Al lector

El gentilhombre francés de quien tenemos este trozo de historia refiere cosas sorprendentes. En su opinión, según la tradición persa[1], el príncipe Apprio es el padre de todas las testas coronadas del mundo desde su creación, y el número de hijos que este gran príncipe tuvo de la reina Monilna[2], su esposa, es tan prodigioso que la multiplicación de todos los descendientes del primer hombre, hasta el último que nazca, no es más innumerable. Añade también que los más sabios personajes turcos, persas, árabes, etcétera, que han trabajado sobre la historia que os ofrecemos, la consideran como un cuerpo de moral que encierra las más bellas lecciones y los preceptos más indispensables para la conservación de todo el género humano. Para los aficionados a las cosas bellas es triste que no se nos hayan podido comunicar esos hermosos comentarios, así como las cartas geográficas y las estampas que esta obra exigiría. Pero lo que debe consolarnos es la pretensión de que la historia de Apprio tiene de maravilloso lo siguiente: que todo el que la medite podrá comprenderla en profundidad e incluso encontrará a menudo en ella su propia historia, a poco que sea hombre o mujer de cierto rango, y, sobre todo, a poco que haya sido educado en el colegio, en el convento o en la Corte.

Primera parte

Si la idea que los hombres se hacen de la nobleza no es una idea quimérica, y si es cierto que consiste en una serie de antepasados ininterrumpida durante varios siglos, el príncipe cuya historia escribimos, remontándonos de varón en varón hasta la creación del mundo, puede considerarse como el ser más noble de la naturaleza. Sin embargo, nunca se ha vanagloriado de su nacimiento porque, sabiendo que la virtud no está unida a él y que uno es hijo de sus propias obras, siempre ha tenido por frívola una ventaja que depende del azar. En efecto, aunque la mayoría de sus antepasados se hayan inmortalizado por sus bellas acciones, también pasaron su vida en la indolencia, en el olvido de sí mismos; hubo otros lo bastante cobardes para dejarse arrebatar sus prerrogativas más preciosas; pero como el mérito de unos y la ignominia de otros no es nuestro asunto, volvamos al príncipe Apprio.

Los primeros hombres, ignorantes y misteriosos, ocultaron casi todas las cosas bajo fábulas groseras o bajo emblemas ininteligibles. Cuando uno quiere adentrarse en los tiempos remotos, la oscuridad nos detiene a cada paso; he aquí, tras una laboriosa pesquisa, lo que hemos podido ordenar en un caos de ideas confusas y extravagantes cuyas tinieblas no puede disipar la crítica más luminosa. Por más que hemos hecho para conocer claramente la verdad, nunca la veremos más que a través de un velo.

No nos detendremos a dibujar todas las figuras bajo las que se ha pintado al príncipe Apprio ni a evocar todos los nombres que se le han dado. Los extravíos de la mente humana aburren tanto como divierten y sólo evocaremos de pasada algunos jeroglíficos[3] que lo caracterizan. Para unos pueblos es un dios, para otros sólo un hombre, aunque un hombre singular. En un país, objeto de culto público, se le elevan altares, se le construyen templos; en otras partes, sólo lo adoran en secreto. Aquí es una llama devoradora que consume al sacrificador y a la víctima, allá una rosa vivificante que da ser y crecimiento a todo. En otra parte es una simple pepita de uva. Entre unos es el fénix que renace de sus cenizas, la rama dorada que se reproduce de sí misma[4]. Entre otros pueblos es objeto de irrisión, monstruo sin forma; sin embargo, es el más honrado y celebrado de sus dioses. En todas partes es una brújula que rige todas las acciones humanas, es un imán que atrae todo hacia sí. ¡Qué sabemos nosotros lo que no es! Pero resulta excesivo entregarnos a los símbolos de la alegoría. Dejemos las falsas apariencias de la fábula, y pasemos a la simplicidad de la historia.

Apprio era hijo de Valmor y de Lusicoteria-Celpidutia. Si cuando nació no aparecieron fenómenos en el cielo, en la tierra hubo pruebas de una alegría universal. Todos los pueblos se apresuraron a verlo. Todos lo que tuvieron esa dicha quedaron encantados, y hasta el mero placer de oír hablar de él hacía sus delicias. Tuvo por nodriza a Pultevola, que, joven entonces, lozana y graciosa, aún no había corrido las aventuras que la han vuelto despreciable. En esa época tenía esos atractivos, esa finura, esa dulzura que sólo conocemos en idea: el vigor de la salud y la fuerza del temperamento dependen de los primeros alimentos.

Apprio, nutrido con una leche llena de espíritus sutiles, fue robusto casi desde que nació. Fue él quien, si se nos permite seguir recurriendo al emblema, asfixió bajo el nombre de Hércules a dos serpientes en su cuna[5].

Gatimonnilia se ocupó de sus primeros años, se unió a él de tal manera que no le abandonó casi nunca. En su amistad encontró él esas alegrías puras y deliciosas sin las que los placeres sólo son insipidez. Obligado a volver a ella cuando sus arrebatos la habían enfriado, en todas las épocas de su vida confesó que sólo fue feliz gracias a ella, con ella. Valmor le había dado el reino de los síderos, vasto país en el que todos los días se hacen nuevos descubrimientos. En medio de los mares que la rodean por todas partes se encuentra la isla flotante de Taliélaré, deliciosa a la vista. Los síderos hacen mil tentativas para llegar a ella, mas, criticados por el escaso éxito de su empresa, dicen que no es más que una quimera. Sin embargo, subsiste, pero es tal el gran arte del encantador que la construyó que uno cree verla y tocarla, y no se la ve ni se la toca casi nunca.

Los síderos son ligeros, impetuosos, volubles, aman con ardor, corren muchísimo y siempre se adelantan a lo que han querido, desprecian el presente y sólo se ocupan del futuro, desprecian lo que poseen, sólo se ocupan de tenerlo, y hacen sus delicias de lo que no tienen. Su ambición es excesiva y nunca queda satisfecha, sus proyectos son inmensos y rara vez afortunados. Su extravagancia aumenta con la contrariedad, se vanaglorian de ella y la tienen por prudencia. El primer químico fue un sídero. Su divisa es: Sperar sempre, non gioir mai[6].

El país es fértil y se encuentra en la mejor situación del mundo. Sus panoramas son admirables, sus edificios alcanzan una altura prodigiosa. Los jardines están cortados por laberintos. Estos laberintos son tan extensos, están tan enredados que casi siempre se pierde uno en ellos, incluso con un guía. Sus flores son hermosas, pero carecen de olor, los frutos acarician la vista, pero el gusto encuentra en ellos poca satisfacción. El clima es cálido, las tormentas son frecuentes, el pueblo bajo va casi desnudo, los señores se visten con una tela singular y bastante parecida a alas de mariposas raras y coloreadas de extraña forma. El alimento habitual es delicioso, pero tan corrosivo que es más apropiado para irritar el apetito que para satisfacerlo. El licor que allí se bebe es fuerte, aturde, embriaga y no sacia en absoluto la sed.

Apprio se resintió toda su vida de las impresiones que había recibido con tales cortesanos. La inconstancia fue su pasión dominante. Más halagado en sus placeres por la variedad que por la selección, consultó a menudo el capricho a expensas del gusto y la delicadeza. No lo reconoció nunca, porque todo lo que halaga parece bueno; pero nosotros debemos rendir testimonio a la verdad, incluso a expensas de nuestro héroe. Criticar sus defectos es hacer creíbles sus virtudes.

Apenas cumplió los doce años, los cortesanos, siempre con los ojos abiertos sobre sus príncipes, siempre atentos a seguir y a estudiar sus pasos para aprovecharse de ellos, se dieron cuenta de que era capaz de dejarse gobernar por un favorito. En todas partes hubo intrigas secretas, solicitudes abiertas para ese importante puesto. Sin embargo, el rey no se decidía. Su indecisión tenía los ánimos en suspenso; los bienes que se esperan perturban casi tanto como los males que se sufren. Tal era el estado de la Corte, cuando quedó muy sorprendida de que una mañana, al levantarse, se supiera que había elegido al príncipe Danbre. Los aspirantes se vieron obligados a someterse a la voluntad del amo y a ganarse la simpatía del favorito.

Este príncipe, hijo de Livacguver y de Plecuanissa, era soberano de la provincia de los celulenses, nación independiente de los síderos, pero aliada suya, y que desde siempre utilizó tropas auxiliares en sus ejércitos.

Los celulenses son de baja estatura, pero vigorosos, y casi siempre están furiosos y en acción; la actividad de su temperamento los arruga y envejece pronto. Entre ellos y su príncipe hay una unión tan perfecta, una dependencia tan necesaria, que no pueden nada sin él, y él nada sin ellos. La amistad tiene tan gran predicamento en este pueblo que es inaudito que un celulense haya abandonado a su amigo. Sólo la muerte o la violencia puede separarlos. Siempre el uno con el otro, comparten sus fatigas y sus placeres. Esa comprensión hace su gloria y su fuerza.

La envidia sigue de cerca al favor. De él se decía que sólo tenía el mérito de la novedad; que era un joven audaz que no veía nada imposible, un atolondrado que sólo escuchaba a su locura, a su arrebato; que precipitaría al rey en algún exceso dañino para su salud o vergonzoso para su gloria; que Gatimonnilia (pues era ella la que, no contenta con haberlo introducido en la Corte, le había hecho conocer a Apprio) sería la primera en arrepentirse de su obra; que él la destruiría en el ánimo del príncipe para reinar solo. Se equivocaron. Siempre vivió en perfecta relación con ella, siempre sirvió tan bien a su amo que fue amado por él sin interrupción hasta su muerte, y su muerte le costó lamentos infinitos. Hablemos algo de su carácter.

Su impetuosidad natural surgía de un fondo de valor y firmeza maravillosos. Intrépido a la vista del peligro, se precipitaba en él, no como si no lo conociese, sino como si lo encontrase digno de su persona. Enemigo del descanso, sólo se entregaba al reposo de mala gana, y por unos momentos. Una victoria conseguida le animaba a una nueva conquista, sólo se ocupaba de combates, de triunfos. De ahí tantas hazañas emprendidas con audacia, sostenidas con coraje, ejecutadas con éxito. Su fidelidad fue ejemplar y no produjo murmuraciones. Los favoritos, casi todos ingratos, buscan su elevación rebajando a quienes los han creado. La gloria de su príncipe fue siempre el objeto de sus deseos y el término de su ambición. Amó al rey en Apprio, sin segundas intenciones, sin otros designios, por el solo placer de amarle. Nunca separó el poder de su persona; en fin, puede decirse que el ardor del favorito en el servicio de su señor llegó hasta su destrucción, hasta el propio aniquilamiento.

El rey tenía por meninos[7] a dos jóvenes celulenses de su misma edad. El príncipe Danbre se los recomendó, dándole a conocer todo su mérito. Apprio los probó, los amó, los colmó de favores, su gratitud igualó a sus bondades; ellos le amaron, se unieron a él sin reserva, enteramente. Admitidos a sus trabajos, llevaron todo el peso, toda la fatiga; admitidos a sus placeres, fueron todo su encanto, todo su atractivo, toda su vivacidad, pues a su protector, poco celoso de su favor, no le costaba confesar que le ayudaban a conservar el de su amo.

Danbre disfrutó durante un tiempo de un favor ocioso. Apprio, joven todavía, y sin discernimiento, se entregaba por entero a esos juegos frívolos y sin recursos que la infancia parece perpetuar en aquellos que está obligada a abandonar. Poco a poco la disipación fue dejando paso al recogimiento. Sus ideas se aclararon, su gusto se depuró, las cosas sucedieron a las naderías. Danbre entró entonces en propiedad de todos sus derechos. El rey no podía prescindir de él, sólo era feliz con él. Sin embargo, se volvió soñador, se aburría, ya no hablaba, suspiraba, una mezcla confusa de languidez y viveza apagaba y encendía alternativamente el fuego de sus miradas. Se dieron cuenta de su cambio. Sus cortesanos quisieron entretenerle con fiestas, que lo volvieron más melancólico. Las damas vieron en esto un mal augurio para ellas, su tiempo no había llegado. Pronto pudieron desengañarse: esa alteración involuntaria y esa insensibilidad aparente le preparaban para conquistas en las que su vanidad consiguió quedar satisfecha.

Como se ama el detalle[8] y se quiere conocer todo de los grandes hombres, vamos a dar de Apprio la idea más justa que nos sea posible. Estaba en esa edad en que la belleza pertenece a ambos sexos. La suya era delicada, pero estimulante; halagüeña, pero animada; tenía ese aire de dulzura y majestad que los dioses imprimen en quienes son objeto de su complacencia y su predilección. El respeto y la admiración caminaban delante de él, era el encanto de los ojos y de los corazones, no se le podía negar el tributo de amor que exigía, y que, sin embargo, parecía voluntario.

El pincel más vivo trasladará mal sus colores, y la imaginación misma pintaría mejor el efecto que la mezcla.

Sus cabellos eran de un negro esplendoroso, nada disimulaba su color natural, se rizaban sin necesidad de artificio, eran suyos. Entonces no se conocía, al menos en su Corte, ese refinamiento, o más bien esa extravagancia de gusto que hace renunciar a los dones de la naturaleza para apropiarse de un despojo extraño. Eran cortos. La molicie no había introducido todavía esas largas cabelleras que dan un aire afeminado a quienes las llevan, que los deslucen, que los vuelven tan ridículos como lo serían unas liebres vestidas con las crines de un león. Enemigo del fasto, su indumentaria era muy sencilla, sólo consistía en un manto de satén gris claro forrado con un tafetán de color rosa, atado por un pequeño nudo de cinta color de fuego. Se vestía de modo que en los días de acción o de ceremonia su atuendo no le impidiese ni combatir ni mostrar la elegancia de su talle.

Admirablemente bien constituido, de movimientos libres, de acción fácil, de actitud altiva, incluso algo orgullosa, pero con ese orgullo noble que es patrimonio del soberano, no era ni como esos gigantes a los que su grandeza eleva hasta los cielos y a los que su peso arrastra hacia la tierra, ni como esos enanos que un soplo derriba y que escapan a la vista. La naturaleza, que ama el orden, que busca proporciones en todos sus productos, había hecho en él su obra maestra: era tal como nos pintan al dios Marte.

Era dulce, parecía incluso que abordaba a la gente con timidez. Pasada esa primera turbación, resultaba amable, cariñoso. Era vivo, emprendedor, y no conocía obstáculo ni dificultad. La resistencia le irritaba, entonces dejaba de ser dueño de sí; centelleaba de cólera, el fuego le salía de todas partes, no respiraba más que sangre y carnicería, era preciso que todo cediese ante él; avergonzado de su arrebato, se enfadaba, derramaba lágrimas; pero como es fácil recuperar el temperamento propio, en la primera ocasión la cólera sucedía al arrepentimiento con tanta rapidez como el arrepentimiento habría sucedido a la cólera.

Por lo demás, sus virtudes borraban sus defectos, y hasta puede decirse que éstos no eran más que consecuencias de aquéllas. Tenía en grado eminente todo lo que es propio del héroe, y sobre todo había nacido de una liberalidad que el sueño mismo no suspendía la pasión que sentía por derramar sus favores. Tito[9] sólo lamentaba los días que había pasado sin hacerlos. Apprio habría lamentado las noches. Un elogio más largo le ofendería, la modestia y el mérito caminan de la mano.

Un día, a solas con su favorito, rompiendo de pronto el silencio, le dijo:

–Danbre, os amo, quiero abriros mi corazón. Todo parece sonreírme, y de hecho todo me sonríe. Adorado por mis súbditos, tranquilo en mis Estados, en paz con mis vecinos, debería ser feliz, y no lo soy. Impulsos desconocidos me agitan, vuestra presencia (por querido que seáis para mí) redobla su violencia, me estremezco, tiemblo, siento escalofríos, mi corazón se rebela, se me escapa, tengo deseos, no sé adónde tienden; mi inquietud se nutre de todo lo que hacen para distraerla. Un fuego difundido por todas mis venas me devora, me consume; el día es un suplicio para mí, la noche no resulta más favorable, el sueño me rehúye, o sólo suspende mis pesares para aumentarlos; mil imágenes extravagantes y quiméricas se me ofrecen; unas veces, un alocado tropel de Amorcillos me encadenan con una guirnalda de flores, me transportan en sus alas a lugares encantados: céspedes esmaltados, sombrías florestas, murmullos graciosos de un arroyo lentamente fugitivo, gorjeo conmovedor de mil y mil ruiseñores cuyos halagüeños sonidos repite el eco, palacio donde brillan el oro y el azur, donde, rival de la naturaleza, el arte anima sus propias obras, embelesan mis ojos y mis oídos. Seres desconocidos, pero encantadores, retozan alrededor de mí, me llaman, me muestran la felicidad que hay en la distancia, me encuentro en un desierto árido, no veo más que montones de arena y rocas escarpadas; se deja oír un ruido terrible; presto atención, miro, es un torrente que se precipita desde una montaña. Me llego a él; el agua se pierde bajo tierra, sólo saltan sobre mí algunas gotas que no llegan a mi lengua reseca. ¿Qué te diré? Mil juegos más se dejan ver y se destruyen; me despierto y ya no vuelvo a dormirme.

–Señor –le respondió el príncipe–, el estado en que os encontráis me afecta tanto más cuanto que mi presencia irrita vuestros males. Si soy yo la causa, enviadme al exilio, no volváis a verme nunca. Aunque le duela a mi amistad, ésta me vuelve capaz de hacer por vos este sacrificio.

–No, mi querido Danbre –interrumpió Apprio–, no puedo consentir perderos. Todavía soy más digno de lástima cuando estoy lejos de vos. ¡Qué injusto sois! Necesito vuestros consejos, vuestra ayuda, y queréis abandonarme.

Tras estas palabras lo miró con los ojos bañados en lágrimas y se calló. El favorito volvió a tomar la palabra:

–Estáis en una edad en la que todas las pasiones confundidas intentan desarrollarse en un corazón. El choque es rudo, resulta difícil aguantarlo. Cuesta tanto ceder a él como combatirlo. La victoria o la derrota son igualmente dolorosas. Me pedís consejo. No traicionaré vuestra confianza. Voy a proponeros un remedio violento pero necesario. Separaos de vos mismo. Salid de la inacción en que estáis. La gloria os llama, seguidla. No tenéis ninguna guerra donde podríais hacer vuestras primeras armas. Dejad en paz a vuestros vecinos. Id a buscar lejos peligros dignos de vuestro valor. Volad a descubrir la isla de Taliélaré. Allí os esperan el reposo y los placeres. Poned fin a esa aventura. Su gloria os está reservada.

Tras estas palabras, el rey adopta un aire más sereno. Parece salir de una larga letargia; un fuego vivo, pero dulce, brilla en sus ojos. Es un hombre nuevo.

Danbre va en busca de Gatimonnilia, le habla del designio del rey. Ella lo desaprueba al principio, mas, vencida por sus razones, le ayuda a condición de que también ella forme parte del viaje. Se equipa una flota. Se toman medidas para mantener la calma en el reino durante la ausencia de Apprio. El día de la partida llega, embarcan.

Danbre, Gatimonnilia y los dos celulenses estaban solos en la cámara del rey y se esforzaban por entretenerle durante una navegación larga, aunque afortunada. En ocasiones participaba de sus conversaciones, pero la mayoría de las veces, arrastrado por su ensoñación o cediendo a su impaciencia, pasaba días enteros mirando el mar y suspirando. El tiempo cambió, se cubrió de nubes el cielo, acreció el viento y se volvió contrario, la tempestad se forma, estalla, los pilotos se desconciertan, los barcos se dispersan, la tormenta crece; los amenaza la tempestad que se avecina. Apprio, inmóvil, guarda profundo silencio, los dos celulenses imitan a su amo, Danbre y Gatimonnilia discuten, la tripulación lanza unos gritos lamentables, el barco se parte, las olas lo engullen, el rey, sostenido por sus meninos que le ayudan a nadar, es arrojado medio muerto en la arena. Vuelve en sí, pregunta por su favorito, no lo encuentra, lo llama, lo busca por todas partes y se desespera por su pérdida. Gatimonnilia se une a él, trata de consolarle, su solicitud resulta inútil; ven a unos cuantos pescadores ocupados en recoger los restos del naufragio. Les preguntan en qué país están. «Estáis en el país de los dótigos», le respondieron. «Mina, nuestra reina, tiene su palacio a treinta leguas de aquí. Como los caminos son difíciles y somos amigos de los extranjeros, uno de nosotros os servirá de guía en caso de que queráis ir a la Corte, donde podemos aseguraros que seréis bien recibidos». Apprio acepta el ofrecimiento y se pone en camino; el segundo día encontró a su favorito, su vista le hizo olvidar todas sus desgracias.

Gatimonnilia se había adelantado. La reina, informada por ella de la llegada del príncipe Apprio, salió a su encuentro y, abrazándole tiernamente, se felicitó de tenerle; lo alojó en su palacio y le colmó de caricias. No tardó el rey en hacerse a las costumbres de los dótigos, y, olvidando su reino y todos sus proyectos, se entregó a las delicias del país con tanto arrebato cuanto que nunca había disfrutado de otras parecidas.

El reino de los dótigos no es muy grande, una llanura casi cuadrada, cortada por ríos que desembocan unos en otros; hay unas pequeñas montañas en sus extremos, pero poco dignas de tenerse en cuenta. Lo componen cinco pueblos diferentes; el principal está separado de los otros cuatro por un valle bastante profundo. Todos tienen sus habilidades y sus costumbres particulares; en general, son despiertos, hábiles, oficiosos e infatigables.

Mina, encantada con su nuevo huésped, inventaba todos los días algún placer para retenerle. Su pasión por él se hizo tan fuerte que abandonó el cuidado de todos sus asuntos; no podía pasarse sin verle. Apprio respondía a su solicitud, y su unión parecía que había de durar tanto como su vida.

Gatimonnilia, alarmada por los violentos ejercicios que le veía hacer, le advirtió que sus excesos podrían tener funestas secuelas; Danbre y los celulenses se unieron a ella; el rey no quiso escuchar nada. Ella le pidió que se retirara. Fue la víctima de su despecho. Le dijo fríamente que era dueña de su destino, que podía irse donde bien le pareciese. Dicho esto, la despidió. Al principio estuvo encantado de no verla, pero pronto la echó de menos y se declaró feliz de verla cuando quisiera volver. Así son los reyes sin experiencia.

Un día, Apprio, arrastrado por el ardor de la caza, se perdió. Le sorprendió la noche. Gracias a una débil luz distinguió algunas casas sobre una colina; cuando se dirigía hacia ellas cayó en manos de los brularnos, pueblo feroz e indómito, extrañamente codiciosos de los bienes ajenos; los roban únicamente para disiparlos sin provecho alguno, y no sacan más ventaja de su furia que el espantoso placer de destruirse a sí mismos haciendo perecer a quienes han conseguido dominar por la fuerza o la astucia. Discípulos de un tal Godinese, de él aprendieron a cometer el crimen sin vergüenza ni remordimientos. No tenían ni templos ni sacerdotes; presumían, sin embargo, de religión y hacían sacrificios a la tierra de día, de noche, por la mañana y por la tarde, como si estuvieran obligados a ello por su fervor o su capricho. Sin hacer caso de la majestad real, trataron a Apprio con una inhumanidad de bárbaros, lo encarcelaron, lo despojaron, lo separaron de su favorito y sólo le dejaron sus dos meninos, que, agotados por los malos tratos que habían recibido, no podían prestarle ayuda alguna.

La reina Mina se conmovió ante el estado en que se encontraba Apprio, pero, no queriendo ni atreviéndose a pelear con los brularnos, se limitó a emplear sus buenos oficios para inducirles a tratarle con mayor dulzura. Fue poco el caso que hicieron de su intervención. Continuaron persiguiéndole; Apprio necesitó todo el vigor, toda la fuerza de su temperamento para no sucumbir a pruebas tan violentas, tan temibles que a veces le sobrepasaban hasta el vómito. Palideció, adelgazó, se descarnó, se volvió irreconocible. A tantos males se unió además una hemorragia de sangre que lo llevó casi a la muerte.

El príncipe Lucano (más tarde diremos quién era) decidió librarle de las manos de los brularnos. Para ello utilizó a la princesa Cadhubea, que se hizo ayudar por Gatimonnilia; siempre habían sido enemigas, el interés por Apprio las unió.

Cadhubea es una persona verdaderamente extraordinaria. Mirada desde cierto lado se le encuentran algunos encantos aunque realmente sea fea. Es de todos los países y de ninguno. Se desconoce su lugar de nacimiento. Extraña, inconstante, imperiosa, lleva sus proyectos hasta el final. Hace consistir sus placeres en el capricho y en el exceso. En ella no es el gusto el que decide, es el temperamento; no es nada sutil, lleva todas las cosas al límite, pasa rápidamente de una idea a otra, la más extravagante le parece siempre la más sensata, se vanagloria de sus arranques de rabia. Incapaz de reflexión, nada la detiene, la furia que la guía produce con frecuencia secuelas molestas. Entonces parece que su dolor, que sus lágrimas son un arrepentimiento; no son más que desesperación, la rabia causada por la impotencia en que se ve de poder satisfacerse. Sus favoritos son esclavos, los trata con altivez, sólo les deja la libertad de obedecer: quiere, obliga, no tiene otra manera de persuadir.

Cadhubea gozaba de cierto crédito entre los brularnos, tuvo permiso para ver a Apprio, y lo hizo tan bien que se lo entregaron. Le propuso ir al palacio del príncipe Lucano, que lo deseaba, según la carta que este príncipe le había entregado para Apprio. Estaba concebida en estos términos:

Lucano, soberano de Lucania[10], príncipe hereditario de Medoso, Ghervomo, Vergobria, etcétera, al rey Apprio, salud.

Hemos sabido con sorpresa y dolor el estado en que os encontráis en medio de nuestros mayores enemigos. Los ultrajes que os hacen esos bárbaros han encendido nuestra justa indignación. Les hemos hecho pedir vuestra libertad, no creemos que tengan la insolencia de negárnosla. Si nos equivocamos, no tardaréis en vernos al frente de todas nuestras huestes poniendo todo a sangre y fuego entre esos miserables, y destruyéndolos por completo. La alianza que siempre reinó entre nuestros antepasados y la estima que tenemos por vuestra persona nos hacen esperar que honraréis nuestra Corte con vuestra presencia y que vendréis a recibir todas las muestras de amistad que podéis esperar de un hermano y de un aliado.

Lucano

Apprio fue sensible a la iniciativa de Lucano. Sin embargo, su primer impulso fue rechazar su ofrecimiento y regresar a su reino. Los modales de Cadhubea le desagradaron, sintió repugnancia a seguirla. Le habían hecho un retrato poco favorable de Lucano y de sus Estados, donde le aseguraron que el aire está infectado a menudo de exhalaciones sulfurosas e insoportables, y el país desfigurado con frecuencia por inundaciones penosas y desbordamientos muy desafortunados. No tenía ideas que le alentasen a hacer aquel viaje. En fin, por instinto o por prejuicio, todo le disuadía de hacerlo. La juventud tiene avidez de novedades, pero quiere conocerlas, o al menos imaginarse que las conoce antes de entregarse a ellas. El deseo de instruirse, el placer de no ignorar nada la anima; la vergüenza de parecer ignorante la retiene; flotante, incierta, es preciso decidirla. Así era Apprio.

Gatimonnilia venció su falta de resolución y pudo más que el príncipe Danbre, quien, vuelto recientemente de sus últimas aventuras, temía emprender otras nuevas.

Apprio no quiso partir sin despedirse de la reina Mina. La forma en que le había recibido exigía esa muestra de agradecimiento. Su entrevista fue tierna, su separación dolorosa, hubo lágrimas derramadas, se dijeron un adiós que creyeron eterno; pero más tarde tuvieron el placer de verse nuevamente en la Corte de una princesa cuyas aventuras, estrechamente ligadas a las de Apprio, serán uno de los más bellos pasajes de esta historia, cuya primera parte terminamos aquí.

Segunda parte

La Lucania es mucho más extensa que los Estados de la reina Mina; aunque estéril, el país está muy habitado. Las relaciones de los viajeros (son rarísimas) varían más o menos según la duración de su estancia, la mayoría incluso se contradicen formalmente. Esto es poco más o menos lo que cuentan:

El Estado tiene forma redonda, está rodeado por altas montañas cubiertas en todo tiempo de nieves que moderan el excesivo calor del clima. Una llanura bastante estrecha lo corta por la mitad; sólo crecen en ella unos cuantos arbustos que no producen nada. Casi siempre reina un viento impetuoso, cuyo ruido se parece mucho al del trueno; por lo demás, es más incómodo que nocivo.

Las costumbres de los habitantes son muy singulares. Están divididos en dos naciones igualmente sometidas a su príncipe: los ugoberos y los chedavaros.

Los ugoberos son enemigos del fasto y la ostentación. Sus ropas son limpias pero sencillas, su casa modesta, su alimentación frugal; su apariencia es sensata, su compostura decente, su lenguaje honesto. Rehúyen, o al menos fingen hacer creer que rehúyen, los excesos y el desorden. Presumen de ciencia e incluso de filosofía, se rigen por ésta y se esfuerzan, no en público, sino en privado, en inspirarla a sus alumnos; hacen un misterio de su moral tanto como de su culto. Un secreto inviolable esconde una y otro a las miradas y a la penetración de los que no han sido iniciados en ellos. Grandes defensores de su religión, buscan con afán y cultivan con aplicación los medios de hacer prosélitos, y, rígidos observantes de sus máximas, mantienen sus prácticas hasta el escrúpulo. Por lo demás, son de carácter dulce, tan humanos que su dulzura se ha vuelto proverbial y que comúnmente se dice «un buen ugobero».

No ocurre lo mismo con los chedavaros, aunque debe decirse que son algo así como los esclavos de los ugoberos. Serían los más despreciables, los más deshonestos de todos los hombres, si sus queridas no tuvieran la bondad de dulcificar su servidumbre. Un orgullo estúpido los ciega sobre la ignominia de su estado. Como son libres en apariencia, no sienten el peso de sus cadenas, su cobarde complacencia los vuelve insensibles a la repugnancia de la humillación. Los halagan, los miman; su alma mercenaria se aplaude por ello. Insensatos, que no ven que son juguete de quienes imaginan que hacen su felicidad. Presumen de belleza, pero esa belleza es blanda, afeminada y pasajera. Sumidos en un lujo inmoderado, sólo viven para los adornos, para los aderezos; se les reconoce por la magnificencia de sus ropas, y mejor todavía por su manera de arreglarse. Sus miradas son rebuscadas, su paso afectado, no tienen espontaneidad alguna. Fueron los primeros que se dejaron crecer los cabellos, que rizaron y empolvaron. Inventaron el uso de las pastas, las esencias y los perfumes. Sus palabras se parecen a sus costumbres, tienen un lenguaje distinto, lleno de afectación; se llaman entre sí referos, gnótidos y manégidos. Estos extraños nombres son nombres amistosos. Hay entre ellos una orden de caballería cuyo origen y prerrogativas se ignoran. Consideran tan alto honor pertenecer a ella que sólo los miserables no lo hacen. Se llama orden de Thalactemno.

A veces, la esclavitud de los chedavaros termina. Hay quienes consiguen ser admitidos en el rango de los ugoberos. Entonces olvidan la bajeza de su primer estado y el esclavo asume los sentimientos del amo.

Lucano no era de esos príncipes populares que se comunican con sus súbditos, que viven familiarmente con ellos; era de difícil acceso, dejándose ver sólo por sus favoritos y sus médicos. Sufría vapores que lo postraban en una negra melancolía que lo agitaba cruelmente. Su furia aumentaba cuando las princesas Hermoderías le visitaban, cosa que ocurría con bastante frecuencia. Estas princesas viven en un país llamado Suna, y estaban enamoradas de Lucano; como no consiguieron complacerle, se vengan de sus desprecios mediante los males que le hacen sufrir.

Sin embargo, Lucano recibió muy bien a Apprio y le procuró todos los placeres de que era susceptible la Corte. Le adjudicaron dos famosos ugoberos para instruirle en los misterios de la religión, y no tardó en ser iniciado; su inteligencia le permitió ir por delante de las lecciones de sus maestros. Si hubiera estado en edad de ser halagado con la reputación de sabio, se habría sentido satisfecho con los elogios que le hacían por todas partes; pero bien por inconstancia, bien por asco, pronto se dieron cuenta de que Apprio meditaba retirarse en secreto, previendo que Lucano se opondría a su marcha si le hablaba de ella. En efecto, la hipócrita modestia de los habitantes le desagradaba, comprendió sin esfuerzo que en ellos la virtud sólo era exterior, que la prudencia de que hacían gala sólo era un refinamiento de placeres cuya misteriosa regularidad halagaba más su imaginación que su corazón. Añádase a esto que el aire y los vientos del país le incomodaban; que, pese a disponer del más hermoso aposento de palacio, como los lucanianos carecen de gusto para la construcción, estaba tan mal alojado y tan estrechamente que él y su favorito Danbre no podían moverse en la misma habitación.

Lucano se sorprendió ante la indiferencia que Apprio mostraba por los placeres de la Corte, y por la secreta antipatía que descubrió en él hacia su persona. Hasta entonces no había cometido ninguna felonía; pero el rey, pensando con más nobleza que el resto de los hombres, sintió que le faltaba algo, y, sin saber exactamente qué era, anheló su posesión.

Lucano, que le examinaba, previó con dolor que iba a escapársele. Para retenerle, recurrió a un medio que creyó infalible: tentarlo con la gloria y prometerle una inmortal si aceptaba ponerse al frente de sus tropas y ayudarle con su valor y sus consejos a vencer a sus enemigos.

Apprio pareció vacilar. ¿Qué no puede la gloria en un corazón joven? Para no dejar que se enfriaran sus felices disposiciones le rogó que le instruyese con sus ideas y que reuniese al día siguiente en su casa un gran consejo. El rey no puede negarle nada. Se reúnen.

Peguirel, general de Lucano, valiente oficial que había envejecido en la guerra y había prestado señalados servicios a su amo, toma la palabra y dice:

«Las expresiones de un viejo soldado son groseras, piensa más en las cosas que en las palabras, presume de actuar bien y no de hablar bien; por eso, gran príncipe, expondré con sencillez el motivo que nos reúne. Se trata de una guerra justa y necesaria. Veamos ante todo quiénes son nuestros enemigos, luego veremos por qué medios podremos triunfar sobre ellos. El príncipe Lucano es, sin discusión, el monarca más poderoso del mundo. Sin embargo, quiere cederos la preeminencia, y tener a honra deber a vuestro valor las conquistas que medita hacer. El primero –y el más pertinaz– de nuestros enemigos es el príncipe Turneo, quien, abusando de la situación de su Estado, que está en las alturas de éste y se halla cortado por una infinidad de canales, nos inunda en plena paz y por el solo placer de hacernos daño. Su extravagancia es tal que, aunque siempre resulta vencido, siempre es el primero en atacar. Sin embargo, como hace poco el príncipe mi señor firmó con él una tregua que ha prometido observar religiosamente, hemos de esperar a que dé nuevos motivos de ruptura para hacerle sentir la fuerza de nuestras armas; y no esperaremos mucho tiempo.

»Otro enemigo más cruel y más peligroso son los brularnos. Vos, señor, que habéis estado entre ese pueblo, sabéis hasta dónde llega su ferocidad. No contentos con atacarnos abiertamente, intrigan con los lucanios, abusan de la juventud y de la ignorancia de los chedavaros. Y lo que es peor (juzgad cuán grande es la corrupción del corazón humano), se ha encontrado a ugoberos en comercio con brularnos. Hay que cortar el mal de raíz; de su destrucción depende nuestra seguridad, nuestro honor, nuestra salvación. Exterminándolos, vengáis vuestras injurias y las nuestras. ¿Quién puede detenernos? El hierro y la llama están preparados, el enemigo está a nuestras puertas, en adelante sólo deberá pervivir en la memoria de sus destructores. El tercer enemigo, contra el que necesitamos de todo nuestro valor y de toda nuestra experiencia, es Monilna, reina de los sirlapis, que se han sustraído a nuestra obediencia para vivir bajo la suya. Tiemblo de rabia cuando pienso en los males que nos ha causado, en los que nos causa y en los que nos prepara. No veréis ningún extranjero entre nosotros: ella nos los ha quitado todos, su Corte es el centro de las riquezas y del comercio de toda la tierra. Gracias a los dioses inmortales, sus artimañas no han seducido a ningún ugobero, pero en el exterior no nos quedan más que unos cuantos amigos escondidos que no se atreven a aparecer bajo nuestros estandartes. El temor y la vergüenza los retienen: apresurémonos a abatir su odiosa dominación. Seamos sus destructores, o seremos sus víctimas; la empresa es difícil, no lo niego, sus tropas son numerosas y aguerridas, y sus jefes intrépidos y célebres por mil conquistas; pero el valor y la paciencia triunfan sobre todos los obstáculos. Démonos prisa. Invencible cuando ataca, para vencerla hay que sorprenderla. Veamos ahora la vía por la que podemos triunfar.

»Contamos con veinte mil ugoberos a los que tengo el honor de mandar, el famoso Galibernita está al frente de quince mil chedavaros. Como nuestros vecinos han rehusado entrar en la Liga, el serenísimo príncipe Lucano, mi amo, se ha aliado con Roulea, reina de los tegros y de los prenitros, la enemiga más implacable de Monilna y, si puedo decirlo, más empeñada en su perdición que nosotros mismos. Nacida en un mundo distinto del nuestro, dejó sus intereses y cruzó los mares para venir a secundar nuestra furia. Además de sus súbditos naturales, sus tropas, que llevan por todas partes el fuego, la llama y el espanto, están formadas por palunenses, crenacos y chusepiados. Ante estos nombres, veo palidecer a Monilna. Y eso no es todo: hemos enviado a Cadhubea a sus Estados para sembrar con sus prácticas secretas el desconcierto y la división; los pimorones, que son nuestros húsares, avanzan bajo el mando de su general Alesopariel para apoderarse de los bosques que rodean su reino. Estos pueblos se hacen seguir de sus mujeres y de sus hijos; casi nunca se consigue echarlos de los lugares de los que una vez se han hecho dueños. Sólo se les puede destruir matando a su jefe, quien, para evitar esa desgracia, siempre va vestido sencillamente y confundido entre sus soldados, que no temen, como tampoco él, a nada que esté bajo el cielo salvo a cierto pez de nombre terrible. Lo llaman vonengt sirg, es el único que resulta mortal para ellos.

»Ya veis, señor, por el detalle de nuestras fuerzas y por la sensatez de las medidas que hemos tomado, que la victoria no puede escapársenos con un jefe de vuestra fama.

»Mi amo pone su suerte y sus armas en vuestras manos: será vuestro primer soldado. Llevadnos hacia el enemigo, secundaremos con nuestra obediencia y nuestro valor los grandes ejemplos que seguro habéis de darnos».

Peguirel se calló. En la asamblea se elevó un murmullo confuso de aplausos. El deseo de gloria y el de venganza se dejan leer en los ojos de todos los asistentes. El propio rey pareció emocionado, dejando entrever que aceptaba el mando que le ofrecían de manera tan halagüeña. Pero no dio palabra positiva alguna porque antes quería consultar a su favorito.

Termina el consejo. Apprio corre en busca de Danbre. Le dicen que ha salido a la caza de eracciones[11], pieza extraordinaria, que a veces se encuentran más de las que uno quiere cuando no nos preocupamos de ellas, pero que cuesta mucho encontrar cuando las buscamos.

En espera de su regreso, el rey se hizo dar un caballo para salir de paseo. Sin darse cuenta se apartó de su séquito: le sorprendió una tormenta. Algunos árboles se ofrecieron a su vista, fue a resguardarse bajo ellos. No había estado allí un cuarto de hora cuando, aclarado el cielo, vio a unos pasos una gruta de singular estructura que excitó su curiosidad. Se acercó, la entrada, que parecía estar ardiendo, lo detuvo, pero pronto supo que estaba hecha de ramas de coral. Unos guardias vestidos de blanco estaban situados en hilera en el antepatio: entre ellos sólo dejaban unos intervalos imperceptibles que en vano trató él de traspasar. Como el obstáculo le enfadaba, les habló. En lugar de responderle, se abrieron para dejar paso a una joven de aspecto tan enérgico y tan brillante que Apprio quedó deslumbrado. Su sorpresa fue tan grande que apenas si oyó las primeras palabras que le dirigió:

–Quienquiera que seáis –le dijo–, sin duda venís a consultarme vuestro destino; ¿qué puedo hacer por vos? Os serviré si sois amante, pues no puedo hacer nada por los casados, o al menos no quiero hacer nada por ellos.

–Señora –le respondió él–, soy el rey de los síderos, y ha sido el azar el que aquí me ha traído. Al no tener la dicha de conoceros, no vengo a pediros gracia.

–¡Cómo, señor! –le interrumpió ella–, ¿sois vos el rey Apprio, ese rey tan célebre en toda la tierra, que lejos de vuestros Estados vivís entre un pueblo extranjero cuya artificiosa malicia quiere obligaros a tomar las armas contra una reina amable a la que no conocéis, a la que amaréis y con la que os desposaréis un día? ¿Queréis destruir un reino que debe perteneceros? Abandonad empresa tan funesta, tan indigna de vos. Vuestro interés se opone a ella, la gloria la condena, los dioses os la prohíben. Pero –continuó–, para que cese la sorpresa en que observo que os arrojan mis palabras, sabed quién es la que os habla, y al mismo tiempo qué intenciones eternas e inmutables tiene sobre vos el destino.

»Soy hija de Prestil y de Vectivalia, me llaman Lugana. Educada desde mi infancia con infinitos cuidados por un padre a quien la diosa Tudea había revelado todos los secretos de la naturaleza, guiada por una madre de maravillosos talentos, en poco tiempo me convertí en un prodigio. Yo lo sabía todo, hablaba de todo con sabiduría. Mis defectos no tardaron en oscurecer esas bellas cualidades. Había nacido frívola, indiscreta, inconstante; el carácter dominó sobre la reflexión. Los conocimientos sólidos y las cosas serias me aburrieron, me cansé, los abandoné; los juegos y la coquetería se volvieron mis pasiones dominantes, el gusto por la bagatela y la inutilidad constituyeron el fondo de mi vida. Yo fui la primera a la que se le ocurrió enseñar a los amantes el arte de expresar su pasión. Yo inventé los términos seductores que halagan, que deslumbran, que casi siempre convencen. Yo ayudé al corazón y a la vista de dos jóvenes criaturas inflamadas la una por la otra a mezclar sus suspiros, a comunicarse sus transportes, a mantener y acrecentar su pasión; las gentilezas del amor, la viveza de los placeres y el refinamiento de las delicias fueron obra mía. Los ímaros, pueblo intrépido y repugnante, vinieron a pedirme que les enseñara. Los rechacé, se vengaron de mis desprecios de una manera cruel, pero que a la larga fue saludable para mí. Recurrieron a la bárbara Cornidetis, mi más implacable enemiga. Entonces yo era libre, y, como no desconfiaba de nada, no estaba en guardia. Mi falta de reflexión resultó perniciosa. La maldita Cornidetis me sorprendió mientras dormía. Me encadenó con lazos imperceptibles, mas indisolubles, a la gruta abrasada en que me veis. En mi prisión conservo el amor que tuve por la libertad. Para salir de aquí hago esfuerzos que se limitan al vano favor de poder tomar el aire, y encima es preciso que mis guardias me lo permitan. Verdad es que puedo trasladar mi gruta de un lugar a otro, pero no por ello estoy menos cautiva. A fuerza de decirme que debía someterme a mi destino, me he convencido de ello, y, ya que no puedo trabajar para mí misma, me dedico a ser útil a los que tienen necesidad de mi ayuda.

Tras detenerse un momento, Lugana volvió a hablar así:

–Ahora vuelvo a vos, señor: el amor a la gloria os había hecho emprender la conquista de la isla de Taliélaré. El designio era grande, pero como adoptasteis malas medidas habéis fracasado. La tempestad dispersó vuestros navíos, naufragasteis, y por un encadenamiento de desgracias fuisteis seducido por las caricias de la reina Mina y reducido a un estado horrible por la ferocidad de los brularnos; de no ser por mí, el príncipe Lucano os habría embarcado en una funesta guerra que habría llevado al colmo vuestra insensatez. Perdonad mi sinceridad. El verdadero interés se cuida poco de las expresiones. Quiero serviros y no adularos. Volved, pues, a vuestro primer proyecto, mas no esperéis llegar a la isla de Taliélaré sin la reina Monilna. Apartaos de sus enemigos, id a la Corte, mereced su simpatía: tendréis que superar obstáculos y enemigos, no os desaniméis, saldréis victorioso. No puedo deciros más, vuestra prudencia y vuestro valor deben suplir lo que no me está permitido revelaros. Adiós, señor, una fuerza superior me ordena despedirme.

Apprio, asombrado por lo que acababa de oír, permaneció inmóvil. Vuelto en sí, busca a Lugana, quiere hablarle: había desaparecido. Se deja llevar por una ensoñación tan profunda que apenas oye la voz de sus gentes, que lo han encontrado. Vuelve a palacio muy turbado, impaciente por comunicar a su favorito los prodigios que acaban de ocurrirle. Danbre le esperaba en su habitación. «Tengo que hablaros», le dijo nada más verle, «tengo que hablaros». Todo el mundo se retira, los dejan solos.

Por más impresión que en su ánimo hubieran causado las palabras de Lugana, antes de hablar de ellas a su favorito quiso saber lo que éste pensaba de los proyectos de Lucano, resuelto, si los aprobaba, a seguir ciegamente su parecer. Cuando se ha reconocido a un amigo fiel y de un talento superior al nuestro, conviene incluso a los príncipes tener una inviolable condescendencia hacia sus consejos. Así pues, Apprio da cumplida cuenta a Danbre de lo ocurrido en el consejo, trasladándole al pie de la letra la arenga de Peguirel.

Danbre, que siempre ha tenido presente la conquista de la isla de Taliélaré, le confiesa de manera natural que la expedición que le proponen no es de su gusto. Apoya su idea con tantas razones que el rey se rinde a ellas. Entonces le refiere de manera muy circunstanciada lo que acaba de ocurrir entre Lugana y él. Danbre, trasportado de alegría, abraza a Apprio. Hacen pasar a Gatimonnilia, le informan del secreto. Le consultan sobre los medios de llegar al reino de Monilna. Ella promete pensarlo y darles cuenta al día siguiente. Mientras tanto, Lucano se alarma ante la irresolución de Apprio. Se había jactado de que aceptaría de entrada el ventajoso ofrecimiento que Peguirel le había hecho de su parte. El menor obstáculo es una ofensa para los príncipes acostumbrados al espíritu de dominación, quieren que nada se oponga a él, pretenden incluso ampliarlo a sus iguales.

Lucano resuelve ir en busca del rey y valerse de todo para conseguir que se decida. Mientras está pensándolo, vienen a decirle que Apprio y todo su séquito han salido de sus Estados. La noticia lo enfurece, ordena que lo persigan, que sin preocuparse por el derecho de gentes le ataquen, le maten incluso. Se le obedece. Era demasiado tarde, el rey estaba a salvo. Gatimonnilia, viva y perspicaz, había sospechado que si Lucano tenía la menor sospecha de que Apprio quería dejarle, haría todo para impedirlo. Muy sabiamente pensó que había que prevenirlo con una rauda huida. Mientras prepara todo para su marcha, dos desconocidos se presentan ante ella, le dicen que les ha enviado Lugana para ofrecer sus servicios al rey. Los mira, los examina, los reconoce: eran Resteclo y Neglicalido. Los lleva enseguida ante Apprio, que bajo su guía escapa y burla la persecución de Lucano.

En primer lugar quiso tomar el camino de los Estados de Monilna, pero, reflexionando que, si el príncipe Lucano la atacaba, quizá la reina no estuviera en condiciones de resistir, Apprio pensó que había que llevarle una ayuda considerable y capaz de librarla de un enemigo tan terrible. Así se alzan y se derrumban nuestras pasiones. Aquella reina, a la que ayer Apprio quería destruir, se vuelve hoy objeto de su cariño y de sus inquietudes. Las predicciones de Lugana, el halagüeño retrato que de ella le hace Gatimonnilia, provocaron que en su corazón naciese el más vivo apasionamiento. Avanza a marchas forzadas hacia su reino para estar en condiciones de ver el de Monilna. Mas ¿cómo llegar hasta él? El mar se enfrenta a su impaciencia. No tiene navíos. Harzadel, el demonio de los sucesos buenos y malos, lo saca del apuro. Un gran navío (era uno de los suyos) navegando con todas sus velas se ofrece a su vista. Hace señales, son vistos. El barco se acerca a la rada, él embarca; la navegación fue feliz, el amor participaba del viaje. Apprio llega, sus súbditos están encantados de volver a verlo, su alegría estalla.

Sin embargo, el reino se encontraba agitado, los síderos no pueden permanecer tranquilos. La presencia del rey disipó la sedición. Levó tropas, ordenó a su ejército seguirle, y sin detenerse tomó la delantera con veinte mil soldados, todos de élite.

Mientras Apprio hace su viaje, trataremos de dar una idea sencilla pero clara de Monilna y su reino. Mas descansemos antes un poco, y dejemos para la tercera parte de esta historia las cosas maravillosas que nos quedan por decir.

Tercera parte

Monilna era hija del rey Témeris y de la reina Palmenocasis, que, muertos jóvenes, le dejaron temprano el gobierno de sus Estados bajo la guía de una sabia sacerdotisa llamada Televerna. Como el atractivo y el encanto de la belleza consisten en determinada reunión de átomos simpáticos, algunos de los cuales, escapando en imperceptibles columnas, van a golpear el corazón, no se encontrarán aquí esos novelescos retratos, aburridos en sus detalles, ridículos en su totalidad. Imitaremos a los Antiguos, que, más sabios que los Modernos (dicho sea sin ofensa), hablaban al corazón más que a la mente, y diremos simplemente que Monilna era bella porque agradaba.

Su reino es tan singular por su situación como por las costumbres y las peculiaridades de sus habitantes. Es difícil de trazar el mapa del país, porque los grados de longitud y latitud varían en él casi siempre. Las tierras se extienden en suave pendiente, por la derecha y por la izquierda, desde unas comarcas llamadas Neris hasta las que se denominan Tiroles, y las riega el río Viner, que se precipita impetuoso desde el monte Omaltte. El resto del país no es muy conocido, porque los viajeros se han ocupado más de las delicias del lugar que de hacer descripciones exactas.

Sus pueblos son conocidos con el nombre general de cistones[12]; los más importantes por su número se llaman sirlapenses y posanenses. Entre ellos se eligen a los gobernadores de provincias. Se cuentan siete: los prunenses, los osnis, los pecnedos, los laceroniados, los caconosis, los urausos y los célidos. Estos pueblos son muy turbulentos y casi siempre están en guerra unos con otros; sin embargo, gracias a un efecto inconcebible de la felicidad de Monilna, su división sólo sirve para el fortalecimiento de su poder.

Sus súbditos únicamente la sirven de rodillas, sólo la ven a través de un velo, no le hablan más que con emblemas. No les está permitido hacerlo sino después de haber tomado lecciones de dominio del lenguaje, que se llama edomisto. La metáfora es tan familiar en esta Corte que nunca le entienden mejor a uno que cuando da la impresión de hablar sin hacerlo. Un elogio hecho sin figura sería grosero, una gracia solicitada sin retorno sería a buen seguro rechazada. La lengua es sencilla, pero viva; las expresiones, armoniosas, el estilo, conciso. Por medio de ciertos intérpretes llamados Xeuy e Ittatenosi, los extranjeros oyen todo lo que se dice, y hacen entender todo lo que dicen, sean del país que sean.

Hablemos de las cualidades de Monilna. Nada nace o permanece perfecto: el bien y el mal, aunque enemigos, se reúnen en la misma criatura para hacerla sucesivamente digna de admiración o de censura. Pero puede asegurarse que lo que esta princesa tiene de excelente, sólo a ella lo debe. Fueron sus confidentes, sus favoritos, en una palabra cuantos la rodean, quienes le hablaron de esas alteraciones que a veces se observan en su humor y en su temperamento. La bondad de su carácter llegó incluso a protegerla mucho tiempo de la seducción de consejos sobornadores y envenenados. Ser siempre atacada, resistir siempre: la humanidad no llega a tanto. Monilna cometió faltas, ligeras, cierto, pero al fin y al cabo faltas. Su mérito nos exige alabanzas, pagamos ese tributo complacidos. La historia nos exige sinceridad, cumpliremos nuestro deber obedeciéndola.

En su tiempo no se hallaba establecida la pluralidad de dioses; la furia supersticiosa no había llegado todavía a desafiar al placer y al dolor. Entonces el temor y la esperanza eran pasiones, nada más. ¿A quién le ocurre adorar lo que realmente es un mal, o lo que no puede ser un bien? A seres orgullosos que imaginan saberlo todo y se creen de naturaleza infinitamente superior a cuanto conocen –destaquemos la palabra, a hombres–. La reflexión nos llevaría demasiado lejos, pasemos adelante. Monilna adoraba a Nullea, diosa extravagante en verdad, pero cuyo poder visible exigía un culto religioso. Casi siempre se contentaba con homenajes de admiración, pero en ciertas coyunturas quería sacrificios de sangre. Ella misma escogía a sus víctimas, y sólo fertilizaba las tierras rociadas con la sangre que había hecho correr.

A ejemplo de los soberanos orientales, Monilna hacía observar en la Corte un ceremonial bastante espinoso. No diremos su etiqueta, porque todas las mañanas se cambiaba por escrito el orden del día, del que los que van a palacio deben instruirse antes de entrar en él.

Este palacio tiene forma ovalada, está revestido de mármol blanco por fuera, el mobiliario se encuentra tapizado de raso color fuego, sus jardines son anfiteatros, las alturas están plantadas de arbolillos cuyas ramas entrelazadas forman cenadores impenetrables para los rayos del sol y para el rigor del frío más excesivo.

Los adornos de la reina son sencillos. Lleva un gran velo llamado hecmesí; se pone un segundo o un tercero, que se llaman alloctín y rapín. Estos tres velos se recubren con una gran pieza de paño de oro o de plata, o de tafetán, según la estación; en los días de ceremonia, y cuando va al templo de Nullea, se cubre con un velo llamado teversite, o según otros farivoch.

El número de sus favoritos es enorme. La primera persona que participó de su simpatía fue Perlopetera, favorita desinteresada, que no pedía nada para sí misma y sólo se ocupaba de contribuir al esplendor de su ama. Su favor fue largo pero lánguido; su sencillez no tenía nada de estimulante. Monilna siempre la quiso por costumbre, al mismo tiempo que abría su corazón a nuevos compromisos. Solidapanitis, joven atolondrado, inventor de juegos y diversiones, se apoderó del espíritu de la reina. Su imaginación viva y fértil inventaba todos los días placeres superficiales de esos que sólo tienen de halagüeño su variedad, que se abandonan sin pena, que se repiten sin gusto, que terminan olvidándose de un momento a otro.

Althona también se introdujo en el corazón de Monilna, no se sabe cómo. Parece, en efecto, que no fue por sus buenas cualidades. Tímida, apenas quiso mostrarse. Cuando le hablaban, bajaba los ojos. Cuando la miraban, sus mejillas se cubrían de un rubor más estúpido que modesto. Sin embargo, agradaba tanto a la reina que ésta la imitaba en todo. Durante varios años se hicieron inútiles esfuerzos para curarla de una vinculación tan extraña: consejos y amonestaciones no sirvieron de nada. Cuanto se hacía por destruir a Althona aumentaba su crédito.

Lo que no había podido toda la Corte, lo consiguió Prelarva. El deseo de agradar nace con nosotros. Mas, por vivo que sea este sentimiento, no se desarrolla de golpe. Oculto en nuestro corazón, hay que ayudarlo a desembarazarse de los obstáculos que lo retienen.

Prelarva sabía que hay mil medios de llegar a ser agradable, sin vincularse a las cosas que dependen del interior. Se ocupó de aquellas que el gusto puede añadir a la naturaleza: inventó los aderezos, enseñó a Monilna el arte de utilizarlos. Antes de ella no se conocía el mérito de un peinado más o menos elevado, de un cabello más o menos adelantado, de un lunar postizo colocado de determinada forma. Gracias a ella los trajes más simples eclipsan a menudo a las telas más ricas; algunas flores, algunas cintas dispuestas con inteligencia empañan el brillo de las piedras más preciosas. ¿Por qué la vista de tal persona nos complace? ¿Por qué la vista de tal otra, quizá más bella que la anterior, no nos agrada? La razón hay que buscarla exclusivamente en el encanto del no sé qué. Ese encanto es la obra de Prelarva.

Aunque tuviera motivos para creer que su favor sería eterno, tuvo la habilidad de hacerlo más duradero asociándose a Celtiquteora. La reina se entregó por completo a esta recién llegada. Lejos de sentir celos de la buena suerte de su amiga, Prelarva contribuía a ella gustosa. Celtiquteora tenía una compañera a la que amaba tiernamente, la admitió en las entrevistas secretas que tenía con Monilna. Lusicoteria, éste era su nombre, formó el designio de suplantar a todas sus rivales. La ambición y la ingratitud son hermanas. Para triunfar, se portó con la reina de forma totalmente distinta a las que la habían precedido. Se dio cuenta de que la reina ignoraba mil cosas, de las que sólo tenía ideas confusas. Lusicoteria le inspiró el deseo de aprenderlas y se ofreció para instruirla. Monilna la escucha, le hace preguntas. La inteligencia de la alumna aventaja en luces a la maestra: lo sabe todo, tanto el mal como el bien. Poco faltó para que esa ciencia no se volviera funesta para ella. Solemos atenernos a una especulación estéril, queremos probar la verdad o la falsedad de las cosas; corto es el camino entre la imaginación y la práctica; pronto nos cansamos de juzgar por lo que otro nos cuenta; nos gusta creer en nuestra propia experiencia. La tentación era delicada. Sin Althona, la reina sucumbía. Frenada por sus escrúpulos, se detuvo al borde del precipicio; y, como las peores cosas se vuelven útiles por el uso que de ellas se hace, pronto resultó provechoso para Monilna conocer el bien y el mal, para amar el uno y evitar el otro. Bien pensado, la ignorancia es lo peor que hay.

De improviso, la reina se cansó de todas sus favoritas por una muchacha llamada Nectinnosca. Voluble y jovial, se divertía con todo. Incapaz de afecto, pasaba de un objeto a otro sin detenerse. Amaba y dejaba de amar, no conocía más placer que el cambio. Esta pasión era tan viva en ella que para satisfacerla prefería perder una ocasión de ser feliz antes que dejar de buscar una nueva, que abandonaba en cuanto la había encontrado. Dejó a la reina, volvió a ella, de nuevo la dejó. Este humor turbulento pasó de la favorita a su ama. Cuando se aman tantos objetos a la vez, no se ama a ninguno, la agitación excesiva degenera en tibieza o insipidez, se busca en el tropel de cosas que a uno le rodean, ya no se encuentra nada, el placer demasiado dividido se evapora y se reduce a nada. Monilna, sorprendida de su estado, quiso volver a sí misma; su corazón se niega a sus esfuerzos.

Había en la Corte un hombre llamado Ulnín, que pasaba por sabio. No se le veía mezclado en ninguna intriga, en ninguna fiesta, en ninguna partida de placer, y no pedía nada para los demás ni para sí mismo. Vivía en la independencia; se atribuía a su filosofía lo que sólo era efecto de su temperamento. Monilna le creyó idóneo para devolverle la calma que había perdido. Se dirigió a él. Nunca el invierno coronado de témpanos ha causado tantos estragos en la naturaleza como causó el frío veneno de sus consejos en la Corte de la reina. Cambió de conducta, de costumbres, de sentimientos. Fue una suspensión, fue un embotamiento de todas las facultades de su alma, fue una letargia de la que nada pudo sacarla. La compañía, la soledad, le resultaron igual de insoportables, el trabajo se le volvió insulso, el reposo la cansaba, los placeres la importunaban. Se enfadaba cuando le dirigían la palabra, no agradecía que no le hablaran. Se consume, ya no vive, muere de una muerte lenta e insensible. Tal era la situación de Monilna cuando Frigalia, Galler y Litocris llegaron a su reino[13].

Frigalia, princesa de los brátidos[14], era una preciosa insípida. Ni rubia ni morena, ni bien hecha ni mal hecha, tenía belleza, pero no era una belleza excitante; tenía ingenio, pero esa clase de ingenio que no agrada. Fingía un aire de indiferencia y de timidez que no engañaba a nadie. Un fondo de desprecio por los demás, de amor hacia sí misma, que se calaban sin esfuerzo a poco que uno la estudiase, deslucía todas sus acciones.

Los brátidos son una nación visionaria, indefinible, incomprensible, amante del placer hasta el exceso. Lo busca donde no está; se hace de las cosas una idea tan falsa que siempre toma la sombra por el cuerpo. Habla de sentimientos, de delicias, de transportes, mas todo esto no es sino una jerga de la que no se entiende nada. Se precia de delicadeza, pero no es más que un refinamiento ridículo, superficial, quimérico. Sea antipatía natural o temor a verse engañada, nunca tiene trato con sus vecinos. Se basta, o al menos imagina que se basta a sí misma. Enamorada de lo imposible, se apasiona por objetos fantásticos. Su locura llega incluso a querer dar existencia a la nada: se parece a las Danaides[15], se parece a Tántalo[16].

Galler era primo de Frigalia, Litocris era favorito de Galler. Este príncipe de los gimidoches era rubio, demasiado bello para ser hombre, si es que puede llamarse hermosura a esa delicadeza afeminada que se censuraría en la coqueta más amanerada. Sus costumbres y su espíritu respondían a su figura, era el verdadero original de sus perifollos, de los que tantas copias vemos. Hasta corrían sobre él rumores equívocos que nunca se investigaron a fondo. Se decía de manera bastante general que no era ni lo que parecía ni lo que no parecía, que, siendo quizá las dos cosas, no era ni lo uno ni lo otro.

Los gimidoches son un pueblo grosero, estúpido, masa pesada e informe; sólo actúan mediante un movimiento prestado. Máquinas por así decir inanimadas, sin saber, sin industria, sólo los emplean en labores serviles.

El azar suple al mérito: Frigalia agradó a Monilna. ¿Es de sorprender? Se hallaba en ese estado de aniquilamiento en que el corazón se entrega al primer objeto que quiere apoderarse de él. Como se pasa rápidamente de un extremo a otro, la amó al principio con una violencia que llegaba al abandono, y el tiempo que todo lo destruye fortaleció tanto, en cambio, esta pasión, que las intrigas, las envidias, las amonestaciones, todo fue inútil contra un favor tan marcado.

Hacía tres años que Frigalia, dueña de la mente y del corazón de Monilna, hacía dudar de quién de las dos era la reina. Durante ese tiempo se había hablado de varios matrimonios. La favorita había eludido todas las proposiciones. Quería gobernar sola, y, cuando ya no pudiera sostenerse, hacer que la elección recayese sobre el príncipe Galler, del que estaba segura.

Un día que Frigalia, retenida en su casa por una ligera indisposición, no estaba en palacio, Monilna pensaba profundamente sobre un lecho de césped. Un mago llamado Momelis[17] la abordó:

–Señora –le dijo–, no vengo a combatir vuestra inclinación por Frigalia, hay que respetar el gusto de los reyes, pero, aunque os desagrade, mi celo me ordena haceros ver que vuestra gloria y el bien de vuestros súbditos, a quienes os debéis más que a vos misma, os exigen un esposo. Quiero creer que los príncipes que hasta aquí os han pretendido no eran dignos de ese honor. No censuro vuestros rechazos, pero el que vengo a proponeros no os deja disculpa alguna: el rey Apprio. Es inútil que os resistáis a los dioses, ellos os lo han destinado. Ved –continuó, mostrándole su retrato– si este semblante no justifica su elección.

Monilna echó sobre el retrato una de esas miradas instantáneas que el primer impulso arrebata a la reflexión: no fue más que un abrir y cerrar de ojos, pero causó su efecto. Momelis se dio cuenta de su turbación y sonrió.

–Señora –continuó–, el encanto de su persona hará sobre vos una impresión mucho más viva: pronto la sentiréis.

Y tras decir esto desapareció. Impresionada por estas palabras, la reina corre a casa de Frigalia para informarle de lo que había ocurrido. La artificiosa favorita disimuló su espanto al escucharla. Dueña de sí misma en apariencia, le dijo en un tono de voz tranquilo que le suplicaba que estuviera convencida de que cuanto iba a decirle partía, si debe expresarse así, de un puro impulso de ternura hacia ella, en el que su propio interés no contaba en absoluto. Se detuvo un momento, como esperando a que Monilna le ordenase continuar.

–Hablad –le dijo ésta–, os lo suplico.

–Señora –continuó Frigalia–, os engañan, Momelis es un impostor. Ese Apprio no es más que una quimera que sólo existe en la imaginación de ese falso profeta. Supongamos que en el mundo existe un rey de ese nombre. ¿Por qué ibais a sacrificarle vuestra libertad, vuestros placeres, vuestro reposo? Es una orden de los dioses, me diréis. Eh, señora, esperad a que los dioses os hablen con mayor claridad. Mis súbditos, añadiréis, me exigen un rey. ¿Debéis, por ellos, daros un amo? Pensad que, sometida a eternas contradicciones, os convertiríais en esclava, que un marido, sea el que fuere, es un tirano; el capricho le guía, el aire autoritario reina en sus palabras, su voluntad es la regla de sus acciones, su amor es despectivo, su inconstancia desdeñosa, no se sirve de sus derechos pero hace sentir con altanería que puede servirse de ellos. No ruega, arranca. Corramos un velo sobre el humillante detalle de otras mil circunstancias dolorosas, que ruego a los dioses inmortales alejar de vos. Reina mía, ¿estáis cansada de ser feliz?

Entonces, sin poder seguir conteniéndose, se arroja llorando a los pies de Monilna, los abraza fuera de sí, suspira, solloza.

–¿Cómo? –exclama–, ¿vais a dejar de amarme, otro va a poseer ese corazón que hacía todas mis delicias? Esos placeres tan dulces van a desaparecer. Eran mi dicha, van a ser mi desesperación. Por lo menos, ya que sois cruel, no me inmoléis a un desconocido; si me abandonáis, abandonadme por el príncipe Galler. Os adora; su felicidad, si algo puede suavizar mi desgracia, me consolará de la pérdida de la mía. Os respondo de su cariño, vuestros encantos deben responderos a vos de su constancia.

Tras decir estas palabras se detiene, sus sollozos aumentan, su pecho se hincha, sus ojos se oscurecen, palidece, pierde el conocimiento. Arrastrada por su ensoñación, Monilna permanece inmóvil, apenas se da cuenta del estado de Frigalia, la conmueve de manera tan débil que ella misma se asombra de su dureza. Cuando los ojos ven lo que nunca habían visto, el corazón ya no siente lo que sentía y siente todo lo que no sentía. El dardo había penetrado, la impresión estaba causada, sale y fríamente da orden de que vayan en socorro de su favorita, que ya no lo era.

Mientras, se enteran de que el príncipe Lucano había levado tropas que destinaba contra Monilna, y, como la fama aumenta o disimula todo, añadieron que Apprio, al frente de un formidable ejército, estaba a punto de invadir sus Estados. Su despecho fue igual a su temor; Frigalia aprovechó esa coyuntura para volver a ganársela.

–Ahí tenéis –le dice– a ese príncipe que los dioses os destinaban, que viene con mano armada a traer hierro y fuego a vuestro reino, y quizá lleve su furor hasta quitaros la vida. ¡Cuántas desdichas veo! Pero es inútil lamentarse. Cuando el peligro apremia, hay que actuar, hay que correr en busca de remedios. Apoyaos en mi celo y en el valor del príncipe Galler. Nuestros súbditos, nuestros bienes, nuestras vidas, todo lo emplearemos para defenderos.

Sobrecogida, la reina no decía nada, tenía que combatir a un enemigo que el amor, aunque ultrajado, aún defendía en su corazón. Cuando la esperanza ha hecho ciertos progresos, se vuelve un bien real, no nos separamos de ella sino con violencia. Monilna sentía menos la pérdida próxima de su corona que el horror de perderla por una mano que le era querida. ¿Qué hará? ¿Qué no hará? En todas partes no ve más que un encadenamiento funesto de desgracias, y la menor de ellas la abruma. No se decide a nada, no tiene siquiera fuerza para querer hacerlo. En esa agitación se hallaba cuando van a decirle que un correo solicita hablarle. Le hace entrar.

–Señora –le dijo sin más preámbulo–, todo está perdido. Apprio ha desembarcado en vuestros Estados con dos mil hombres.

Esta nueva acaba triunfando sobre su constancia; sucumbe. Vuelta en sí, su debilidad le da vergüenza. El cuidado de su conservación y de la conservación de sus súbditos la sacó de la letargia en que la había sumido el exceso de su dolor. Ordena levar tropas, nombra a los generales y hace cuanto la prudencia puede sugerirle para disipar o, al menos, alejar el peligro que la amenaza. Pero pensando prudentemente que a menudo se consigue más con la negociación que con la guerra más afortunada, creyó, para no tener nada que reprocharse, que debía enviar mensajeros a Apprio a fin de conocer el objeto de su llegada y tratar con él las condiciones que él mismo quisiera imponer. Encargó la misión a Carnalita y a Prescanella, cuya diligencia fue tan prodigiosa que encontraron a Apprio todavía en su campamento. Conducidas a su presencia, expusieron temblando su comisión, sin atreverse a alzar los ojos hacia él, creyendo hablar con un bárbaro, con un monstruo del que una sola mirada bastaría para hacerlas morir.

El rey se compadeció de su turbación.

–Tranquilizaos –les dijo en tono amable–, vuestra ama y vosotras no tenéis nada que temer.

Las embajadoras están menos asustadas, le miran, el encanto de su vista causa su efecto, Apprio se las gana.

–Id –prosiguió éste, con esa bondad que tanto imperio tiene sobre los corazones–, id a decir a la reina Monilna que su inquietud ofende a Apprio, que no va a atacar sus Estados, sino a defenderlos de sus enemigos. Ya he enviado a Gatimonnilia para informarle de mis intenciones, yo mismo iré para garantizárselas sin pérdida de tiempo.

Tras esto, las colma de halagos, les hace ricos presentes y las despide. Gatimonnilia, más rauda que un relámpago, se había dirigido a la Corte de Monilna, su elocuencia persuasiva había triunfado sobre los temores de Frigalia, los artificios de Galler y los escrúpulos de Edomisto.

Prescanella vuelve sola, Carnalita se había perdido por el camino; ella acabó lo que Gatimonnilia había empezado tan bien. La reina consiente que Apprio vaya a su corte. Entonces ve reaparecer sus ideas más halagüeñas, de las que se había separado con tanto dolor. Su alegría, demasiado comprimida en su corazón, estalla en sus ojos. Sólo se ocupa de Apprio, no habla más que de él. Apprio llega. Confesamos ingenuamente que todos los recursos de nuestra inteligencia no van a ofrecer un relato fiel de lo que ocurrió en esa entrevista. La propia Gatimonnilia, cuyas memorias seguimos, se embarulla tanto, está tan confusa en este punto, que sólo aparecen algunos términos, escritos al azar, de admiración, placeres, transportes y arrebatos. Dejamos a los lectores que se hagan una idea más o menos precisa, según la mayor o menor extensión de su sensibilidad y de su aguda inteligencia.

Frigalia no puede soportar la presencia de Apprio, escapa al país de los brátidos, quiere inducirlos a servir a la rabia que la anima. Esta nación no es belicosa, la sombra misma del peligro la espanta, se niega a tomar las armas. A la desdichada Frigalia no le queda otro recurso que la desesperación, y a ella se entrega. Poco conmovidos por sus impotentes lágrimas, los dioses no escuchan ni sus gritos ni sus plegarias. La tez lívida, los ojos hundidos, el cuerpo descarnado, espectro más horrible que la muerte misma, vaga a merced de una rabia renaciente que la devora sin consumirla. Muere en todo momento y no puede morir.

Abandonado por Frigalia, Galler quiere retirarse. Litocris, más valeroso o menos tímido que su amo, se opone. Le muestra que las cosas aún no son desesperadas, que el tiempo remedia los mayores males, que quien resiste a la mala fortuna está casi seguro de triunfar.

–Señor –añade–, ese enemigo del que queréis huir quizá no sea tan terrible. Tiene sin duda defectos que ofrecen alguna posibilidad. Si no podéis destruirlo por la fuerza y frente a frente, lo conseguiréis por una vía menos honorable pero más segura. La impresión que ha causado en Monilna acaba de empezar, no deis tiempo a que se fortalezca, el sexo femenino es tímido y receloso, poned en su corazón temores, desconfianzas indiscretas, adornaos con una generosidad aparente, ocultad vuestros intereses bajo un velo artificioso, elogiad a Apprio con aire ingenuo, mezclad en la alabanza que de él hagáis esas ligeras restricciones que parecen escaparse sin que lo pretendamos, pero que producen su efecto. La alabanza maliciosa firmemente aderezada hace más daño a los intereses de un enemigo que la maledicencia que camina a cara descubierta. La Corte es un país de subterráneos, hay que utilizar la astucia. El favor más brillante es el más presto a desmoronarse. Semejante a esas plazas de guerra cuyas fortificaciones exteriores parecen inaccesibles pero cuyos fundamentos zapa una mina, cae en el momento en que se la creía mejor afianzada.

Los consejos de Litocris lograron su efecto, Galler se quedó en la corte de Monilna, ya se han empezado a difundir palabras capciosas que llegan hasta la reina, que se inquieta y alarma. Apprio es advertido, discierne sin esfuerzo de dónde parten los golpes que quieren asestarle. No opone a los cobardes artificios de su enemigo más que una indignación despectiva. Se muestra, Galler no puede sostener sus miradas, abandona la partida, el falso valor de Litocris se desvanece, ambos huyen.

A los consejos que inspiran temor les sucede la vergüenza de haberlos seguido, la desesperación no da valor a los que se han amparado en ellos, pero les muestra recursos imaginarios que abrazan ciegamente. Galler y su favorito levan un ejército de gimidoches, avanzan por las tierras de Monilna, se jactan de poder sorprender a Apprio. Ante esta noticia, más furioso que un tigre, Apprio reúne deprisa a algunos amigos, carga contra aquéllos con el ímpetu de un águila que se lanza sobre su presa. En el primer choque, Litocris desaparece y Galler, derrotado, cubierto de sangre y de heridas, muerde el polvo al expirar. Los gimidoches quieren resistir, son aplastados.

Terminada esta guerra, el rey hubo de sostener otra más penosa, aunque más gloriosa, contra Lucano. Está convencido de que si el príncipe Lucano no se hubiera entretenido contra los brularnos, habría podido causar grandes daños a Monilna. Pero cometió un error bastante frecuente en los conquistadores que no quieren dejar nada a su espalda. Perdió ante una bicoca un tiempo que habría servido para conquistar una provincia. Los brularnos, temiendo verse derrotados, le habían pedido varias veces la paz. Le habían hecho ver, cosa que era cierta, que exterminándolos no debilitaba a Monilna, que con su destrucción, en cambio, disminuiría el número de sus enemigos. Le habían ofrecido incluso unir sus tropas a las de Lucano, que no quiso oír nada: el éxito de su obstinación no fue afortunado. La estación avanzó, las lluvias inundaron sus trincheras, la mortandad se adueñó de su campamento. Medita levantar el asedio, los brularnos se dan cuenta de su aprieto, lo aprovechan, le atacan con gentes que luchan por sus hogares, el ardor por conservar es más vivo que el ardor por adquirir. Los lucanos no pueden sostener el ímpetu de un enemigo al que despreciaban. Son presionados por todas partes. Ya no es un combate, es una derrota. Las tropas auxiliares fueron las peor paradas, igual que los crenacos y los palunenses, que quedaron en poder de los vencedores. Los entregaron sin misericordia a Osirar y a Volitir, verdugos de su venganza –al primero le llamaban el despiadado, y, al segundo, el infernal–, que les hicieron perecer a hierro y fuego. Tras esta desgracia, Lucano se sintió afortunado aceptando la paz que se había negado a conceder. Rehízo su ejército y, preciándose de tener más éxito frente a Monilna, se pone en marcha. Roulea excitaba su furia y sus esperanzas. Corramos un velo sobre las desgracias que provoca la guerra: campos devastados, ciudades entregadas al pillaje, hombres, mujeres, niños de todas las edades, de todo estado, revueltos y degollados a los pies de los altares de sus dioses domésticos, combates obstinados, éxitos inciertos y funestos para ambos bandos, victorias disputadas o adquiridas mediante torrentes de sangre, campos de batalla sembrados de muertos, soldados ávidos de carnicería inmolando con sangre fría a los desdichados que el miedo había perdonado. Todo lo que el arte militar tiene de estratagema, todo lo que el valor de un lado y la rabia del otro pueden inventar: ése es el horrible cuadro que la imaginación puede figurarse sin la ayuda de los ojos. Una última acción decidió aquella gran disputa; Lucano fue derrotado y escapó por los pelos de las manos del vencedor. Roulea fue hecha prisionera y encarcelada. La relegaron a la horrible cueva de Dolber, entre el infame pueblo de los panutos y de los tribleinos. Allí su rabia se ve limitada y sólo puede ejercerse sobre cobardes esclavos que, víctimas eternas de su ferocidad, no oponen a los ultrajes que reciben más que una insensibilidad estúpida.

Imágenes más risueñas nos llaman: Apprio vuelve a la corte de Monilna, es recibido como su liberador, todo resuena con sus alabanzas, su nombre es elevado hasta los cielos, los monumentos más pomposos y más halagüeños se alzan a su gloria, y consagran para la posteridad el recuerdo inmortal de sus resplandecientes proezas.