Boufflers
Si en el siglo XVIII francés hay maestros de lo efímero, de la ligereza y de la bagatela, ninguno representa ese papel mejor que Stanislas de Boufflers, que nació ya en movimiento según él mismo contaba: en la carroza que el 11 de mayo de 1738 llevaba a su madre, la marquesa de Boufflers, desde una especie de corte francesa que el rey polaco Stanislas Lesczynski, suegro de Luis XV, tenía en Lunéville (Lorena) a Nancy. Este monarca depuesto había creado una réplica de Versalles en esa ciudad lorenesa, incluso con su correspondiente Academia en la que rivalizaban los dos partidos del siglo: filósofos y devotos. La condesa de Boufflers dirige, junto con el conde de Tressan, a los primeros y contrarresta en la cama del monarca, de quien es amante desde 1747, la influencia que sobre Lesczynski ejerce desde el confesionario el padre Menoux, director espiritual del polaco.
Con los Lesczynski por padrino y madrina, Boufflers crece en ese mundo salido «de algunas páginas de una novela imposible de olvidar»; por preceptor tuvo al abate Porquet, amante de paso de su madre; una vez destinado a la carrera eclesiástica, su madre conseguirá que se le permita seguir de manera relajada la regla y la disciplina habituales; alterna entonces los salones con el estudio religioso, aunque su dedicación a la piedad le lleva menos tiempo que la escritura de versos licenciosos: el de su prima la condesa de Boufflers Revel, amante del príncipe de Conti, y el de la mariscala de Luxembourg, donde se cruzará con Rousseau; este eterno quejumbroso se sentirá humillado por la presencia del abate Boufflers, «tan brillante como se puede ser»; en Las confesiones dejará oír su lamento, pues la sola presencia del abate «con la sal de sus gentilezas» bastaba para intimidar al socialmente torpe Rousseau.
En ese clima de vida de novela escribe el abate su primer libro, La reina de Golconda, que rápidamente se convirtió en piedra de escándalo; la protección de Lesczynski impidió que fuera expulsado del seminario; pero él mismo lo abandona por propia voluntad eligiendo el título de caballero de Malta non profès para disfrutar de las rentas de varias abadías de las que le había hecho beneficiario el rey polaco. A su llegada a París se le abren los mejores salones, y tiene en Mme. de Pompadour y el duque de Choiseul sus mejores aliados; cumple con sus obligaciones militares en Alemania como oficial de húsares, se dedica a viajar llevando consigo los materiales necesarios para su afición por el retrato al pastel y rinde visita a Voltaire en Fernet; el patriarca del siglo admira lo que ya conocían los salones mundanos: el ingenio del abate y una sensibilidad intelectual cercana a la suya.
Boufflers, tratando «de probar que servía para algo, se veía obligado a cruzar toda Europa en busca de hazañas militares»; pasa bajo las banderas varios años, aunque viaja más de lo que combate. Acuciado por las deudas que contrae para continuar con su tren de vida, y sobre todo en el juego, solicita el Gobierno de la colonia del Senegal, que ejerce de enero a agosto de 1786 y durante 1787; la principal fuente de beneficios de la colonia consistía en el monopolio del comercio y de la trata de negros que compartían los reyes de Inglaterra y Francia. Boufflers gestiona de forma próspera la trata durante los casi dos años que permanece en Senegal; la «cuestión colonial», conocida de primera mano, le servirá para el discurso de recepción en la Academia francesa, en la que ingresa en diciembre de 1788.
En 1789, cuando sobreviene la Revolución, Boufflers se encuentra tironeado entre el pensamiento ilustrado y sus relaciones con la aristocracia; desde 1777 mantenía relaciones con la condesa Éléonore de Sabran –con la que no se casará hasta 1797, cuando ambos están en la emigración–, cercana a los Polignac y a María Antonieta; vacilante, sin decidirse por ninguna opción, sueña con retirarse pacíficamente a los Vosgos; pero los tiempos no estaban para las expansiones líricas que en ese sentido describía a su amante, que no había tardado en emigrar. Boufflers, que se siente prisionero en París, interviene en defensa de la autoridad real, pero, cuando se trata de utilizar la palabra y la pluma su ingenio, parece haber desaparecido; la elegancia de su estilo y el brillo de su conversación eran propios de una época sobre la que pasaba la Historia; cuando lo comprende, se une a la emigración en Prusia en 1791; elegido para la Academia de Berlín, es uno de los beneficiarios de los deseos de expansión del rey de Prusia, que concedió tierras en la Polonia prusiana a los emigrados franceses a condición de colonizarlas. Insatisfecho en sus nuevas tierras de Wimislow, prefiriendo «morir[se] de hambre en Francia a vivir en Prusia», termina solicitando el regreso a Francia, donde, ya sin pensiones ni beneficios, vive apartado en una casa de campo en Saint-Cyr, dedicado a las letras; interviene en la reorganización de la Academia francesa y se dedica a traducir a Ovidio, Séneca, Dante… Cuando en 1814 la monarquía sea restaurada, Boufflers será nombrado administrador adjunto de la biblioteca Mazarino, pero no tendrá tiempo de ejercer ese cargo, porque muere unos meses más tarde, el 19 de enero de 1815.
Dejaba una obra amplia en casi todos los géneros: cuentos, poesías, canciones, epigramas, discursos, tratados, una nutrida correspondencia, «pero por desgracia siempre estaba corriendo», dice el príncipe de Ligne refiriéndose a su pensamiento: «Quizá tenía demasiada inteligencia para que fuera capaz de fijarla. […] Una sagacidad sin límites, una profunda sutileza, una ligereza que nunca es frívola, el talento de aguzar las ideas mediante el contraste de las palabras, he ahí las cualidades claras de su mente, a la que nada es ajeno».
La reina de Golconda, el libro que más éxito tuvo de todos los suyos, y el que ha salvado en cierto modo su nombre del olvido, es un relato libertino en estado puro, cuya trama rige el principio del placer sin mezcla y en la que aboga por un epicureísmo a la antigua, tal como reclamaba la Ilustración: hedonismo que no termina cayendo en los excesos del libertinaje, porque es un libertinaje amable lo que predica y lo que describe de manera idílica.