si yo hacía un mapa de los sitios en que había combatido, estaría marcado con carmín. «¿Por qué no hay debilidad sin que los otros se den cuenta?», decía en tono irónico. «La falta se pinta en los ojos; ved los míos, ¿no son espejo de la inocencia?». En apariencia, y por aquella vez al menos, Argentine nos había inducido a hacer un juicio temerario; o, mejor dicho, Argentine sólo se alteraba cuando había combatido de acuerdo con las reglas. «Quitaos esos aderezos superfluos», le dijo a Laurette, «quedaos en corsé, como yo he hecho; ya que vamos a pasar aquí el día, no hay que andarse con ceremonias; vuestras gracias serán más adorables si llevan menos ropa. Id arriba y disponed todo sobre la cama, pero, por favor, no despertéis al presidente que descansa en la duquesa»[30]. Laurette siguió el consejo, y, como era bueno, se dio cuenta de que se lo habían dado de manera interesada. ¿A qué mujer le encanta que su rival resulte más brillante, y ayuda a que lo sea? Por eso, cuando se iba, volvió maliciosamente la cabeza varias veces. Los maestros de un arte conocen todos sus secretos.
«Ahora es de mí de quien debéis ocuparos, bello consejero», dijo entonces, sin más preámbulo, Argentine. Ya había cerrado la puerta y dado un salto de carácter[31]. «Os amo, el tiempo apremia, el presidente no ha hecho más que rozar la cosa, ha iniciado el combate, vos tenéis que vencer por él. ¿No ha sido este canapé testigo de vuestro valor? Está lleno de polvo, pero no temo al polvo, es honorable cuando se ha cogido en el campo de batalla». Y nada más decirlo me besa, le devuelvo sus besos vivamente, me arrastra adonde con toda seguridad yo iba muy gustoso. Nada como una mujer con temperamento y que se ha visto frustrada en sus expectativas. Ya no es placer, es pasión, ya no es arrebato, es furia, no creo que haya nada en el mundo más vivo que la posesión de un objeto de esta especie. En resumen, ataqué una plaza que se me había rendido de antemano; combatiendo con coraje y venciendo con gloria, extendí mis conquistas en un escenario cuyas entradas se me habían facilitado. Argentine y yo salimos muy satisfechos de nuestro estado, y, si no le sorprendió mi valor, tuvo motivos para vanagloriarse con él. «Que venga ahora Rozette», decía, «le deseo mucha satisfacción, seremos amigas y os ruego, incluso, que le digáis cuánto la quiero». Considerad, querido marqués, si Argentine me había dejado recursos para darle testimonio de lo que fuera.
En esto llegó Laurette. «Este canapé es contagioso, no puede una acercarse a él sin probarlo«, dijo; «veamos vuestros ojos, Argentine, y los vuestros, consejero. Ya basta: debo admitir que mi buena amiga está muy tranquila; se parece al Gran Condé[32], que nunca mostraba mayor sangre fría que cuando estaba en medio de una batalla. El presidente descansa, vaciemos esta botella de Frontignan[33] durante su sueño. ¿Estáis pensativo, querido consejero? Parecéis muy respetuoso; con las damas sólo hay que demostrar respeto cuando se puede faltar a él».
Luego, la conversación recayó sobre la lectura, recurso de un hombre fatigado y de mujeres que todavía no han pensado en murmurar. Se habló mucho de la novela Acajou[34]; en mi opinión, la epístola dedicada al público era lo más razonable del libro. Nuestras damiselas alabaron al autor, elogiaron su facilidad de palabra y su ingenio en toda clase de asuntos; Argentine, amiga suya, nos aseguró, en uno de sus arrebatos de afecto por él, que tenía suficiente influencia para hacerle ingresar en la Academia francesa[35].
La conversación pronto se agota cuando gira sobre el mérito de un autor. Hablamos de moda, de encajes, de telas, y poco a poco habíamos empezado a poner a Rozette sobre el tapete cuando ella misma entró sorprendiéndonos agradablemente con su presencia. Me levanté para ir a su encuentro; ella me detuvo, y, tras un alegre saludo, dio la vuelta a la mesa y nos dio a todos un beso en la frente con cierto rumor de los labios que suele ser el eco del placer.
Nos descubrió todo el misterio haciéndonos saber que estaba hacía rato en la habitación contigua; nos repitió nuestras palabras y describió nuestras aventuras, contó incluso los minutos que yo había estado ocupado con Argentine; y, como experta, me aseguró que yo había tardado demasiado tiempo para poco, y demasiado poco para mucho; hicieron a Argentine juez del caso, una sola palabra suya hizo mi elogio.
Rozette iba sin miriñaque[36], con la ropa interior más bella del mundo, un calzado fino y una pierna de la que sabe sacar gran partido. «¿Está durmiendo el presidente?», preguntó. «Quedémonos sin dormir. Los postres estaban reservados para mi llegada; cumplamos su destino, tratemos de que no quede nada y de que, por primera vez, al presidente sólo le queden las conchas de las ostras[37]». Seguimos su opinión. Pasamos una hora bromeando, cantando, haciendo saltar los corchos y rompiendo vasos y algunas porcelanas. Es lo que gusta a las damas de condición[38]; cuando los oficiales se marchan al ejército, ellas hacen de petimetras y se divierten en bulliciosas cenas; les parece de un ingenio infinito romper un espejo o una mesa, o tirar las sillas por la ventana; ¿no tienen derecho las mujeres del mundo[39] a copiar en juergas de ese tipo a las jóvenes marquesas, si éstas les copian en sus intrigas? Saqué del bolsillo mi flauta; Laurette se apoderó de ella y, como la toca pasablemente, preludió con trinos y nos ofreció melodías bastante emotivas. Rozette cogió el instrumento y, sosteniendo que la forma de sacar de él sonidos era indecente, criticó los lametazos y afirmó que el sexo femenino nunca debía tocar una flauta estando en una reunión. ¿Dónde iba a quedar la moral? En el fondo, es acertado decir que hay cosas que una mujer nunca debe hacer público que sabe utilizar.
Tras sus reflexiones sobre mi flauta, Rozette habló de su situación. Después de algunas juergas, lo habitual es que, cuando por así decir se ha agotado el placer, la conversación gire sobre los problemas de la vida, o sobre las obligaciones de la naturaleza y sus desgracias. ¡Qué destino para la filosofía ser hija en cierto modo del libertinaje! Rozette hizo una comparación entre sus iguales y los abates que no dejaba de tener su parecido.
«Los unos», decía, «se inician en el mundo con aire de modestia y pudor; las otras, con una afectación de mojigatería. Nosotras miramos a los hombres a escondidas, los abates devoran a las mujeres bajo sus grandes sombreros. Los hombres vienen a buscarnos; las mujeres se deslizan hacia nuestros amos. Nosotras arruinamos a nuestros amantes, ellos hacen fortuna por medio de sus queridas. Nosotras vivimos en la opulencia mientras somos jóvenes, ellos sólo cuando envejecen viven acomodados. Nosotras somos prudentes y algunas veces santas al final de nuestros días, los abates, por el contrario, son más libertinos en el declive de los suyos. La necesidad decide nuestra vocación, la suya casi siempre la decide el interés; damos al mundo lo mejor que tenemos; y la Iglesia suele rechazar la naturaleza. Somos, en nuestro estado, dos seres indefinibles que no sirven para nada y se encuentran en todas partes, que no son necesarios y de los que no se puede prescindir». Nos contó luego en detalle algunas aventuras que había tenido con muy graves eclesiásticos, y que nos divirtieron mucho. Las paso en silencio, querido marqués, porque tengo un hermano canónigo y otro que es abate comendatario[40], y no quiero que se diga que he revelado el secreto de la Iglesia.
El presidente se despertó, bajó y vio sorprendido a Rozette. Voló hacia ella, la abrazó, y se puso enfrente para contemplarla a gusto.
El descanso lo había refrescado; un vaso de licor le devolvió su humor, la compañía le prestó audacia; y, sintiéndose fuerte, desafió a mi debilidad. Confieso que me sentí humillado, Argentine y Laurette triunfaban interiormente. Mis ojos se volvieron hacia Rozette pidiéndole perdón por lo que me pasaba o, mejor dicho, por lo que no me pasaba; pareció conmovida, cualquier desgracia que ocurriera en su presencia la volvía casi partícipe en el dolor.
Se burlaron de mí, me pusieron en ridículo. El presidente gozaba con mi turbación; y, orgulloso de un instante de valor, orgulloso en la prosperidad, me felicitaba irónicamente por mis hazañas del canapé.
Rozette se sintió provocada en mi persona y comprendió que las dos comensales desafiaban sus encantos. Le habría gustado dar un golpe decisivo, pero, después de lo que de mí había visto, tenía miedo por su honor; ¡divertida circunstancia aquella en que uno lo pierde guardándolo! No sabía si, nueva Aurora[41] por los atractivos, tendría el poder de la diosa en favor de un nuevo Títono[42] al que ella no había reducido a tal estado de debilidad.
Me sonrió para intentar la empresa, le respondí con otra sonrisa, examinó mis ojos y sorprendió en mi mirada el presagio de su gloria venidera. Brindó por la diosa de la Juventud, pronunció algunas palabras misteriosas y, tras tres movimientos mágicos, mostró su triunfo. Le hicieron grandes elogios y se convino que, pese a los celos, la flor que ella había hecho brotar le pertenecía, y que debía hacer con ella un ramillete para ponerlo a su lado.
Se levantó la mesa. Tras algunas vueltas por el jardín jugamos un médiateur[43]. El presidente ganó mucho, jugaba con una suerte sin igual. Rozette estaba indignada; no es en las cartas donde se muestra gran jugadora, nos repitió a menudo que estaba en pecado mortal porque no veía un as negro. Sin embargo, hacía trampas con el talento que había recibido. Argentine, a la que yo aconsejaba, la imitaba lo mejor que podía. El presidente se daba cuenta y se reía para sus adentros; como vos y yo, sabe que toda mujer hace trampas y que, incluso cuando quieren ser fieles, el hábito suple a su intención. La cena fue exquisita. Nuestro cocinero se superó, y el presidente presumió de ello. En efecto, es lo que se llama un hombre esencial: ¿no es más estimable que un ingenio matemático que se planta regularmente en vuestra mesa? Éste os come, y el otro os hace comer.
Rozette y Argentine se encargaron de entretener la cena con una infinidad de canciones a cual más bonita, que recitaban a porfía. Laurette escanciaba la bebida y hacía circular la alegría con la espuma que formaba en los vasos.
Hay límites para todo, incluso para la locura. El presidente se puso melancólico, Laurette le hizo salir para distraerle y se lo llevó al jardín. Una guía como aquella era muy adecuada para extraviarle. Aparentemente se perdieron y cayeron en la maleza, porque nos fijamos que el rocío había estropeado el vestido de Laurette, que no creo que hubiera salido para contemplar las estrellas.
No conseguí convencer a Rozette de que viniese conmigo, ella sabía que yo le debía mi rejuvenecimiento y no quería que le devolviese su buena obra. ¡Cuánto sufre un corazón generoso cuando le prohíben los medios de testimoniar su gratitud!
Acabada la cena, montamos en carroza. El presidente ya se había recuperado de sus vapores. Estaba contento y dijo cosas muy divertidas. Su libertinaje suele ser muy ingenioso.
Apenas nos habíamos sentado cuando llegan diez personas, y un gran tumulto con ellas. Llamaban al presidente por su nombre y le pedían de lejos su protección. Asomo la cabeza por la portezuela; el presidente también mira.
–¡Ah, monseñor –gritó un viejo con voz cascada–, aquí tenéis a mi mujer! (era una gorda fea toda llena de granos, por lo que pude ver a la luz de dos linternas), nos encomendamos a vuestra buena justicia. Nuestro proceso se juzga mañana, se trata de…
Iba el viejo litigante a detallarnos su caso mientras los vecinos que lo acompañaban gritaban todos a una, cuando el presidente les dijo furioso:
–¿Quién diablos os ha dado la idea de venir aquí?
–Perdón, monseñor –gritó la tropa–, os hemos reconocido cuando estabais en el jardín, y nos hemos subido al granero para tener el honor de veros. Aquí tenéis un memorial hecho a toda prisa, monseñor –continuaba el Néstor[44] de aquella aldea–, confío en vuestra bondad.
–Dadme, dadme –replicó el presidente–, adiós, y ¡látigo, cochero!
–¡Que el Señor os tenga en salud –exclamó la importuna banda– y os dé larga vida!
Según su costumbre, el eco del vecindario repitió hasta hacer reír, durante un cuarto de hora, las últimas sílabas del deseo.
–¡Que el diablo os lleve! –añadía el presidente–. ¡Vaya una hora para oír causas!
Los pleitos vienen a descubrirnos en unos sitios donde me molestaría muchísimo que la Justicia me hallase alguna vez.
Argentine se encontró sentada en mis rodillas. Rozette me había devuelto mis antiguos derechos, y yo me encontraba a gusto en la posición presente; estaba a mi lado y vigilaba de cerca mi conversación. Argentine es malvada, a pesar de las muestras de amistad que daba a Rozette, y no quedó contenta hasta no haber arrebatado, incluso perdiendo, a su adversario lo que le pertenecía según el derecho feudal. La oscuridad me ocultó lo que ocurría entre Laurette y mi amigo, por lo que seré tan discreto como su sombra. Nos apeamos junto con nuestras damiselas, que esa noche se acostaban en la misma casa, las vimos meterse en la cama, y, tras algunos juegos de manos muy superficiales, les deseamos un buenas noches verbal y nos retiramos a nuestras casas. Al besar a Rozette, le hice prometer que me acogería bien al día siguiente.
No vi al presidente durante cuatro días. Lo que me ocurrió durante ese intervalo tiene interés; sin ser novelesco, posee la singularidad de las aventuras de ese género.
Cada vez que pienso en Rozette no puedo comprender cómo se puede amar por gusto a una mujer que, por su condición, está obligada a entregarse al primero que intenta su conquista[45]. Por la misma razón tampoco comprendo cómo una mujer honrada puede enamorarse de un joven que, desde luego, no busca otra cosa que volar de conquista en conquista, y que incluso rara vez se enamora de la que más mérito tiene. El corazón del hombre es muy ciego, sabe que lo es, y que necesita un guía, pero va en busca del amor, que es tan ciego como él, y ambos se precipitan en el abismo.
Cuando volví a casa me sentía cansado. Me acosté y soñé con Rozette toda la noche. Mi primera ocupación al despertar fue enviar en busca de noticias sobre su salud, e hice mal; la orden que di a un criado al que no conocía a fondo costó la libertad durante un tiempo a mi nueva amiga y a punto estuvo de costarme a mí mismo algún disgusto. Recibí como respuesta que se encontraba en perfecto estado; y, al no imaginar ella que yo fuese tan imprudente como para utilizar un lacayo del que no estuviera seguro, mandó decir que me esperaba con impaciencia, pero a condición de que fuera tan moderado como si saliese a pasear en carroza con Mlle. Argentine. Lafleur me repitió palabra por palabra lo que le había dicho Rozette, aprovechó aquello de lo que se había enterado, y mientras yo me dedicaba a mis asuntos con su ama, él avanzaba en los suyos con la criada, siendo causa de muchos disgustos; en la continuación veréis la mala pasada que me jugó, y cómo, pillado en flagrante delito, fue conducido a una cárcel donde quiero que siga todavía después de más dos años cumplidos. Vuestros criados son siempre vuestros espías, hay que serlo de ellos algunas veces.
Encantado con la respuesta de Rozette, monté en mi carroza y me hice llevar al Luxembourg[46], despedí a mis criados, y un momento después me encerré en una silla de posta y llegué donde me esperaban. Rozette estaba a la ventana; en cuanto me vio, vino a mi encuentro. Cuando uno está enamorado es sensible a cualquier nadería, una deferencia de parte de una mujer bonita es algo divino para un joven.
Rozette se había puesto una bata y llevaba un désespoir [47] color fuego, un corsé de raso blanco debajo de un vestido bordado de indiana que oprimía un poco su pecho; la falta de un alfiler dejaba vislumbrar todos sus encantos. Me arroje a su cuello, la besé con arrebato. Descansamos un momento, aunque yo no podía cansarme de darle muestras de mi amor. Sus manos, su boca, su pecho, todo tuvo un cumplido y mil besos. Su satisfacción colmó la mía.
–¿Cenamos? –le digo.
–Claro –me contesta, y manda llamar a su cocinera, a quien recomendó limpieza y prontitud.
Entre tanto, senté a mi buena amiga en mis rodillas. Si mis ardientes manos mostraban audacia, ella reprimía enseguida su ardor.
–Es inútil, mi querido amigo –me decía–, sed sensato; ¡vaya con mis jóvenes amigos!, su fuego parte como un disparo de pistola y se evapora como humo. Sed más moderado, corazón, dentro de poco tendréis necesidad de ese arrebato.
Su voz me convencía; permanecía tranquilo, ella me daba un beso para recompensar mi obediencia, y ese beso me hacía olvidarme de la hora. La situación en que nos encontrábamos era singular. Os acordaréis, marqués, de la época en que trabajábamos en la sala de armas de Dumouchel[48]. Suponed que Rozette es el maestro y yo el alumno.
Siempre con las armas en posición, yo me presentaba con gracia; yo avanzaba, ella jugueteaba con mis impulsos; a veces se dejaba rozar el seno, o el brazo, o el costado; tercera, cuarta, segunda, ella estaba en todo y se reía saliendo al paso de todas las fintas que veía en mis ojos. Unas veces rompía el ritmo y acudía rápidamente a la parada; más de una vez corrió a desarmarme. Nunca pude tocarla en el punto en que había fijado mi triunfo. Salí muy agotado de aquel asalto en el que, al final, yo había perdido mucho sin que ella lo aprovechase. Esto se llama combate en blanco, sólo los niños, o los cobardes, pueden divertirse con él.
Nos sentamos a la mesa. Me enfadé con ella y veinte veces estuve a punto de retirarme. Atribuía a desprecio de su parte su escasa complacencia. La odiaba; la detestaba; ella me miraba, y yo volvía a estar apasionadamente enamorado.
No permanecí mucho tiempo a la mesa, tenía mi plan, el viajero con ganas de llegar no se entretiene mirando los prados que encuentra a su paso.
Rozette conocía el mapa de mi viaje, me había visto poner el dedo en el lugar al que yo pretendía llegar, y había decidido procurarme alguna distracción por el camino. Sin avisarme, había hecho venir a una de sus mejores amigas, que, en encuentros como aquél, solía servirle de segunda. Es la primera vez que una mujer elige a otra para brindarle la galantería de una aventura que le pertenecía.
Volvimos al gabinete, Rozette iba delante. Mientras estábamos en las explicaciones, un espejo que repetía nuestras posturas me la volvía más querida al duplicar la perspectiva. Uno de sus brazos estaba detrás de mi cabeza, la suya se inclinaba sobre mi pecho, su otra mano se había apoderado de lo que temía, las mías, errantes, se entretenían en funciones que no se describen. Sus piernas jugueteaban junto a un enemigo que sólo lo era para ella. ¿Habéis visto, marqués, un cuadro de Coypel[49], en el que una ninfa echada sobre un lecho de flores al lado de Júpiter se entretiene manipulando su rayo? Pues nosotros éramos una copia de esa obra maestra. Yo estaba en una posición tan agradable que no me atrevía a moverme, y era tan voluptuosa que me hacía sentir que había otra que lo era más. La pedí, se me negó, quise conquistarla, se me disputó la victoria; y estaba a punto de triunfar cuando entró Mlle. de Noirville. «¿No podéis ser sensato?», me dijo entonces Rozette, elevando la voz y fingiendo que había sido sorprendida, «¿no sabéis que me enfadaré?». Yo me había levantado por cortesía, ella escapó entonces y, cerrando la puerta con llave, me dejó con la recién venida en una semidesnudez que anunciaba lo que había intentado hacer. Mlle. de Noirville me pidió por favor que no me turbase, pero sobre todo que no le guardara rencor por su llegada, que parecía no haberme alegrado. Pero lo hizo, y mucho, aunque nunca suele ocurrir con personas a las que no se conoce. Me dejaba emocionar por la dulzura de su voz, la miré de frente, y mis ojos cayeron sobre una de las mujeres morenas más bonitas de París. El desorden en que me hallaba proporcionó por sí sólo el tema de conversación; lo aprovechó, y, dándole la vuelta en mi favor como mujer ingeniosa, me felicitó por lo que sin duda yo había hecho con Rozette. Sus palabras sinceras y ambiguas, graciosas e irónicas, me pusieron en el aprieto de tener que explicarme; pero como ella seguía hablando, me vi obligado por cortesía a responderle. No somos audaces cuando tenemos algo en la conciencia. No me hallaba en un estado presentable, y mis respuestas se resintieron de mi debilidad. Yo mismo me di cuenta. Hay momentos críticos en que los mayores guerreros pierden su aplomo. Nuestra conversación recayó insensiblemente sobre lo que acababa de ocurrirme, mis ojos cayeron sobre los encantos de la nueva ninfa, y sus miradas sobre un lugar que entonces mostraba un respeto extremado. De una cosa en otra me confesó que no reconocía a Rozette en aquella conducta, y no concebía su idea de apenar a un hombre encantador, cuya sola figura era capaz de desarmar a la más cruel, y que desde luego estaba hecho para llevar a la práctica lo que su buena cara presagiaba. La muchacha estaba bien enseñada, dirigía con arte sus palabras a la inteligencia, y sus encantos se hacían dueños de mi corazón. Los elogios que me hacía estaban destinados a un tema del que todo el mundo está encantado de prevalerse. Detallando el carácter de su amiga, le hacía amistosamente una crítica que se acercaba a la sátira. Llegó a confesarme que frente a mí y en aquella situación, aunque su debilidad no se doblegaba, la esperanza cierta del placer determinaría su obediencia, pues la gloria de ser inexorable no puede compararse con la alegría interior que se disfruta en no serlo. Embelleció esta moral como joven que la esperaba del fruto. Mientras, se había acercado a mí y, mirando mi indumentaria, dijo: «Cerrad, señor, lo que entreveo ahí abajo[50], me exponéis una tentación y a una tentación». Y queriendo alejar por sí misma aquella tentación, provocó en mí hacia ella una de las mejor preparadas. Poco a poco, Mlle. de Noirville me sacó de quicio. Me enciendo fácilmente: la menor chispa abrasa una materia combustible y el incendio consume indistintamente todo lo que encuentra a su paso. En resumen, Mlle. de Noirville ocupó el lugar de Rozette, casi la suplió para mí en unos abrazos que estrechaba la pasión, no pensé más que en el sacrificio y poco en la divinidad; sentí que, sea cual fuere el dios del universo al que dirigimos nuestros votos, siempre hay una satisfacción sensible cuando ponemos presentes sobre un altar.
Volvió entonces Rozette, y Mlle. de Noirville, a la que después he conocido, y que había ido allí como una máquina, se marchó del mismo modo. ¡Qué cara tan divertida puse yo entonces en presencia de Rozette! Ella sabía lo que había ocurrido, y había calculado aquel eclipse de antemano. Ella estaba en un rincón de la sala, y yo en el otro. No nos atrevíamos a acercarnos. ¿Qué había sido de aquellos momentos en que de buena gana nos habríamos fundido uno en otro? Me hizo mil reproches; pero con ese aire severo y gracioso y con ese tono insinuante que os describe vuestra falta sin nombrárosla; me inducía a pensar, y me prestaba un marco vacío donde yo mismo podía colocar mis sólidas reflexiones. Me hizo observar que las mujeres eran unas locas si contaban con el corazón de los hombres, cuya única meta nunca es otra que satisfacer sus pasiones. ¿Quién no habría gozado de esa moral en su boca? Pero la forma en que la decía excitaba en mí, hacia ella, las mismas pasiones contra las que declamaba con tantas gracias.
De la moral al placer no hay con frecuencia más que un paso. En medio de los consejos que tan liberalmente Rozette me prodigaba, le pregunté si podía volver a cenar con ella esa noche, y para decidir su consentimiento le regalé una lanzadera guarnecida de oro. Le gusta hacer nudos[51], por eso aceptó mi regalo y me confesó que, a pesar de mis infidelidades, seguía queriéndome: una joya regalada a tiempo enternece mucho un alma; si los dioses se ganan con ofrendas, ¿por qué unos simples mortales habrían de ser insensibles al regalo?
La dejé con pena. Cuando volví a casa, encontré en ella a mi padre, al que hice un detallado relato de lo que había visto la víspera en la Ópera y por la noche en las Tullerías[52]. En un momento supo la historia circunstanciada de mil aventuras que, por supuesto, no habían ocurrido. En ocasiones semejantes hay tantas más cosas que contar cuantas menos se han visto. Le dije que me habían invitado a cenar, y que era indispensable que fuese. Le cité una casa que él no conocía y yo tampoco. Mi padre es bueno, poco desconfiado, se fía de mí y me ama extraordinariamente por ser el último fruto de su amor con mi madre, a quien mi nacimiento costó la vida. Me hice llevar al Marais, despedí mi carruaje y ordené al cochero que estuviera junto al palacete de Soubise a la una de la mañana a más tardar. Yo esperaba, en efecto, ir allí. No hay que contar nunca con el futuro. Cuando mis criados se fueron, monté en un fiacre[53]. No sé por qué el muy granuja, que, sin embargo, estaba en la plaza, no quería ir donde yo le decía: me vi obligado a llegar a extremos violentos. Por fin me sirvió. Estaba marcado con el número 71 y la letra X.
Como luego veréis, querido marqués, ese número va a jugar un gran papel, no os sorprenda, por tanto, que lo recuerde tan bien.
Al pasar delante de un café, ese número impar hizo perder una buena suma a individuos que jugaban a par o impar sobre el número del primer fiacre que pasara. Antes de que pudiera verse el número del fiacre, se dedicaron a mirar quién iba dentro. Perdedores y ganadores se quedaron en su memoria con el número y la letra, y tampoco olvidaron a quien iba en el carruaje. Los acontecimientos de la vida, querido marqués, dependen así de una circunstancia en la que uno no ha pensado, y que ni el más agudo puede prever.
Llegué a casa de Rozette, que empezaba a impacientarse por mi retraso. Me recibió con vehemencia, y, sea porque me hubiera cogido afecto, o porque le hubiera agradado mi liberalidad, se había preparado para un generoso agradecimiento. Me obligó a ponerme la bata que yo había mandado llevar a su casa, y quiso que me sintiera a mis anchas ya que estábamos en el país de la libertad. Llevaba un tocado de noche, y su aderezo de encaje, al presionar un poco sus mejillas, terminaba dándole bellos colores. Un pañuelo político cubría su pecho, pero estaba colocado de forma que pedía que no lo dejaran en su sitio. Sólo llevaba puesto un corsé de tafetán blanco y una falda de la misma tela y color parecido, y su vestido, también de tafetán azul, flotaba con el soplo del céfiro.
Aún no estaba preparada la cena. Entramos en su cuarto. Las cortinas de la cama estaban echadas y las velas dispuestas en el tocador de modo que la luz no se reflejase en toda la habitación. Pasamos hacia el lado oscuro. Me dejé caer en un sillón, y, mientras la tenía en mis brazos, le decía las palabras más tiernas. Me respondía con besitos y caricias delicadas; así pintan a las palomas de Venus.
–¿Quieres entonces –dijo, tras unos instantes de recogimiento– que te dé placer? ¡Pequeño libertino!
–¿No vais a hacer venir a Mlle. de Noirville? –le repliqué.
–No, no –añadió ella–; ya no es el momento; tuve mis razones para hacerlo; otras circunstancias exigen otros cuidados.
Y discurriendo así, y siempre jugueteando, ganamos la cama, adonde la empujé delicadamente estrechándola en mis brazos. «Acercad esas dos sillas», dijo ella, «ya que os empeñáis de tal manera». Obedezco. Puso sus dos piernas encima, una a un lado, otra al otro, y sin renegar de la decencia, salvo por la situación, me excitó con mil figuras.
Mis ardientes manos estaban ya a punto de apartar el velo que… «Más despacio, guapo consejero», dijo ella; «dadme las manos. Yo misma las colocaré». La puso sobre dos manzanas de alabastro, con prohibición de apartarlas de allí sin permiso. Ella misma quiso arreglar el ramo que yo destinaba a su seno. Me animó entonces con una señal que os figuráis; yo creía que ella obraba de buena fe. Por lo tanto, me esforzaba de forma muy sincera para alcanzar mis fines; ella fingía ayudarme; en mí había simplicidad, y malicia en toda su conducta.
Agotado, la llamaba cruel, bárbara. Nuevo Tántalo[54], el fruto y la onda huían cuando yo me acercaba.
«¿Cruel? ¿Bárbara?», proseguía ella. «Ahora mismo seréis castigado». Entonces se apoderó del ramo que yo le destinaba. «Ya que se me insulta», continuaba, «a prisión ahora mismo». Y en efecto, a ella lo condujo, pero no sé si fue de pena, o por algún otro motivo, el prisionero, nada más entrar, se puso a llorar entre los dos portillos.
Oímos que habían servido la mesa y nos trasladamos sin decir palabra donde la voluptuosidad nos esperaba con sus preparativos. La conversación fue bastante vaga y sensata. Cuando en una conversación dos personas como nosotros hablan de cosas indiferentes, es prueba de que han pasado otras que no lo eran.
Acabada la cena, no me pareció oportuno volver, y sin preocuparme de mi carruaje que me esperaba, ni de mi padre ni de nadie, pedí a Rozette un retiro para aquella noche; me lo concedió haciéndome jurar que me portaría bien. ¿No sabía ella que un joven no puede contraer pactos con una mujer bonita con la que debe pasar la noche?
Entre tanto, Rozette se había vuelto extraordinariamente alegre y hacía mil locuras en su cuarto. Unas veces se subía sobre la cómoda y quería que yo la llevase a hombros, otras saltaba de una silla a otra e imitaba los volatines de los bailarines de cuerda. Otras, levantándose la falda hasta las rodillas, cruzaba las piernas y me rogaba que las contemplase: estaban hechas realmente para causar arrobo. Descubría de lejos su pecho, luego se lo cubría y, haciendo el elogio de lo que estaba escondido, me prometía sacarle provecho alguna vez. Después cogía su gato, y le decía las palabras más agradables y singulares. Luego iba en busca de licores, me ofrecía, bebía, no bebía, me cogía en sus brazos como a un niño y me cubría de caricias. En una palabra, hizo mil locuras que las Gracias no desaprobarían. La cama, ya preparada, nos invitó a descansar. Retirada la luz y echadas las cortinas, ¿creéis, querido marqués, que me entregué al sueño? Petronio[55] describe una noche que pasó deliciosamente; la mía estuvo muy por encima. Aunque sólo sea porque un hombre honesto no osa presumir de la una, y porque hay que ser muy hombre para haber disfrutado tanto placer como el que yo tuve durante la otra. Cuanto el arte puede inventar fue puesto en práctica; teníamos la naturaleza a nuestras órdenes. El menor obstáculo habría perjudicado nuestra vehemencia, nos quitamos todo excepto una hoja de rosa.
Entramos en conversación. A pesar de sus promesas, ¿no seguía intentando Rozette eludir mis tentativas? Yo iba derecho a mi meta, y ella quería llevarme hacia ella mediante rodeos.
Me daba perfecta cuenta de que estaba fuera de sí, pero no perdía, sin embargo, la cabeza: después de haber agotado seis veces mi ardor, ella sólo había sentido superficialmente el elixir. Sin haber gozado exactamente, disfruté del placer de la posesión. No podía gloriarme de haber obtenido lo que deseaba, y no podía estar molesto por no haberlo conseguido: el arte de Rozette había creado su ilusión; es una verdadera maga en amor.
Llegó el día y Morfeo me procuró reposo. Al despertarme, encontré la mesa puesta; comí con gran apetito. Las fatigas de la noche me habían agotado. A menudo se cansa uno más con un paseo que con un largo viaje.
Después de comer continuaron los retozos. Los amantes no se aburren jamás, el tiempo huye, y sus placeres renacen.
Mientras tanto, reinaba la inquietud en casa de mi padre. Un caso ocurrido a un joven de buena familia en una casa de juego hacía temer algo parecido conmigo. Mi ausencia era más singular porque aún no había dado yo ocasión alguna al reproche que en este caso podía hacérseme. Un padre cariñoso teme todo por un hijo que nunca le ha dado ocasión alguna de temer. A un amigo noticiero de profesión, y que contaba por lo general todas las anécdotas de París, se le encargó averiguar si se había oído hablar de mí. Llevó a cabo el encargo. Se le dijo, en el café delante del cual yo había pasado, que en el número 71, que corría al galope, habían visto a un joven, y que, por la velocidad que llevaba, seguro que al final de la carrera había alguna buena juerga. Aunque no pudieron hacerle el retrato del que iba en el fiacre, ese amigo, sospechando que debía tratarse de mí, se lo cuenta a mi padre, que queda convencido.
Sin pérdida de tiempo, mi padre y mi amigo montan en carroza, van de plaza en plaza preguntando por el número 71 sin encontrarlo por ninguna parte; había ido a SaintCloud, de donde no había de volver hasta la noche. A un aprieto siempre le sigue otro, y los inconvenientes forman una cadena. El recurso de mi padre fue esperar a que el fiacre estuviera de vuelta en su casa, en la oficina le habían indicado sus señas.
Lafleur, a quien por la mañana habían encargado dar con mi paradero, sospechaba el lugar de mi retiro y no se preocupaba demasiado sabiendo que estaba en casa de alguna amiga. Había recibido un luis por los gastos de la búsqueda, lo empleó en divertirse en lugar de venir a avisarme de lo que ocurría y ahorrar así, tanto a mi padre como a mí, el dolor de lo que luego ocurrió. Vino, sin embargo, a casa de Rozette: su criada le había gustado. Le pregunté cómo había sabido dónde estaba, por qué venía, y si mi padre no estaba inquieto por mi ausencia. Respondió a todo con mucha precisión, me aseguró que había hecho mis encargos del mejor modo posible, había dicho que yo había vuelto a casa a las cuatro, y que por la mañana, a eso de las diez, la señora condesa de Mornas había enviado un criado para rogarme que pasara por su tocador, y que probablemente, según lo que el ayuda de cámara le había dicho, yo pasaría el día en su casa y asistiría a una cena de gala en Auteuil; que mi padre había comido en casa del primer presidente donde debía asistir a un consejo sobre un asunto que le había llegado de improviso de parte de la Corte. Satisfecho con lo que me decía, le consideré un criado impagable; recibió un luis por sus desvelos y orden de esperarme a las cinco de la mañana en la puerta del jardín, donde le prometí que estaría. El muy malvado me dio las gracias, e incluso algunos consejos, y se fue acto seguido en busca de mi padre. Lo cierto es que Lafleur no me había dicho una sola verdad, que mi padre se encontraba en una impaciencia cruel, y que, como habéis visto, me buscaba.
He conocido un gran número de criados granujas y bribones, adornados con todas las cualidades de su condición, pero no creía que ninguno fuera tan malvado así, sin intriga ni provecho. Era de la baja Normandía, y no me sorprendió su conducta. Cuando llegó a casa de mi padre, le dijo que no sabía exactamente el lugar de mi retiro, pero que le habían asegurado que me encontraba con una joven llamada Rozette de la que me había apasionado y que me arruinaba, y que iba a raptarla para casarme con ella en el extranjero. Para confirmar sus palabras hizo una descripción de Rozette, que entregó a mi padre. Mi padre fue a ver de inmediato al señor teniente de policía, a quien dio parte de lo que acababa de saber. Montó en cólera contra mí, y le pidió una orden para mandar arrestarme donde me encontrase, así como a la joven que me importunaba. Este padre que tanto me ama, fuera de sí entonces, sólo respiraba castigo y venganza.
Su irritación sorprendió al magistrado, le costaba imaginar que un hombre de avanzada edad y grave de carácter perdiera de aquel modo los estribos. Le hizo ver que aquel asunto terminaría en escándalo y que ese escándalo era el peor daño. Que se trataba de acallar una aventura que, de escasa importancia en el fondo, quizá fuera convertida en otra cosa por la calumnia. En fin, que en su opinión debía hacerse lo que fuera necesario para dar conmigo, y que ya se pensaría en la forma de impedir que la damisela en cuestión volviera a verme. Este consejo era muy sensato, y el magistrado que lo daba muy esclarecido: sólo se ocupa de su deber y de prestar servicios a sus conciudadanos, entre los que él es uno de los mejores[56].
No sacó provecho mi padre de sus observaciones. El señor teniente de policía le concedió lo que pedía, es decir, una orden para arrestar a Rozette, y ayuda en caso de resistencia por mi parte; le acompañó un exento, que montó en la carroza con él. Mi padre tuvo muchos motivos para arrepentirse de su diligencia; un hombre prudente no puede asegurar que nunca perderá la cabeza.
Habían dado las doce de la noche y el fiacre no había vuelto. Imaginad el aprieto en que se encontraba mi padre. Entre tanto, mi criado, sin que yo fuera informado, vino a buscar a la doncella de Rozette y le hizo compañía toda la noche; ¡no perdía su tiempo el muy granuja!
Antes de la cena Rozette se había puesto algo triste; sin poder explicar el motivo, sentía que algo la apenaba. Tenemos en el corazón el presentimiento del infortunio. No es que yo sea supersticioso, pero creo que hay algo alrededor que nos advierte del futuro. ¿No descubren los que tienen los ojos penetrantes la nube que precede al trueno? Hice cuanto pude para distraer a Rozette y lo conseguí. Sus ojos se reanimaron poco a poco, la alegría volvió a su imaginación y a su corazón el placer. Empezamos con esos jueguecitos retozones que sólo rozan la superficie de la voluptuosidad, que os hacen sentir mil impulsos deliciosos, y que uno por uno os advierten de que no es ése el lugar en que fijarse. Este mundo no es más que una peregrinación, hay que hacer durar las provisiones hasta el final de la carrera.
Nos habíamos prometido que nos reservaríamos para la noche, pero sin darnos cuenta pedimos algún adelanto al futuro. Fue entonces cuando ella no me negó nada. Me guió de placer en placer y sembró de flores las avenidas del palacio, donde en esta ocasión fui recibido con todos los honores.
¡Ah!, querido marqués, ¡en qué abismo de voluptuosidad no se anegó mi alma! No sentía nada por sentir demasiado; me moría y renacía para morir otra vez, y Rozette, llena de ternura, acercaba su bella boca para recoger mis últimos suspiros. Cuanto más había esperado, más saboreaba la recompensa de mi espera. El amor aplaudía nuestra unión y se honraba de que entonces no fuéramos sino una sola alma.
La cena que tomamos repuso un poco las fuerzas que habíamos perdido. No abusamos del vino de Champagne, y, para no privar de nada a la sensualidad, lo suplimos con vasitos de licor apropiados para mantenernos firmes contra la tentación del reposo.
Pasamos algún tiempo en la ventana, y allí permanecimos, en actitudes de preparación a una noche divertida.
Fingiendo deseo o necesidad de sueño, Rozette se llegó a su tocador y de allí se retiró a su alcoba. Víctima del amor, se había adornado con pequeñas cintas y había tenido cuidado de purificarse en agua perfumada.
Sobre un altar sencillo por su construcción y hecho de madera de mirto se elevaban varios cojines enormes de seda y algodón; un velo de fino lino cubría la superficie del altar y una alfombra de tafetán de color rosa calado con lazos de amor[57], y enrollada en uno de sus extremos, esperaba a que quisieran emplearla para cubrir alguna ceremonia. Con una vela en la mano me acerqué a ese respetable lugar. La propia Rozette se había colocado sobre el altar, y sus manos estaban unidas sobre su cabeza, sin presionarla. Tenía los ojos cerrados y la boca algo abierta como para pedir alguna ofrenda. Un rubor natural y lozano cubría sus mejillas, el céfiro había acariciado todo su exterior; una muselina transparente cubría la mitad de su pecho, y la otra mitad se mostraba con descuido a las miradas; por un lado, estaba permitido el examen y, por el otro, bajo la apariencia de estar prohibido, se volvía más excitante. Sus brazos se mostraban en toda su carnosidad y su blancura. Sus piernas cruzadas ocultaban lo que yo habría querido contemplar, pero proporcionaban a la imaginación un bello prado donde extraviarse. Rozette dormía en disposición de despertarse fácilmente y en una postura voluptuosa y de voluptuosa. Me detuve para contemplar mi dicha. Avancé con respetuosa ternura y, guardando un silencio sagrado, deposité mi ofrenda en el altar. ¡Dios! ¡Cómo animaba la víctima al sacrificador!
El cochero del fiacre número 71 había llegado por fin. No le dieron ni tiempo para llevar los caballos a la cuadra: se apoderan de él, lo meten en una habitación, lo interrogan, le hacen una pregunta tras otra. Él no contestaba nada porque estaba asustado y porque, como en ese momento se encontraba en el ejercicio de su profesión, estaba razonablemente borracho. Mi padre mandó traer café, le hizo tomar varias tazas, y por fin le sonsacó que la víspera había llevado a un señor de negro al barrio de Saint-Germain. Mi padre le obligó a subir a su carroza con el exento y el comisario del barrio, y ordenó que le siguiera a una patrulla de vigilancia a caballo[58]. Las órdenes del magistrado de policía eran obedecer puntualmente a mi padre, pues el cargo de presidente que ostenta le daba cierta autoridad. Todos juntos llegan cerca de la academia de M. de Vaneuil[59], donde el cochero había dicho; pero no consiguió reconocer la casa; después de haber buscado y examinado, se hizo llevar hacia las Petites-Maisons[60], pero no tuvo más suerte; y sólo tras un buen número de carreras parecidas confesó que ya no se acordaba de la calle, que, sin embargo, tenía alguna idea y que bien podía estar cerca de la Comédie. Hubo que ir allí, y las lamentaciones y el mal humor no acortaron el camino. Reconoció la puerta, era la de un café famoso por el infinito número de inútiles de París que en él se reúnen[61]. Llaman, vuelven a llamar, por fin baja un lacayo que, frotándose los ojos, pregunta qué quieren. Le responden que de parte del rey tiene que decir dónde está el señor Temidoro. Jura por todos los dioses que en casa de su amo nunca ha entrado persona alguna de ese nombre. Suben, registran toda la casa mientras la alarma corría de piso en piso. Ni rastro de Temidoro. El comisario, que había visto junto al desván una puertecilla baja y una luz que se filtraba entre las tablas mal unidas, golpeó con fuerza y casi la echó abajo: salió a su encuentro un gran fantasma pálido y enjuto, con camisón, un horrible gorro de dormir en la cabeza y una pequeña lámpara en la mano. Entran, registran, sólo encuentran algunos cuadernos de música, una espada sin su guarda, algunas noticias de mano[62], y la vida del señor de Turenne[63]. El habitante de aquel antro aéreo estaba muy asustado e inspiró conmiseración. Mi padre le dio dos escudos de seis libras al despedirse, pidiéndole excusas por haberle importunado: es la primera vez que una visita de gente de toga haya aportado dinero a una casa. El comisario que me informó de todo esto y del resto de la aventura hasta que me encontraron me aseguró que esa noche había sido testigo de visiones que no eran fantásticas y cuyos divertidos atestados se harían en Citerea[64].
Finalmente encontraron al joven que la víspera iba vestido de negro. Era un poeta[65] que ese día había ido en traje de ceremonia a presentar a un subrecaudador[66] una epístola en verso libre sobre la muerte de su mono, y que todavía está temblando por haber visto en su Parnaso a gente cuya profesión es hacer la guerra a las Musas. Mi padre se enfureció seriamente contra el cochero, le acusó de entenderse conmigo. El otro juraba que era inocente; tras muchas preguntas, el cochero terminó confesando que era desde luego el conductor del coche número 71, pero que lo llevaba por primera vez, que se habían explicado mal con él; que conocía al que había llevado el 71 desde hacía seis meses, pero que vivía en la Villette[67], estaba enfermo por los golpes que le había dado un oficial, y que hubiera hecho mejor llevando los panduros[68] de la reina de Hungría.
Indicó con toda precisión la casa de su compañero, y fue obligado a ir en su busca. Realmente, ¿no estaban tomándose demasiado trabajo para ir a molestar a un galán en medio de su felicidad? Por fin encontraron al cochero del número 71. Suben a su casa. Estaba bastante mal. Más de una contusión en la cabeza y por todo el cuerpo le hacían lanzar gritos que a él no le aliviaban demasiado y resultaban muy desagradables para los que me buscaban.
Sin embargo, respondió bien, demasiado bien, a lo que le preguntaban. Tenía buenas razones para acordarse de mí; hizo mi retrato del natural, sin olvidar las dos bofetadas con que yo había reprimido su insolencia[69]. Indicó el barrio de l’Estrapade y una casa blanca, con una gran puerta amarilla. Nueva carrera. Llegan al lugar indicado. No había nadie en las calles. El comisario se dirige a un guardia que estaba de centinela[70] y le pregunta si no conoce a Mlle. Rozette; el tipo era un hombre decidido que, mitad riendo, mitad burlándose, pidió el retrato, que enseguida le hicieron. «Es de veras muy guapa», dijo, «pero bien veo que no venís por sus encantos; lo lamento, señores. No conozco ni a Roze ni a Rozette». Estos caballeros tienen con justo motivo reputación de ser protectores de cierta clase de personas del sexo débil y se interesan mucho por su honor, si es que no contribuyen a su reputación.
De puerta en puerta fueron a llamar a un edificio de habitaciones amuebladas; la mayoría de estos lugares se mantienen a costa de lo que ocurre dentro. El dueño salió temblando a abrir, y juró por su honor que la única persona que vivía en su casa era una muchacha nada escandalosa que en la vecindad pasaba incluso por devota. Sin hacer caso de las muestras de prudencia del señor hospedero de La Providence, el comisario subió. Acto seguido, echaron abajo la puerta del cuarto, pues los que estaban dentro tardaban en abrir. No vieron a nadie. Fueron derechos a la cama; pero como encontraron la ventana abierta, sospecharon que alguien había podido escapar por ella. La idea resultó confirmada por un ruido que se oyó en el follaje de un emparrado que crecía pegado a la pared. Se acercan, ven a un hombre con gorro de noche y en camisa luchando por salir de una infinidad de haces de leña sobre los que había caído. El exento, hombre avispado, baja al jardín con una luz y, tras vislumbrar aquella figura en un estado muy poco decente, llama a los arqueros para que acudan a ver un matorral donde crecían tan divertidos frutos silvestres.
Entre tanto, mi padre había contemplado a la chica. Por la descripción que le habían hecho de Rozette, no la había reconocido. La una era una belleza, y aquella un pequeño monstruo de ojos legañosos, tez amarillenta y un rubio incierto.
No se tardó mucho en despachar el registro de la habitación. Al abrir un armario, encontraron una enorme peluca mal peinada y una bata de hombre agujereada por los codos. Al mismo tiempo, un arquero sacó de debajo del cabezal del lecho unas calzas, en las que, metiendo sin darse cuenta las manos por la boca, encontró una larga disciplina. Como veis, querido marqués, aquel lugar era una escuela de amor y la bella rubia una estudiante; su preceptor era un maestro de pensionado[71] de la vecindad llamado M. Damon, el mismo en cuya casa estuvimos juntos, y que siempre echaba pestes contra las mujeres, y que con tanta frecuencia nos zurraba por nimiedades. El pobre maestro fue llevado a presencia de la asamblea. No pude evitar reírme cuando el comisario me describió las contorsiones que hacía el nuevo Adán para cubrir su honor. En un encuentro así, lo del hombre más honrado no es muy considerable. No ocupa demasiado espacio en el mundo. Casi en estado de pura naturaleza, con una camisa extremadamente corta y las esposas en las manos, se habría sentido muy satisfecho de aprovechar las hojas de higuera que sirvieron a nuestros primeros padres.
No abusaron del estado en que se encontraba el pedagogo, le devolvieron sus ropas, y mi padre le soltó una reprimenda muy severa como requería el caso, censurando mucho al exento que, a modo de fraternal corrección, había propinado varios golpes de disciplina en el trasero del paciente, quizá para devolverle los que en otro tiempo había recibido.
Esta escena terminó preguntando a la devota si no había oído hablar de Rozette. ¡Qué no conocerán las devotas! Dijo lo que le preguntaban; y, viéndose en plena libertad, su horrible carácter describió la conducta de Rozette pintándola con los más negros colores. Sólo una devota es capaz de semejante negrura. Llevó su audacia hasta el punto de ofrecerse de guía a mi padre, cosa que hizo. He conseguido encerrar a esta desgraciada; estará mucho tiempo en prisión y mi venganza quedará satisfecha con sus lágrimas. Despidieron al maestrillo diciéndole que fuera a buscar su disciplina al despacho del señor teniente de policía, si le quedaban ganas. Seguro que permanecerá mucho tiempo en los archivos del comisario. Como para el comisario no había nada que ganar en aquel caso, ni siquiera hizo atestado, y dirigió sus pasos hacia la casa designada, adonde llegó con su séquito.
La Aurora montada en su carro de púrpura y azur abría en el Oriente las puertas del día y los pájaros comenzaban sus conciertos amorosos: eran las cuatro de la mañana. Los sueños revoloteaban por las alcobas, y Rozette disfrutaba entre mis brazos del reposo que las fatigas de una noche voluptuosa le habían hecho merecer. No esperéis, querido marqués, que os haga aquí la descripción de esa noche. Mil veces expiré de placer, mil veces fui devuelto a la vida, y mil veces morí para volver a revivir. Nunca he sentido un fervor más sincero. Mi culto se dirigía a todas las partes de mi divinidad, todo era en ella motivo de elogio y ofrenda, todo en mí resultaba para ella un regalo agradable que era recompensado con un favor. Transportados, creo, al reino de los encantamientos, cambiábamos mutuamente de tarea; ella se volvía sacrificadora y yo víctima; yo casi disfrutaba con la satisfacción de ser inmolado, y, salvo que el cuchillo sagrado no me penetraba en el costado, nada me faltaba de lo que debe sentir una víctima. Nuestros momentos no pasaban, estaban fijos, y años enteros consumidos así no supondrían un punto en la vida más breve. ¡Cuántas veces en esos extravíos en los que sólo se puede sentir olvidé que existía, o deseé ser aniquilado en lo que sentía! ¿Por qué la naturaleza ha puesto límite a nuestras fuerzas ampliando hasta tan lejos nuestros deseos? O, mejor dicho, ¿por qué no tienen la misma medida?
Agotados Rozette y yo de fatiga, queríamos decirnos que debíamos poner un punto a nuestros transportes, pero sus labios estaban pegados a los míos, y los órganos de nuestras voces, estorbados el uno por el otro, estaban tan deliciosamente ocupados que no podían formar el menor sonido para nuestros oídos. En esta postura habíamos esperado el sueño, que nos había coronado con sus adormideras. En fin, dormíamos. Entre Rozette y yo estaba la voluptuosidad mientras la venganza velaba para hacernos sentir los horrores de un horrible despertar. ¡Ay!, ¡en qué halagüeña espera mantenía mis sentidos un oficioso sueño enviado por el amor! ¿Qué ruido vino a sacarme de esa amable ilusión?
Mi padre, el comisario, el exento y algunos acompañantes habían entrado en la casa y se habían informado si Mlle. Rozette se encontraba allí y quién la acompañaba. Se enteraron de todo, y estuvieron seguros, por el retrato que hicieron de mi cara, que era yo el que se divertía desde hacía dos días con la ninfa de aquel palacio. Suben, llaman a la puerta; la doncella vino a traer la alarma a nuestro aposento, y, asustada por las amenazas que oía, abrió a unas personas que entraron con gran profusión de luces. Rozette quedó sobrecogida de miedo; una mujer sola en ocasión semejante se enfurece, pero tiembla de forma bien distinta cuando se encuentra entre los brazos de su amante. Yo me levanté y cogí dos pistolas que siempre llevo conmigo cuando voy a partidas de placer; aguardaba con buena compostura a que alguien apareciese; ¿podía pensar que mi padre estaría allí al despertarme? Había un centinela apostado en la antecámara, otro en la puerta de nuestro gabinete y varios guardaban la escalera.
Se presenta el comisario con el exento: «No deis un paso más, señores», les grito. Vieron mis armas y se mostraron muy dóciles. Entró mi padre. «¿Qué hacéis aquí, señor?», me dice en tono firme. «Hace dos días que me tenéis preocupado». Avanza hacia mí, me quita las dos pistolas y ordena a los arqueros que cumplan con su deber. Descorridas las cortinas de la cama, se vio a la bella Rozette que se había desmayado. Costó trabajo hacerle recobrar el conocimiento. Su primera mirada se volvió hacia mí, imploraba una ayuda que yo no estaba en disposición de prestarle. Preguntó tristemente qué querían hacer con ella, mi padre le respondió en tono enérgico que su destino estaba inscrito en una orden que le mostraron. El dolor la abrumó, y un torrente de lágrimas inundó sus bellos ojos; sus encantos se volvieron más seductores y conmovieron a todos los presentes, que no habían ido con esa idea. Se arrojó a los pies de mi padre pidiéndole gracia. Yo la imité, pero ese hombre inflexible volvió el rostro y me ordenó secamente que le siguiese.
El comisario se hizo cargo de Rozette, que me llamó con voz entrecortada; sólo le respondí con un suspiro. Un hijo, por muy resuelto que sea, es muy débil frente a su padre, que está en su derecho, y en presencia de una amante desdichada. El amor, incapaz de obrar, guarda silencio, y la naturaleza nos hace sentir todo su poder.
Ya estábamos en la escalera cuando a un arquero se le ocurrió mirar en la cama de la criada. Descubrió una figura humana que se escondía entre la cama y la pared y se tapaba con las sábanas. Tiran de la manta y obligan al fulano a mostrarse; lo hace. Le preguntan su nombre, su condición, quién es. Nosotros volvemos: cuál no fue nuestra sorpresa cuando reconocimos al bribón de Lafleur. Al verle olvidé todas mis penas y, furioso, lo habría matado si no hubieran detenido mi brazo. Con toda sinceridad dije que él era la causa de mi desgracia; fue arrestado, atado, esposado, llevado a un calabozo, de allí al castillo de Bicêtre[72], donde expiará cumplidamente sus perfidias.
Rozette fue conducida a Sainte-Pélagie[73] por el exento y el guardia de vigilancia, que tuvieron motivos para estar satisfechos de la generosidad de mi padre. El comisario montó con nosotros en la carroza. Lo llevamos a su domicilio.
Cuando llegué a casa, pasé entre todos los criados que estaban preocupados por mí y se alegraron al verme. No hay ninguno que no me tenga afecto, mi principio siempre ha sido tratar con humanidad a una gente de la que sólo por azar nos encontramos por encima. Abrumado de pena y de cansancio, me retiré a mi cuarto y, tras echarme sobre la cama, me dormí en brazos de la inquietud. Sólo soñé con Rozette. Una querida feliz inflama, encanta a un amante, una querida desgraciada se vuelve para él más querida y más adorable. En la segunda parte de estas memorias sabréis, querido marqués, lo que le ocurrió a Rozette; su situación fue extremadamente dura, y su descripción costó suspiros a mi corazón cuando la hizo.
Después de haber dormitado, o, mejor dicho, después de estar abotargado bastante rato, salí de ese estado y pensé en la manera de liberar a mi querida amiga.
Habían sonado las dos y el almuerzo estaba servido, vinieron a avisarme; como tardaba, el amigo noticiero subió a mi cuarto, y, tras un cumplido bastante insulso sobre mi vuelta, me hizo saber con una alegría orgullosa que él había sido el principal instrumento para que me descubrieran. Al parecer, ignoraba todo el dolor que yo sentía; pero hay gente que no puede dejar de hablar, y que prefiere decir idioteces a quedarse callado. Dicen todo lo que piensan y nunca piensan lo que dicen. Lo miré con desprecio; quiso inducirme a bajar, pero lo hacía de una forma tan penosa y tan mala que, como me calentaba la imaginación, poco me faltó para arremeter contra su estupidez. Se retiró enseguida, e hizo bien. El destino me deparaba una ocasión de venganza que debía ser muy dulce para mí y que para él habría sido más sensible de haber estado informado. Este caballero se llama Dorville, y es de la región del Maine, gentilhombre de antigua estirpe. Sirvió en el ejército mucho tiempo, se retiró con honores militares y goza de un patrimonio considerable. Es uno de esos honorables parásitos que siempre están a gusto fuera de su casa. Su oficio es propalar noticias y repetirlas tantas veces como la gente quiera. Es un reloj de repetición que suena tan a menudo como se presiona con el pulgar. Carece de inteligencia para hacer el bien, y de malicia para hacer el mal; es el oriundo del Maine menos oriundo del Maine que hubo nunca. Se casó hace varios años, es algo celoso: nadie conoce a su mujer porque nunca la ha presentado en sociedad y porque ninguno de sus amigos sabe dónde vive; su dirección es el Palais-Royal bajo el árbol de Cracovia o en el banco de Mantua[74].
Me avisaron varias veces de parte de mi padre para que bajase a comer, pero fue inútil, siempre hice oídos sordos sin tenerlos. Me trajeron la comida a mi cuarto. Aunque triste, comí algo. La necesidad tiene una voz que se deja oír con fuerza y que no nos cuesta mucho escuchar.
Mientras, le había escrito una larga carta a Rozette en la que le mostraba en apasionados términos mi amor y la desesperación en que me había sumido su infortunio. La animaba a tener esperanza, y le aseguraba que no descuidaría nada par sacarla del injusto cautiverio en que se hallaba cruelmente retenida. Terminaba suplicándole que me amase siempre, que no me imputara sus penas y rogándole aceptar diez luises que le enviaba para subvenir a sus necesidades. La carta era sencilla, pero conmovedora; el dolor enternece el corazón, y recuerdo que el amor me dictaba expresiones que ni él mismo hubiera desaprobado.
La carta estaba sobre mi escritorio, no encontraba medio de hacerla llegar a su destino. No me atrevía a fiarme de nadie después de la perfidia de Lafleur. Además, en esos primeros momentos, el menor paso es sospechoso y casi siempre arriesgado. Decidí avisar al presidente. Es, como sabéis, querido marqués, hombre de placer, pero de buen consejo: capaz de meteros en líos amorosos, pero con poder para sacaros de los más inquietantes. Le escribí que viniera a verme para un asunto de importancia. Encargué el mensaje a uno de los cocheros de la casa, él quedó satisfecho y yo también.
El señor presidente no estaba en casa. Laverdure, su lacayo de confianza, sabedor de la procedencia de la carta, vino a verme. Su llegada me encantó. Éstos si que son criados impagables; ¡afortunado el que encuentra uno igual! No le oculté nada, se enteró en un momento de toda mi aventura y, sin hacer de moralista, me compadeció, me reprendió e hizo brillar alguna esperanza a mis ojos. Le hablé de la carta que había escrito a Rozette, y le confesé el aprieto en que estaba para hacérsela llegar. Al principio no pensaba que hubiera dificultad alguna, pues creía que estaba encerrada donde de ordinario se mete a las penitentes de este género, que nunca son arrepentidas. Pero, cuando le aseguré que Rozette estaba en Sainte-Pélagie[75], quedó desconcertado. Me alarmó su desánimo, me quedé en esa situación abrumadora en que lo único que uno hace es sentir estúpidamente su desgracia. Laverdure dio varias vueltas por la habitación y, tras meditar profundamente, me dijo que lo intentaría, que no garantizaba nada, pero que antes de las ocho de la tarde me daría una respuesta muy positiva. Me sentí transportado de alegría. Quise darle los diez únicos luises que me quedaban, pero se limitó a coger la carta diciéndome que yo necesitaba el dinero, que guardase mis luises, que él adelantaría la suma. Se limitó a recibir cuatro pistolas por los gastos de su recado. Se marchó, y yo quedé entre el temor y la esperanza.
¿No os asombra, estimado marqués, mi cariño por una querida de unos días? La amaba, la amo todavía, y el amor es extremado en todo. Aunque la hubiera amado menos, mi vanidad se habría rebelado contra los que querían quitármela. ¿No era un deber de mi parte socorrer a una muchacha, libertina, sí, pero encantadora, y que estaba en un aprieto por haber arriesgado todo para procurarme placer?
El escándalo de mi aventura se había difundido, servía de conversación a los invitados que ese día estuvieron en casa de mi padre. Cada uno dio su parecer; algunas damas viudas no me perdonaron, sobre todo una tal señora de Dorigny a quien yo había intentado seducir en otro tiempo y que por escrúpulo se había negado a escucharme. Las mujeres son raras: les choca que uno consiga de otra mujer lo que se les ha pedido a ellas y que siempre han rechazado. De todas me vengué más tarde, y de una manera muy divertida, como veréis. Cuando se levantó la mesa, algunos amigos vinieron a visitarme. Visitas que nunca se hacen sino por curiosidad o por maldad; se quiere saber la historia de un hombre de sus propios labios, o bien gozar del espectáculo de su miseria; también recibí con bastante descortesía todos los cumplidos. Mi padre había venido con ellos, pero se marchó en el momento oportuno, cuando mi rabia contra él iba a excitarse más allá de los límites del respeto.
Me dejaron solo. Fuera de mí, como estaba, decidí hacer algo sonado que desesperase a mi padre. No me preocupaba mi honor si podía causarle un sufrimiento. Estaba indignado, aunque mi corazón no era malo. La suerte me ofreció lo que deseaba, me salvó del azar de algo sonado y fue causa de que tuviese un placer tanto más singular cuanto que resultó lleno de venganza. Éste es el lance, querido marqués, tardaré más en contarlo de lo que tardé en despacharlo. Es una improvisación de gabinete[76].
Estaba hacía un rato a mi ventana cuando vi detenerse un fiacre delante de nuestra puerta. Por una vez, marqués, un fiacre no me acarreó una desgracia, al contrario, me trajo una aventura galante. Desde que el número 71 fue causa de mi desdicha, no veo un coche de esa clase sin examinar la letra y el número. Por eso recuerdo de maravilla las marcas de éste. Era el número 1 y con la letra B. Si se me hubiera ocurrido examinar esa especie de emblema, habría llegado a la conclusión de que me pronosticaba mi aventura. El conocimiento de los fiacres es algo que debería aclarar la Academia de Ciencias, y un buen tratado sobre esa materia sería tan útil como el que hizo Mathieu Lansberg sobre la del tiempo[77]. La materia también está sujeta cuando menos a conjeturas.
El lacayo que venía en la trasera de la carroza, tras haberse informado por el portero de si mi padre estaba en casa, había dado el brazo a una dama vestida de negro; por su ropa adiviné sin esfuerzo que era una solicitante. Me picó la curiosidad de saber quién era, qué pedía, y, sobre todo, si era guapa. Mi pena no había cerrado del todo mi corazón al amor por el placer. La habían llevado a la sala de visitas por su aire distinguido. Allí esperó la audiencia de mi padre. Yo bajé por una escalera oculta, con bata de tafetán, gorro de dormir y zapatillas, y, tras introducirme sin ruido en el gabinete desde donde se puede ver la sala, contemplé a través de la puerta acristalada los atractivos de la solicitante: los tenía. Era una mujer de veintiséis a veintiocho años, ni alta ni baja, de ojos bastante despiertos, hermosos dientes, tez algo morena, un pecho pasable, y una fisonomía que, en conjunto, era capaz de animar; la forma de su pierna no resultaba indiferente; se había echado con negligencia en el sofá y en una de esas actitudes que se creen descuidadas, que rara vez lo son y que desde luego no han sido inventadas por la modestia. Se miraba en los espejos y repetía ante ellos los melindres con los que debía presentarse ante mi padre.
A toda mujer le gusta agradar; pero no todas son coquetas; ésta lo era: joven, esposa de un viejo oficial; vigilada de cerca; ¡cuántos títulos para serlo! Una coqueta trata de encantar a los demás; quien gusta de encantar, no está lejos de dejarse sorprender; tratad de convertiros en dueño de semejante ninfa, actuad deprisa y con rudeza, os aseguro la victoria. A una cosa le sigue la otra: ¡lógica de la galantería, diréis! La defiendo mejor que la de Nicole y la de Crouzas[78].
Nada excita tanto las pasiones como la vista de una persona que, no creyéndose contemplada, hace ante un espejo el ejercicio de la coquetería. Mi temperamento es impetuoso, su fuego aún estaba animado por el deseo que tenía de hacer algo sonado. Cerré los ojos y me puse en manos del azar. Salí bruscamente del gabinete, fingiéndome sorprendido de encontrar a alguien, pedí excusas a la dama por aparecer así, en ropa de cama, ante ella. Me respondió cortésmente; me informé de quién era y por qué venía; me dijo que no solicitaba para ella y que, aunque nacida en Caen, en Francia, nunca había tenido nada que ver con la justicia, y que venía por una de sus hermanas, que en la actualidad se encontraba muy mal, y cuya causa debía ser llevada dentro de unos días a la audiencia. Añadió que no tenía el honor de serme conocida, pero que su marido estaba todos los días en casa, y que era el caballero Dorville. La miré fijamente. «¿Cómo, señora?», respondí, «¿ese hombre es vuestro esposo? Es mi enemigo mortal, me ha hecho una jugarreta sangrienta, y sin duda vos erais su cómplice; ya que encuentro la ocasión, he de vengarme». Acto seguido la tomo en mis brazos, la estrecho, la empujo sobre el canapé; ella intenta gritar: «Gritad, gritad», le digo, «sí, señora, lo más alto que podáis, armad una escandalera, es lo que quiero». Le puse un puñal en el seno, y se desmayó; sin pensar en las ventanas y las puertas abiertas, sin preocuparme del ruido que al rozarse hacían nuestras ropas de tafetán, combatí, ataqué, triunfé; no sé si, para quedar libre cuanto antes, Mme. Dorville ayudó a la victoria; yo me vengaba de su esposo, ¿acaso quería vengarse ella también? ¿Qué mujer no tiene algún motivo de descontento en su matrimonio?
Semejante a un panduro, llego, ataco, saqueo, disparo mi pistola y salgo zumbando. Todo quedó despachado en un minuto, y yo ya estaba en mi habitación cuando a la solicitante aún no le había dado tiempo de fijarse si todavía seguía yo a su lado.
No se enteró nadie, y Mme. Dorville tuvo tiempo de sobra para arreglarse la ropa. Más de una hora fue lo que tardó mi padre en salir de su gabinete. Cuando llegué a mi cuarto, me eché a reír como un loco y pasé cerca de media hora meditando las circunstancias. Ahora sé qué pensar de esa tontería.
Por fin llegó mi padre. Estaba conferenciando desde hacía mucho con un eclesiástico llamado M. Le Doux, su confesor ordinario y mi director de conciencia honorario. Le saca mucho dinero a mi padre para los pobres, entre los cuales creo que él se pone el primero en la fila y para más de una parte; este consolador subió a mi cuarto y vino a soltarme bondadosamente una lección moral con toda seguridad muy depurada.
La señora Dorville se presentó ante mi padre, que atribuyó el resto de turbación que había en sus ojos a la modestia de una dama que necesariamente se sonroja a la hora de pedir algún favor a un hombre. Cualquier otra hubiera estado igual de azorada, pues nunca una conquista se llevó a cabo con mayor rapidez. Si las damas aprovechasen así el momento oportuno, no harían correr riesgos a su honor: lo que las pierde ¿es lo que conceden? No, es el tiempo que pierden en hacerlo esperar.
La esposa del caballero expuso a mi padre el motivo de su visita. Tras una audiencia bastante larga, resultó que mi padre no era juez en aquel proceso, sino que correspondía a una de las investigaciones en las que yo tengo el honor de participar, y que era a mí a quien debía solicitarlo.
Mi padre me mandó llamar. No quise bajar, sino después de una orden precisa, que obedecí. Me negaba tanto más cuanto que me decían que era por una dama que tenía un gran proceso. Creí al principio que, fuera de sí, Mme. Dorville había contado a mi padre mi imprudencia; el ardor que antes me dominaba había decaído y el espíritu de venganza se había aplacado un poco. ¿Dónde estaba entonces, querido marqués, el perfecto conocimiento que tengo del sexo femenino? ¿Se jacta alguna vez una mujer de una aventura como aquélla? Se felicita a sí misma interiormente, sabe de sobra que los hombres sólo son deshonestos con una mujer hermosa; y no puede guardar rencor a quien le ha dado placer. De verdad, ¿no hay que estar agradecido a quien os libera del ceremonial? Lucrecia se mató, pero después; y quizá de desesperación, temiendo que ya no podía volver a empezar[79].
Me presenté. Saludé a Mme. Dorville con respeto como si no la hubiera conocido, cognoveram[80]. Ella no se alteró y me explicó su caso de forma bastante inteligible. Mi padre se marchó; Mme. Dorville se enfureció conmigo; se sirvió de los términos más fuertes y más enérgicos para reprocharme mi audacia; lloró incluso. Melindres, querido marqués; conozco demasiado bien la marcha del corazón de las mujeres como para alarmarme: a menudo una mujer no está nunca más cerca de caer que cuando hace más esfuerzos por defenderse. La dejé exhalar su cólera. Tomé la palabra, me excusé aduciendo sus encantos; mi excusa tenía buenos fundamentos; le prometí un secreto inviolable, y yo, que había sido mirado como un tirano, me volví insensiblemente un consolador cuyas opiniones se escuchaban tranquilamente. Cuando uno está seguro del secreto, tiene menos miedo por su virtud. Devolví la paz al alma de Mme. Dorville, la vi en sus ojos; fue entonces cuando me convencí de que Aníbal se habría convertido en amo de Roma si no se hubiera entretenido en las delicias de Capua[81]. Ella se levantó, yo la acompañé hasta la puerta y, al salir, me apretó la mano de una forma que me dio a entender que estaba menos enfadada, y que perdonaría mi audacia a condición de no ser tan imprudente como para correr riesgos con las ventanas y las puertas abiertas. Le hice mil cumplidos y le aseguré que disfrutaba muchísimo de la bondad de su causa.
Ella subió de nuevo a su carroza y yo a mi habitación, donde había dejado al señor Le Doux. En mi ausencia había inspeccionado mi biblioteca y, fisgoneando, no se le habían pasado ciertos botes de mermelada que había sobre una mesita algo apartada. Me habló de ellos como de algo indiferente para mí, que era un hombre de mundo, pero de gran utilidad a un director de conciencia como él, que asistía a gran número de enfermos. No consiguió lo que pedía; porque en el capítulo de mermeladas y golosinas tengo el alma más eclesiástica que hubo jamás[82].
Me reprendió amistosamente por varios libros, sobre todo por las novelas[83]. Disputé con él en este punto, no brilló; me confesó que su fuerte no era la disputa, que estaba convencido de que las novelas eran malas, pero que nunca las había leído y que por lo tanto no podía juzgarlas. Me aconsejó quemar mis miniaturas y mis estampas; cuando le hice ver que todo aquel conjunto valía más de doscientos luises, me dijo que esa cantidad no era lo bastante considerable para condenarse por ella; yo insistía en el valor de las cosas: «Bueno», dijo, «vended todas esas infamias a algún consejero constitucionario[84], esa gente no tiene alma que perder». Le prometí que lo pensaría, y el jansenista me creyó ya en el buen camino.
De materia en materia, hablamos de mi aventura. No es sorprendente que aquel santo varón sintiera curiosidad. Se lo conté todo, y le interesé tanto que ha sido él quien más ha contribuido, como veréis, a la liberación de Rozette, y gracias a su mediación he conseguido todo de mi padre.
No debéis tener mala opinión de él por el comportamiento que le veáis tener. El señor Le Doux no es un hipócrita, es recto, buen eclesiástico, pero simple, fácil de engañar, domina todas las nimiedades de su estado, pero no las intrigas secretas. Si ha cometido alguna falta, yo soy la causa. Uno sólo es realmente culpable cuando lo es de corazón.
Eran casi las ocho, el señor Le Doux se había ido a su casa y me había dejado tiempo para volver al tema de mis inquietudes. Paseaba por mi cuarto a zancadas, miraba por la ventana; Laverdure no volvía. Disculpaba su retraso por la diferencia de los relojes; me encontraba en una cruel impaciencia. Entra súbitamente en mi cuarto una figura empaquetada en una capa de camelote, que sin hablarme lanza una carta encima de mi escritorio y se deja caer sobre un canapé. Leo la dirección, reconozco la letra de Rozette; la abro sin pérdida de tiempo; la devoro y estoy encantado. Os daré una copia después de haberos puesto al corriente de los medios por los que me había llegado, cómo se las había apañado mi recadero y quién era la persona que había entrado en mi habitación con aquella indumentaria. La intriga está bastante bien llevada, y Laverdure me ha confesado que era su obra maestra.
Fin de la primera parte
Segunda parte
Dum licet, in rebus jucundis vive beatus
HOR. Lib. I. ep.[85]
El propio Laverdure había sido el recadero de Rozette. Pensando cómo podría introducirse en Sainte-Pélagie, se le ocurrió vestirse de mujer. La naturaleza había hecho en su favor la mitad de los gastos de ese disfraz. Es bajo de estatura, delgado, de voz débil, de talla menuda, y con muy poca barba; pasable como hombre, tenía como mujer una fisonomía muy singular. Arriesgaba mucho, sin duda, en aquel encuentro, pero hay cosas que se hacen por otros en las que quizá no pensaríamos para nosotros mismos. En las ocasiones críticas tenemos mejor idea de la suerte del amigo que de la nuestra. No os haré, querido marqués, la descripción de la indumentaria de Laverdure; para resarcirse de lo mucho que le había costado conseguirla, me obligó a admirar sucesivamente su cómico conjunto. Aunque yo no tuviera ganas de reír, no pude evitar que me pareciese muy divertido lo que imaginó. El capote con que iba cubierto lo enmascaraba a la perfección; se lo había hecho coger la lluvia que cayó durante todo el día; el mal tiempo desesperó a muchas personas, pero puedo asegurar que no lo había mejor ni más favorable para nuestra estratagema.
Laverdure se trasladó primero al convento. Tras algunos preámbulos con una tornera curiosa, como suele ser su condición[86], y a la que él engañó siguiendo la suya, fue admitido al locutorio de la madre superiora. Acabados los primeros cumplidos, le explicó humildemente el motivo de la visita, y le dijo que era la pariente más cercana de una muchacha llamada Rozette, que por orden del rey y por su bien había sido llevada a la casa por la mañana; que iba para alegrarse de que la Providencia la hubiera dirigido a un puerto de salvación, donde no le faltarían los buenos ejemplos, y donde podrían hacerle volver al camino de la virtud, del que se había apartado hacía demasiado tiempo. Que estaba encantado de que unas almas buenas la hubieran obligado a arrepentirse y la hubiesen hecho encerrar; que hacía ya meses que él habría hecho esa obra de caridad si sus medios le hubieran permitido ponerla en práctica. En fin, Laverdure interpretó de forma tan patética el papel de la pariente que la superiora quedó enternecida: él se echó a llorar; el don de las lágrimas es un don de comediante, y nuestro granuja lo es perfecto. Las lágrimas son un mal que se extiende; si una mujer llora, otra llorará, así como todas las que lleguen, y así hasta el infinito. La conversación concluyó diciendo él a la madre superiora que deseaba hablar un momento con Rozette; que, pese a ser una joven desordenada, la quería, sin embargo, lo bastante para no perder por completo la esperanza, y que iba a traerle algún alivio. Sacó entonces de su bolsillo dos luises, y entregó uno a la dama rogándole que se lo fuera dando a Rozette a medida que cumpliera bien sus deberes, y que se ocuparía de entregarle todos los meses la misma suma. Esta generosidad causó su efecto: la superiora admiró el buen corazón de la supuesta pariente y, haciéndole un cumplido muy cortés, le aseguró que dentro de poco Rozette se encontraría en condición de aprovechar sus consejos y sus bondades. Sin darse cuenta, Laverdure hizo una reverencia de hombre bastante marcada; esa falta de atención iba a traicionarle; pero todo le sale bien al que está de suerte; las religiosas, por el contrario, quedaron edificadas de que la modestia no le permitiera imitar esas reverencias mundanas que en el fondo son muy indecentes, y que sólo perviven por un espíritu secreto de libertinaje.
Mientras esperaba la llegada de Rozette, Laverdure, consciente de que la ociosidad es la madre de todos los vicios, se dedicó a examinar los cuadros que decoraban el locutorio. Quedó muy edificado por los temas representados en ellos, no había ninguno que no fuese muy regular, pero me confesó que, pese a no ser demasiado escrupuloso, quedó escandalizado al ver en ellos figuras totalmente desnudas de hermosos jóvenes bien proporcionados y hechos para embelesar, y que, con el pretexto de ser de ángeles, no dejaban de ser capaces de dar a todo el convento tentaciones muy poco arcangélicas.
La tornera trajo a Rozette. Juzgad, querido marqués, su estado. Fatigada todavía por los placeres de la noche, llena de dolor, con unos ojos bañados en lágrimas que apenas se atrevía a levantar, y con el peinado deshecho; le faltaba la mitad de su ropa y, en un deshabillé que no era de encargo, avanzó tristemente y le costó mucho trabajo reconocer a Laverdure bajo su fisonomía prestada. Grande fue su sorpresa, y lo expresó retrocediendo. La tornera la tranquilizó; la buena monja ignoraba la causa del asombro y le dijo en tono bastante seco que una señorita de su estado no debía ver con terror a una pariente que tenía la caridad de ir a consolarla en su desgracia. Una palabra basta a quien tiene inteligencia. Rozette intuyó la estratagema y pensó que la tornera no era más que el eco de lo que Laverdure le había contado. Se echó a llorar: la idea de su cautiverio en presencia de quien la había visto tan triunfante en sociedad la desesperaba; apenas pudo soportar su presencia, según lo que me confesó después. Laverdure, sin turbarse ni perder su sangre fría, le hizo en tono grave una reprensión muy viva sobre su conducta pasada, se la pintó con trazos fuertes y nerviosos, y luego, dulcificando insensiblemente su voz, terminó, como terminan todos los parientes, dando consuelo a la infortunada; dijo que tenía un dinero que entregarle, y que la madre priora había aceptado hacerse cargo de una suma para subvenir a sus necesidades siempre que ella se comportara con prudencia. Dio entonces a Rozette un luis y al mismo tiempo le deslizó mi carta, que ella cogió con pasión y ocultó en su seno. ¡Ah!, ¡cuánto habría querido su autor estar en el lugar de su obra! Laverdure exigió que Rozette escribiese a su madre (que se encontraba, según sus palabras, en París) para decirle que estaba contenta en el retiro donde la Providencia la había colocado, y que se esforzaría al máximo para llegar a ser mejor. La tornera fue a buscar papel y tinta; Laverdure aprovechó su ausencia para entregar a Rozette el resto de la suma y asegurarle que se haría todo lo posible para liberarla cuanto antes; le ordenó leer enseguida la carta que había recibido; la escasa diligencia de la tornera les dio tiempo para una conversación bastante extensa. Provista al fin del recado de escribir, Rozette se sentó a una mesa que estaba a su lado después de haber simulado cierta repugnancia. No tardó mucho en escribirla; el recadero se hizo cargo de ella y salió del convento tras haber regalado algunas tabletas de chocolate a la buena hermana que tan complaciente había sido. Regresó a casa enseguida; admiré la presencia de ánimo de este muchacho, y le colmé de mil agradecimientos por no tener entonces nada que darle como recompensa. Ésta fue la respuesta de Rozette.
He recibido vuestra carta, querido amigo; reconozco vuestro buen corazón en vuestra conducta. ¿Tengo que ser desdichada por haber adorado a un hombre que tanto merece serlo? No sé cómo estoy aquí, no he tenido tiempo de enterarme de nada; dadme noticias vuestras, confío en vos para mi liberación. Laverdure es un muchacho impagable; me ha entregado el dinero que me enviáis. Adiós, voy a llorar mi desdicha, os amaré eternamente,
Rozette
Imposible que podáis imaginar, mi querido marqués, a qué reflexiones me entregué entonces. Sólo pensé en los medios más rápidos para liberar a Rozette; despedí a Laverdure, que me prometió no abandonarme. Vinieron a decirme que la cena estaba servida; bajé. El grupo de invitados resultaba bastante bien compuesto. Había varias damas que en otros tiempos me habrían parecido encantadoras y que en realidad lo eran. La brillante Mme. Ducœurville y su amable compañera se habían citado allí, sólo eran dos de su especie, pero el amor que las embellecía hacía en su favor de tercero, y ellas no tenían motivo de queja. La sensata Rozalie había acompañado a su esposo: la virtud de su corazón está pintada en sus ojos. Adoraríamos siempre la virtud si tuviera el talento de mostrarse siempre para bien. La coqueta Mme. de Blazamont había aportado todos sus melindres, pero esa noche les hizo representar un papel tan nuevo que quedé sorprendido como ante un nuevo decorado que nos hiciera la galantería en la Ópera.
Las dos hermanitas no contribuían poco al ornato de la cena; una cantó de maravilla, y la otra enamoró todos los corazones con sus ingeniosas ocurrencias. Entre los hombres teníamos al presidente y al caballero de Mirval; durante un buen rato se atacaron, para gran satisfacción de la asamblea y gloria de sus espíritus epigramáticos. El gordo geómetra nos hizo muchos extractos de vino de Champagne, y el abate Desétoiles nos parodió a todas las damas de la subrecaudación de impuestos. En resumen, me habría divertido mucho de no ser por la pena que se había apoderado de mi alma. ¡Qué feliz sería el hombre si pudiera disponer a capricho del estado de su corazón! ¡Qué a disgusto se hallaba el mío! También el señor Le Doux era de la partida, mi padre había conseguido que le hiciera aquel extraordinario para reconciliarle con la vieja condesa de Saint-Étienne. Habéis oído hablar cien veces de esa insoportable devota. En otro tiempo bastante bonita y consumada coqueta, y ahora santurrona igual de ruidosa, como muchas de sus semejantes, se ha puesto bajo la dirección de nuestro santo varón, que las guía severamente por el camino de la vida eterna. Entre la gente devota, querido marqués, así como entre las personas de la buena sociedad, hay ciertos momentos de indiferencia o de moderación del fervor; a veces, incluso, se eleva de santas picas que, luego, sólo sirven para dar un nuevo impulso a la caridad; fue del fondo de una botella de vino de Champagne de donde salió la reconciliación entre personas que se decían enemigas de los sentidos.
El presidente de Mondorville llegaba del campo y no sabía nada de mi aventura. No era el momento de contársela ni el lugar parecía adecuado para semejante relato. La ignorancia en que estaba le llevó a decir palabras elogiosas sobre mí, tanto más divertidas cuanto más justas eran. Toda la reunión se reía, yo estaba enfadado interiormente con él, pero sin guardarle rencor; y puedo decir que, en esta circunstancia, el presidente tenía un ingenio infinito sin saberlo.
Después de la cena, me llevé aparte al señor Le Doux y le pedí que me hiciera el honor de visitarme a la mañana siguiente porque tenía un importante asunto que comunicarle; pensó que se trataba de algún caso de conciencia, o incluso de mi conversión: estos señores no imaginan que haya otras cosas más interesantes en el universo. Me aseguró que vendría a verme sobre las nueve. Le prometí esperarle con una taza de chocolate, que aceptó después de haberle convencido de que el mío era preferible al que solía tomar él de ordinario.
El presidente subió a una habitación poco después, le conté mi aventura; me pidió excusas por las bromas con que había divertido a los reunidos y me prometió que haría salir a Rozette al día siguiente si yo quería; lo hubiera conseguido, su crédito con los ministros carece de límites para ciertas cosas. Estaba entusiasmado. Le rogué que no hablara con nadie del asunto, y esperara a que tuviéramos una entrevista más tranquilos. Consintió en ello y se retiró después de haberme contado varias historias a cuál más divertida.
Me fue imposible dormir. Rozette volvía sin cesar a mi imaginación. Para entretenerme, hice que me trajeran mis cajas de estampas y empecé a verlas. Libres unas, divertidas otras, me recordaban situaciones en las que me había encontrado con la que acababan de secuestrarme. El recuerdo distraía cuando menos mi dolor.
La naturaleza terminó por quedar agotada, un lánguido sueño se apoderó de mí y me sorprendió en medio de mis estampas esparcidas sin orden por toda la superficie de mi cama. He dormido algunas veces en brazos de la realidad; pero en ese momento la ilusión estaba entre los míos.
Apenas eran las siete de la mañana cuando un criado vino a despertarme porque el ama de llaves del señor Le Doux me traía una carta y quería hablarme, fuera como fuese, de parte de su amo. Ordené que la hicieran pasar. Hizo algún ruido al entrar para advertirme de su llegada. Asomé la cabeza y, por la abertura de mis cortinas, vi una carita muy graciosa. Siempre he tenido buen ojo al primer vistazo. Me levanté y, al mover la manta, hice caer varias estampas. La muchacha las recogió por limpieza, y, no creyendo ser vista, las examinó por sensualidad. De lo cual saqué buenos augurios para la satisfacción de uno de esos deseos que nacen en un momento, cuyo efecto era entonces prodigioso en mí, y que la belleza hace brotar de manera galante en cualquier hombre joven. Creí percibir que lo que había examinado, aunque sólo un instante, le había causado una impresión agradable. La menor insignificancia revela la pasión dominante, y no hay persona que no tenga una; un gesto en la cara desarrolla los repliegues del alma por mucho que esté a la defensiva. Nanette, ése era su nombre, me hizo una reverencia sencilla y graciosa, y me presentó sin amaneramiento la carta que me estaba dirigida, puse los ojos sobre ella y sobre quien me la entregaba, merecía desde luego las miradas de un hombre galante.
Imaginaos, querido marqués, una vigorosa muchacha de estatura normal, pero bien constituida, delgada y firme sobre sus piernas, de grandes pestañas negras, hermosos dientes, una tez dispuesta a recibir colores y que en ese momento sólo disfrutaba del blanco. Un pecho que no se veía, pero que, tapado con afectación, decía al curioso que era digno de causar su admiración y su placer. Su peinado y sus ropas respondían a la sencillez de todo su aspecto; me pareció una devota acomodada y que, con veintiocho o treinta años, sólo se decidía según las circunstancias. La hice sentarse, y leí la misiva. El señor Le Doux me comunicaba sentir mucho no poder reunirse conmigo a las nueve según su promesa, porque estaba obligado a visitar a los pobres prisioneros del Petit Châtelet[87] con una dama que desde hacía dos días había renunciado solemnemente al mundo; que, sobre las dos o las tres, en cuanto hubiera tomado su café, no dejaría de venir a mi casa.
Felicité a Nanette por ser el ama de llaves del señor Le Doux, un hombre muy honrado y para mí un amigo muy especial. Me contestó con sencillez que era muy buen amo, y que, desde hacía tres años que estaba a su servicio, sólo tenía que alabarse de su llaneza y su dulzura. Como no se extendió mucho en el panegírico, deduje que no había ninguna relación concreta entre ellos. Mientras le preguntaba por qué se sentía unida al señor Le Doux, yo mismo, sin darme cuenta, me sentía muy unido a ella. En fin, de una cosa en otra, orienté la conversación hacia esas materias que tanto gusta tratar a las mujeres y de las que fingen ruborizarse. Las flores nacen bajo los pasos de los que se dedican a esa carrera, siempre hay alguien que las coge.
Mientras el fuego me subía al rostro, me acerco a la hermosa muchacha que ya se levantaba de su asiento sin que tuviera demasiadas ganas de irse; le cojo la mano, que me parece maravillosamente blanca, le repito que es encantadora, que es adorable, le doy un ligero beso seguido por otro más que ella esquivaba apenas lo suficiente para no causar una impresión demasiado marcada en sus labios. No sé si es la devoción la que enseña tales delicadezas; de ser así, quiero entregarme a ella por placer. El estado en que yo me hallaba podía disculpar un poco de audacia por mi parte; nunca se ha exigido que un hombre en bata sea tan reservado y tan prudente como cuando está empaquetado en los ornamentos de su magistratura. Mis manos, cada vez más atrevidas, osaron levantar el velo que ocultaba a mis ojos sus tesoros; entonces, llamándome por mi nombre, Nanette me reprochó que en el pasado, cuando era dependienta en la tienda de Mme. Fanfreluche, en el paseo Dauphine, no me había dignado mirarla siquiera. «¿Sois vos, querida?», exclamé; «ya que os hacía tan poca justicia entonces, ¡dejad que repare mi falta y que os abrace de todo corazón!». Efectivamente, marqués, era la compañera de una petimetra que tuve en mi juventud, a la que amaba hasta la adoración, y a la que abandoné como a muchas otras. Dos palabras de mis intrigas pasadas me dieron pie para pasar a las suyas, y me concedieron una especie de derecho para añadirles un suplemento a mi gusto: empecé.
Fue inútil que me dijera que casi era devota desde hacía tres años, que iba a arrugarle el vestido: su devoción excitaba mi ardor, y los tres años de prudencia que ella me oponía, aplacando mi temor al peligro, me daban nuevas fuerzas; y el desorden de sus ropas no me preocupaba lo más mínimo. Una virtud que sólo se debate por un arreglo de pliegues está muy dispuesta a que la desarreglen a ella también. Nanette lo estuvo. Yo la abracé, ella suspiró, y, tras los usos habituales en casos semejantes, privé a la bella recadera de todo conocimiento salvo el del placer. En el ardor de nuestros abrazos, me hizo sospechar que no hacía mucho que había perdido la deliciosa costumbre de variarlos al infinito. ¡Sospecha ridícula, reflexión impertinente! ¡Como si hubiera necesidad de ejercicio para practicar perfectamente cosas que sólo dependen de la naturaleza! Mis estampas esparcidas sobre la cama hicieron su papel y unieron su pequeño murmullo a cierto ruido ocasionado por la práctica de lo que en su mayor parte representaban. La señorita Nanette, libre al fin del aprieto en que yo había puesto a su devoción y a su vestido, tras arreglarse en el espejo, me saludó maligna y graciosamente: la acompañé y le prometí un peinado de fantasía e ir a verla con frecuencia, porque seguramente yo tendría necesidad de su protección. Se retiró con la alegría en los ojos, pero con alguna necesidad, pues no soy lo bastante orgulloso para creer que en un momento haya podido colmar el vacío que tres años de abstinencia habían dejado en su alma. ¿No es cierto, querido marqués, que soy un joven de temperamento violento? Si no encontrara de vez en cuando alguna oportunidad de alegrarme, me moriría de pena.
Habría creído que esta muchacha era, al lado del señor Le Doux, poco sensata; nada de eso; hay temperamentos que se parecen a esas máquinas que sólo tienen potencia cuando se las monta. Después me aseguró cien veces que su amo era un hombre en quien la naturaleza no se había reservado ningún derecho, y cuya única ocupación era entrometerse en los asuntos de los demás, dirigir viejas, predicarlas o dormirlas.
Fui al palacio de Justicia, donde encontré al presidente; acabada la audiencia, volvimos juntos a su casa, donde, después de quitarnos nuestras togas, decidimos ir a visitar de paso a Mlle. Laurette. Ésta se echó a reír al vernos, estaba al corriente de la desgracia de Rozette, la emprendió conmigo sobre este punto, me reprochó mi escasa prudencia, y en tono orgullosamente quejumbroso, me aseguró que sentía mucho la suerte de su buena amiga. Nos invitó a comer, se lo agradecimos; sus encantos y el aire con que hacía ostentación de ellos nos animaban a hacerle compañía, pero mi ardor había tenido su vuelo por la mañana, y el presidente, sin encontrarse en su primera posición, se hallaba por costumbre en la segunda.
Pasamos a ver a la hermosa joyera de la calle Saint-Honoré, de cuya tienda, después de haber examinado, criticado, controlado, regateado mil cosas distintas, salimos sin llevarnos ni una. Volví a comer a casa donde me quedé hasta la llegada del señor Le Doux. Cumplió su promesa y me visitó poco antes de las tres. Saludó a mi padre, su entrevista fue muy breve; se reunió conmigo en el jardín; tras haberme leído un artículo de las Nouvelles ecclésiastiques[88] donde se burlaban de un obispo constitucionario, y después de informarme de algunas anécdotas a propósito de otros dos, me preguntó cuál era el asunto de la confidencia que le destinaba. Le respondí que sólo podía contársela en casa del presidente de Mondorville, que mi carroza nos esperaba en el patio y que iríamos si consentía. Partimos; como me molesta mucho, mi querido marqués, que me tomen por un joven consejero, por París siempre voy a rienda suelta, mis caballos están acostumbrados. El señor Le Doux, que sólo monta en carruajes con devotas y viejas, se asustó de mi velocidad y me rogó que ordenara a mis criados no correr tanto. Añadió que no era decoroso que se viera a un eclesiástico correr como un joven; me citó incluso un pasaje latino de un concilio de Jerusalén que prohíbe a los cocheros obedecer a los amos que les mandan ir más deprisa que al paso.
Os confieso, marqués, que me sentí muy humillado en mi ruta; encontré a varios señores que, con sólo unos caballos muy malos, conseguían un honor infinito con su rápida carrera. Durante el camino, nuestra conversación fue poco interesante, sólo me reí cuando el señor Le Doux hizo la señal de la cruz al pasar delante de la Ópera[89]. El presidente nos recibió con aire jovial y, tras haber obligado al señor Le Doux a tomar unos refrescos, entramos en materia. Cuando uno está acompañado siente más audacia. Le expuse que amaba a Rozette, que yo era la causa de su desgracia y que, si mi padre seguía reteniéndola más tiempo, me dejaría llevar a extremos violentos; que consentía en no volver a verla, pero que también quería estar seguro de que no se encontraba en el estado más lamentable. El santo varón me escuchó muy tranquilo y, contra lo que yo esperaba, no se extendió mucho sobre moral y me perdonó un estupendo sermón que tenía perfecto derecho a soltarme. Tras un grave preámbulo sobre la prudencia de mi padre y la ligereza de mi conducta, me dijo que era imposible para él, según Dios y su conciencia, intervenir en aquel asunto. Fue inútil que intentara hacérselo ver; sordo a mis ruegos, me suplicó muy serio que nunca más volviese a hablarle de aquel género de cosas. Estaba a punto de retirarme con la desesperación en el alma cuando el presidente dejó escapar como al azar: «Es una lástima, de veras, porque esa muchacha piensa bien sobre los asuntos del tiempo, y hasta ha tenido convulsiones por ello»[90].
Rozette, querido marqués, nunca ha pensado en tales materias, porque las desconoce; en cuanto a convulsiones, nunca ha sentido más que las del amor. Esa frase del presidente me sirvió de mucho, porque luego fue causa de la liberación de Rozette, que no hubiera llegado a buen puerto sin la ayuda del señor Le Doux.
Nuestro santo varón tenía una debilidad, y esa debilidad era un celo sin límites cuando se trataba de servir a alguien que tuviese aunque sólo fuera un barniz de jansenismo. Lo tenía agarrado por su punto débil, y no descuidé nada para alcanzar el fin de mi empresa. A los hombres se les puede hacer cuanto se quiera cuando uno ha encontrado el arte de poner en movimiento ciertos resortes que dirigen toda su máquina.
El señor Le Doux, tras haber reflexionado un tiempo, nos preguntó si estábamos seguros de lo que afirmábamos sobre Rozette. ¿Íbamos a ser lo bastante simples para no confirmárselo auténticamente? Su caridad estaba bastante bien dispuesta, su corazón se enterneció y nos dio su palabra de que, dentro de poco, celebraría una conversación más amplia con nosotros en la que nos comunicaría sus reflexiones. Salió. Mi carruaje lo llevó a una reunión piadosa y el del presidente nos llevó directo a la Ópera; daban, creo, L’École des amants[91]. Augurábamos el éxito de nuestro asunto desde el momento en que el señor Le Doux intervenía. El espectáculo no llamó mucho nuestra atención, sólo nos divertimos examinando los aderezos de varias damas a las que por la noche denigraríamos cruelmente.
Al día siguiente escribí a Rozette la idea que se nos había ocurrido de hacerla pasar por una joven unida al partido anticonstitucionario. Le recomendé que estuviera preparada para representar el papel que se le exigía. ¡Qué no hay que hacer para recuperar la libertad! Le mandé algunos libros sobre el tema, en especial uno que resume la historia de todo ese suceso. El maldito libro le costó caro a mi nueva neófita. Hay mucha comicidad en esa aventura. Le escribí que me veía obligado a ir unas semanas al campo con mi padre y que no desesperase, que Laverdure le daría noticias mías con frecuencia.
Fijaos, querido marqués, que no había querido contar al presidente que su criado se travestía en mi servicio. Esta observación será necesaria más tarde.
Nos fuimos a la finca de mi padre. Mientras tanto, Rozette leía con avidez los libros que le había enviado. Se preparaba para el papel cuya idea le había indicado yo en mi última carta. Tuvo tiempo de sobra para ensayarlo y para llorar sobre esa desventurada invención. Mas no nos anticipemos a los hechos.
La finca a la que acompañé a mi padre, querido marqués, está en Picardía: allí el aire es sereno, el paisaje bastante hermoso, y nuestra casa está muy bien preparada. Es algo vieja, pero se parece a ciertas mujeres de la Corte que perdieron la flor de su juventud, pero que son cultivadas porque resultan aprovechables en algunos encuentros. Durante unos días no vimos a nadie. No nos preocupaba, porque mi padre había emprendido aquel viaje únicamente para resolver sus asuntos en la región. Poco a poco, diversos gentilhombres de los alrededores nos honraron con sus visitas; la cortesía no nos permitió ser menos. Los habíamos tratado demasiado bien, tuvieron a gala hacer lo mismo con nosotros. Los picardos son, por lo general, buena gente, francos de ordinario, estimables cuando ofrecen el lado bueno, pero más bribones y maliciosos que los normandos cuando dejan sus inclinaciones nativas.
No merece la pena que os hable de los distintos lugares en que fuimos recibidos. Aquí un viejo oficial que habitaba en un resto de castillo, escapado de la furia del diluvio, y que, con apenas lo necesario, despreciaba con orgullo el trato de sus vecinos, que habrían podido ayudarle, y todo ello porque no habían tenido, como él, un antepasado muerto al lado de Felipe en la batalla de Bouvines[92]. En un sitio encontrábamos una casa bastante bien arreglada, aunque las alfombras pareciesen urdidas por las manos del tiempo cuando éste se hallaba todavía en su infancia. Me recibían con naturalidad, pero sólo encontraba gazmoñas provincianas que no habían leído y admirado más que el cuento bastante amable de Ververt[93]. En otro lado topaba con monjes que me hacían magníficas fiestas; me habrían agradado si todo lo que hace esa gente no tuviera siempre un regusto frailuno que me resulta insoportable. En fin, querido marqués, durante seis semanas me dediqué exclusivamente a recorrer, solo unas veces, otras en compañía de mi padre, casas solariegas donde no descubría más que buen corazón sin delicadeza, o cortesía sin gusto y tal como la practicaban nuestros buenos abuelos. Una de nuestras meriendas de invierno es mejor que una eternidad de esos placeres campestres. En vano intenté buscar alguna aventura divertida, las circunstancias no se presentaban, y a veces, cuando creía haber encontrado algo favorable a mis deseos, precisamente las picardas más bonitas sólo tenían caliente la cabeza.
Igual que los que aman las flores las descubren en todas partes, recogí algunas ocasionalmente, pero no presumo de ello; además, no eran cogidas en arriates que pudieran dar, como París, cierto lustre a las que son más comunes. He aquí el único encuentro con que me divertí algo. Los picardos son simples, y si la fe en el universo se perdiera, la encontraríamos entre ellos; son devotos hasta la superstición, una cosa está muy cerca de la otra.
Un joven, hijo de un rico granjero, estaba enamorado de la hija de un gentilhombre de su vecindad. El padre no habría tolerado que su hija amase a un plebeyo; por eso no se le hizo partícipe de la confidencia. A la damisela todos los corazones le parecían de condición noble cuando pensaban bien o cuando amaban; deseaba ardientemente unirse a su joven amigo, del que sin duda estaba segura. No tenía el muchacho ningún título de nobleza, sólo poseía los de algunas tierras muy fértiles, y tal vez un patrimonio de cincuenta mil libras, pero en la puerta del padre de la joven estaba escrito: «En matrimonio sólo codiciarás a un gentilhombre». El temperamento la había vencido, y hacía dos años había hallado la manera de unir en citas al tercer estado con la nobleza. Sin entrar en el detalle de sus aventuras, a la república le llegó un nuevo súbdito: el asunto acababa de difundirse cuando nosotros llegamos. Como el padre no había podido ocultar los entretenimientos de su hija, antes que casarla con el que había entrado en la familia sin orden suya, prefirió difundir el rumor de que un cordon-bleu[94] de Versalles, de paso por su casa, había sido el autor. Así era Rómulo, hijo del dios Marte; y así muchos otros, de las mejores familias, no tienen por padre más que a Jérôme Blutot, que así se llamaba nuestro joven.
Después de dar a luz, Mlle. des Bercailles ya no podía soportar al joven a quien debía su maternidad; lo había despedido; supe que había cubierto su puesto como joven sensata y que sólo cambiaba para encontrar algo mejor.
El pobre muchacho, que no era tan inteligente, estaba desesperado; habló con un granjero amigo suyo; éste le hizo conocer a un pastor que, según atestiguaba todo el pueblo picardo, era brujo y tenía un grimorio como un cura. Es una observación cierta e infalible: cuanto menos brujos son los pueblos, más brujos hay entre ellos. Blutot fue en su busca. El granuja, tras haberse hecho de rogar, suplicar, conjurar y pagar, le dio un frasquito con un licor, ordenándole mezclarlo en la bebida de aquélla cuyo corazón quería recuperar. Nuestro granjero cogió la ampolla y esperaba con impaciencia el momento de utilizarla; por fin se presentó.
Llegó una festividad parroquial; el cura invitó a ella a toda nuestra casa, y, para honrarnos, reunió a diversos gentilhombres y a varios curas; en la fiesta se encontraba el señor Blutot, así como su antigua amante. La comida fue copiosa, y nos sentamos a la mesa unas veinticinco personas; el pastor no cabía en sí de gozo. Como no había mujer o joven más bonita que Mlle. des Bercailles, pues todas las demás estaban pasadas, la coloqué entre el cura y yo, decidido a sacar partido sabiendo que la pichona no era novicia.
Su enamorado habría querido, desde luego, estar en mi lugar; pero si la espada cede el paso a la toga, un aldeano no debe tener contra ella únicamente celos. Blutot, que había traído su frasquito amoroso, trataba de derramarlo en la jarra en la que debían servir de beber a mi amable compañera. No tuvo esa oportunidad, y, como el hombre pierde a menudo la cabeza por cualquier tontería, se precipitó tanto que vació todo el frasquito en un gran cántaro de seis a ocho pintas que debían servir con el postre. La comida fue bastante tumultuosa, el clero comió mucho, y bebió lo mismo, declamó contra los herejes e hizo el elogio de la cerveza; yo me dediqué a galantear a mi compañera, y no me costó mucho hacerla disfrutar de mis razones. Ella tenía experiencia; en este caso, una muchacha con un poco de temperamento os adelanta en la carrera del placer. Estábamos dispuestos y, de no ser por la compañía, que empezaba a disgregarse poco a poco, nos habríamos recogido en alguna alameda del jardín. No hizo más que posponerlo. Llegan los postres, aumenta la alegría. No hay nada más divertido que ver, una sola vez en la vida, esta clase de reuniones. Reconocéis en ellas la edad de oro, esa bella edad en que los hombres sin finura ni gusto se embriagaban de voluptuosidades sin sentirlas.
Nos sirvieron a todos un gran vaso del licor guardado en el cántaro en cuestión, una especie de ratafía[95] apropiada para que corriese la cerveza. Ni mi padre, ni mi vecina, ni yo lo bebimos, porque habíamos utilizado un vino de Borgoña que nuestros criados habían llevado. Tuvimos suerte: el señor predicador se arrepintió de no haber escatimado la dosis. Salimos y fuimos a la iglesia. Mi buena amiga estaba a mi lado; no era desde luego la situación que me habría gustado, pero era suficiente para el lugar.
El predicador empezó perfectamente, lo que decía estaba bien, y, como hacía el panegírico de una virgen, su sermón debía ser una exhortación a la castidad. No lo acabó.
Conviene subrayar aquí que el licor mezclado al mencionado cántaro había tenido tiempo de fermentar y de insinuarse en todas las partes de la supuesta ratafía: era una composición de una fuerza extraordinaria que producía dos efectos: uno, calentar la sangre y excitar un amor violento, y el otro igualar a la medicina más purgativa; todo ello de manera más rápida o más lenta según la constitución de los cuerpos.
El orador cristiano ya estaba animándose, echaba los bofes y nos dormía cuando la ratafía empezó a operar en él. Aguantó un rato: el segundo efecto del mismo licor fermentaba y se animaba gradualmente en la mayoría de los curas y de los que habían asistido a la cena; nada me ha divertido tanto como ver a santos eclesiásticos retorcerse en sus sillas y lanzar miradas de forma injuriosa a la amable virtud de continencia cuyo panegírico ya iniciaba el orador. Los aldeanos se reían para sus adentros de lo que veían, y su malicia natural no tenía entonces respeto alguno por sus directores de conciencia: después tuvieron menos todavía.
El Crisóstomo[96] de aldea, tras haber hecho un violento esfuerzo lanzando uno de esos patéticos «¡ay!» que llegan a estremecer las bóvedas de los templos, no fue lo bastante afortunado para contener dentro de sí la malignidad de la cruel ratafía, y la dejó escapar con ímpetu. Aquella desgracia le sorprendió; pierde la voz, corren, vuelan en su ayuda, un sudor frío invade todos sus miembros, lo creen muerto, pero en ese mismo instante los que ayudan a reanimarlo se dan cuenta de que está bien vivo, y sea por espíritu de juerga, sea por algún otro principio, ordenan que inmediatamente se ofrezca incienso al Cielo y que se perfume la iglesia.
Todo el mundo se rió de la aventura, y los que más alegres parecían dieron a su vez motivo de risa a los demás. Sin embargo, se dio comienzo al oficio, y mi padre, que estaba presente, no pudo evitar preguntarme si me acordaba de la aventura de Constantino Coprónimo[97].
Apenas estábamos en la tercera parte del primer salmo cuando los dos chantres, atormentados por el testimonio interior de su necesidad, dejan rápidamente sus capas y en un momento están en el cementerio. Aquella especie de fuga sorprende, se miran unos a otros: dos curas ocupan los sitios vacantes, no han dado diez vueltas al coro cuando los contagiosos ropajes, semejantes a la túnica de Neso[98], los abrasan; se los quitan y los tiran, huyen de la iglesia y son seguidos por diez colegas suyos que sufren los mismos tormentos; el resto de los presentes se echan a reír, superándose unos a otros en carcajadas. Sólo el párroco permaneció inmóvil, la ratafía hizo su efecto inútilmente, e inútilmente lo inundaban los restos preciosos de aquel licor; se mantuvo firme en su sitio e imitó a aquellos antiguos senadores que, en medio del saqueo de Roma por los galos, permanecieron tranquilos en sus sillas curules y en ellas recibieron la muerte[99].
Los pueblos antiguos reconocían a los dioses por el buen olor que nacía bajo sus pasos; yo afirmo que ninguno de los que habían comido con nosotros habría tenido altares entre los paganos.
El efecto de la ratafía, o mejor dicho, del filtro, no había limitado su poder a dar fluidez a los heterogéneos cuerpos en los que se encontraba; también encendió la concupiscencia de los particulares en los que se había introducido. Vimos a varios que, en sus arrebatos amorosos, abrazaban sin distinción a todas las mujeres o muchachas que se ofrecían a su vista; deseaban más sin duda, y lo demostraban, pero eran demasiados, y la vergüenza les ataba las manos. La naturaleza es muy estúpida por ocultarse siempre para hacer su tarea más agradable: es precisamente cuando menos modestia se tiene cuando más se quiere tener. Fuimos testigos de cómo un viejo capellán de más de sesenta años, que sin duda había duplicado la cantidad de licor, o que lo hacía por costumbre, se puso a perseguir por un prado a una pastora bastante fea y mayor y con una vestimenta muy poco decente; gritaban tras él; la ninfa huía, el nuevo Apolo estaba a punto de alcanzar a su querida Dafne[100] cuando ésta se precipitó en un charco de agua cenagosa donde cayó tras ella el eclesiástico dios; le sacaron de allí lo mismo que a su ninfa totalmente cubiertos de barro en el que casi se habían metamorfoseado. ¡Qué espectáculo tan cómico, querido marqués! ¿Por qué no estaba allí Callot[101]? Hubiera servido para una de sus más bonitas fantasías. Era, sin embargo, el amor lo que provocaba todo aquel desorden. Si por un lado perturbaba el oficio de la iglesia, no molestaba por el otro mis pequeñas intrigas particulares. Así nunca pierde nadie sin que otro no gane.
Me había apartado con el propósito de no perderme. Mlle. des Bercailles vino a reunirse conmigo. Fue en un sendero de un bosquecillo extremadamente tupido. Allí, podría deciros, la amorosa hiedra abrazaba al olmo; allí una joven parra tapizaba las paredes de tilos y sicomoros; allí se oía el murmullo de una onda argentina y los conciertos de los pájaros suspiraban sus tiernos afanes; podría recargar este cuadro y repetiros todas esas descripciones gastadas que los poetas se pasan de mano en mano, pero, si no había perdido tiempo en mi expedición, ¿debo hacéroslo perder añadiendo a ella circunstancias? Llegamos, la hierba era alta, nos tumbamos en ella; la hermosa estaba animada, yo lleno de ardor, Venus da la señal, el pudor desaparece, el amor nos cubre con sus alas; el tiempo apremiaba; no le hicimos esperar; se forma la nube, el cielo se oscurece, brama el trueno, cae, y todo está consumado.
Volvimos a la casa del cura, y en el camino mi hermosa ninfa me repitió que estaba encantada de que yo fuera gentilhombre. Palabra, marqués, y sin vanidad, con ella había igualado yo al campesino más vigoroso. Nadie preguntó de dónde veníamos, cada cual estaba ocupado en preparar sus cosas para irse; veo el dormitorio del cura abierto, entro en él, Mlle. des Bercailles me sigue; la cama estaba bien provista, era muy blanda y parecía invitar a algo. Tenía sin duda alguna virtud particular, o quizá había catado la ratafía, pero al verla me volví como uno de los curas; mi vecina se dio cuenta; las ventanas se cierran, se echan las cortinas, la puerta queda atrancada y yo empiezo a practicar lo que en semejantes casos tales precauciones impulsan a hacer. El lugar y la posición hacen mucho; disfruté de mil placeres; en cuanto los pedía, me los variaban; me embriagaba, y, al sumirme en aquella dulce voluptuosidad, la veía nacer en los ojos de la que era su madre. ¡Cuánta mayor satisfacción hay en gozar de un fruto prohibido y en un sitio en el que hasta una cosa permitida tendría un picante particular! ¡Cuántos elogios hice a la joven damisela! ¡Cuánto contento me dio ella! Bajamos después de habernos reído a carcajadas de la aventura del clero y nos prometimos que no sería la última vez que hablaríamos de cosas interesantes. La historia de aquella parroquia hizo mucho ruido en el cantón, se divirtieron con ella como era de rigor, y desde entonces se pregunta a los curas que aparecen en fiestas parecidas si van a beber ratafía.
Durante los ocho o diez días que aún estuve en la región, no pasé ninguno sin charlar con mi padre de aquella farsa y sin visitar al señor des Bercailles; el buen gentilhombre venía puntualmente a nuestra casa para cortejar al vino de Borgoña acompañado por su heredera, a quien yo hacía algo más; finalmente nos marchamos y, tras haber manifestado en varias ocasiones a mi joven amante el disgusto que tenía por abandonarla, y de haberle hecho algunos regalos, la dejé, quizá con el esbozo de un pequeño consejero que, a su debido tiempo, podrá ser mirado por el señor gentilhombre como la galantería de algún príncipe de sangre o de algún monarca.
Ya estoy de nuevo en París. Volvamos a Rozette y a su estudio de los libros que yo le había enviado y del papel que ella debía representar. Nada más llegar, envié en busca de Laverdure para ser informado de lo que había hecho en mi ausencia.
Rozette, que se había tomado muy a pecho salir del lugar en que estaba encerrada, y que había imaginado que el estudio de los libros enviados por mí debía contribuir infinitamente a ello, se había entregado a su estudio por entero. Sacó notable provecho. Un día que estaba absorta en esa meditación entra una religiosa. Las monjas son mil veces más curiosas todavía que las mujeres de mundo; cuantas menos cosas deben saber, mayor impaciencia ponen en enterarse. ¡No es nada sorprendente que les sea tan difícil a las religiosas vivir felices! Quiso saber qué libro causaba las profundas reflexiones en las que Rozette parecía sumirse con tanto afán. Rozette se negó; la monja no tuvo sino mayores deseos; lo pidió con vehemencia, le fue negado en broma; su curiosidad se irritó y fue empujada a tal punto que en su arrebato hizo cuanto pudo por arrancarle el libro a Rozette. Entonces le fue negado con toda franqueza, y se desesperó al verse despreciada incluso. ¡Ah!, ¡de qué manera ha de cumplir con su deber la santa venganza! La hermana Santa Mónica, tal era su nombre, da la alarma en el convento, cuenta a todas con las que se cruza que ha visto algo que hace temblar (¡desde luego no había visto nada!), que la joven encerrada en la habitación roja había sido sorprendida por ella leyendo un libro espantoso, abominable, cubierto de negro con llamas amarillas encima, que aquel libro era un libro de magia, que contenía el fin del mundo, que hacía venir al diablo, que se trataba de Alberto Magno[102] o quizá de un ritual o un grimorio. La superiora tiembla ante este relato, todo el convento se espanta, hacen sonar la campana, se reúne la comunidad, hablan, discuten, deliberan, opinan, deciden: ¿sobre qué? Absolutamente sobre nada, porque nada se había propuesto; mandan aviso a un gran vicario, éste viene, le cuentan el caso, él sonríe y sube al cuarto de Rozette, le pide sus libros, ella se los entrega, ¡y encuentra en sus manos una obra jansenista! Se le pregunta si es del partido de los apelantes[103], responde que sí con firmeza, y que lo será siempre. La pobre muchacha creía que quien así la interrogaba formaba parte de la intriga, y que había llegado el momento de interpretar su papel. El gran vicario, hombre inteligente, le dijo que estaba encantado con sus sentimientos y que el partido de los apelantes estaba muy bien apoyado por personas de la misma reputación que ella en el mundo, y en tono irónico le preguntó si entre sus compañeras había un gran número de afectas a la buena causa. Rozette comprendió su error, y dio una réplica que no desagradó al eclesiástico; ordenó que la cuidaran y que sólo le dieran buenos libros; se apoderó de los volúmenes jansenistas y se los llevó.
Sin embargo, las religiosas seguían sin saber qué era aquel grimorio motivo de sus alarmas. Hicieron cuanto pudieron para enterarse a través de Rozette; ésta, para desesperarlas, se negó en redondo a darles satisfacción; ellas se enfurecieron de modo extraordinario y le habrían prohibido todo consuelo desde ese día si el gran vicario no les hubiera recomendado al marcharse que no inquietaran a su pensionista. No se les prohibía, sin embargo, dejar aquel desprecio sin una señalada venganza. Para empezar, se negó a Laverdure la entrada al convento durante varios días; sólo tras haberse enterado de la causa pidió él hablar con la hermana Mónica; le dijo que era él quien había llevado los libros que Rozette leía y que esos libros eran los Viajes de Paul Lucas[104], que era una cabezonada de su parte no haber querido enseñárselos, que, prueba de que no eran malas obras, era que el señor gran vicario no había encontrado nada demasiado censurable. Una vez satisfecha de este modo la curiosidad de la monja gracias a la astucia de Laverdure, se le permitió hablar con Rozette, que empezaba a impacientarse: todavía no había llegado el momento.
Desde hacía unos días Laverdure se había ausentado de casa de su amo, que se había dado cuenta. El presidente quiso saber el motivo y en qué intriga andaba metido su criado; no había podido sonsacarle nada que fuese cierto. Por fin se le ocurrió hacerle seguir: tras muchos afanes fue informado de que se vestía de mujer e iba de vez en cuando a la comunidad de Sainte-Pélagie. El señor de Mondorville finge naturalidad con Laverdure y decide darle un buen susto. Para ello le dice una mañana que podía pasear todo el día tras haberle encargado unos recados, y que sólo tenía que ir por la noche a casa de la marquesa de SaintLaurent a esperarle. El criado aprovechó la libertad que se le concedía y hacia su hora habitual se dispuso a visitar a Rozette. El presidente, que tenía un espía de confianza, fue avisado de que su granuja, vestido con la indumentaria femenina, estaba en camino para ir a Sainte-Pélagie; escribe inmediatamente a la superiora que un hombre disfrazado de mujer se había introducido en su comunidad y que el lobo podía causar un gran estrago en la casa del Señor. Que aquel hombre cometía un crimen tan grande desde hacía varias semanas. La priora recibe la advertencia y tiembla al leerla, avisa al comisario, éste se traslada cuanto antes al convento acompañado de arqueros y detiene a seis personas que estaban entonces en el locutorio. Por desgracia, encontraron a una a quien su aire poco femenino la hizo sospechosa de haber querido disimular su sexo. La interpelan, la arrestan a pesar de su resistencia y de las protestas que hace de ser mujer de honor y no haber hecho nada que pueda ponerla en poder de un comisario. La llevan a rastras a un lugar retirado: había que oír los gritos que lanzaba esta nueva Lucrecia cuando un sargento se vio en el deber de verificar la acusación contra ella. En tal circunstancia no hay nadie que se defienda mejor que aquellas a las que sería imposible cogerles nada. Finalmente, dando un gran grito, el interrogador aseguró a todos los reunidos que Mme. Bourut (éste era su nombre) no era un hombre y que su fisonomía había sido la causa del engaño. Esta vez el comisario no hizo una investigación más amplia y se dispensó voluntariamente de una pesquisa en toda regla. Se limitó a visitar la casa, no encontraron nada sospechoso, y la justicia se retiró después de haber advertido a la superiora que, en circunstancias semejantes, no había que alarmarse demasiado, y que por un simple aviso no se ponía a tantas honradas gentes en movimiento para un asunto en que no se le pagaban los gastos. La compañía se retiró y el señor presidente, informado del rumor que había llegado a Sainte-Pélagie, estaba esperando a que vinieran a preguntarle por Laverdure cuando éste entra con su aire tranquilo y resuelto y da cuenta de lo que se le había encargado. El señor de Mondorville, sin hablarle de lo ocurrido, sentía gran curiosidad por saber cómo había escapado de aquel mal paso. Sin duda, vos, querido marqués, sentís la misma curiosidad; no le había costado nada salir del apuro, porque no se había encontrado en él. Y lo que pasó fue lo siguiente: una pequeña desgracia del azar nos salva muy a menudo de grandes infortunios.
Laverdure, disfrazado como de costumbre, iba de camino a visitar a Rozette. Conviene que sepáis, querido marqués, que el muy granuja estaba algo enamorado, y que, mientras cumplía con toda exactitud mis órdenes, avanzaba en lo suyo; dos motivos muy poderosos le guiaban: el interés y el amor; no es sorprendente que fuese tan animado a cumplir mis órdenes. En su camino topó con dos jóvenes que, con la cabeza algo acalorada por el vino de Champagne, cuyas picantes dulzuras habían probado en abundancia, le pararon y, tras haberle mirado un rato, creyeron encontrar en él a una diosa de las más encantadoras, y, en consecuencia, querían que su divinidad los llevase a un templo donde pudieran hacerle ofrendas proporcionadas a sus méritos. Como veis, marqués, la venda que Baco pone en los ojos de los mortales es más tupida todavía que la del amor; la una impide ver, pero la otra hace ver turbio; no hay nada tan pernicioso como una luz falsa.
Laverdure se defendió en vano, soportó los cumplidos más lisonjeros, se vio objeto de los epítetos más tiernos, me confesó que, aunque de un sexo que no suele entender de cumplidos y que no hace más que decirlos, había sentido la tentación a que se expone una mujer bonita cuando la galantean. Como no podía librarse de sus manos y temía que afectasen demasiado a la mujer de honor, no llegó a examinarse demasiado de cerca aquel honor, que como cualquier otro pierde a menudo con el examen; invitó a los dos caballeros a ir a descansar a su casa; aquellos jóvenes emprendedores le habían pedido ese favor, de forma que lo mejor que podía hacer era concedérselo. Subieron a un fiacre y el cochero recibió la orden de llevarlos a un lugar que él dijo. Dejemos de pensar por un momento que Laverdure es un criado e imaginemos que ese incidente le ocurre a un amigo nuestro. Nos interesará más.
¡Qué cara tan divertida la de nuestro hombre en ese momento! Ya me imagino a esos jóvenes acariciándole, abrazándole, diciéndole palabras galantes; y a él defendiéndose de un beso de uno, apartando las manos libertinas del otro, aunque hubiera podido volverlos muy prudentes dejándoles durante un minuto toda la libertad de no serlo. Para unos era muy divertido creerse en posesión de cosas deseables y de querer apoderarse de ellas, y para el otro lo era defender con toda seriedad aquellas cosas deseables que no habría defendido tan bien si hubiera sido su dueño. Hacemos por la mentira lo que no tendríamos el valor de hacer por la realidad.
Llega por fin el grupo al lugar indicado, la casa donde Laverdure solía ponerse las ropas para travestirse; vivía en ella una de sus primas, muy a la moda de París; recibió muy bien a los recién llegados y en un momento les hizo perder la violenta pasión que habían concebido por el guapo Adonis encontrado. Se ofreció refrescos a aquellos señores, que los necesitaban e hicieron bastante gasto. Mientras tanto, como las tentaciones que les habían acompañado en el carruaje habían aumentado, quisieron a favor de la colación bromear sobre la oportunidad que se había presentado y, de allí, tratar a fondo la materia. Laverdure se había prometido seguir adelante con la aventura, pero hasta un punto en el que su pariente no tuviera que transgredir las conveniencias. Viendo, no obstante, que su prima no tardaría en verse obligada a defenderse a viva fuerza y, sabiendo que una mujer nunca tiene la ventaja cuando el ataque es de larga duración, se retiró a la habitación vecina y, tras quitarse su indumentaria femenina, reapareció ante los ojos del grupo como hombre, y con su repentina presencia asustó a los invitados. Armado con una especie de cuchillo de caza que nunca se había utilizado, avanza hacia aquellos caballeros y con palabras coléricas les ordena salir inmediatamente so pena de verse tumbados en el suelo. Nuestro hombre es valiente, querido marqués, y, si le creo, hizo temblar a los dos jóvenes, que bajaron precipitadamente de una casa donde tan mala recompensa les preparaban por los gastos que habían hecho para ser bien recibidos. Laverdure, que tal vez mienta y se las dé de valiente pasado el peligro, me asegura que los persiguió hasta la calle; quizá fuera de palabra, y entonces el lance puede resultar bastante verosímil. En definitiva, salió con bien de la intriga con aquellos jóvenes; su prudencia y el azar le salvaron ese día del infortunio que su amo había maquinado contra él.
El presidente, disgustado por no haber tenido éxito, mandó que siguieran espiándole. Al día siguiente Laverdure fue a encontrarse con Rozette, a quien contó su aventura aumentando sin duda su audacia y coraje. Después de la victoria, el soldado más cobarde tiene derecho a hacer su propia alabanza. Esa tarde estuvo menos tiempo que de costumbre y, para suerte suya, evitó una inspección que los criados del convento hicieron a raíz de un segundo aviso anónimo que les había enviado el presidente. Durante varios días no pudo ser descubierto; si hubiera sospechado que le preparaban una jugarreta, nunca le habrían cogido. La venganza vela, y la simpleza suele dormirse fiada en su inocencia.
Al fin, el presidente, irritado por no poder atraparle, siguió en persona a su criado, y, tras verle entrar en el convento, mandó aviso al comisario, a la superiora y a una compañía de vigilancia, y descubrió que era Rozette la visitada. Ya no hubo la menor duda. Cuando quiso salir, Laverdure vio cierto tumulto y que le miraban de cerca, sospechó que la inspección hecha en el convento días antes, y de la que había oído hablar, podía ir contra él; tuvo miedo, pero no perdió la cabeza; se figuró que la jugarreta venía de su amo y, después de relacionar diversas circunstancias, quedó convencido. Pensó en escapar, y luego en vengarse. En un instante se quitó sus prendas de mujer y se encontró vestido con una pequeña camisola blanca y con un gorro bordado que por casualidad tenía en el bolsillo; se lo puso en la cabeza y pasó por en medio de la guardia y de las monjas como alguien que hubiera entrado por curiosidad o como un jardinero de la casa; hablando incluso con un sargento, le dijo como confidencia que el hombre que se había introducido era un caballero de condición, y le declaró, como secreto, que su nombre era presidente de Mondorville, que estaba enamorado de una monja. El sargento se lo dijo al comisario, quien, con este aviso, resolvió toda dificultad, mandó abrir las puertas y se retiró recomendando a las religiosas que guardaran secreto sobre el caso; a las gentes de toga no les gusta tener problemas entre ellos. De no ser por esta estratagema, Laverdure se habría quedado dentro del convento, donde habrían podido descubrirle. El pretendido secreto se divulgó, y todos quedaron tanto más convencidos de la verdad del caso cuanto que se había visto la carroza del presidente parada en una calle vecina, precisamente durante la expedición del comisario. Laverdure disimuló con su amo, que no se atrevió a hablarle de la aventura.
Las monjas, cuya curiosidad había excitado Rozette de forma tan cruel, aprovecharon la ocasión y, como tenían motivo para castigarla, lo hicieron con avaricia: se habían encontrado las ropas en cuestión en el locutorio y habían reconocido el disfraz con el que alguien venía desde hacía bastante tiempo a cortejar a Rozette; la pobre muchacha fue encerrada en un cuarto oscuro a pan y agua, y allí permaneció hasta que al fin, por medio del señor Le Doux, salió del convento para no volver a pisarlo sin duda en toda su vida.
El presidente no pudo contenerse cuando oyó que en la buena sociedad se aseguraba que se había vestido de mujer para raptar a una joven de Sainte-Pélagie, y que las religiosas lo hacían público: al principio se enfadó, luego se lo tomó a risa. Fue entonces cuando quiso saber todo por su criado, que se lo contó fielmente; el granuja sentía halagado su orgullo por haber ideado intrigas contra su amo; recibió el perdón; pero al presidente le costó mucho más no enfadarse conmigo por no haberle confiado mi secreto y haberle expuesto a lances de los que había salido mal parado. ¡Ah, querido marqués, qué disgustado estaba por no haber tenido éxito! Cuanto más serio se ponía cuando le hablaban de su presunta expedición conventual, tanto más me divertía yo a su costa. Así resultan burlados a menudo los que quieren burlarse de los demás. No se aventura uno a hacer el bien a alguien, hay que temer todo si le preparamos emboscadas.
La horrible situación en que yo sabía a Rozette me desesperaba. Recurrí al señor Le Doux. En privado, y tras dejarle varios estantes de mis anaqueles llenos de botes de mermelada, le expuse mis penas. Le conmovió el tono patético que empleé. Los devotos tienen el alma tierna y cuando se ha encontrado una vez el camino de su corazón, puede uno estar seguro de hacerle realizar las cosas más difíciles. Empecé por declararle que, por ser el mejor amigo de mi padre y de nuestra familia, debía convencerle en esta ocasión para impedir un escándalo que yo estaba decidido a cometer. Viendo que mis palabras no causaban una impresión bastante viva en su espíritu, le conté que Rozette se hallaba en ese momento en la situación más espantosa. No le oculté que la culpa era mía, pero, aprovechando la circunstancia de los libros encontrados en su cuarto y de la confesión que había hecho de su adhesión al partido de los apelantes, di a entender al señor Le Doux que habían aprovechado el lance de Laverdure para castigarla por la primera aventura, y que la joven sufría entonces por la buena causa. Para acabar de decidir a mi devoto, le rogué informarse de la verdad de lo que le decía, y le di todas las aclaraciones necesarias; me aseguró que su protección sería el fruto de la verdad que yo le habría expuesto. Prometió que me respondería sin falta dentro de tres días. Yo le abracé; él quedó encantado; y al darme las gracias me dijo que sería muy dichoso si podía ganar un alma tan hermosa para el Señor, y que no perdiese la esperanza.
Cuando se trata de consolar a sus hermanos, todas las gentes de partido son muy ardientes. Cuando me dejó, el señor Le Doux fue a constatar la verdad de lo que yo le había contado; y aunque no pudo informarse de todo en un día, no abandonó su resolución.
Mientras se maquinaban y se hacían estas pesquisas en favor de Rozette, me entretuve con una dama bastante conocida en sociedad por su gran fervor, y que, a pesar de sus veintinueve años, ya ha hecho alarde de la devoción más eminente.
Paso por alto a una mujer de cincuenta años, que tiene el orgullo de querer hacerse notar por abandonar el carmín y los lunares, de ponerse bajo la dirección espiritual de un hombre célebre, de aparentar, en fin, que quiere abandonar el mundo. Pero a una viuda que aún no ha cumplido los treinta, inteligente, con hacienda, gracia y belleza, y que puede seducir al público, no le perdono que vaya a encerrarse en un grupo de santurronas o directores de conciencia. ¿Qué es lo que pasa? Tal mujer dice al mundo que lo deja, para que el mundo le insista en que se quede; pues bien, ese mundo le toma la palabra, y entonces ella se encuentra obligada a hacer por pique lo que en el fondo de su desesperado corazón ha de practicar en el exterior; por eso, querido marqués, una virtud así esta muy sujeta a verse desmentida: un soplo la altera, y, habituada a sostenerse únicamente por la vista de los que la admiran, si se encuentra a solas consigo misma, vacila; os aseguro que cae, si alguna vez se encuentra frente al placer.
La señora de Dorigny[105] era, desde hacía un año, modelo de edificación; el buen aroma de su caridad se había difundido por todo el Marais. Yo la veía desde hacía un tiempo, y ella había tenido la bondad incluso de llevarme a los escogidos sermones del padre Regnault[106], esos sermones que se predican en las afueras de París, donde se elige adrede una pequeña iglesia a fin de que se llene.
Una tarde que había merendado con ella, se puso a hablar mal de varias damas conocidas mías de una forma que me pareció indigna. Olvidé entonces los encantos de sus ojos, los atractivos de su persona, y sólo vi, indignado, que fingía hacerme contemplar la mano más hermosa del mundo mientras ponía particular empeño en servirme varias veces los platos más delicados. Empecé desde entonces a sentar los fundamentos de un castigo que pudo ser tanto más sensible para ella cuanto que la privaba durante un tiempo de una satisfacción por cuyo goce había sacrificado su ficción de virtud y esas hermosas apariencias que sólo engañan a los necios. No sabiendo adónde ir tras dejar al señor Le Doux, me hice llevar a casa de esta devota; su portero me dijo que la señora no estaba visible. Insistí, fueron a decirle mi nombre. Tuve permiso para entrar; salió a mi encuentro con un vestido corto, pero hecho de una de las telas más bellas, con adornos sencillos, pero de punto inglés y con vueltas de lo mismo, aunque en una sola hilera; la lozanía de su cara y la serenidad que reinaba en ella eran la imagen de la paz de su corazón; no debía tardar mucho la turbación en excitar en ella una cruel tempestad. Traía en las manos un grueso libro encuadernado en tafilete negro, me dijo que con mi permiso iba a terminar sus horas menores[107]; me parecieron muy largas. Examiné mientras la esperaba el mobiliario, que era de un gusto exquisito. Recorrí con la vista aquel gabinete donde brillaba un lujo estudiado, y donde por todas partes veía muebles que no habían sido inventados para la mortificación. Sólo los mundanos ignoran el arte de procurarse las verdaderas comodidades de la vida.
Acabado el oficio, mi amable devota se reunió conmigo y, con un aire casi atolondrado, parecía decirme que no por ser una santa era menos encantadora. Nuestra conversación giró sobre la conducta que se observaba en la buena sociedad, sobre los espectáculos, los círculos, las partidas de placer, etc., todo para tener ocasión de hablar mal y, mientras tanto, oír contar su historia. Sobre el tapete se pusieron las aventuras galantes de Mme. de Brépile, de Mme. de Selrez y de varias más, se habló de las mías, y se me dijo con aire amistoso que yo no podía, en conciencia, enseñar mi cara, porque era capaz de provocar deseos. De hecho, ya los había excitado en Mme. de Dorigny, sus ojos me lo decían, y desde ese día sólo de mí hubiera dependido tener la confirmación; sus miradas me dijeron que me amaba, que me lo declaraba; las mías fueron lo bastante bárbaras para no devolverle su declaración. Me habló de un libro que, por lo que decía que había oído decir, hacía mucho ruido en el mundo; me lo pidió, le respondí que lo tenía, pero que estaba escrito con demasiada libertad y que se escandalizaría; pareció compartir mi opinión, pero volvió sobre él tras un rodeo para saber si todo el libro era del mismo estilo. Le contesté que había pasajes que cualquier persona podía leer: «Son esos pasajes lo que quiero examinar», contestó ella, «para decidir si esa obra está tan bien escrita como publica la fama, que siempre exagera». Yo sí que no exagero cuando os declaro, querido marqués, que mi devota ya no era dueña de sí misma. Le prometí enviárselo a la mañana siguiente; ella lo exigió para aquella misma noche. Hice que se lo llevasen, pero no sin deslizar maliciosamente entre sus páginas dos estampas capaces de encender unos fuegos que una joven viuda debe sentir con más violencia porque aún guarda en su alma las últimas chispas.
Volví al día siguiente al salir del palacio de Justicia para saber si mi libro había gustado; lo sabía, por supuesto; me dijo que sólo había leído cuatro páginas, pero que estaba bastante contenta; no me engañaba con su ingenuidad, estoy demasiado convencido de que una mujer no reserva nada cuando entra en la carrera del goce. Me invitó a comer. No me hice de rogar: despedí a mi carruaje. Me alabaron mucho la inteligencia de cierto eclesiástico que debía hacernos compañía. Llegó; sólo encontré una especie de beato; seguro que únicamente brillaba cuando estaba a solas a la mesa; su inteligencia no era una inteligencia de tres cubiertos.
Nuestra comida fue de lo más sensual; el café que la siguió me olía a gloria; si fuera por mí, querría que una mano devota se encargase de todas mis necesidades. El tercero perjudicaba la conversación que Mme. de Dorigny y yo debíamos tener; ella alejó piadosamente al santo varón enviándolo a llevar consuelo a la otra punta de París a varios enfermos. La joven viuda derramaba con una mano beneficios, con la otra llamaba al placer y apartaba los obstáculos. Todas las pasiones tienen su política particular, pero la más segura es la que se cubre con la apariencia externa de haberse reformado.
Estaba sentado junto a Mme. de Dorigny; bien por negligencia, bien porque faltaba un alfiler, debajo del pañuelo de su cuello se veía parte de un pecho de una blancura resplandeciente. Le hice un cumplido sobre él; ella se ruborizó; su chinela de color negro era tan pequeña que apenas podía servirle: un ligero movimiento provocó su caída, yo la recogí y no pude dejar de lanzar una exclamación sobre una pierna cuya finura había percibido. Se me rogó que pasara por alto aquellas cosas. De la pierna al pecho, del pecho a la mano, de la mano a la cintura, toda su persona era para mí ocasión de un elogio; poco a poco nuestra conversación se animó, y cada una de las cosas cuyo panegírico hice servía para encontrar en tal o cual dama conocida nuestra un defecto opuesto a aquella perfección; me sorprendió, y si interpreté el papel de apasionado fue para castigar a la hermosa maledicente. Por último, de una cosa a otra, después de haberle besado la mano, osé acercarme a su pecho y a su cara, ella quiso desviar la intentona, pero su boca bermeja, que no quería saber nada de semejante defensa, recibió las pruebas de mi ardor que no estaban destinadas para ella. Un beso exige otro, y el segundo encontró menos resistencia; después de haberme dejado el tiempo necesario para lanzar un brillante ataque, con la peor voluntad del mundo y la mayor malicia redoblé mis esfuerzos; sin comedimiento alguno, levanto a Mme. de Dorigny entre mis brazos, la transporto hasta una tumbona de su gabinete, cierro la puerta y le pido de rodillas perdón por una ofensa que nunca ha ofendido a ninguna mujer. La hermosa abre blandamente los ojos, la languidez se los cierra y, lanzando un suspiro, me dice con voz tierna:
–¡Ah!, querido consejero, ¡me condeno!
–¡Y yo me salvo! –exclamé, y al punto corro a la puerta para irme[108].
Esa frase la despertó. Imaginad la ira que la dominó entonces; en un instante el fuego centelleó en sus ojos y la cólera fermentó en su corazón; tras levantarse furiosa, avanzó hacia mí para abrumarme a reproches. Yo no había conseguido abrir el gabinete, porque había un resorte secreto. Hice de la necesidad recurso; me vuelvo hacia ella y le digo riendo que lo que había hecho era una broma; como no atendía a mis razones y exigía una reparación, la miré con ternura; ella me miró igual, las lágrimas corrieron de sus ojos. ¿Qué corazón no se hubiera enternecido? Me acerco a ella, vuelvo a cogerla entre mis brazos, y, en las efusiones de mi arrepentimiento, le hice comprender que para ella era una suerte que yo hubiera incurrido en falta y que mi falta era la más feliz del mundo. ¡Ah, marqués, qué delicias gocé! Bendigo mil veces el afortunado resorte que me obligó a gozar de mi felicidad. Pasé dos horas gimiendo por mi falta, y no abandoné a mi hermosa sino después de haber obtenido su perdón duplicando y triplicando mis obras satisfactorias[109].
Me retiré por la noche con la promesa de volver. No he dejado de hacerlo desde entonces, y con la mayor frecuencia que he podido; he conservado el gusto por la penitencia, y Mme. de Dorigny lo conserva por la voluptuosidad, la crítica y los melindres. Después de todo, habría sido un gran necio si no hubiera aprovechado mi aventura; habría castigado la maledicencia pero no hubiera destruido el mal y me habría privado de un placer indecible; aprovechemos la ocasión, y por mortificar a los demás no nos prohibamos el placer, su flor no dura más que un día, insensato aquel que la deja perecer sin haber probado sus dulzuras.
Por fin el señor Le Doux estaba seguro de la veracidad de mi informe, y ya no tenía duda alguna de que mis acusaciones eran justas. Él había encontrado la manera de hablar con Rozette, que esta vez no se había entregado de golpe: con sus respuestas se había hecho entender por su futuro liberador, que le prometió volver a verla. Con ese espíritu de satisfacción, el santo varón vino a verme y a darme seguridades de que me serviría, confirmándome que esa misma noche estaría en condiciones de llevar buenas nuevas a la prisionera. Gracias a ciertos amigos, el señor Le Doux había conseguido una orden del señor teniente de policía para hablar con Rozette a voluntad. También había hecho algún intento con mi padre, que no había querido oír absolutamente nada. En esta circunstancia, su señor director de conciencia no había tenido más privilegios que un simple amigo.
La visita debía producirse esa misma noche, hice cuanto estuvo en mi mano para que mi protector se decidiera a dejarme acompañarle, para hablar con Rozette; él se negó, y, si al fin lo conseguí, fue a pesar suyo, pues se lo debo a Laverdure.
Después de la cena yo estaba triste y pensativo. El presidente me envió a su criado de confianza para preguntarme si quería hacer de mediador con Mme. de L’Écluse. Vos la conocéis, querido marqués, es la esposa, según dicen, de un oficial, y organiza juegos en su casa para diversión de los demás y para provecho propio[110]. Allí pueden encontrarse hombres de bastante calidad y mujeres bastante libertinas. En la casa misma no ocurre nada, pero es estupendo que haya en París ciertos lugares donde fácilmente se puede ver a personas hermosas sin escándalo, y elegir entre ellas como uno quiera sin tener la reputación y la apariencia de buscar por necesidad. Mandé responderle que iría sobre las ocho. Él estaba informado de que a la casa acudía desde hacía poco una joven provinciana que venía a París a solicitar un proceso. Así es mi corazón, ávido de todo, y en amor y en voluptuosidad se parece a esos niños que quieren todo lo que ven.
Mientras tanto, yo había hablado con Laverdure sobre la manera de ver a Rozette. Le había hablado de la visita que ese mismo día debía hacer al señor Le Doux. No había nada tan sencillo, en su opinión, como acompañarle, y me dijo lo que pensaba. Podría pensarse que este muchacho tenía la cabeza llena de estratagemas y que, nuevo Mascarilla[111], variaba sus recursos al infinito. Sólo tiene un camino; sólo conoce una manera de salir con bien de una intriga; aunque siempre sea la misma, la misma le sale siempre bien; con él no hay la sorpresa de la invención, sólo la del éxito. Me puse en sus manos. Se había disfrazado para hablar con Rozette y consideró oportuno que también yo me disfrazase para gozar del mismo favor. Me aconsejó vestirme de eclesiástico y utilizar el mismo hábito que el señor Le Doux, sin preocuparse de cómo llevaría adelante lo demás. Aceptada su decisión, escribí de inmediato a un abate amigo mío, doctor de la Sorbona, que me enviase una sotana, un manto largo, un alzacuello[112] y el resto de la indumentaria; sin sospechar el uso que yo pensaba hacer, e incluso sin dignarse informarse, me hizo llegar lo que le había pedido. Todo fue llevado a la habitación de Laverdure; allí me vestí de eclesiástico; la peluca que cubría mi pelo tenía un aire decoroso, pero parecía estar peinada y arreglada por las manos de la regularidad; el gorro que cubría una parte de ella era muy reluciente y brillaba con afectación; en fin, mi apariencia exterior era sencilla y rebuscada, y todo mi aspecto, salvo mis ojos, que siempre son libertinos, era el de un santo director de conciencia, joven, cierto, pero precisamente por eso más querido por las buenas almas.
Bajo esa nueva forma, no iba yo totalmente de prestado, pues durante varios años llevé alzacuello en Saint-Sulpice, y los maledicentes han atribuido a eso el fondo de galantería que constituye mi patrimonio. Me metí en una silla de porteadores y Laverdure me siguió a Sainte-Pélagie. Se informó de si no había entrado un eclesiástico de tales y cuales señas, le dijeron que estaba allí desde hacía media hora. Preguntó después si no estaba allí su amo, le replicaron que no conocían a su amo; entonces, fingiendo encontrarse en un aprieto, dijo que le reñirían; que su amo era el señor de Calamort, abate de una abadía que él mismo instituyó súbitamente, y que él debía de estar con el eclesiástico que había entrado, ya que tenía un permiso del señor teniente de policía para visitar también el convento. Tras decir eso, salió para decirme que entrara.
Él me precedió diciendo a la tornera: «Hermana, aquí está mi amo, llevadle al locutorio donde está el digno señor sacerdote que ya ha entrado». La buena joven abrió la puerta. Avancé no sin temblar y sin reír al mismo tiempo. A mi paso fui examinado por varias religiosas o pensionistas a las que no miré por temor; el convento hizo honor a mi modestia. ¡Qué sorpresa la del señor Le Doux al verme!
–¿Qué hacéis, señor consejero? –exclamó–, ¿queréis perdernos?
Por suerte no había nadie que pudiera oírnos. Rozette tuvo un arrebato de alegría: de no ser por lo que acababa de decir el santo varón, le habría costado reconocerme.
–Paz –dije al director de conciencia–, lo hecho hecho está, se trata de no dar un escándalo.
Quiso sermonearme, pero le hice ver la inutilidad de su sermón y que estaba fuera de lugar. Le dije a Rozette las cosas más vivas y más expresivas, le di una carta que ya estaba preparada, en la que le advertía que al día siguiente haría todo lo posible para volver. El señor Le Doux, que estaba sobre ascuas, terminó la conversación y la visita dando palabra a Rozette de que dentro de tres días no dormiría en Sainte-Pélagie, y exhortándola a recogerse y a mantenerse en sus buenos sentimientos. «Siempre hay posibilidades con las personas inteligentes», me decía M. Le Doux, «sólo desespero de los necios, y esta chica tiene mucha inteligencia».
Salimos, y al salir fui contemplado por algunas monjas a las que por lo visto les gustaban los eclesiásticos de figura placentera. Despedí a mis porteadores y monté en un fiacre. Fue entonces cuando tuve que soportar las amonestaciones más razonables y legítimas. Abandonando el carácter de su apellido, el señor Le Doux[113] me trató con dureza, me reprochó que profanara el hábito eclesiástico, que le convertía en cómplice de un crimen horrible, y que, pues yo no tenía ni cabeza ni religión, no volvería a verme, que advertiría a mi padre de mi conducta y que abandonaba a Rozette. Este último punto me conmovía más que todos los otros.
Le pedí excusas, le prometí ser más comedido e hice tanto con mis alabanzas que se calmó, sobre todo cuando le reproché que no era justo que una joven que sufría por la verdad siguiera sufriendo más tiempo por mi imprudencia.
Lo dejé en su domicilio. Me cambié rápidamente de hábitos en cuanto llegué a casa de Laverdure. Lo divertido es que el cochero, a quien pagaba generosamente, me dijo, saludándome con aire malicioso, que no era yo tan malvado como cierto día en que le había dado una paliza, y que grande era la gracia del Señor conmigo al hacerme sacerdote; y al subir a su pescante añadió que me deseaba una buena parroquia. Era el granuja de cochero que me había llevado a casa de Rozette dos meses antes y que mi padre había encontrado peligrosamente enfermo en la Villeneuve[114].
Eran casi las ocho cuando visité a Mme. de L’Écluse; encontré en su casa a varias mujeres hermosas y al presidente, muy ocupado con una de ellas. Contento y jovial por el éxito de la empresa que acababa de realizar, yo comunicaba mi alegría a toda la reunión. Hice locuras incluso, hasta el punto de que una dama de más de cuarenta años y muy seria se enamoró de mí. Fue ella la que tomó la iniciativa, pues palabra que yo no tenía la menor tentación de responderle; ya llegará el tiempo en que, para desgracia mía, habré de encontrarme en el mismo caso: y entonces, sin esperanza sobre el futuro, me divertiré con el pasado, y para un viejo esa consideración equivaldrá a las esperanzas de la juventud; un retorno a lo anterior ¿no es lo mismo que volver a un proyecto de lo que puede ocurrir algún día?
Rechacé esa noche varias invitaciones a cenas muy selectas, y, como al día siguiente debía cometer una locura, quise prepararme con sensatez. Me quedé en casa, e hice compañía a mi padre hasta bastante tarde; luego me retiré a mi aposento, donde descansé tranquilamente toda la noche.
La mañana del día siguiente veo llegar a Laverdure, a quien puse al corriente de la forma en que había ocurrido todo; se lo conté; me animó a volver por la noche; le prometí que no faltaría. Le ordené decir a su amo que yo le retenía a cenar dos días después sin discusión, y que no se comprometiese a nada con nadie.
Al mismo tiempo recibí una carta de Mme. de Dorigny rogándome pasar por su casa. La carta estaba escrita de modo que pudiera ser leída por el más severo casuista, y, sin embargo, era de las más expresivas para alguien que, como yo, tenía la clave de sus sentimientos y de su corazón. Le respondí que iría allí al instante. Monté en la carroza y, aunque con toga de magistrado, la visité disculpando mi indumentaria por la pasión que tenía en cortejarla. Me recibió en su tocador; los de las devotas son menos brillantes que los de las coquetas de la buena sociedad, pero más selectos y mejor compuestos. Los olores que llenaban las cajas no eran fuertes ni abundantes, sino dulces, y difundían un perfume suave que embalsamaba ligeramente la habitación y os acariciaba deliciosamente el olfato; su ropa de noche, adornada con un encaje pequeño, pero sutil, estaba trabajada con gusto; el vestido era de Persia, la falda de raso piqué, sus medias extremadamente finas, lo mismo que su calzado; en fin, toda su ropa interior le sentaba bien a su talle y a su figura; sus ojos se clavaron en mí tiernamente, los míos le devolvieron lo que me inspiraban, y mientras nos preparaban un voluptuoso chocolate me acerqué a ella y recogí en su boca un néctar igual al que se preparaba para los dioses.
No tuve entonces la tentación de salvarme[115]. Contemplaba la feliz postura que ella había adoptado, pero un espejo me hacía ver que, con peluca larga y con toga, yo no podía arriesgarme sin peligro. No obstante, la abrazaba; sus bellas manos me estrechaban con frenesí; enardecidos ambos, ella quiso sólo por esa vez, y después de haber corrido las cortinas de damasco que casi ocultaban la luz, prestarse a mi conveniencia o, mejor dicho, a la necesidad; sí, querido marqués, en un lugar embellecido por el gusto, preparado por la delicadeza y el placer, contemplé sin obstáculo a la divina Mme. de Dorigny.
Sentado en un sofá violeta, y con ella a mi lado, ejerciendo en esa actitud la función de juez, después de haberme puesto una venda en los ojos y cubriendo los suyos con mil besos, hice a sus encantos toda la justicia que se les debía. ¡Qué felicidad pronunciar una sentencia cuando uno mismo la ejecuta!
Como no podía permanecer más tiempo porque la hora de ir al palacio de Justicia se acercaba, la dejé con pena y corrí adonde mi deber me llamaba, pero donde ese deber no debía divertirme tanto. Querido marqués, si os volvéis sensual, delicado y refinado en placeres, acoged a una devota por amiga, vuestros deseos serán colmados, sólo ellas tienen la llave de la felicidad; es preciso que ellas mismas os introduzcan en su templo.
Hacia las cuatro de la tarde mi primer cuidado fue trasladarme hasta la celda de Rozette. Por mi indumentaria, y por la visita de la víspera, me dejaron entrar. Una madre vino a hablar conmigo mientras llegaba la persona por la que yo había preguntado; no me aburrí, porque la monja me permitía ver una cara lozana y un pecho que se elevaba de vez en cuando con gran deseo de hacerse notar. Se había corrido por la comunidad el rumor de que en el locutorio de Saint-Jean había un eclesiástico bello como el amor; las muchachas de convento siempre exageran todo.
Por eso, madres, novicias, hermanas y pensionistas vinieron una tras otra a contemplarme so pretexto de que las llamaban a la sala de visitas, y tuve la satisfacción de ver unas fisonomías preciosas. ¡Qué lástima tener enjaulados pájaros tan encantadores y que no pedirían otra cosa que revolotear! Cuando llegó, Rozette me agradeció la visita, nos dijimos mil ternezas y nos abrazamos tanto como podíamos a través de las rejas; yo le prometía que la sacaría de su cautiverio dentro de poco, ella me prometía amor eterno. Mientras estábamos pegados, por así decir, a los barrotes, una monja que nos vio creyó que la estaba confesando y se lo contó a sus compañeras.
Hacía casi una hora que estaba con mi querida amiga, y mi temperamento se había vuelto extremadamente violento; lo excitaba además el obstáculo. El de Rozette, en reposo desde hacía mucho tiempo, estaba por lo menos igual que el mío; al no oír venir a nadie, nos aventuramos en una empresa difícil.
Yo me subí a una silla, ella hizo lo mismo en su lado; a pesar del impedimento de mi hábito, del temor a que viniese alguien, y de los malditos barrotes, gracias a su habilidad y a la mía estuve a punto de alcanzar la morada del placer; diez veces hubiera encontrado mi dicha en cualquier otro lugar, pero sea que la muy dilatada visita que había hecho por la mañana a Mme. de Dorigny me perjudicase, sea que aquélla resultara funesta por su frialdad, no sacaba provecho de mi posición; sin embargo, estuve a punto de rematar mi plan; un pequeño estremecimiento secreto, precursor del éxito, me advertía de mi felicidad; Rozette ya había contribuido dos veces a ella y se entregaba para la tercera cuando oímos ruido; trabajo perdido; volvimos a nuestro sitio. El destino de las empresas nunca depende más que de un instante. A una imaginación como la vuestra, querido marqués, no le costará mucho figurarse cuán agradable era nuestra actitud.
Poseo muchas estampas muy picantes, pero ninguna de ellas copia una situación en ese gusto. Es un buen tema para grabar a buril; si quisiera bromear os diría que no comprendo cómo no se fundió toda la verja al encontrarse así entre dos fuegos.
Era una tornera, cuyo paso, por suerte pesado, nos advirtió de su llegada. Me dijo que dos madres y tres hermanas me reclamaban en el confesionario. Conviene saber que, cuando algún sacerdote va con frecuencia a una comunidad y tiene la suerte de agradar, es acosado por las religiosas, que quieren abrirle el interior de su conciencia. Un director espiritual de veinticuatro años no sería mucho trabajo para una docena de enclaustradas. Una docena de amables enclaustradas lo serían demasiado para un director de esa edad.
Respondí a la comisionada que por el momento no podía, que estaba muy mortificado, pero que al día siguiente, a la misma hora, daría a aquellas damas el tiempo que exigieran, que sería para mí un honor ponerme a sus órdenes. Se llevó mi respuesta rogándome que no faltara a mi palabra, y se me pidieron mis señas, por si acaso alguna de las madres se sentía indispuesta; di las de mi amigo, el doctor de la Sorbona. Temiendo que siguieran importunándome, me retiré. Se me olvidaba decir que Rozette se encontraba mejor desde hacía dos días, y que, debido a la dicha que había sentido, según decían, al confesarse conmigo, todas querían visitarla esa noche. Hubo incluso algunas religiosas que deseaban ser mujeres del mundo[116] para tener la satisfacción de contar sus aventuras a un confesor tan dulce como yo parecía ser. Rozette se ocupó de explicar a las que de mí le hablaban que mi apariencia era engañosa (era verdad en otro sentido) y que, bajo mi exterior dulce y cortés, tenía un corazón muy rígido con las pecadoras. La maliciosa se burlaba de la simpleza de aquellas beguinas[117].
Al salir de Sainte-Pélagie, tras recuperar mi ropa fui en busca del señor Le Doux, que llegaba muy cansado, y que desde por la mañana había corrido de acá para allá tratando de interesar a varias almas bienaventuradas en la liberación de mi amante. Me confió que Rozette saldría al día siguiente, a pesar de mi padre, si éste no quería consentirlo, que sus amigos se lo habían prometido y que, cuando él intervenía en algo, su éxito era absoluto a pesar de todos los obstáculos. Me dijo que por la noche cenaría en casa y que no era preciso que yo estuviese; le di las gracias y, siguiendo sus órdenes, fui en busca de compañía: por primera vez en mi vida la busqué razonable. Causé sensación cuando se me vio llegar a casa del conde de Montvert, me elogiaron por ello; hablé de cosas muy interesantes, bien de la guerra, bien de la política particular. Uní mis elogios a los que se hacían de nuestro augusto monarca, del que vos, querido marqués, me habláis en todas vuestras cartas con tanto respeto, admiración y amor. Os diré que os estimo tanto más cuanta más justicia rendís a un príncipe que iguala desde ahora a los Luis XII por su corazón paternal y a los Felipe Augusto por su valor.
El destino suele favorecer a quienes se comportan con prudencia, al menos lo hizo conmigo en este lance. Después de la cena se pusieron a jugar para pasar el rato. Como el señor conde, que es de salud débil, se había retirado, el juego se animó y propusieron un lansquenete[118]: arriesgué unos cuantos luises. La fortuna me favoreció, más de un particular se picó, e insensiblemente, sin casi haber fallado un solo réjouissance, me encontré ganador de más de doscientos veinte luises. La sesión terminó con gran contento mío. Empleé una parte de la noche en pensar en mi felicidad y en agradecer al cielo que me hubiera enviado aquella suma en un momento en que la necesitaba de forma extraordinaria.
A la mañana siguiente, nueva carta de Mme. de Dorigny, nueva invitación a chocolate. El señor Le Doux vino a decirme que mi padre se negaba en redondo a que Rozette saliese, y que su discusión sobre el asunto había sido muy viva, que estaba preocupado; cuando estaba describiéndome sus inquietudes, entró mi padre, quien, viendo conmigo a mi director espiritual, sospechó que hablábamos del tema que le había traído hasta allí; sin más preámbulo, en tono firme y varonil, nos dijo que Rozette no saldría en diez años de su prisión, y que yo me arrepentiría de mis gestiones. Cuando el señor Le Doux trató de hacer alguna observación, mi padre le replicó con cierta dureza. Cuando el señor director espiritual le dijo en tono benévolo e imponente que la harían salir sin su ayuda, mi padre le desafió y le picó en el amor propio. No se necesitó más; no había que ser muy sutil para darse cuenta de que a un devoto nunca se le desafía en vano. Salió, reunió todas sus baterías e interesó sobre todo a Mme. de Dorigny. Una hora después me dirigí a casa de esta misma dama; su carroza estaba dispuesta, y ella ya había bajado; mi aparición le hizo volver a subir; me dijo que sólo tenía un momento para hablar conmigo, porque debía encontrarse con dos damas del más alto rango para conseguir del ministro, que entonces estaba en París, la liberación de una honrada muchacha encerrada en Sainte-Pélagie que le había sido recomendada por un santo eclesiástico. No le dije que sabía de qué se trataba, la exhorté a esa buena obra y quise despedirme de ella para no entretenerla más tiempo.
Las buenas obras no se hacen nunca sino después del placer. Me animó a quedarme un momento; con un vano pretexto entró en su gabinete; yo no estaba, como la víspera, con toga. La abracé y, con cuidado de su peinado y su vestido, la empujé sobre la cama. Allí, en medio de los transportes de mi gratitud, le prodigué satisfacciones increíbles; como no es ingrata, al instante trataba de devolvérmelas para no ser menos. Se levantó con unos colores encantadores: el arte no puede copiarlos; nada iguala a los que provoca el amor y que la voluntad dispensa sin afectación.
Me trasladé a casa del presidente, a quien anuncié que quizá esa misma noche cenaríamos con Rozette. Él se encargó de preparar la fiesta, nos fuimos al Palais-Royal para hablar de todo lo que se podía hacer para que fuera brillante. Se decidió que iríamos a su jardín, que el caballero de Bourval estaría allí, que llevaría a su amante, que a él, al presidente, le acompañaría la pequeña tía de la Opéra Comique[119], y que yo tendría a Rozette por compañera. Arreglado todo, nos separamos, y a Laverdure se le ordenó que fuera a prepararlo. Obtuve del presidente que yo correría con los gastos de la fiesta, puesto que estaba hecha para mí. Nos separamos. En ese momento ya sentía yo gran inquietud.
Mientras estaba comiendo con mi padre, le llegó una carta urgente. El secretario del ministro le escribía rogándole que diera su consentimiento para la salida de una tal Rozette encerrada en Sainte-Pélagie, porque el ministro no podía negar su libertad a personas de la mayor consideración. Mi padre comprendió lo que aquello significaba; después de la comida, me hizo ir a su gabinete; y, para no quedar por debajo, me dijo que aceptaba hacer lo que yo deseaba, que sólo tenía que ir con él, que iba a devolverme a Rozette, que me pedía como gracia, si le quería, no volver a ver a aquella muchacha y aceptar la que se me proponía, una heredera noble, virtuosa, joven y bella; le abracé y le prometí satisfacer sus deseos en el futuro.
Montamos en la carroza, fuimos en busca del señor teniente de policía, que entregó a mi padre la orden de libertad de Rozette. Mi padre, para darme total satisfacción, me permitió ir a sacarla, y, sospechando que cenaría con ella, me advirtió que esa noche él no estaría en casa. ¡Qué padre!, querido marqués, no puedo expresaros todo lo que sentía por él en ese momento.
Volé a Sainte-Pélagie. Pedí hablar con la madre superiora, vino muy deprisa, pero demasiado despacio para mi impaciencia. Le mostré la orden que llevaba. Tras haberle dado varias vueltas, me preguntó quién era yo; se lo expliqué, se informó de si no tenía un hermano eclesiástico, le dije que no; le dejaba atónita el hecho de que hubiera alguien en el mundo que se me pareciese tanto, no sospechaba que, en realidad, yo hubiera sido el amable director de conciencia a quien toda la comunidad quería confiar sus penas de conciencia. Mandó llamar a Rozette, le dije que tenía la orden de su liberación, y lo único que faltaba por hacer era recoger sus cosas.
Entre tanto, llegó muy apurado mi amigo el doctor de la Sorbona cuyas señas yo había dado. Había recibido esa mañana diez cartas de monjas pidiendo confesarse con él; debo decir que este amigo confiesa a veces, pero muy pocas, y que es feo hasta dar miedo. Lo llevaron al locutorio, donde se le esperaba. En cuanto dijo su nombre, le replicaron que se equivocaba, que aquél no era su nombre y que al que se referían tenía desde luego una cara muy distinta. Estuvo a la altura. Cuando me lo encontré al salir, le puse al corriente de mi aventura; es hombre inteligente, a pesar de ser doctor por la Sorbona, se rió y subió a mi carroza. También llegó el señor Le Doux, quien me dijo con aire compungido al verme que la pobre Rozette no salía, que iba a consolarla. «¿Cómo?», le repliqué, «¿qué se ha hecho de vuestro poder?». Suspiró. En el momento en que creemos que ciertas personas carecen de todo crédito, y que hasta ellas mismas lo piensan, mayor es su triunfo. Le di las gracias por sus esfuerzos y le informé de que Rozette iba a venir conmigo. «Alabado sea Dios», dijo el santo varón. Rozette apareció; aunque con la ropa sucia y muy desarreglada, la alegría le había dado unos colores deliciosos; abrazó a la superiora, a la tornera, y le bastó dar un salto de la puerta del convento a la carroza. Si alguien nos hubiera visto habría pensado muy mal de los dos eclesiásticos que me acompañaban: Rozette se comportó con prudencia ante ellos y yo se lo agradecí.
Después de haber dejado a mis dos señores en sus domicilios, me dirigí a casa de Rozette, donde su doncella lo había preparado todo por orden mía para recibirla.
Mandé a decir al presidente que mi amante estaba libre. ¡Con qué exaltación no volvió a ver su casa! Habría abrazado, si se hubiera atrevido, cada uno de sus muebles. Varios meses de cautiverio vuelven la libertad muy querida, hay que haberla perdido para disfrutar de todo su valor. Su primer desvelo fue tomarse enseguida un baño y hacerse una toilette completa. Fue entonces cuando, después de haberse vestido con la mayor galanura que le fue posible, vino a saltar a mi cuello, y, mientras me abrazaba con toda la efusión de su alma, me daba las gracias por mis desvelos.
Ya imagináis, querido marqués, de qué manera le demostré la alegría que sentía ante su liberación. Dos meses de ocio no habían hecho perder a Rozette su arte para diversificar el placer: quedó plenamente demostrado, y en menos de una hora ofrecimos varios sacrificios de gratitud a la bella Venus, que, desde luego, había sido nuestra protectora; me pareció que había derramado sus favores sobre mí, porque nunca fui tan ardiente ni tan pródigo en mis ofrendas religiosas. ¡Ah!, encantadora Rozette, ¡qué deuda de gratitud tiene con vos la diosa de Citerea, y qué digna sois de compartir los presentes que se le consagran!
Después de haberme informado de los bienes de mi buena amiga, me dijo que aún le quedaban siete luises de los que yo le había enviado; quiso devolvérmelos abriéndome un cofre que contenía más de doscientos, además de varios contratos en buena y debida forma. No quise aceptarlos y les añadí otros veinte para ella, y veinte más para pagar la cena que debíamos hacer; se encargó de todo y todo lo hizo a la perfección.
No tardamos en llegar a la cita. Nos esperaban; todos abrazaron a Rozette con delirio; la pequeña tía, antigua amiga suya, y la amante del caballero de Bourval que la conocía, habían vivido de cerca su detención y se alegraban mucho de su libertad. El presidente no se cansaba de abrazar a la recién llegada. Por fin nos sentamos a la mesa; fue una satisfacción grandísima para los comensales ver con qué apetito devoraba Rozette cuanto se le presentaba; todo era de su gusto y a cada plato hacía un comentario, comparándolo con el alimento que le daban en su retiro. A los postres se puso a cantar y con un vaso de vino de Champagne en la mano bebió a la salud de su liberador; los demás le hicimos coro. Hizo todo el gasto de la conversación contándonos de que manera la habían tratado en el convento.
Nos describió a una vieja madre de más de setenta años, directora de todas las pecadoras, que obligaba a las recién llegadas a contarle sus aventuras. Nos hizo conocer a un confesor tartufo que, encontrándola de su gusto, se había esforzado por convertirla. En fin, de la primera a la última, hizo imitaciones de todas, despellejó a la hermana Monique, aquella curiosa impertinente, y sólo echó de menos a una joven profesa con la que nos confesó que, contra su costumbre y sólo por necesidad, había pasado momentos bastante agradables.
Acabada la historia, la pequeña tía se animó, nos informó por qué no quería volver a subir al escenario de la Opéra Comique; se burló de la encantadora y pequeña Brillant[120], que vale más que ella en cuanto a naturaleza pero menos en ciertos aspectos. La amante del caballero de Bourval empezó comportándose con mucha libertad, abrazó a su vecino, su vecina hizo otra tanto, y así, de mano en mano, el libertinaje adoptó una especie de circulación. El vino de Champagne excitaba los ánimos, cada cual dijo a porfía las palabras más bonitas del mundo y cantó los vodeviles[121] más picarescos; Venus se mezcló luego a la juerga; el presidente se fue a dar una vuelta, el caballero le siguió, así como su buena amiga, y yo me quedé a solas con Rozette. «Están muy ocupados», me dijo, «y nosotros, querido consejero, ¿vamos a permanecer en la ociosidad? Es la madre de todos los vicios». Se levantó, se sentó en mis rodillas y, cogiéndome la cara entre sus dos manos, me besaba levemente y robaba besos a mi boca inflamándola con esa maniobra. El fuego estaba por todas partes. Tras los goces que habíamos tenido en su casa, pareció sorprenderse. Su primera idea fue aprovecharlo. «¿Todavía una flor?», me dijo, tocándola con sensualidad: «¡Y yo que creía haber segado todo! ¡Qué lozana está! ¡Voy a ponérmela en mi costado!». Se la puso, en efecto, y aquella flor, como encantada de estar tan bien colocada, se disponía a prodigarle sus tesoros; la hermosa ya le había entregado parte de los suyos. Entonces Rozette, por espíritu de economía, dio un paso atrás y me dijo que reservaba para la noche un regalo que quería hacerme; me devolvió mi ramo y me exhortó a conservarlo hasta entonces. Volvimos a la mesa y, una vez acabados los licores, Rozette y yo montamos en mi carroza y fuimos a descansar. Al resto de los comensales no les pareció oportuno hacer lo mismo y siguieron divirtiéndose hasta la mañana siguiente. Pasé la noche con Rozette, que se resarció ampliamente de la dieta que le habían obligado a guardar durante su estancia en el convento, y, a pesar de lo que yo había hecho durante el día, fui lo bastante dichoso para volver a satisfacerla.
Al salir del convento, Rozette era un Proteo[122], cambiaba entre mis brazos; era león por el fuego, serpiente por el arte de insinuarse, ola y río para esquivarse, y terminaba siendo una mortal por encima de todas las diosas.
Por fin, tras haber pasado una de las noches más voluptuosas, la dejé muy temprano al día siguiente; lloró al verme partir. Desde entonces, querido marqués, y como había prometido a mi padre, no he vuelto a verla, salvo los quince primeros días. Esta muchacha ha regresado a la normalidad, yo mismo he contribuido a su buena conducta. Como tenía una docena de miles de francos, se estableció, se casó con un comerciante de la calle Saint-Honoré, rico y sin hijos, que la tomó por compañera. Ahora siente gran apego por su comercio, es feliz con su marido, al que ama y que la ama. Es una unión de dos personas que han visto mundo. A veces voy a visitarla y estoy con ella como con una amiga, la estimo incluso lo suficiente para no hablarle de galantería.
El señor Le Doux acertó al profetizarme que esta muchacha volvería al orden, porque siempre había que esperarlo de las personas inteligentes. Rozette debería servir de ejemplo a las muchachas bonitas que son lo bastante desgraciadas para entregarse al libertinaje. En los buenos tiempos deben guardar recursos, como ella, en lugar de disiparlos, pero ¿cómo esperar prudencia de personas lo bastante locas para abandonarse sin freno a sus pasiones?
En cuanto a mí, querido marqués, devolví a Laverdure sus diez luises, le di otros diez. Saqué al granuja de mi criado de Bicêtre; sigo los consejos de mi padre, y en la actualidad estoy enamorado de una amable damisela con la que quizá sea lo bastante feliz para unirme con los sagrados vínculos del matrimonio. Espero terminar este asunto el próximo invierno; como tú estarás en París, tendré la satisfacción de abrazarte, vendrás a unir los laureles que cubren tu frente a los mirtos que la bella Venus y el Amor preparan a tu amigo. Mi felicidad será perfecta, porque estaré seguro de que participarás de ella. Adiós, querido marqués, te abrazo, te deseo a tu llegada tanta satisfacción como la que yo he disfrutado durante tu ausencia.
Fin de la segunda parte