Las campanillas o Memorias del señor marqués D’***

(Les Sonnettes, ou Mémoires

de Monsieur le Marquis D’***, 1749)

Al señor D***[1]

que inventó la manera de poner las campanillas, etcétera.

Señor,

No es ni el interés ni el halago el que os dedica esta obra. Sólo os conozco por la ingeniosa enseña que os ha conseguido una reputación tan brillante y tan bien merecida. Por toda Europa resuena vuestro nombre tanto como vuestras campanillas. El arte de colocarlas os debe su perfección: gracias a vuestro genio, unido a un gran número de experiencias, habéis conseguido colocarlas en el lugar más difícil. Si no temiera herir vuestra modestia, me extendería sobre la utilidad de vuestro talento. No hablaría sólo de los enfermos y de los perezosos a quienes vuestras campanillas aportan tanto alivio, me referiría sobre todo a las ventajas que de ellas sacan nuestras damas, bien para deshacerse de un amante importuno, bien para fingir resistirse a la acción de un amante adorado. Pero es raro que vuestras campanillas sirvan en el primer caso; uno sabe a qué atenerse con esta forma de hablar: «Dejadlo ya, si no, llamo».

Personalmente os debo, señor, eterna gratitud. He sacado provecho de vuestras ideas, mis campanillas son vuestro patrimonio, es justo que os rinda homenaje público.

Tengo el honor de ser, señor, vuestro muy humilde y muy obediente servidor,

D’***.

Prefacio

Por mucho que se diga contra los prefacios, su uso permanece; ocurre como con los prejuicios, siempre combatidos y siempre seguidos.

Hasta quien detesta los prefacios, escribe uno cuando dice que no quiere hacerlos.

Me parece que la inteligencia, como los sentidos, quiere ser preparada. Quitemos de la arquitectura los vestíbulos y los pórticos; destruyamos las alamedas de ese magnífico castillo, privemos a la música y al amor de esos deliciosos preludios que a menudo valen más que lo que les sigue: ¿no habremos perdido parte de nuestros placeres?

Los prefacios, diréis, son aburridos; sólo unos pocos libros no lo son, y pocos libros son buenos.

A mi juicio habría que seguir dos reglas en un prefacio: no herir el amor propio de los lectores, adoptando con ellos el tono de advertencia e instrucción; habría que hacerlos de manera que el amor propio del autor se mostrase sin exceso y sin falsa modestia.

Por el contrario, un autor, a poco que crea merecer la atención del público (y lo cree siempre), se cuida de instruirnos sobre las menores circunstancias que han hecho nacer su obra, o bien son promesas que cumple al publicarla; ¿qué pasa con todo lo que tiene de interesante que decirnos? Habla mucho tiempo de sí mismo; el placer que en ello encuentra le hace demorarse deliciosamente: cuenta con nuestra indulgencia; pero, por otro lado, adivina tan mal nuestra sagacidad que nos hace soportar hasta la explicación de los frontispicios, florones y viñetas.

Si es cierto que Montaigne nos agradó al darnos la historia de su corazón y si es verdad que la mayoría de los escritores se han pintado en sus obras, ¿por qué habría de rechazar yo la satisfacción de decir que he seguido a mis maestros y modelos en este punto? El sentimiento ha llevado mi pluma; ha sido él quien me ha guiado unas veces por rutas floridas, otras por lugares propios para soñar; es él quien está en el corazón de mis lectores, y quien me tranquiliza sobre las faltas que he podido cometer.

Primera parte

Mi familia, asentada desde hace varios siglos en la provincia de Borgoña, posee allí bienes considerables. Cuatro hermanos que yo tenía, y que tomaron el oficio de las armas, conveniente a su cuna, perecieron uno tras otro tras la batalla de Fontenoy[2]. El barón d’***, hermano de mi padre, vio que su único hijo le era arrebatado por ese mismo oficio en la flor de la edad. Estos funestos golpes, que se siguieron rápidamente, llevaron la desolación al seno de nuestra familia.

La noticia de la muerte de mi último hermano decidió a mi padre a llamarme de París, donde yo seguía mis estudios. Hube de obedecer, aunque ya presentía las consecuencias. La estancia en la provincia desde la que me amenazaban bien podía hacerme echar de menos la vida en una ciudad considerada como el centro del gusto y de las artes, llena de bellezas de mil géneros hacia las que ya empezaba yo a dirigir los ojos. Pero fue la imagen de un padre abrumado de dolor lo único que tuve presente. Pensé que sólo me tenía a mí para secar sus lágrimas, ¿y en qué estado le encontré? La tristeza había causado tal impresión en él que había caído peligrosamente enfermo. Me estremecí, me creí a punto de perderlo todo cuando vi el peligro a que estaba expuesto el autor de mis días. Recuerdo de mi dolor, ¡cuánto os aprecio! ¡Y cuánto me agrada recordar las vivas emociones que me agitaron! No temo que se llame debilidad a unos sentimientos tan capaces de honrar la naturaleza.

Nuestros insistentes cuidados, los médicos, pero, sin duda más que el resto, la calidad de su temperamento me devolvieron a mi padre, y pronto estuvo fuera de peligro. Su cariño me retenía continuamente a su lado; encontraba una dulce satisfacción en cumplir aquel deber. Un día que aún estaba mejor que de ordinario, y que yo le demostraba mi alegría, me dijo:

–Habéis visto, hijo mío, de qué peligros acabo de escapar. La enfermedad ha estado a punto de consumir lo que sólo el dolor habría debido hacer; pero es inútil que huyamos de nuestro término, ese mismo dolor, apresurando la vejez, no ha de tardar en llevarme al punto que creéis aplazado; no esperéis que sobreviva mucho tiempo a pérdidas tan sensibles. Era poco haber derramado casi toda mi sangre por mi país, aún había que perder lo más precioso. He visto a los míos perecer uno tras otro; el cruel destino ha contado los golpes que me propinaba, sólo me quedáis vos, querido hijo mío. Pero ¿podré conservaros? Vuestros hermanos os han trazado un camino funesto; iréis, como ellos, en busca de la gloria y de la muerte. ¡Gloria vana!, a la que se sacrifican los sentimientos más queridos y que nos convierte en víctimas de pasiones ajenas a nosotros mismos. ¿Puedo esperar que alguien me cierre los ojos…?

–¡Ah!, padre mío –le dije–, ¿habéis creído que vuestro hijo os abandonará alguna vez? ¡Vos, único ser al que amo, y al que tengo tantas razones para amar! Sería arrancarme a mí mismo, sería ultrajar la naturaleza y cesar de ser vuestro hijo; mi primera gloria es tener un corazón sensible: ¡vivid, y ojalá yo pueda contribuir a vuestra felicidad, igualando vuestro cariño con el mío!

Las seguridades que di a mi padre de permanecer a su lado sirvieron en gran medida para restablecerle. La tranquilidad del alma y la alegría son un bálsamo que destila sobre todos los males. El barón d’***, mi tío, a quien la lentitud de los jueces y los artificiosos rodeos de un adversario habían retenido mucho tiempo en el parlamento de…, llegó en esa época, y vino a alegrarse con mi padre de su convalecencia; luego pensó que lo mejor que podía hacer era vivir con nosotros, y no fuimos más que una sola casa. El barón era un hombre de cincuenta años, de humor uniforme y entusiasta; poseía ese sentido común sazonado de penetración que debería llamarse inteligencia si no se abusara de los términos. Su conversación divertía instruyendo, sin que perdiese ni lo uno ni lo otro; en él la ciencia era amable, y la probidad carecía de rudeza. Había vivido antaño en la Corte, y es elogiarle decir que no le había echado a perder; aunque hubiera sufrido mil veces la maldad de sus enemigos, y la ingratitud de sus amigos, no había cesado de ser bueno y generoso. Las cualidades de mi padre, aunque menos brillantes, estaban en armonía con las suyas; y la amistad más tierna unía a estos dos hermanos a quienes el interés habría podido dividir, según es costumbre. El barón pareció contento conmigo y con mis ocupaciones en París. Yo había incluido en mi educación la mayoría de conocimientos de que mi edad era susceptible. El estudio de las lenguas cultas y la lectura de las mejores obras me habían entretenido de forma útil; en ellas había adquirido facilidad para hablar: la música, la pintura y la poesía variaban mis entretenimientos; mi aspecto era decoroso y me presentaba bien gracias a las lecciones de mis maestros. Desde la muerte de su hijo, el barón me miraba como si yo lo fuera suyo; más me quiso todavía cuando me conoció: desde entonces se tomó por principal tarea iluminar mi juventud y dar los últimos retoques a mi educación. Sabía que el camino del corazón es el de la persuasión, y que los consejos de las personas que amamos son siempre los que mejor se siguen. No escatimó nada de cuanto podía hacerle querer, si no lo hubiera sido ya. Estudiaba mis deseos y mis inclinaciones, y se apresuraba a satisfacerlos. Me animaba a tener corresponsales en París para estar al tanto de las novedades en todos los campos. «El gusto», me decía, «es un favor del cielo, igual que las gracias; pero si el arte bien entendido puede sumarse a las gracias, el gusto natural tiene la misma necesidad de ser cultivado; se refina con la frecuentación de lo bueno y de lo bello. Nunca se ha pensado con más delicadeza que en nuestro siglo; pero nuestras obras tienen menos fuerza que las de los Antiguos.

»Jamás se enseñaron las ciencias con un método más claro ni más simple; pero somos menos afortunados en descubrimientos. Conviene que a los modelos de la Antigüedad unáis las obras nuevas, para apreciar unas y otros, y para juzgar con seguridad el estado presente de las Bellas Artes, de sus progresos y de sus menguas. Quizá no haya placer más sensible para el espíritu que el de la comparación, ni vía de instrucción más fácil».

Así, poco más o menos, me volvía agradables las ciencias el barón; no pretendía hacer de mí un sabio, quería algo todavía mejor. Alcancé esa edad crítica en que el germen de las pasiones se desarrolla en el corazón. El barón sabía que la vanidad podía destruirlas; sólo trató de cambiar el blanco de esas pasiones y convertir en provecho del estudio unos deseos y unos impulsos inseparables de nuestro ser. De igual manera un químico industrioso se vuelve dueño del elemento del que espera sus riquezas; sin ahogarlo, y sin permitir que se evapore, le proporciona alimentos y cautiva su acción para volverla útil a sus designios.

Mi padre secundó las intenciones del barón; se decidió que pasaríamos una parte de la estación buena en S. C. Esa finca, situada a dos leguas de la ciudad, es el retiro más amable que puede consolar de la ausencia de gente, sin que por ello deba mirarse como desierto[3] un lugar en el que estábamos rodeados por las bellezas de la naturaleza. Allí se ofrecía ella a nuestras ávidas miradas bajo mil figuras diferentes; o, si aún quería escondernos algunos tesoros, las ciencias a las que acudíamos podían apartar enseguida sus velos. El ingenioso Tournefort, Réaumur, Pluche[4], y todos esos hombres célebres que han enseñado a sus iguales a ver y a conocer el universo, venían en ayuda de nuestra curiosidad, a satisfacerla y a excitarla de nuevo con maravillas dignas de ocupar constantemente nuestra inteligencia. Allí pensábamos en profundidad, aquí gozábamos de la feliz libertad de no pensar en nada; durante otro rato nos entregábamos a los entretenimientos campestres. Un cielo puro y sereno, un encadenamiento de laderas tapizadas por viñedos, un arroyo que serpentea entre las flores, entre tupidos árboles cuyos brazos entrelazados forman una eterna enramada, el vario gorjeo de los habitantes del aire, los balidos y los juegos de los rebaños, un no sé qué divino que anima los campos en los días buenos: he ahí las risueñas imágenes que me entretenían. Eran mis pasiones y mis riquezas. Placeres de las primeras edades, presentadas por la inocencia y disfrutadas con tranquilidad; antiguo patrimonio del hombre, que ha descuidado a cambio de adquisiciones más brillantes y menos seguras.

Pasé algún tiempo así, entre la naturaleza, mi padre y el barón, entregándome sucesivamente a objetos tan queridos sin que ningún deseo viniera a decirme que en otra parte había otros bienes para mí. Cualquier clase de vida, adoptada por costumbre, se nos vuelve necesaria; yo ponderaba ante el barón las dulzuras de nuestro retiro, le rogaba que las prolongase.

–Es de temer –me dijo– que sintáis demasiado gusto por la vida privada; admitiendo que tiene sus ventajas, también hay que decir que su uniformidad puede llevar a la indiferencia y a la pereza. ¿Qué será de los deberes mutuos que encadenan a todos los hombres? Los seres que tienen las mismas necesidades deben estar unidos por sus propiedades: el comercio, alma universal, es para ellos un bien tan precioso como la existencia, puesto que constituye su conservación. Ciudadano del mundo, no habéis nacido para convertiros en espectador inútil, os debéis a vuestros semejantes, que os rodean y tienen derecho a exigir el empleo de las facultades de que estáis dotado. Para que esa obligación parezca menos dura, el que formó nuestros corazones puso en ellos pasiones cuyos matices están tan diversificados como nosotros. El amor, la amistad, la ambición, la gloria nos obligan, aunque libremente, a obrar bien; de ahí los tiernos nombres de padre, de esposo y de amigo; los títulos de héroe, de padre de la patria, de gran general y de sensato ministro. Por tanto es preciso que escojáis entre los estados el que sea más acorde con la gloria sólida y con vuestra cuna: de conformidad con las ideas de la nación, no tenéis al parecer más que una salida, la de las armas…

–¡Ah!, señor –le dije–, permitid que os interrumpa; la salida de las armas, aunque me parece hermosa, nunca será de mi gusto. Sé que mis ideas sobre el tema os parecerán singulares; si las hiciera públicas, podría sospecharse que mi alma es débil, o quienes me vieran cargar de frente contra un prejuicio tan antiguo me acusarían, cuando menos, de locura. Yo no digo como nuestros pretendidos políticos, siempre extremados y siempre descontentos, que la guerra es una fuente de innumerables males, un pretexto para mil impuestos, un juego entre soberanos que lo hacen perdurar tanto como su avaricia, su lujo y sus demás pasiones lo exigen, un medio de asentar el despotismo manteniendo en dependencia a la nobleza y en la miseria a los pueblos. Me guardo mucho de abordar esa materia a partir de semejantes principios, y me limito a hablar de ella como todo hombre privado puede hacer, en proporción al interés que tiene en los asuntos públicos. El temor que formó las primeras sociedades, y que es el origen de las leyes, ese temor que hizo los dioses, por utilizar en sentido figurado las palabras de un autor de la Antigüedad, ese mismo temor es el que ha hecho las armas, la gloria y los triunfos. Es preciso poner coto a la codicia; y, en este sentido, admito que un Estado necesita guerreros; que se necesitarían incluso en una sociedad particular y formada únicamente por hombres razonables, a menos que estuvieran separados de los demás hombres y transplantados a una isla inaccesible. Pero yo, que juzgo del bien y del mal según el actual estado del mundo, yo, que veo, al repasar la historia de todos los siglos, tantas desgracias producidas por las guerras y casi ni un solo efecto benéfico, yo, repito, que, descendiendo dentro de mí mismo, considero que la barbarie es inseparable de esos crímenes, de esas contribuciones, o, lo que viene a ser lo mismo, de esas rapiñas, decido que mi corazón nunca podría otorgar con tantos vicios el desinterés y la humanidad, y quiero tomar un estado cuyos deberes, en armonía con mis sentimientos, sean más fáciles de cumplir para mí.

–No intentaré combatir vuestra repugnancia –dijo el barón–. Dejemos esa primera salida; vuestra elección puede extenderse a otros estados igual de honrosos. ¿Sólo hay enemigos extranjeros? En nuestro propio seno los tenemos; crímenes, traiciones, concusiones, injusticias, he ahí los enemigos del reino para un magistrado preocupado; sujeto tanto más esencial al Estado cuanto que su infatigable ardor se ejerce en todo tiempo. El ministro participa en una carrera todavía más amplia; ojo de su amo, conoce todo dentro y fuera; tranquilo en su gabinete, idea los proyectos que deben cambiar la faz de Europa. Medita planes cuya ejecución se confía al valor; éste hace conquistas, y la prudencia las conserva. Dentro del Estado favorece las artes y las ciencias; gracias a esa nueva manera de conquistar, los demás pueblos se vuelven tributarios de nuestros gustos y de nuestra industria; aplica las finanzas de manera útil, disminuye los cargos públicos; y las riquezas del rey y de los súbditos aumentan. El negociador, al compartir la gloria del soberano al que representa, contribuye a ella y le añade el brillo de su propio talento; versado en el conocimiento de los intereses, hace que los de nuestros vecinos sirvan a los nuestros; su elocuencia lo convierte en dueño de los corazones que imperceptiblemente lleva hacia sus fines. Hace abortar los tratados contrarios, concluye los ventajosos, y preside esos himeneos que sellan la felicidad y la amistad de dos naciones.

Estos cuadros eran capaces de excitar el amor propio; pero, por lo general, nos remitimos sólo a la inclinación cuando se trata de trabajar en la felicidad de la vida de uno mismo. Sin saber aún en qué estado debía detenerme, dudando incluso de si debía tomarlo, únicamente fui sensible al interés que el barón me demostraba; y, más conmovido que convencido, le prometí dejarme guiar por sus consejos. Mi deferencia y los elogios que le di me ganaron nuevos afectos de su parte.

–Ya es tiempo –me dijo– de que entréis en el mundo, considero que estáis en condiciones de presentaros en él; no es a vos a quien hay que hablar de los peligros que encierra. Muchas obras pretenden servir de escuela a la juventud; los presentes ejemplos os instruirán más que todos nuestros charlatanes modernos. La mayoría de esos autores no han visto el mundo del que hablan, porque no son idóneos; bajo la envoltura de la enseñanza que los ampara disparan dardos inútiles; sus retratos falsos y ridículos, por no tener nada de originales, no corrigen a nadie. Veréis por vos mismo que la sociedad es sensata y loca, divertida y aburrida, humana y malvada, y que, en conjunto, es algo bastante bueno; hay que tomar el partido de una tolerancia razonable. Vuestro buen carácter os garantizará de errores burdos; dejo el resto a vuestra dicha.

Ya hemos vuelto a la ciudad de ***. Podrían describirse las costumbres de sus habitantes con dos trazos: en ella, la abundancia ha consagrado el lujo, y las mujeres son encantadoras. Es uno de esos lugares afortunados de la tierra que el Amor ha mirado siempre complacido; en ninguna parte el sexo amable ha merecido mejor el nombre de bello sexo; hay una especie de sucesión de encantos establecida entre madres e hijas. Los derechos de unas y otras se ejercen de manera pacífica sin perjudicarse: las primeras son complacientes para que las últimas lo sean. Entre esas madres adorables Platón habría encontrado más de una Arqueanasa[5] digna de detener las Gracias y el Tiempo, y cuyas arrugas no habrían asustado a los Amores. En este dichoso país, a los placeres sólo los sazona el misterio, que por otra parte depende de los pelmas y de la coerción; los hombres son dulces y corteses, porque ven a las mujeres; no hay rivalidad entre ellos, porque saben hacerse justicia. Sin castigarse a sí mismos con una infiel, se consuelan enseguida eligiendo a otra; estas reglas vuelven el amor razonable y, al liberarlo de una fidelidad que no existe en la naturaleza, incitan a los amantes a conservar sus conquistas con cuidados continuos que son a su vez el premio del amor.

No fue en esa escuela donde recibí las primeras lecciones de sensibilidad; mi derrota había de ser más rápida; sin salir de casa, nada más llegar, encontré a mi vencedor. Respetables ciencias, qué lejos estáis de nosotros ante la presencia de un objeto hermoso; reconoced un poder mayor y, contentas con guiar la mente, dejad el imperio del corazón a sus legítimos soberanos. La noche de mi regreso, un libro nuevo me había hecho apresurar el momento de retirarme; había despedido a mis criados con la impaciencia de un hombre de mi edad que va a devorar una lectura interesante. Mi habitación estaba a la espalda del palacete; un leve ruido me hace volver la cabeza, veo en una de las habitaciones del palacete contiguo una belleza encantadora y que parecía tener dieciséis años a lo sumo; entró cantando y jugueteando. Delante de ella iba una criada con dos velas; yo apagué las mías y abrí sin ruido mi ventana. Algo más imperioso que la curiosidad me hacía distinguir exactamente cuanto veía. ¡Ay!, vi demasiado. Imagínese a un joven asaltado por deseos que no conoce, que quiere discernir y que se confunden; que le pongan en mi lugar y que soporte el delicioso suplicio de ver desnudarse con todo detalle al más hermoso cuerpo que nunca haya existido. Se quita el vestido, la finura del talle queda mejor marcada. El pañuelo, ese guardián tan celoso como el dragón de las Hespérides[6], no oculta ya las manzanas del jardín del Amor: a medida que se desata el corsé, las gracias escapan, sólo quedan cubiertas por un ligero velo; y ese zapato elegante no tarda en dejar ver una pierna torneada y de blancura deslumbrante. ¿Quién entonces no se habría sentido feliz abrazando sus rodillas y jurándole una pasión tan real como el valor de sus prendas[7]? Mis ojos cometían mil latrocinios y me daban la confusa idea de mil más; mi seducción y mi delirio llegaban a su colmo. Mientras, ella se mete en la cama; mi dicha quiso que hiciera un extremado calor, las ventanas permanecieron abiertas, las cortinas no se echaron, y la doncella salió después de haber acercado a la cama una mesa con velas. Mi joven diosa sacó de debajo de la cabecera un folleto y lo abrió. Me fue fácil ver que aquella lectura le gustaba; ¿qué no ven los ojos de un enamorado amante?, porque no me cabe duda de que yo ya lo era. Creí ver que una expresión de languidez se difundía por toda su persona. Pocos instantes después su cabeza se inclina, se le escapa el libro, extiende los brazos, su respiración se vuelve precipitada, su seno tímido y naciente sube y baja, sus ojos cerrados me hacen temer que haya perdido el uso de sus sentidos. Me siento conmovido hasta el punto de que experimento los mismos peligros; una turbación desconocida se apodera de mí, un fuego sutil se difunde por todo mi cuerpo, mi alma cautiva quiere exhalarse y, al no poder encontrar salida, tensa con violencia los lazos de su prisión, busco su causa, vuelvo de nuevo los ojos hacia el lecho fatal para mi reposo, ya no veo nada, ya no puedo más, caigo sobre un sillón en medio de un arrobo indecible.

El sentimiento, que el exceso me había hecho perder, vuelve poco a poco, saboreo el placer, y ese placer se desvanece. El encanto se disipa, la calma renace, sólo me queda el recuerdo de una emoción tan poderosa que sólo vive un instante. ¡Qué no habría dado por perpetuarla! Mis ojos vuelven a la fuente de aquella emoción divina, vuelven a encontrar a la adorable ninfa y devoran otra vez los encantos que se les ofrecen: ¿cómo describir otros, cuya vista ni siquiera me había atrevido a desear? Mi pincel se niega a dibujarlos; su naturaleza pertenece a los misterios de los Antiguos, objetos de veneración que no querían quedar expuestos a los ojos del vulgo. Me veo obligado a servirme de emblemas y a hacer entrever unas bellezas cuyo velo no puedo quitar.

Descripción de la Isla de Amor

Hacia esos bellos lugares en que la naciente aurora

a los mortales anuncia el día,

hay una floreciente isla

que llaman Isla de Amor.

De un bosque al fondo, en perspectiva, en sombra

un suntuoso templo se levanta

al que numerosos acuden

los Amantes, los Voluptuosos.

Allí se ofrecen los tiernos sacrificios

de mil y mil satisfechos corazones;

Venus, en este lugar de delicias

vuestros instantes cuentan los placeres.

¡Feliz, Diosa, feliz quien de más cerca

toca vuestros brillantes altares!

Una sonrisa de vuestra boca

al rango eleva de Inmortales.

Este Templo amado, preferida morada,

vuestros más caros tesoros encierra,

y vuestro favor los dispensa

a los votos ardientes, a los dulces afanes.

Mi amable desconocida, que había hecho el descubrimiento de aquel templo, se dedicaba a encontrar su acceso; se adentra por las avenidas; su piedad alcanzaba una especie de furor, y creí que retaría a sangriento desafío a los guardias que defendían su entrada. Los obstáculos aumentaron, una mano divina la empujó. Ella desconocía que sólo a un enamorado le estaba reservado abrirle las puertas del templo y presentar en él las ofrendas de ambos. La sombra de la felicidad vino a consolarla entonces de sus inútiles tentativas, y volvió a poner en sus manos el folleto que había abandonado: de él sacó de nuevo temas de ensueño, turbación e ilusión. Gracias a un efecto de esa correspondencia íntima de sentimientos que me unía a ella, la seguí en todos sus extravíos, los compartí, me sumí en ellos con alegría; tuve el anticipo de verdaderos placeres. Dispuesta luego a ceder al sueño, apagó sus velas, y todo el espectáculo que me había encantado desapareció; pero sus huellas quedaron grabadas en mi imaginación, y la agitaron hasta tal punto que no pude descansar, síntoma seguro de pasión. Pasé el resto de la noche en proyectos para hacer que mi amor, lleno de deseos y temores, triunfara; ¿qué sería de mí si su corazón estaba ocupado? ¡Qué felicidad si fuera yo capaz de enamorarla!

Por la mañana llamé antes que de costumbre. Dubois, mi ayuda de cámara, satisfizo oportunamente mi curiosidad; me hizo saber que la desconocida era hija de la condesa de Mongol, viuda de un oficial famoso, y que ambas ocupaban el palacete contiguo desde hacía un mes; le dije que intentara hablar con la doncella. Dubois había estado con varios jóvenes de la Corte; me exageraba la necesidad de hacer singular el éxito del tono decisivo, y de unir las victorias a apariencias ventajosas; ese día quiso estar presente cuando me vestía y hacer mi filosofía más galante que de costumbre. Cuando salí de las manos de Dubois, me dirigí a la habitación del barón: durante la charla le recordé su promesa de presentarme en sociedad; y sin dejar traslucir demasiada urgencia, le hablé de la condesa de Mongol; decidimos que empezaríamos por ella.

La mayor rapidez es lenta para el deseo; ¡qué larga me pareció una sola mañana! Ya no podía vivir lejos de la que amaba. Por fin llegó el afortunado instante; y con un sentimiento cuya extravagancia sólo pueden comprender los enamorados, empecé a temer ese momento tanto como lo había deseado; las incertidumbres sobre el destino de mi amor se renovaron; y no sin la mayor turbación entré en casa de Mme. de Mongol. La encontramos con su encantadora hija; no cabe duda de que salí muy mal de los primeros cumplidos; pero logré liberarme de la especie de deslumbramiento en que estaba para mirar a Mlle. de Mongol: ¡qué hermosa era! Su aire noble y modesto me encantaba. Le dirigí, temblando, algunas palabras; ella respondió casi en el mismo tono; pero estaba acostumbrada a pensar con finura y su inteligencia era natural: las gracias ingenuas se cuidaban de adornar sus palabras; el sonido de su voz iba derecho al corazón, y el efecto que causó en mí aumentó tanto mi ardor que me imaginaba no haberla amado todavía. Por fin me di cuenta de que Mme. de Mongol me examinaba. La última reflexión fue para ella: me vi obligado a responder a sus preguntas y a entrar en una conversación ordenada. Era una mujer de treinta y cinco años y que aún poseía encantos suficientes para competir con el esplendor de su hija. Me dijo lo más halagador que las finezas del uso pueden sugerir, hasta creí entrever en ella sentimientos que yo habría deseado encontrar en otra parte, al precio de cuanto me era más querido, y sólo noté en ella cortesía hacia el barón, por más atención que pareciera prestar a sus palabras. Entre dos hombres de mérito muy desigual, las mujeres siempre se deciden en favor de la juventud y los atractivos; su corazón juzga por ellas antes de que se den cuenta: he ahí la causa de las injustas preferencias que se les imputan; y ésa fue la misma causa por la que Mme. de Mongol me prefirió al barón. Mi tío, sin embargo, valía más que yo si se hubieran tenido en cuenta los atractivos reales: era un hombre amable, y yo empezaba a serlo. Por suerte para su reposo, el barón no fue prevenido al principio de su violenta inclinación por la condesa. Había amado mucho en su juventud; los primeros ardores embotan, por así decir, nuestra sensibilidad; los gustos impetuosos pertenecen más a las edades que a las personas. El barón se hallaba en esa situación en que uno casi es dueño de sí, y en que ya no se temen las sorpresas del corazón; estado dichoso, que nos permite escuchar la razón mientras las pasiones callan. Por lo tanto, su cariño hacia Mme. de Mongol sólo se formó gradualmente; acostumbrándose a verla, se acostumbró a amarla. Mlle. de Mongol y yo hicimos en menos tiempo mucho más camino. El deseo de agradar me llevó a mostrarle todos los talentos agradables que yo poseía; menos agitado, habría podido observar la impresión que causaban mis cuidados en ella, la alegría que la animaba cuando volvíamos a vernos, la atención que prestaba a mis menores palabras, las amables ensoñaciones en que a veces caía, la pena que aparecía a su pesar cuando nos separábamos. Habría podido ver que un corazón sin artificio me hablaba en tantas circunstancias; sólo faltaba el nombre de amor a lo que ambos sentíamos. Habían transcurrido sólo unos días desde nuestra primera entrevista. La viveza de mis sentimientos me dictó una carta de las más apasionadas: elegí un momento para deslizarla en las manos de Éléonore. Al día siguiente la encontré más seria conmigo; y cuando pudimos hablar, fingió decirme sólo cosas indiferentes. Nunca sus ojos habían brillado tanto, y muy raras veces los volvía hacia mí: yo no sabía cómo debía interpretar su apuro. La condesa y el barón se pusieron a jugar; fue una ocasión que Mlle. de Mongol aprovechó. «No sé cómo recibí la carta de ayer», me dijo; «pero, dado que he podido recibirla, debo devolvérosla». Y diciéndome estas pocas palabras me puso en las manos un papel, y fue a sentarse al lado de la condesa sin que me fuera posible alcanzarla. Mi apuro era grande; flotaba entre el dolor y la duda; me costaba convencerme de lo que me ocurría, y de que me hubiera devuelto mi carta; salí para asegurarme; y cuando me vi sin testigos, abrí con precaución aquel papel. ¿Qué fue de mí? Era una respuesta del objeto de mi amor en estos términos:

Vuestra carta me ha sumido en una turbación que no puedo expresar; al leerla, unos impulsos nuevos para mí, una especie de sorpresa, se apoderaban de mi corazón, nunca he leído nada comparable. ¡El amor! Existe la felicidad de amar, siempre lo he pensado, aunque de ella sólo tuviese una idea imperfecta, y vos me habláis de esa dicha con una viveza que me ha convencido; pero esa viveza me asombra; ¿os está permitido decir libremente lo que sentís? ¿Cómo armonizarlo con las conveniencias y la reserva de que me han hablado con tanta frecuencia? Yo sólo debo deciros que me agradasteis la primera vez que os vi, y vos me decís mil veces más. No cabe duda de que hay que frenarse, aunque no comprenda de qué forma lo que da placer de un lado pueda ser una falta del otro. Me parece que, en la entrevista que me pedís, sabríais tranquilizarme, me explicaríais la causa de la emoción que me mostráis y que tal vez yo he compartido. Os creería: pero no pienso que esa entrevista sea una falta muy grande.

Éléonore

No tengo expresiones para describir mi alegría tras leerla: mi querida Éléonore se dio cuenta cuando volví al salón; pero no pude hablarle. El juego había acabado, y el barón jugó otra partida con Mlle. de Mongol, de suerte que la condesa y yo nos quedamos solos. Se me ha olvidado decir que, con verme, esta dama no se había curado de su inclinación hacia mí; todos los días me hacía nuevos arrumacos, y yo tenía una nueva razón para mostrarme reservado; ese día fue más desdichado todavía para ella. La satisfacción nos impulsa a hacer cosas extraordinarias en las que nunca habríamos pensado. Como estaba a su lado y obligado a entretenerla, no sé qué me incitó a decirle esas bagatelas divertidas que consisten en un puro coqueteo mental, y que, sin ser ternezas, se le parecen. Es cierto que cualquier otro habría podido utilizar con ella el mismo lenguaje con igual indiferencia; es un tributo que se paga sin más secuelas a las mujeres hermosas, y que a ellas no las obliga a creernos enamorados más que a nosotros a amarlas. Pero nos acordamos poco de las costumbres cuando las pasiones hablan; las menores apariencias se tornan realidades. La señora de Mongol quería que yo la amase, y tomó mis elogios a su belleza por una declaración; nada tan tierno como la forma en que me respondió: luego me reproché enérgicamente haber dado lugar a todo aquello, y ver mis galanteos pagados demasiado bien. La turbación me impidió replicar; la condesa lo tomó por secuela de mi amor. E íbamos a encontrarnos en el mayor aprieto del mundo cuando una nueva partida entre Éléonore y el barón me sacó del apuro. Me convertí en espectador durante el resto de la partida y cuando nos fuimos dejé a madre e hija convencidas ambas de que las amaba.

Volví a casa con una agitación fácil de imaginar. «¿Cómo hacer?», me dije entonces. «¿Debo alentar el error de la condesa, o sacarla cruelmente de él? ¡Desdichado de mí! Mi imprudencia me ha perdido. Si le declaro sin rodeos que soy insensible a sus bondades, y que no puedo responder a ellas, se acabó Éléonore para mí. El amor despreciado se torna odio, ¡no esperemos conseguir una felicidad de la que sus celos deberán privarme! ¿Podría envilecerme repartiendo de modo vergonzoso mi corazón?… Esa sola idea me hace estremecer. Sé que en unos siglos en los que las buenas costumbres y el pudor están proscritos se ha visto a hombres amar al mismo tiempo a varias personas ligadas por sangre. Mas el horror que semejantes monstruos me han inspirado ¿es suficiente para apartarme de actos tan infames? La naturaleza no es más fuerte que mi amor; ¿bastaría sólo ese amor puro para rebajarme a un fingimiento tan indigno?».

Muchas reflexiones me llevaron a pensar que no había más remedio para mi desgracia que una conversación con Éléonore. Esa conversación, tan ardientemente deseada por mí, se volvió a mis ojos un recurso: así tomamos a menudo nuestro corazón como razón. Dubois se había ganado a Justine, doncella de Éléonore. Esta muchacha entregó a su ama una carta en la que yo insistía en la necesidad de vernos, y en la que le subrayaba que la felicidad de mi vida dependía de ella por detalles que le comunicaría. Justine me sirvió bien y eliminó todos los escrúpulos; la única dificultad que quedaba sobre el medio de vernos a solas no tardó en quedar descartada. Pretextando una indisposición, no salí ese día: Justine y Dubois fueron nuestros correos, y recibí de Éléonore esta carta:

¿Me dejaréis ignorar mucho tiempo lo que me ha impedido veros hoy? Hay menos curiosidad que interés en mi inquietud. Me decís que la felicidad de vuestra vida depende de mi presencia y huis de mí, mientras que sólo de vos depende pasar tantos momentos a mi lado. Si en el círculo no nos está permitido decir todo lo que querríamos, al menos estamos juntos, nos vemos, leemos en los ojos lo que la boca sólo expresaría débilmente. ¡Ah!, ¡qué mal entendéis vuestra felicidad! Consiento en la entrevista de esta noche para haceros los reproches que vuestra ausencia merece.

A medianoche me dirigí a una puerta del jardín del palacete de Éléonore: Justine me esperaba; me guió en la oscuridad hasta el aposento de su ama. Entro y la veo: mi primer impulso fue arrojarme a sus pies; ella me levantó y me hizo sentarme a su lado. Le dije que Mme. de Mongol era su rival, se sorprendió; pero la viva sinceridad de mi pasión no la dejo mucho tiempo en ese estado.

–Eso es lo que me ha decidido a privarme de veros –le dije–; ¿debo ser víctima de mi fidelidad? Es el amor el que me hace sufrir, es el amor el que debe compensarme; el que promete pagarme –añadí dándole un beso; este beso fue el más delicioso de mi vida.

–Pero me parece –dijo Éléonore sonriendo y rechazándome– que ya os resarcís con las manos.

–No son más que anticipos –respondí– sobre una deuda considerable.

Durante algunos momentos nos dejamos ganar por la jovialidad; pero la ternura se impuso. Nunca me había parecido tan atractiva Mlle. de Mongol; el arte sólo agrada en la medida en que se acerca a la naturaleza. Su ropa de casa dejaba ver un pecho a medias desnudo, un vestido abierto no impedía admirar su talle; sus cabellos estaban sueltos; aquel espectáculo me animaba y encendía en mi corazón el fuego de los deseos. La discreta Justine se había retirado… ¡Qué tierno y apasionado me volví! La verdad de los sentimientos que experimentaba pasaba a mis palabras; nunca se tiene en más alto grado el don de la palabra cuando en lugar de las palabras puede utilizarse mejor cualquier otra cosa. A mis alabanzas, a mis juramentos de amarla siempre mezclaba yo las caricias más vivas; la cubría de besos, su emoción aumentaba con la mía; ella me amaba, yo recogía esa confesión de su bella boca. Me postré a sus plantas, postura favorable para el amor, inventada para demostrar respeto y que a menudo sirve para faltar a él. No tardé en levantarme y, estrechándola en mis brazos, intenté que ambos alcanzáramos la felicidad. ¡Cuántos obstáculos tuve que combatir! La naturaleza, unas lágrimas preciosas y mi propio dolor; Éléonore estaba inanimada. Tan cruel como Atis[8], que hizo perecer lo que amaba, mi delirio me hizo creer que sería tierno careciendo de piedad; llevé al colmo mi crimen. Éléonore recobra sus sentidos, abre los ojos y vuelve a cerrarlos; sus quejas y sus caricias, nuestras almas y nuestros cuerpos se confunden.

Sus bellos ojos se abren de nuevo. La voluptuosidad se había fijado en ellos al despedirnos, el puro amor reinaba en su mirada; un resto de orgullo despierta en su corazón, suspira, quiere librarse de mis brazos y romper los nudos que nos unen. Yo hago esfuerzos por conservar mi conquista; ella cede y comparte conmigo el placer de mi nuevo triunfo.

Mis reiterados éxitos hablaban en mi favor; Éléonore sólo oponía por toda resistencia su debilidad. Convencida al fin de la verdad de mi amor, sin poder frenar el suyo me mostró su alma entera. ¡Cielos!, ¡cuántos nombres tiernos me fueron prodigados! ¡Con qué ardor iba ella al encuentro de mi arrebato! ¡Qué juegos y qué alegría! ¡Qué dulce y fácil es la escuela de la felicidad!

No hay mayor placer que el que saborean dos corazones en el mismo instante y con igual intensidad. Ese placer es como una voz armoniosa que, en un lugar lleno de ecos, aumenta a medida que se repite. Pero ¿por qué agotar mis débiles descripciones sobre esa materia? Sólo al sentimiento le corresponde describir el placer.

Éléonore ya no tenía encantos que no me perteneciesen; las bellezas más secretas eran presa de mis ojos, reconocía, ¿qué digo?, poseía todo lo que esos mismos ojos habían devorado la noche del espectáculo nocturno. Hacía realidad las ideas que entonces había concebido, satisfacía deseos pasados y presentes; todas mis facultades se reunían en un solo punto. Ya no era capaz de sentir.

–Querido amado –me dijo Éléonore–, por deliciosa que sea la ebriedad en que me sumes, frena el exceso de tu ardor, no puedo seguirlo, déjame saborear mi felicidad. Hoy es el día en que empiezo a vivir, el velo que oscurecía mis ojos ha caído. ¡Éstos son los placeres de los sentidos que me ordenaban temer y de los que hacen tan falsas pinturas! ¿Seremos nosotros los únicos en conocer estos deliciosos placeres? ¿O cómo es posible que los hombres sean contrarios a sí mismos hasta el punto de prohibírselos?

–Mi querida Éléonore –le dije–, la locura y la vanidad tienen muchos rasgos semejantes; y a menudo los mismos efectos; hay hombres lo bastante locos para privarse de la vida; los ha habido bastante vanos, y bastante locos a la vez, para imaginar que los placeres, estas causas y estos vínculos de la vida, eran males. Les pareció bien separar al hombre del hombre, y reducirlo a la clase de seres insensibles. Cuanto más absurdo es un sistema, más divino parece a ojos de los fanáticos, pero ese sistema de destrucción de los placeres es tan insensato como lo sería el proyecto de vivir sin respirar el aire que nos rodea, o como lo sería prohibir a un cuerpo sonoro resonar cuando recibe vibraciones. El autor de nuestro ser nos dio unas necesidades que satisfacer, nuestra conservación depende de ellas; y ha unido el placer al acto de satisfacer esa necesidad. Si le pareciese malo que nuestros corazones se entregaran a esos placeres necesarios, querría al mismo tiempo que fuésemos y que no fuésemos; derrocaría las leyes de nuestra existencia, condenaría en nuestros deseos una pasión que él mismo ha encendido. Por eso vemos que las ideas contrarias, tomadas del estoicismo, tienen muy poco uso. Siempre poseemos los mismos órganos y las mismas pasiones; el mundo no ha cambiado, prueba segura de que no debía cambiar. Lo más notable es que los defensores de esas quimeras morales son inútiles, e incluso gravosos para la sociedad; granujas, avaros, malvados, vengativos, mil veces más imperfectos que aquellos de los que se convierten en amargos censores; y, para colmo de impostura, en punto a placeres de todos los géneros y a refinamientos estudiados, se desdicen en secreto de sus fastuosas opiniones con una práctica constantemente opuesta.

Terminaba la noche; no hacía falta que la aurora supiese nada de nuestras voluptuosidades; las coroné con el adiós más tierno y más expresivo; y me arranqué de las delicias que me retenían después de haber convenido que volveríamos a vernos la noche siguiente. De vuelta en casa, un sueño tranquilo encadenó mis sentidos, ese sueño que es recompensa de los trabajos y recurso de los placeres. Me desperté con el recuerdo y la expectativa de unos bienes de los que el amor me había convertido en dueño. Estas ideas me ocuparon todo el día y fueron las agradables compañías de mi soledad. Justine me había dado la llave del jardín; en la hora señalada volé a los brazos de mi amada. No nos habíamos visto, habíamos pensado todo un día el uno en el otro; era un fondo inagotable de ternura. Éléonore estaba acostada; se lanzó hacia mí hasta la mitad de la cama, nos abrazamos, permanecimos mudos; el corazón se acomoda a esa forma de expresarse.

Gana con ello más de lo que se piensa;

gracias a un amable cambio

encuentra en el sentimiento

lo que con el silencio pierde.

Sólo el lenguaje de los suspiros fue nuestro intérprete; nuestros sentidos se alteraron, nos entregamos a sus extravíos; caímos en ese éxtasis que hace morir, revivir y morir de nuevo. Ardía en deseos de compartir la cama de Éléonore: ella consintió. Me desnudé con rapidez extrema, me precipité al lado de mi querida amada. Se pinta y se esculpe a las Gracias desnudas; pero eso no es más que tela o piedra; para saber lo que eran hay que poseer, como yo, un hermoso cuerpo sin defectos ni velo, y que tenga por alma el amor. Nuestro embeleso volvió a empezar y trocó para nosotros, mediante una rápida sucesión, las horas en instantes. La continuidad de esas expansiones de nuestros corazones no debe extrañar. Se ha calificado al amor de inmortal sólo porque el fuego que una verdadera ternura anima es una fuente inagotable de placeres en los inicios de una pasión.

Cuando terminamos de diversificar nuestros entretenimientos de tantas maneras como otros en las mismas circunstancias habrían creído agotar, pasamos a esas deliciosas conversaciones que la inteligencia de Éléonore me hacía adorar, y en las que su alma se desplegaba, seria y entusiasta, grande e ingenua alternativamente.

–Debes saber –me dijo– por qué he cedido ante ti tan pronto y sin vergüenza, y por qué ese fantasma del pudor no me ha dejado remordimientos al alejarse de mí. La satisfacción que disfruto es pura y sin mezcla de turbación; tu felicidad y la mía se han vuelto los dioses y las leyes de mi corazón. Los sentimientos que se oponían a lo que te he concedido sólo han tenido valor porque han aumentado la dulzura del sacrificio que mi amor te ha hecho de ellos.

–Divina Éléonore –le respondí–, sin daros cuenta hacéis el más digno elogio de nuestros placeres; su pureza, la impresión que dejan, demuestran la excelencia de su naturaleza. Se reconocen por sus huellas. Así es como juzgamos las causas por los efectos que producen; y una acción generosa y bella, por la emoción interior y halagüeña que le sucede. No tenemos otras reglas más seguras para guiarnos; reglas inalterables y severas, que proscriben sin rodeos cuanto es contrario al bien, y que al mismo tiempo son las leyes y el dolor de todo el que las ofende. En cuanto a nosotros, ¿qué hemos hecho, salvo aceptar unos bienes que la naturaleza nos aconseja y nos da? El orden civil, que no coincide en todas las naciones con esas ideas primitivas, no es otra cosa que convenciones entre los hombres; esas convenciones pueden ser cambiadas, y no duran tanto como las voluntades que son sus fundamentos. A ese orden civil, introducido por la fuerza y el interés, hay que remitir el origen de todos los prejuicios con que cargan nuestra infancia; el alma todavía simple está imbuida por ellos, insensiblemente se convierten en su propia sustancia; de ahí deriva esa turbación pasajera, ese pudor que vos temíais, y que no era, como habéis dicho, más que un vano fantasma al que nada seguía. El verdadero pudor, el que debe ser tan precioso para el hombre, es un muro entre la virtud y el crimen.

Mi filosofía giraba casi siempre sobre materias relacionadas con el sentimiento. Arrastrado por el ardor con que sostenía mis opiniones, me encontré inducido a demostrar con ejemplos nuevos la bondad de mi moral; introduje en el corazón de Éléonore una convicción perfecta, gocé la dicha de verla adoptar todas mis ideas y de coincidir en los puntos más importantes. Así acabó la segunda noche. Nada faltaba a mi felicidad, y sólo formulaba votos para verla asegurada; pero esa felicidad es de naturaleza frágil, y en la continuación podrán verse los incidentes que vinieron a turbar su posesión.

Fin de la primera parte

Segunda parte

¿Se necesitan contratiempos para disfrutar del reposo, y sólo podemos ser dichosos a expensas de nuestra felicidad? Una enojosa experiencia nos enseña que hay que alejarse de lo que nos es más querido para que siga siéndolo mucho tiempo. Mas ¿quién puede someterse a ese exilio voluntario? Un corazón, acostumbrado a sensaciones vivas, teme verlas acabarse; se apodera de cuanto tiene relación con ellas y sus propios ardores lo consumen.

Me había dirigido, a la hora señalada, al aposento de Éléonore; la vislumbro en la oscuridad, vuelo a sus brazos y, sin decir una palabra, me hundo en un río de deleites; repetimos nuestros deliciosos acuerdos; nuestros sentidos y nuestros deseos se conciertan de manera perfecta. Después quiero hablar con el objeto de mi pasión, sus respuestas no son más que suspiros; presiono, ruego, nuevos suspiros son el resultado de mis instancias. Mi emoción aumenta. «¿Queréis desesperarme, cruel Éléonore?», le digo fuera de mí; «¿por qué obstinaros en ocultarme vuestra pena? ¿Soy acaso su causa? No decís nada… No puedo dudarlo, causo vuestra desgracia; soy indigno de seguir viviendo», añadí postrándome ante sus rodillas precipitadamente. Mi querida amada, sorprendida por tanta viveza, teme que atente contra mis días; quiere coger mi espada, en vez de ella, en sus manos se encuentra un objeto menos cruel: la puerta del aposento se abre. ¡Cielos! ¡Entra la misma Éléonore! La veo a la luz de una vela, y los tres quedamos petrificados.

Quizá se adivine que la falsa Éléonore no era otra que Justine. Esta muchacha, con una presencia de ánimo admirable, nos sacó del apuro:

–Venid –dijo soltando una carcajada–, venid, señorita, y ayudadme a salvar al marqués de su propia furia; al llegar, me ha tomado por vos, se me ha echado encima vivamente, y sólo de mí habría dependido hacer las más bellas cosas del mundo. ¡Qué oportunamente habéis llegado! Desesperado, iba a matarse y he tratado de impedírselo.

–Mas ¿qué pensar del extraordinario estado…? –dijo Éléonore.

–¡Eh!, señorita –replicó Justine–, ¿pretendéis reprocharme una falta cuando he querido hacer una buena acción? La intención lo justifica todo, y os aseguro –añadió mirándome– que no me arrepiento de nada. La oscuridad es la causa de la doble equivocación que hemos cometido.

–Sois una loca –dijo Éléonore–, y el marqués es más loco todavía, debería ofenderme.

–Pero no podéis –dijo Justine marchándose.

Yo me recobraba de mi turbación, hacía a Éléonore tiernas quejas de la demora que había provocado mi error y su sorpresa. «No he podido llegar antes», me dijo; «la cena ha sido más larga de lo que había pensado, y he contado enfadada cada momento que me separaba de vos. De haber fingido una indisposición, Mme. de Mongol quizás habría venido aquí, y habríamos estado perdidos». Así se excusaba mi querida Éléonore de lo que me había vuelto culpable. A mi vez me reproché haber empleado tan mal unos momentos tan preciosos; esa idea debía despertar, en mi opinión, toda mi sensibilidad. Me mostré solícito, vivo, insaciable; excité en mi corazón los arrebatos; la imaginación me proporcionó recursos por primera vez; tuve placeres muy inferiores a los que había sentido hasta entonces; las producciones artísticas siempre llevan un carácter de debilidad. Con triste filosofía empecé distinguiendo los deseos que nacen de las necesidades de los simples deseos; aquéllas nos hacen infaliblemente felices; éstos nos impiden serlo. Provienen de la nostalgia y del recuerdo, que ponen constantemente ante nuestros ojos los bienes de los que hemos sido dueños; sin embargo, por una notable inconsecuencia, no nos remitimos a las pruebas; nos vemos reducidos a la sombra de la voluptuosidad, a esas emociones pasajeras y momentáneas que turban más de lo que afectan, a esas compensaciones pueriles en las que una persona razonable no puede detenerse mucho tiempo. La felicidad, que es materia tan seria, se convierte en un jugueteo frívolo. Salí de un paso tan peligroso gracias a la alegría y a las bagatelas; al no poder mantener la misma figura, fui un Proteo del entretenimiento. Ligero y superficial, no hice más que revolotear y libar la flor de los temas, sin que Éléonore pudiera conducirme a razonamientos sólidos. Por eso no diré nada de las conversaciones de esa noche, cuyo final me liberó de un personaje bastante difícil.

Por la mañana aún estaba en la cama cuando vi entrar en mi cuarto a Justine, quien, con el pretexto de algunos libros de música, venía a visitarme. «Estáis sorprendido, señor, del paso que di anoche», me dijo; «pero ¿puedo permanecer tranquila cuando un amor insensato me atormenta? Me he esforzado inútilmente por recobrar mi escasa razón, vos no podéis decirme nada que yo no haya tenido el dolor de pensar. Vuestra idea es la más fuerte, la he combatido con lo más sensible que hay para mí, hasta que favorecí vuestra inclinación por Mlle. de Mongol y creísteis que debíais el éxito a los cuidados de Dubois. La misma locura me hizo cambiar de golpe de objeto cuando me vi ayer a solas con vos; creí poder curarme y liberarme de las ataduras que sigo teniendo: soy la víctima de mi pasión y sin duda de vuestro desprecio. ¡Ojalá tuviera más inteligencia para expresaros más cariño! Quizá conseguiría despertar al menos vuestra piedad y demostraros que, en circunstancias infames, a menudo se encuentran corazones dignos del amor». Y mientras decía estas palabras se deshacía en lágrimas: ¿puede ver uno sin enternecerse escenas semejantes? Además, Justine no carecía de belleza; cualquier otro se habría emocionado como yo. La atraje hacia la cama, sequé su llanto, le mostré todo el efecto que podía provocar en mí; habría tenido motivos para estar contenta si la naturaleza de mis afanes por consolarla no la hubieran atado más. «Siento», me dijo, «que la pura generosidad os interesa en mi pena; ¿por qué tiene esta pena tanto poder sobre mi espíritu? Debería haberme acostumbrado; mi vida no ha sido más que una sucesión de desdichas». Estas últimas palabras suscitaron mi curiosidad y la insté a contarme su historia, cosa que hizo poco más o menos en los siguientes términos:

Mi padre era un rico campesino de los alrededores de Estrasburgo que me había educado de acuerdo a nuestra condición. Se decía que, entre las jóvenes de nuestro pueblo, no era yo la que carecía de más encantos y vivacidad. Tenía quince años, y un joven de mi rango me pedía en matrimonio cuando el príncipe Carlos de Lorena pasó el Rin[9]. Nuestra casa fue saqueada por un partido; mi padre y todos nuestros criados fueron asesinados. Algunos soldados, que por desgracia me encontraron de su gusto, se apoderaron de mí; fui presa suya, ahorradme el resto. Mientras dormían totalmente borrachos, escapé, y abandoné llorando mi pobre patria. Tenía algún dinero, fue un recurso en mi infortunio. De pueblo en pueblo recorrí toda la región, pero, cuando me creí a salvo, me sobrevino otro apuro: ya no sabía qué hacer. Había oído hablar de París como de una ciudad grande y rica: decidí ir. Quizá, me dije, la Providencia, que se preocupa de los desdichados, me prepare en esa ciudad un destino que no espero. Llegué tras grandes esfuerzos a París; el ruido y los problemas que siempre reinan en ella, esa multitud de habitantes, tan distintos entre sí, me sorprendía; estaba perdida en el tumulto. Después de haber caminado largo tiempo por calles que me parecían inmensas, mis fuerzas me abandonaban, y miraba a todas partes como persona que no sabe adónde dirigirse. La Providencia quiso que mis extrañas ropas atrajeran sobre mí los ojos de una dama bien vestida. Después de haberme contemplado un rato, se interesó sin duda por mi cara y, acercándose a mí, me dijo:

–¿Qué buscáis, hermosa niña? Parecéis preocupada, ¿puedo ayudaros?

–¡Ay!, señora –le respondí en bastante mal francés–, soy de muy lejos y no conozco a nadie. Vos sois la primera persona a la que he hablado; lo que me hizo abandonar mi tierra es demasiado largo para contároslo, y me daría demasiada pena –añadí llorando.

–Bueno –me dijo aquella dama–, venid a mi casa, trataré de consolaros, y viviremos juntas todo el tiempo que queráis.

Estreché las manos de la desconocida dama, y la seguí. Entramos, a dos pasos de allí, en una casa cuyos aposentos eran de lo más brillante; me veía por todas partes en los espejos: ¡qué comparación con los muebles de nuestras rústicas casas! Vi a varias señoras, extraordinariamente vestidas, y a varios hombres con ellas; me rodearon, se pusieron a examinarme con una atención que me hizo sonrojarme. Me daban vueltas como a una cosa curiosa que nunca se ha visto. Las mujeres dijeron en voz alta los defectos que tenía; los hombres me encontraron guapa y felicitaron a mi protectora por la adquisición que había hecho. Uno de ellos quiso acariciarme y decirme algunas palabras; pero la dama que me había presentado lo apartó y me hizo salir para guiarme hasta un cuartito algo alejado, donde me dejó tras haberme dicho que vendría a verme a lo largo del día, y que no me faltaría de nada. Poco después, una vieja me trajo de comer; le pregunté dónde estaba: «¡Cómo!», dijo ella, «¿no sabéis que estáis en casa de Mlle. C***, decana de los coros y del consejo de la Ópera[10]? Éste es uno de los mejores despachos de París; habréis hecho vuestra fortuna si nuestra ama os cobra afecto, como parece; me ha recomendado tener con vos todos los cuidados posibles».

Aquella mujer me hizo varias preguntas; parecía interesarse por mí, le conté mi historia sin ocultarle nada. De vez en cuando alzaba los ojos y los brazos al cielo, y me demostraba tanta sorpresa como compasión. Me había creído totalmente nueva en determinadas materias.

–Querida niña –me dijo–, bendecid al Cielo por haberos dirigido a una casa tan buena; os devolveré lo que habéis perdido, y os lo devolveré tantas veces como lo perdáis, sabiendo vuestra desgracia y queriéndoos como hago. ¿Le habéis contado a Mlle. C*** lo que acabáis de decirme?

–No –respondí–, sólo la he visto un momento.

–Muy bien –prosiguió ella–, contadle todo, menos la historia de los soldados. Que eso quede siempre oculto; no os consideraría más, y cambiaría por completo sus ideas sobre vos.

La caritativa Duclos[11] (ése era su nombre) me dio muchas otras instrucciones, que podéis imaginar; terminó sacando de su bolsillo un específico[12] que siempre llevaba consigo, según me dijo, y volvió a ponerme en el mismo y semejante estado que antes de la irrupción del príncipe Carlos en Alsacia. Nada más salir ella, el joven de que he hablado, y que había sido rechazado secamente por la C***, entró furtivamente en mi cuarto y vino a postrarse a mis plantas. Aquello me sorprendió: «¿Qué ofensa me habéis hecho», le dije, «para pedirme perdón?». Mi ingenuidad acrecentó su arrebato; me besaba ardientemente las manos, la boca y los ojos; no pude evitar un suspiro de placer. Más atrevido al ver mi turbación, me incitó a sentarme en una chaise longue, y destruyó no sin esfuerzo, aunque por completo, la obra del específico. Iba a repetir cuando entró la Duclos, y, furiosa por lo que veía, a punto estuvo de sacarle los ojos. Iniciaron una disputa en la que ambos se hicieron justicia; por fin se marchó, prometiéndome volver acompañado para armar un buen jaleo. Cuando la Duclos se quedó sin objeto contra el que soltar su bilis, volvió su malhumor contra mí y me trató como mi imprudencia merecía. Desde que ella había entrado yo no cesaba de llorar; terminó calmándose, de nuevo se mostró bondadosa conmigo, me dio el específico, y la posibilidad de perder por tercera vez lo que tan mal había conservado. Estaba sola y entregada a mis reflexiones cuando Mlle. C*** vino a verme; le detallé con sencillez las desgracias que habían afligido a mi tierra. Pareció tan conmovida como lo había sido la Duclos, y me dijo que contara con su amistad, siempre que fuera dócil a sus consejos. «Por ejemplo», añadió, «esta noche os presentaré a un prelado de la mayor consideración, un hombre de bien, que puede ocuparse de vos y que lo hará; pero sólo a cambio de vuestra sumisión. Hay que tener las mayores complacencias con un hombre del que se espera todo; por eso, preparaos a sufrir sin murmurar lo que exija. Me agradeceréis mil veces los consejos que os doy». Llamó luego a la Duclos; me trajeron la ropa interior más delicada, me perfumaron y me arreglaron. Después de realzar todos mis encantos, la C*** me llevó a un aposento que yo aún no había visto; allí esperamos un rato. Por fin llegó el prelado por una puerta que daba a una escalera oculta. Era un hombre alto, apuesto y bien constituido, que hablaba bien y se presentaba igual, pese a su estado, que raramente admite la gracia. Después supe que había sido capitán de dragones; su aire militar se traslucía a través de las conveniencias a las que había tenido que amoldarse. En lo demás, era hombre de Corte; su riqueza y su ambición lo habían llevado a ella, y su inteligencia, de la que había dado grandes muestras, lo afianzaba allí. Debía mucho a las mujeres; divertido, jovial, emprendedor, nacido para la intriga, hacía que sus placeres sirvieran a sus demás pasiones. Quizá os cueste saber cómo llegué a conocerlo tan bien, no tardaréis en enteraros. Dijo mil cosas sutiles y agradables a la C***, y mil todavía más lisonjeras sobre mi belleza.

La C*** salió para ordenar la cena; el hábil prelado aprovechó la ocasión. Y, sin perder tiempo en vanos preludios, puso en práctica conmigo talentos poco comunes. Interpreté de maravilla la sorpresa, el temor, los gritos y las lágrimas: las mujeres nacemos comediantes; un solo ensayo desarrolla todo nuestro arte y nos hace imaginar cuanto se precisa para engañar. El prelado, por su parte, encontraba en la ropa un nudo lleno de dificultades que volvían la situación mucho más interesante. Finalmente, del terror pasé al enternecimiento, y ésa fue la señal de desenlace, que nos satisfizo por igual a ambos: él sacó placer, y, sin salir del teatro, interpretamos otro fragmento, que tenía más de comicidad tierna que de lo primero. La C***, que se anunciaba de lejos cantando, volvió; leyó en los ojos de su invitado una satisfacción completa, y mandó servir al punto la cena: fue de las más finas, sin duda; pero yo seguía sin entender nada, y comía sin pensar. Como bien supondréis, Justine, aldeana y alsaciana, habló muy poco; a cambio, dejé que mis ojos dijeran cuanto quisieron; sonreía o suspiraba en el momento oportuno para inflamar a mi nuevo amante, con el que, por lo demás, la C*** hablaba. Antes de levantarse de la mesa, concluyeron un tratado por el que yo pertenecía al prelado, que se fue encantado con su suerte. La C*** me llevó a una habitación contigua, que, según me dijo, era la mía. Yo caía de las nubes, nunca había tenido un sueño como aquél; el cuarto era tan bonito como las estancias que me habían sorprendido al entrar. Dormí en una cama más que magnífica. Al día siguiente, la C*** me despertó; me traía un joyero de pedrerías, cuyo uso me enseñó; me las enviaba mi amante. Me levanté, me tomaron medidas para un vestido magnífico que me puse esa misma noche. Tuve maestros de música, de danza, y de todo aquello, en fin, que es necesario para completar la educación del pueblo y para enseñar las agradables bagatelas que forman a las mujeres. ¿Qué puedo deciros? En seis meses de clases, las lecciones de la habilidosa C***, la conversación con mi amante, aquellas cenas exquisitas, mi deseo de agradar, tan natural en nosotras, me volvieron de tal forma que creía haber cambiado de ser. El prelado era cariñoso y constante; yo respondía a sus sentimientos porque sólo le veía a él. La C***, nacida para predicar la picardía en el amor y las infidelidades, fue religiosa hasta el punto de no cometer ninguna infracción a lo pactado, cosa que no se verá en mucho tiempo, y que no importa. El obispo gozó del privilegio exclusivo en toda su extensión; se consagró con toda seriedad a mí; pero, por una fatalidad unida a mi destino, se vio obligado a dejar París, para ir a residir a una nueva sede. Me lo contó, y también a la C***. Sólo encontramos una manera de que siguiera amándome: transformarme en hombre; acepté sin dudar. El obispo se encargó personalmente de aquella metamorfosis, más agradable para él que cualquier otra ceremonia. El día fijado para mi marcha, después de haber dado las gracias a la C***, a quien yo creía deber grandes favores, me despedí como caballero de aquella ramera, en cuya casa había cambiado yo con tanta frecuencia de estado. Soy morena, mi tez me servía en este lance. Durante el viaje, y en provincias, pasé por ayuda de cámara de Su Eminencia; pero él lo fue más mío que yo suyo. Mi habitación estaba al lado de la suya, debido a las tareas que desempeñaba. La soledad, ¡cuánto le hacía amar! Pasaba conmigo muchos días en que le creían dedicado a resolver asuntos, y todas las noches que suponían que pasaba solo. Nuestra pasión nos engañó. Por más cuidado que pusimos, no tardé en darme cuenta de que llevaba dentro de mí un fruto de la incontinencia del obispo. Su dolor fue enorme, a mi parecer. Me conservó a su lado tanto como le fue posible hacerlo sin provocar sospechas, y finalmente me mandó en silla de posta a esta ciudad para que me cuidara una mujer de confianza. Me instalé en su casa y traje al mundo al hijo del obispo, del que se encargó aquella mujer. Estaba dispuesta a volver junto a mi amante cuando supe que había partido para L*** por órdenes superiores. No había posibilidad de ir allí en su busca, y tras muchas cartas inútiles comprendí que mi desdichada fecundidad había sido la causa de su disgusto; son faltas que no perdonan los amantes consagrados. Me entregué a la aflicción, pero ¿qué males remedia? La necesidad de pensar en mi subsistencia para el futuro me hizo alejar todas mis penas. Aquella mujer en cuya casa vivía, compadecida de mí, me presentó a Mme. de Mongol, a cuyo servicio estoy desde hace varios años. Gozaba de un poco de tranquilidad cuando, al veros, volvieron a encenderse en mi corazón los fuegos mal apagados del placer, o, mejor dicho, vos me habéis hecho conocer el amor por primera vez: ¿y qué mayor amor que el que la razón priva de esperanzas? ¡Cielo!, que me habéis dado la vida para perseguirme, ¿debo pasar siempre de la desdicha a la infamia, y de la infamia a la desdicha?

Justine merecía que me compadeciese de ella. Yo sabía que hay pasiones que nos arrastran lejos de nosotros, sin que la rapidez de los sentimientos que inspiran nos permita formar un solo razonamiento: son esas pasiones combinadas con circunstancias fortuitas las que forjan los destinos que Justine denunciaba. Los destinos son quimeras, el futuro no es nada, y nadie lo puede prever. Además, ¿podía reprochar a Justine la inclinación que sentía por mí? Al parecer, todos los corazones son iguales en amor, y ninguno de los que poseemos por entero deja de ser precioso.

–Estoy conmovido –le dije–, tanto como se puede estar, por el amor que me mostráis. Sabéis que no puedo pagároslo con amor, la certeza en que estáis de esa imposibilidad os priva de toda esperanza; la inconstancia de nuestra naturaleza acabará por liberaros y os devolverá la tranquilidad al corazón. Si yo supiera –añadí abrazándola– otro remedio para vuestras penas…

–No –me contestó rechazándome débilmente–, cualquier otro remedio no haría más que agriar mis males; de nada sirve que me enseñéis el valor de un bien que no puede ser mío. ¡Qué complacencia!… ¡Dioses!… Por última vez…

El dolor y el placer se combatían mutuamente y la privaban de la palabra. Una vez que se recuperó, se libró de mis brazos y se fue.

Poco más tarde vino a verme el barón.

–No sé –me dijo– lo que os hace suspender vuestras visitas a casa de Mme. de Mongol; daba la impresión de que la veíais con placer, y de que ella os correspondía. ¿Qué más puedo deciros? Desde vuestra ausencia, la inquietud que ha mostrado sobre cuál podía ser su verdadera causa, su costumbre de hablarme de vos y hacer recaer la conversación en vuestra persona, su humor, en fin, me han hecho ver que os amaba; los cambios de humor son efectos seguros del amor. Pero vos, marqués, ¿no habéis sido el primero en daros cuenta? Vuestra conducta me impulsa a creerlo; no puedo imaginar que hayáis sido indiferente a las dulzuras de su trato y a las distinciones que os ha prodigado. Quizá por un sentimiento de generosidad os contenéis, cedéis vuestros derechos a un rival al que amáis: habéis descubierto mi pasión por la condesa.

–Señor –le respondí–, es hermoso lo que pensáis y resulta muy dulce para mí que juzguéis mi corazón capaz de ello; pero no os haré un sacrificio imaginario, sería una especie de robo a vuestros sentimientos. Los principios de las acciones loables son los de la sinceridad. Os confesaré, pues, que evito a la condesa porque veo en otra parte lo único que puede hacer mi felicidad: su amable hija posee mi corazón y me ha entregado el suyo. Las seguridades que tengo aumentan mi pasión, lejos de atenuarla; necesitaría su mano para convertirme en el más afortunado de los hombres. He estudiado su carácter, su inteligencia, sus cualidades; he espiado, por así decir, los primeros sentimientos que la naturaleza ha hecho brotar en ella; he conocido todo lo que vale. La posesión y los favores de una belleza tan conmovedora no son, en las circunstancias en que me encuentro, lo que me hace desear con más vehemencia; juzgad el imperio que tiene sobre mí: la inclinación de la condesa, que me ha parecido excesiva, viene a obstaculizar todas mis esperanzas.

–¡Qué feliz me hace –dijo el barón– que nuestros intereses estén unidos! Los obstáculos son grandes, pero no insuperables. Habéis hecho bien huyendo desde el principio de Mme. de Mongol; y se presenta una ocasión que sirve de pretexto a una ausencia más larga. El duque D***[13], bajo cuyas órdenes serví, me escribe animándome a ir a verle a su tierra; el presidente P*** y el vizconde de L***, que también se dirigen allí, debían recogerme después de la cena; vos me sustituiréis. Mientras tanto, yo buscaré los medios de arreglar aquí nuestros asuntos comunes.

Acepté la solución; escribí sin tardanza una carta a Éléonore para informarle de mi marcha y las razones que me arrancaban de su lado. Le expliqué que era un mal necesario, y la única vía para alcanzar nuestra unión; que tuviese compasión de mí y me amase siempre. Ella me respondió de inmediato:

Si no fuera yo más que razonable, aprobaría cuanto habéis decidido hacer; pero os amo, y la separación de que me habláis debe parecerme injusta y cruel. El barón es demasiado prudente; no habría decidido por sí mismo lo que os ha aconsejado. Su propio interés, sin que él lo crea, le impide ver el golpe tan duro que me da; sólo me quejo de él, aunque pudiera acusar a alguien más querido. Anoche me disteis la impresión de estar menos cariñoso que de costumbre, y hoy os decidís fácilmente a dejarme. ¡Ay!, marqués, ¿no tendré alguna razón para creeros inconstante? Pero no, alejo de mí estas ideas, no haré con vos semejante injusticia. Vos me amáis; ¿no sé acaso el dolor que provocan sospechas semejantes? ¿Cómo decidirse a causar la menor pena al objeto de su amor? Querría ocultaros hasta la aflicción en que va a sumirme vuestra ausencia. Pensad en ello para estar convencido de mi ternura; puesto que me abandonáis a mí misma, debo esforzarme por consolaros.

Leyendo esta carta sentí mil impulsos distintos; no podía soportar la idea de mi querida Éléonore entregada al dolor; seguí dudando de si debía ir a casa del duque cuando a la puerta del palacete se detuvo una carroza de la que descendieron el presidente y el vizconde, y, antes de que yo les viese, mi tío ya les había comunicado que yo ocuparía su plaza. Se prometieron placeres sin cuento, y, como no podía prohibírmelos, me fui con ellos después de haber encomendado al barón los intereses de mi amor.

En los primeros momentos de la partida reapareció, a pesar mío, mi pena; pero fue disminuyendo poco a poco. Me dejé llevar por el buen humor de mis compañeros de viaje. La conversación recayó sobre las disputas que los sistemas escolares han causado desde hace más de un siglo en Francia; partido que algunos abrazan sinceramente (porque hay víctimas de todo tipo), y que otros, con miras más sutiles, hacen servir de color a su ambición. Pasamos revista a todas las prácticas y las maquinaciones de esas gentes que trafican con los misterios, las conjuraciones y los odios, de esos personajes piadosos que se adornan con el cielo cuando se les ofende. No olvidamos la consternación que golpea a un partido cuando uno de sus miembros ofrece al público escenas de esas que atraen las burlas; por ejemplo, el disfraz del abate de M***[14], en la Ópera, que no tardó en andar en canciones y del que se enteró todo el reino, apartó la atención de la aventura más grave del padre G***[15]. Pero dejemos en paz la sombra de este honesto G***.

–¿Qué queréis decir? –interrumpió el vizconde–; el padre G*** vive todavía y puede ser tan honesto como nunca lo fue.

Nos sorprendieron las palabras del vizconde.

–La opinión común –le dijimos nosotros– es que el padre G*** murió hace mucho, y, además, que está enterrado en el mismo sitio que la C***, lo cual da motivo para divertidos epitafios.

–Desengañaos –replicó el vizconde–, sigue siendo el que era, salvo unos cuantos cambios. Habéis de saber que, con otro nombre, tiene un curato a una legua de S. L***; yo le conozco, y nos vemos de vez en cuando. No vive en buen entendimiento con su rebaño: un sermón sobre Magdalena, en el que hizo descripciones demasiado desnudas y demasiado vivas, escandalizó a sus feligreses hasta el punto de que se vio obligado a bajar del púlpito; tuvo que refugiarse en la sacristía, porque querían lapidarlo. Sigue teniendo la misma inclinación por el retiro. Como está en una región donde se hacen encajes, da trabajo en su casa a siete u ocho mujeres en esas labores. Hablo de lo que he visto. Lo singular, que debe ser mirado como efecto del azar, es que son muy jóvenes y bellísimas. Las educa en medio de una gran soledad para inculcarles con más éxito el gusto por el trabajo y la piedad. Es su padre, su guardián y su portero. Sus enemigos han querido prestar un mal cariz a sus intenciones; hasta habían conseguido alejarlo de ese lugar; pero lo recuperó de manera brillante, y en la actualidad está protegido por una autoridad respetable.

Cuando el vizconde acababa de decir estas palabras llegamos al castillo del duque. La hermosa mansión está situada al pie de una ladera, rodeada de jardines encantados; hay terrazas en forma de anfiteatro, aguas, bosques, un parque inmenso. El duque me recibió muy bien; encontré en su casa una numerosa compañía de ambos sexos; me pareció que reinaba en ella una libertad amable y que todos los habitantes de aquel delicioso lugar sólo respiraban alegría. Antes de que explique la forma en que ocupé mi tiempo, no será inútil decir quién era el duque.

Este señor, ya en el declive de la edad, era muy inteligente; esclavo toda su vida de placeres a los que había sacrificado grandes bienes en su juventud, considerables herencias le habían puesto siempre en condiciones de satisfacer sus gustos. Agobiado por el peso de su felicidad, ya no tenía deseos; toda su inteligencia no podía reparar en ese punto las pérdidas que había sufrido. El arte y el refinamiento en la ciencia de las voluptuosidades se lo habían impedido. Más o menos como un hombre que, habituado a comidas rebuscadas, ya no puede volver a los platos naturales y saludables. Había disipado el precioso fondo de la salud y del vigor; se buscaba y no se encontraba[16]. No ahorraba, sin embargo, cuidado alguno para alcanzar o al menos para imitar el feliz estado en que se había visto. Atraía a su casa con las invitaciones más corteses, y todavía más con fiestas casi continuas, a las damas y caballeros de los alrededores. Había en el castillo treinta o cuarenta habitaciones dispuestas para recibir a los invitados. El duque, que intervenía en los detalles más simples, disponía las habitaciones ocupadas por los hombres y las mujeres en un orden alternativo. Esta mezcla se repetía en todo: las llaves de las habitaciones eran comunes, los cerrojos no se conocían. Por una fantasía cuyas intenciones se descubrirán luego, las camas destinadas a las damas eran de tijera y elásticas, pero hasta cierto punto. De modo que se precisaban dos pesos iguales, cada uno el de una persona corriente, para poner en movimiento el resorte de las camas. Bajo cada una de esas camas se había colocado una báscula; uno de sus extremos tocaba la parte inferior de la cama, y estaba unido al punto del centro de gravedad. El otro punto se hallaba entre el cabecero y la pared. A esta última extremidad de las básculas se habían ajustado unos hilos de alambre[17], que, mediante otras pequeñas básculas de reflexión, semejantes a las que se utilizan en las sonerías de los relojes, iban a agitar, en un aposento alejado, las correspondientes campanillas. Este aposento, separado de los otros, era el del duque. Las campanillas estaban colocadas en todo su perímetro; cada una con su etiqueta y el nombre de las damas que en ese momento ocupaban las habitaciones. Los tonos eran nítidos y acordados; en el silencio de la noche, su variedad y sus distintos choques lo transformaban en un carillón tan agradable que se hubiera creído estar oyendo himnos al amor. Los sonidos eran una viva representación de los movimientos que los provocaban: al principio mesurados, luego rápidos, poco después confusos, al final, más marcados, aminorando la velocidad y deteniéndose gradualmente. El duque decidía a capricho el efecto de aquellas campanillas: como sufría de insomnio, había inventado este juego para divertirse. Entre los brazos de un amor inútil, su imaginación y esa armonía que significaba cuanto él quería le devolvían a veces chispas de sentimiento.

Dediqué a mi querida Éléonore los primeros momentos de mi estancia. Nuestra sensibilidad aumenta a medida que nos alejamos de lo que amamos: le escribí una carta que el tierno Amor habría autorizado. Cuando quedé satisfecho en ese punto, me reuní con la compañía del castillo, y los placeres que se disponían a llenar nuestros momentos resultaron mil veces más excitantes para mí. Cenamos magníficamente; el duque amaba la comida y su lujo estaba bien entendido. Al anochecer me di cuenta de que cada uno de los comensales se había buscado pareja; casi no había corazones solitarios: el duque también presidía estas distribuciones y marcaba en la mesa los sitios según el orden de los aposentos. En cuanto a mí, me encontré cerca de la presidenta D. B***[18]. Era mujer de estatura aventajada; su corsé encerraba unos atractivos formados y bien conservados. Tenía esos grandes ojos negros que entran enseguida en conversación, que dicen y hacen mil cosas en un instante[19]. Por una especie de libertinaje intelectual me acostumbré a sus ojos, y no tardó en establecerse una inteligencia perfecta entre nosotros, de manera que me encontraba como en terreno conocido. Estábamos en los postres y los criados ya se habían retirado; me hice notar ante ella con esas palabras, hijas de la libertad, que pintan el sentimiento de una manera confusa, y cuyos esbozos deben ser animados por pinceladas llenas de vida y de fuerza. Para emplearlas sólo me faltaban el lugar y la ocasión: traté de convencerla; le hice tocar con el dedo la verdad de lo que le decía; ella me encontró dispuesto a llevar a cabo mis ideas. Para estar seguro de que su gusto se prestaría por completo, tomé un sendero apartado e hice un leve intento; ella se dio cuenta de mi estratagema y, como yo insistía, tomó la decisión de divertirse. Pero no tardé en parecerle peligroso: le sobrevino un temblor en las manos, su turbación aumentó y le hizo vacilar en su silla: yo seguí el mismo movimiento, y, prestándonos mutua ayuda, ambos caímos de espaldas.

Este suceso atrajo los ojos de todos los comensales, que no habían sospechado su causa, porque cada cual estaba ocupado de la misma manera que nosotros. Por todas partes se recuperaban de su desorden y se apresuraban a venir a levantarnos en tropel. El duque exclamaba: «¡Eh!, señoras, no hay que correr hacia el marqués, seguro que está bien, es de temperamento fuerte. La que se encuentra mal es la señora presidenta; señores, os la encomiendo».

Cuando la presidenta cayó, se encontraba en lo más recio de su desvanecimiento. Sus ojos, después de haber dado vueltas unos instantes, se cerraron: no podían percibirse más señales de vida que unos suspiros y algunos movimientos. Las damas le echaban maliciosamente agua en la cara; recobró el sentido: «¡Ay!, marqués», dijo.

Yo me sentía contrariado: no hay personas que abracen con más fuerza que las que se desmayan. Yo ya me había recuperado; una vez que la presidenta soltó la presa, mi servilleta me había ayudado a ocultar mi turbación, y me había levantado sosteniendo el velo que ocultaba mi desgracia. La situación daba que pensar, pese a que no fuera de las más desarrolladas; proporcionó al duque materia para nuevas bromas, que provocaron la risa y animaron la conversación general hasta el momento en que se levantó la mesa. La mano de la presidenta me pertenecía por muchos títulos; la acompañé a su aposento, que estaba, según el orden, al lado del mío. Yo había imaginado que nuestra aventura la enfadaría un poco, pero me equivocaba; se había tomado la escena como mujer de mundo y su alegría no se vio alterada.

–Señora –le dije–, el azar y el amor son ciegos, ambos me han hecho cometer una falta. ¿Me permitiréis repararla?

–No hay nada que no consienta yo para vuestra justificación –me respondió.

–Y no hay nada –repliqué– que yo desee con mayor pasión que encontrar gracia a vuestro lado.

Acordamos que dos horas más tarde iría yo a su aposento para justificarme. Durante las dos horas que pasé solo, en todo momento me encontré, por una ilusión mental bastante rara, en el mismo estado que si no lo hubiera estado; seguía viéndome al lado de la presidenta, y en la misma posición que había ocasionado nuestra caída, tanto poder es el que tiene una imaginación enardecida.

Reinaba el más profundo silencio, y sin duda alguna un mayor retraso habría llevado mi impaciencia hasta el exceso cuando pasé al aposento de la presidenta. Una única lamparita proporcionaba un débil resplandor para indicar el lecho donde se encontraba la dama. Me admitió a su lado y aceptó todas las justificaciones que yo deseaba darle; fui el menos criminal y el más feliz de los hombres. Al principio quise reanudar la historia de nuestra caída, y le expliqué la causa:

–Olvidemos un accidente que sólo podría interesarnos unos instantes –me dijo–, y del que he sido la primera en reírme. Hablemos un poco de vuestra inteligencia, marqués, me parece que es de una precisión y de una solidez… Desde el momento en que os vi he deseado pasar con vos un cuarto de hora; tenéis una de esas figuras interesantes que prometen mucho y dan más, si creo a mi intuición.

–La inteligencia que me concedéis, señora –le respondí–, consiste en mí en una contención casi constante, y de la que sólo vuestro mérito podría volverme capaz; por temperamento soy reflexivo, oigo bastante bien el sentimiento, y consigo inspirarlo mejor aún de lo que suponéis.

–¡Oh!, no lo dudo –me replicó–, a la gente no se la conoce cuando está en público, donde por lo general se muestra disipada, y es –añadió volviéndose por entero hacia mi lado–, es precisamente en una confidencia recíproca como la nuestra en la que no se ha ocultado nada…

–Eso mismo siento yo, señora –la interrumpí–, y con una gratitud igual de dulce y de fácil quiero poneros al corriente de alguna de mis ideas; me sentiré feliz si son de vuestro gusto. Por ejemplo, señora, ésta: el poder del amor. El amor es hijo de la vista y del deseo, y se insinúa hábilmente en un corazón. Con esfuerzo al principio… cuando entra en él, se extiende, llena el vacío que reina por todas partes sin él… Querrían expulsarle, pero en vano; es dueño del lugar, y los encantos que emplea son tan fuertes que, después de haberlo rechazado, se le atrae sin quererlo… Estos combates sumen al alma en turbación y, mediante sus reiteradas sacudidas… la vuelven ávida de placer… Por fin llega la ebriedad, un desahogo delicioso… ¿Sentís eso, señora? Me falla la memoria.

–¡Ah!… sí… marqués, ¡qué ingenio el vuestro! Siento… Continuad… ¡Qué placer!

–En estas circunstancias, señora, el corazón hace un esfuerzo y expulsa al Amor. Pero al salir, ese dios deja huellas y efectos que le hacen ser añorado; la vía está abierta… la brecha recibe al vencedor. Vuelve a la carga más enardecido que nunca… Somete todo a su obediencia… La felicidad le precede, los placeres dictan de nuevo las leyes, y lanzan gritos de alegría en la plaza… Un éxtasis… un delirio… ¡Dioses!…

–¡Eso es!, ¡ay!… ¡marqués! ¡Qué bien hacéis las descripciones! Repetid… ¡ya lo alcanzo!…

La materia que yo trataba era inagotable; no podía decir todo, y la presidenta, en quien mis reflexiones habían provocado el nacimiento de otras nuevas, ocupó a su vez mi plaza. ¡Qué bien la ocupó! El desarrollo que daba a su elocuencia y su facilidad de palabra ponían perfectamente de manifiesto lo mucho que le gustaba el tema. Quería convencerme de que, en materia de sentimiento, la habilidad es exclusiva del sexo femenino, y que, en esa carrera, los hombres no podemos hacer a lo sumo otra cosa que seguirlas. La secundé de buena gana en los esfuerzos que se tomó para persuadirme; mientras ella hablaba, le presté una atención que le procuró todo el contento imaginable; y en esta ocasión supe que, cuando dos personas tienen los mismos principios y las mismas opiniones, prácticamente hay el mismo placer en escuchar que en hablar.

–Volvamos a vuestro ingenio, marqués –dijo la presidenta–; me gusta mucho, y lo prefiero a todos los que un poco de vida social me ha hecho conocer. Sois vivo y moderado cuando es preciso; no hay nada tan escaso en el mundo como la oportunidad. He visto a jóvenes que, por su excesiva precipitación, hacen que una se pierda la mitad de lo que dicen; sin embargo, son cosas ingeniosas; pero ¿cómo disfrutar de un hombre que balbucea? Otros tienen un estilo deshilvanado, que no se amolda a las ideas de nadie; el encanto de la conversación consiste en discutir y en refutarse igualmente, y en terminar en un acuerdo sobre algo. Conozco otros (y el presidente D. B*** figura entre ellos) que tienen un ingenio ¡de una lentitud…, de una sequedad! Para animarlos y sacarles alguna palabra creo que habría que tratarlos como a niños perezosos.

Dejé a la presidenta muy satisfecha de mi ingenio y hacia el amanecer volví a mi habitación. Aún dormía cuando un ayuda de cámara vino a decirme que el duque quería hablarme. Me vestí enseguida y me dirigí a su aposento. «¡Vaya! –me dijo–, ¡sois un héroe! La presidenta tiene motivos para felicitarse por vuestra estancia aquí. ¡Qué noche para ella!». Me sorprendieron estas palabras; no sabía quién podía haber informado al duque del empleo que yo había dado a mi noche. «Dejad de asombraros», prosiguió riendo, «sé una parte de lo que pasa en mi casa gracias al talismán que hizo un hábil mago cuando se construyó este castillo». El duque me dijo luego a qué hora había empezado yo a entrar en conversación con la presidenta, y cuántos incidentes habían ocurrido en nuestra entrevista. Mi sorpresa iba en aumento; todo lo que oía era cierto. Por fin, cuando el duque tiró de los cordones de una pequeña cortina que daba la vuelta a su cuarto, vi esa multitud de campanillas de las que he hablado, con sus etiquetas. El duque me explicó la forma en que estaban dispuestas, el mecanismo de las camas y el uso de las llaves comunes.

–Además de la necesidad de haber hecho las camas elásticas, para el efecto que, como veis, se deriva de ello, habéis debido de sentir la bondad que proviene de su resorte.

–Señor –le pregunté–, ¿cómo es que no os equivocáis? Cualquier otro podía encontrarse en la habitación de la presidenta.

–Es justa esa idea –me respondió–, pero lo que vi a la caída de la noche me bastaba para acertar; además, el aire de libertad que se goza en mi casa, y un poco de discernimiento, me ayudan mucho a descubrir las intrigas. Si careciese de esas ayudas, me sería fácil suplirlas añadiendo nuevas básculas a las puertas de las habitaciones. Sabría a ciencia cierta qué señor ha entrado en la habitación de cada señora; pero no necesito perfeccionar el invento. A cambio de los placeres que se disfrutan, sólo exijo un poco de buena fe y la amabilidad de contarme lo que ha pasado durante la noche. Por favor, marqués, contadme con detalle cómo ha ocurrido todo.

Aunque hubiera querido defenderme, el duque conocía de sobra mi confidencia a pesar mío; pensé que no debía negarle la satisfacción que me pedía. Por lo tanto, le hice un relato verdadero sin omitir detalle alguno, porque el duque me pareció muy celoso; mi forma de narrar le agradaba y apenas si me dejó pasar por alto alguna circunstancia. Cuando hube terminado dijo: «Para agradecer vuestra sinceridad quiero que esta noche cambiéis de aposento; he invitado a la mujer de mi bailío[20], esta noche debe dormir en el castillo, seréis vecinos, y creo que el bailío no se encontrará tan a gusto como su mujer». A renglón seguido, el duque me dijo que, cuando invitaba a las damas, no invitaba a los maridos; que si, no obstante, acompañaban a sus esposas, los alojaba por separado, según la costumbre acordada por él, y que se guardaba mucho de enseñar a los maridos el misterio de las campanillas; que quienes lo conocían desde antes del himeneo no dejaban de ir a verle, pero sin sus mujeres. Que, finalmente, gracias a la discreción de los hombres, hasta entonces el secreto no se había divulgado.

Se dirá, sin duda, que pongo el caduceo[21] en manos del duque; pero, sin recurrir a los ilustres ejemplos que podrían justificarlo, ¿no es cierto que es la naturaleza del interés lo que provoca la vergüenza? El interés del duque no era otro que establecer un trato de placer entre él y quienes iban a visitarle.

La mujer del bailío llegó esa misma mañana: era una belleza conmovedora, de una blancura perfecta; de ojos azules y lánguidos, como los que se prestan a la Voluptuosidad; los labios, de un vivo encarnado, fueron lo que me encantó en ella. Hacía solo seis meses que se había casado, de modo que merecía atenciones por todos los conceptos. El oficio de su marido y quizá sus encantos impidieron a las damas acogerla bien. Fue para mí una oportunidad de distinguirme con mi solicitud para entretenerla; tuve rivales en este punto, pero logré hacerme escuchar mejor. El buen humor y un tono de alegría natural no pueden dejar de agradar; los amores son niños a los que siempre gusta reír. Poco a poco animé a la mujer del bailío a hablar; conocí el alcance de su talento, le proporcioné mis elogios y mi solicitud. Aunque no tuviera ella suficiente costumbre y penetración para darse cuenta de mi designio, respondió a mis propósitos; el corazón y la inclinación colaboraron y estuvieron de mi parte para ayudarme a seducirla. Gracias a una nueva disposición en la mesa, estaba sentado a su lado; no cesé de atraer su atención. Ella mostraba gusto por mis bromas, prestaba ávido oído a mis cuentos y no apartaba la cabeza del incienso que con habilidad ponía en ellos. El duque nos miraba y sonreía. La presidenta me hacía melindres desde lejos. A los postres hice más interesante mi papel. La alegría de la comida, que se anima entonces, y el chispeante champán amansan los corazones más feroces; ése es el instante privilegiado para las confesiones tiernas, y en el que se ponen los cimientos de las oportunidades. Lo aproveché, exageré mi ardor; la mujer del bailío se abandonaba a la dulzura de pensar que la amaba, yo quise insinuarme de una manera más singular y tomar una especie de posesión de los bienes que deseaba; estaba en el camino cuando trataron de detenerme. «Pensad, señora», le dije, «que vuestras negativas son injustas, y que el menor movimiento hará sospechar lo que queréis impedir». La razón, o más bien la inocencia, iban cediéndome paso a paso el terreno, y mis ambiciones empezaban a triunfar cuando los demás se levantaron, imitando al duque. Esta pequeña desgracia me mortificó enormemente. Después supe que la mujer del bailío no lo había lamentado menos.

El día era bueno, se dispersaron por los jardines: la bailía, a quien los vapores del campo habían turbado un poco, se apoyaba en mí. Cuando insensiblemente llegamos a un laberinto, nos adentramos en él. La mujer del bailío se quejaba de un violento dolor de cabeza; la hice sentarse en un banco de césped para descansar. Su cabeza reposaba sobre una empalizada de tilos; me senté a su lado; ella no tardó en cerrar los ojos. La contemplé un rato, sus animados colores me encantaban; cuando la creí dormida apliqué mis labios a los suyos, e incluso deslicé entre ellos un órgano hábil y flexible. Otros encantos elevaban mi alma a los primeros. Un seno de un contorno admirable, y que cuando suspiraba parecía llamar a toda Citerea en su ayuda, recibió el homenaje de mis innumerables besos. Estos retozos me encendían. Llevé adelante mis intentos, aparté los obstáculos que se oponían a mi empresa, veía la aurora de la felicidad, que estaba a punto de lucir para mí cuando oigo ruido detrás de la empalizada. «¡Ah!, marqués, ¿es posible que hagáis este uso de vuestro ingenio?». Era la presidenta, a la que una curiosidad malsana había guiado tras nuestros pasos. Rápidamente devolví todo a su orden; la mujer del bailío se había despertado, y nos alejamos sin decir nada.

Mis travesuras merecían desde luego aquellos sinsabores, y habría podido aceptarlos si la violencia de mis deseos, tan cruelmente engañados, me hubiera permitido estar tranquilo. Me di cuenta de que los ojos de la bailía estaban bañados en lágrimas, y mi pena aumentó.

–No sé –me dijo– cuál era vuestro propósito, ni qué sorpresa queríais darme; pero esa dama os ha visto; es malvada, y hará de mí la comidilla del castillo.

–Desengañaos, señora –le respondí–; la presidenta no se atrevería a causarme esa pena; tengo en mi poder la posibilidad de vengarme, y sabría volver contra ella los frutos de su malicia. Por lo demás, el medio de desconcertar a los bromistas maliciosos es pagarles con la sinceridad. Está permitido defenderse de ellos y negar todo con desprecio, mientras no estén en condiciones de convencernos; traicionar la verdad es menos que rechazar una injuria.

De esta suerte conseguí tranquilizarla; pero a nuestro regreso al castillo, cuando ella vio a nuestra vigilante, no pudo dejar de ruborizarse. Me acerqué a la presidenta:

–¡Pequeño pérfido! –me dijo.

–No se puede ser fiel cuando no se ha hecho ningún juramento de fidelidad –le respondí.

–¿Cómo? –dijo ella–, ese juramento ¿no es atendido cuando se muestra inclinación por ambas partes? Queda probado; además –añadió con aire ofendido–, puedo decir con confianza que, por mi parte, yo no conocía ningún pretexto…

–No podéis, señora –dije interrumpiéndola–, estar más satisfecha de vos de lo que yo estoy. He sentido el poder de vuestros encantos; pero el don de agradar nunca fue patrimonio de una sola en exclusiva: el placer que nos ha unido me impulsa hacia todos los objetos amables y me prohíbe olvidaros. Sí, os lo demostraré siempre, y volveré a llevaros un corazón que echáis de menos. Sois demasiado inteligente para ignorar que no se puede obrar mejor, y no me crearéis problemas inútiles.

La presidenta iba a replicar, pero la dejé con la palabra en la boca. El vizconde de L*** la galanteó, y pronto vi que lo designaba como mi sucesor.

Había alcanzado a la bailía; le propuse jugar hasta la cena. Ocupados el uno del otro más que de todo el resto, no reprimimos nuestra alegría, que la mesa aumentó; sin perder de vista mi principal objetivo, ponía ternura en todo. La bailía parecía encantada conmigo, bebía a grandes tragos el veneno de mis palabras; me aventuré a recuperar con ella los derechos que me había concedido en la cena; los contratiempos que habíamos sufrido la volvían desconfiada, quiso resistirse.

–¿Cómo?, señora –le dije–, ¿negar tan poca cosa a tanto amor? ¿Quedará sin recompensa? ¿Qué le concederéis entonces?…

–Todo –contestó clavándome unos ojos que nadaban en el placer.

Durante este combate, que duró muy poco, yo había alcanzado el punto fijo del sentimiento; en cualquier otra circunstancia, y con medios diferentes, no lo habría encontrado con tanta facilidad. Si no puedo expresarme con más claridad es porque ese sentimiento era oscuro. El premio que había conseguido superaba con mucho lo que pensaba; mi asombro llegó al colmo, mi agitación aumentó, de manera que, cubierto por un lado con las marcas de la victoria y cediendo yo mismo secretamente, resulté vencedor y vencido.

La rapidez con la que había ocurrido todo esto habría engañado los ojos de un Argo[22]. El sentimiento es un relámpago cuando, después de haber sido contrariado, escapa. La vivacidad que había adquirido no le hacía perder nada por una irrupción súbita. Dos gotas de agua no pueden apagar una hoguera; es lo que ambos sentimos al cabo de unos instantes. En estas acabó la cena, y yo concebí las mayores esperanzas; pero al duque, que me vio levantarme, se le antojó detenerme: propuso un faraón[23], y dijo que lo jugaría conmigo de compañero; aceptaron. Anulamos los puntos, estuvimos jugando hasta muy avanzada la noche, y mi felicidad me hacía maldecir constantemente los juegos y a quienes los inventaron.

Las damas se habían retirado antes que nosotros; yo no había podido concertar nada con la bailía, y temía equivocarme de aposento; un criado me lo indicó, guiándome hasta el que se me había vuelto a destinar. No esperé mucho: tratando de hacer el menor ruido posible, llegué a la puerta deseada, que abrí con la llave común de que estaba provisto. Entré y volví a cerrar con mucha precaución.

Presté oídos tratando de ver si oía respirar a alguien, fue inútil. Después de dar unos pasos, fui hacia la derecha, encontré una cortina, la aparté enseguida y adelanté la mano; pero sólo encontré una ventana. Continué mi viaje y hallé lo que no buscaba, unas mesas, una chimenea. Tropecé con un sillón, vacilé y caí en medio de los cercos de un miriñaque. Me pareció buen augurio, y esperé encontrar por fin a la dueña del miriñaque. En efecto, la cama estaba cerca, reconocí la cabecera y, por miedo a que la aventura acabara mal, me apresuré a deslizarme en la cama al lado de la mujer del bailío. Estaba dormida; el frescor de mi contacto la despertó, no recordaba que estuviera en el castillo. Aún medio dormida, me dijo: «Mi querido marido, te has hecho esperar mucho». Su equivocación me alegró y, sin sacarla de su error, decidí hacer de bailío. Obré en consecuencia, y puse todos los cuidados posibles en reemplazarlo. Un tono de voz más varonil sin duda que el del bailío no me permitía fingir durante mucho tiempo, la bailía notó la diferencia:

–Pero… –dijo– esto no es posible, hay algo que se sale de lo normal…

Mitad apesadumbrada, mitad sorprendida por la novedad del caso, trató de malograr mi plan. Entonces, abandonando una máscara inútil y que ya no podía prestarme ningún servicio, le dije:

–¿Podéis ignorar, señora, a un hombre que os adora, y que desafía en ardor a todos los maridos del mundo? No corresponde al himeneo recompensar al amor. Cesaré –añadí mientras continuaba mi tarea–, cesaré de perseguir un bien que colma todos mis deseos, si no lo recibo de vos misma.

–¿Cómo? ¿Sois vos? –me respondió–. ¿Cómo os encontráis aquí? ¡Ah!…, ¡cuánto me agrada…!

Mis palabras habían causado en ella la impresión que yo podía desear; estábamos en condiciones de enternecernos y quedar satisfechos; no había agradecimiento mejor llevado ni más conmovedor. Pero cuando los movimientos de la pasión se moderaron, a mi delicadeza le pareció mal que la bailía hubiera creído despertar en brazos de un marido; me pareció que semejante título podía volverme celoso con éxito. Le hice sentir entonces todas las diferencias que hay entre un esposo y un favorito.

–¿Puede algún esposo –añadí con un nuevo arrebatoamaros así?

Trataba de convencer a la bailía de que el derecho estaba de mi parte; ella no descuidó nada para aplacarme, se adelantó incluso a mis reproches y me manifestó el más vivo arrepentimiento en diferentes ocasiones. Sin embargo, por tenacidad de sentimiento, después de las excusas que tanto placer me habían causado y ante las que cualquier otro se hubiera ablandado, guardé rencor a la bailía, no podía perdonarle que me hubiera confundido con su marido. Ella perdió la esperanza de conseguir calmarme.

–Nunca he visto tanto rencor –me dijo–, ¿y por qué razón? Me parece que ese marido, al que odiáis, tendría varios motivos más de queja que vos. Como nada puede conmoveros, renuncio a ello.

Me dijo estas palabras en tono despechado y me volvió la espalda. Me había hecho el ofendido y quise desempeñar ese papel hasta el final; encantado de encontrarme con la posibilidad de tomar un camino que me permitía no tener nada en común con los maridos, aproveché la ocasión; gané mucho al hacerlo, y si, cuando no quería perdonarme de haber causado la ruptura, cuando conseguí que me perdonase, volví nuestra unión más íntima y nuestro placer más consumado. Gracias a una reflexión que se me ocurrió entonces, sentí envidia de esos felices insectos que el calor de la primavera hace brotar, que sólo despliegan sus alas para buscarse mutuamente en los aires, y cuyo destino es, por último, vivir y morir estrechamente unidos: símbolos de razón y de prudencia, ejemplos únicos de la verdadera felicidad. Cuando han encontrado esa felicidad, que es el fin principal de su ser, les está permitido disfrutarla mientras existen; ni el dolor ni la debilidad rompen su cadena, el último instante de su vida se pierde en el seno de la voluptuosidad. Lo que la naturaleza indulgente les concede, me decía a mí mismo, para una porción tan grande de vida, sólo nos lo muestra unos instantes. Si llevamos los labios a la copa de los placeres, sólo puede ser a intervalos. ¡Ah, grandes dioses!, si nos dejarais embriagarnos en esa copa y morir en la ebriedad… Pero no cabe duda de que moriríamos; la felicidad llevada al colmo por su continuidad agotaría nuestra naturaleza, llegaríamos a ser dioses e inmortales.

Yo nunca reflexionaba más que cuando el corazón agotado ya no podía proporcionarme sentimientos; la desgana, por más esfuerzos que hice por apartarla, vino a asediarme en brazos de la posesión; los atractivos que yo había idolatrado se desvanecían, mis deseos habían fluido como un torrente, me encontraba solo, pese a estar la bailía a mi lado y yo abrumado por sus caricias. ¿Qué era ella para mi mente? Una mujer ordinaria, imprudente, fácil de vencer, que cede por vanidad tanto como por debilidad, y menos voluptuosa que entregada a los sentidos. ¿Tenía algún talento? ¿Tenía recursos en su monótona conversación? La presidenta sabía divertirse mejor, su mente tenía chispa, nunca dejaba vacíos en sus diversiones, adoptaba cien figuras para el coqueteo, su variedad la volvía casi siempre nueva. Cierto que el interés por sus placeres era el alma de sus movimientos, más que la ternura. Ponía demasiado artificio donde debe dominar la belleza natural, y se notaba enseguida que remitía todo a sí misma. Coqueta, y más que coqueta, con ella se empezaba por el placer y se continuaba por la ilusión; y cuando se la conocía mejor, terminaba uno despreciándola. ¿Cómo me atrevía a comparar aquellas dos mujeres con mi amable Éléonore? ¡Qué cruel era para mi corazón el dolor de haberla sacrificado! El arrebato que aquellas dos mujeres habían excitado en mí, las emociones que había sentido con ellas, me parecían otros tantos crímenes contra mi pasión. «¡Ah!», me decía, «¡esas pruebas de ternura, esos homenajes que tan poco me ha costado prodigar, sólo debían quedar reservados para el puro amor, para la única criatura que es digna de ellos!».

Estaba imbuido de la idea de Éléonore; me la imaginaba con todos los encantos de que estaba dotada; aquellos ojos que me reprochaban haber olvidado su poder, aquel hermoso cuerpo que, al salir de las manos de la naturaleza, había sido mi conquista, aquellas secretas dulzuras, aquellos favores de sin igual valor con que mi pasión había sido recompensada. El sentimiento de mi ingratitud no fue lo único que se elevó en mi alma, el verdadero amor volvía a ella con todos sus derechos; sentí su presencia, de pronto me sentí abrasado; creía estar a los pies de Éléonore, le manifestaba, le demostraba el arrepentimiento de mis infidelidades; olvidaba mis errores en un abismo de placer… y estaba en brazos de la bailía; mi regreso a Éléonore era un nuevo crimen.

La bailía estaba recibiendo el tributo que no le estaba destinado y se aprovechaba de una distracción que habría debido ser tan desventajosa para ella. Era como esos parásitos que, encontrándose por casualidad en una mesa que no estaba preparada para ellos, devoran los platos que un paladar fino y delicado habría saboreado. La avidez de la bailía me sacó de la imaginación en que estaba sumido. ¡Cielos!, ¡cómo expresar la repugnancia, el asombro y la pena que fueron el fruto de mi despertar! Sólo me consolaba un pensamiento: «Querida Éléonore», me decía, «es pensar en vos lo que acaba de volverme infiel». Pero, temiendo que esta idea me diese otras sorpresas, me arranqué bruscamente de las caricias de la bailía, y amanecía cuando volví a mi habitación.

Al despertar fui a ver de nuevo al duque:

–Cada vez mejor, marqués –me dijo–. Sois un hombre prodigioso, no oigo otra cosa que el ruido de vuestras acciones.

–Vengo, señor, a pediros los Inválidos[24] –le dije.

–Para ello –replicó–, tenéis que decirme vuestros medios, y hacerme el relato de vuestras últimas campañas.

Cuando le hube rendido cuenta exacta de todo, me dijo:

–Marqués, sé que unas fatigas multiplicadas pueden disminuir el ardor por la gloria; pero no deben hacer renunciar a ésta. El sexo femenino vendría con demasiadas quejas si os concediese lo que me pedís; lo único que puedo hacer es meteros en un cuartel de refresco junto a la baronesa de ***. No creo que queráis hacer daño a mi limosnero, cuya habitación ocuparéis.

Di las gracias al duque. Se quejaba del estado al que, en su opinión, estaba yo reducido, y lamentó mucho que no hubiera ninguna devota en el castillo. «Para lo que os pasa, marqués, no hay remedio más soberano; si no se tiene éxito con él, los médicos deben abandonar al individuo; de las devotas sale una virtud que regenera, es el verdadero aceite de Venus. Por otra parte, a vuestra edad no debemos sonrojarnos por una debilidad, no es en ese momento cuando ellas sacan sus consecuencias; ¡los jóvenes renacen de sus cenizas! He conocido otros más desgraciados», añadió suspirando. Fue entonces cuando me contó sus propias debilidades, y me explicó todos los paliativos que utilizaba. «¡Hasta ahí llega mi infortunio!», dijo. «Ahora sólo busco consuelo en el relato de los placeres ajenos; como esos veteranos que, al amor de la lumbre, oyen los detalles de un asedio en el que no han podido participar, su alegría está mezclada de amargura. La mía es de esa naturaleza».

Me propuso luego convertirme en oyente de las aventuras nocturnas que le contaban. Acepté, y me oculté detrás de una colgadura cuando anunciaron al vizconde de L***, a quien yo había dejado la presidenta.

El duque le dejó tan maravillado como me había maravillado a mí la explicación del misterio de las campanillas. Luego, tras haberle conminado a sufrir la ley habitual, el vizconde la satisfizo así: «Sabéis, señor, que nadie se encuentra impunemente cara a cara con la presidenta, tiene una habilidad para la coquetería que concierta todas sus acciones, sus palabras y sus miradas. El gusto por el placer, tan vivo en mí, bastaba además para liarme con ella. Nada tan fácil como anudar y desanudar la intriga; se trata de esas galanterías de igual a igual que no cuestan demasiado; pero la presidenta quería que yo asumiera mi parte; me montó, cuando estuvimos a solas, una discusión bastante absurda. “Señora”, le dije, “no os hacéis justicia, nunca deben estar de nuestra parte los obstáculos; no sé hacerme valer más de lo que valgo; mi mérito es escaso, las personas con que mantengo relaciones lo suplen con su bondad; no cabe duda de que vos habréis conocido a personas muy distintas de mí, que os han proporcionado sentimientos contrarios; yo no censuro esos sentimientos, pero me resulta imposible conformarme a ellos. Os ruego que no me despreciéis tal como soy”. Poco a poco, a la presidenta le fue gustando mi manera de pensar, y hasta llegó a parecerle razonable. Las campanillas os han manifestado el resto; os habrían dicho poco, porque nuestra entrevista ha sido bastante corta. Soy enemigo de las artimañas. Dado que la presidenta y yo no encajábamos, nos hemos despedido sin pena, igual que nos habíamos encontrado sin placer».

Me encantó que el vizconde hubiera mortificado a la presidenta, y que ésta hubiera sido engañada en lo que más quería. Esa misma mañana oí sucesivamente desde mi reducto varias historias más, iguales en cuanto al fondo, pero distintas por el carácter y los incidentes. Como no tienen relación con la mía, las paso en silencio, reservándome el derecho de hacer más tarde con ellas un relato separado.

Recibí dos cartas, una de Éléonore y otra del barón. Me estremecí de alegría cuando reconocí la letra de la primera; contenía lo siguiente:

Deciros que os amo, que nada iguala mi aburrimiento desde vuestra marcha, que nunca he encontrado los días tan largos como los tristes días en que ya no os veo, es decir lo mismo. No me lamento sola, vos sufrís las mismas penas; son menores sin duda, puesto que las compartimos; pero ¿cuándo acabarán? ¿Cuándo uniré mi cuerpo a mi alma? Vos sois la mía, sois mi pensamiento, mi dolor y mi esperanza. ¡Cuánto aprecio al barón! Aprueba nuestro amor; según vuestras cartas, nunca he leído ninguna con tanto placer ni tantas veces como las cartas en que él me halaga con la esperanza de que al fin me veré unida a vos. Cuando hablo con mi madre, hablamos del barón, y es para ensalzar sus buenas cualidades; pero en todo esto, querido amado, sois vos quien me interesáis, sois vos a quien he perdido, y a quien ardo en deseos de encontrar. ¡Ah!, ¡cómo me encantasteis aquella noche! Amable y tierno como el día en que me rendí a vos, me repetíais mil veces: ¡os amo! Yo os escuchaba, os veía, extraviabais mis sentidos, me quitabais cuanto querría daros en el momento en que os escribo.

La carta del barón casi me produjo el mismo placer.

Aquí se os ama más que nunca, y se os ama mucho menos. A vos corresponde explicar este enigma en el sentido más ventajoso. Me dedico a penetrar en el corazón de la condesa y observo el progreso de mis desvelos. En todo esto, mi papel no es el menos interesante, trabajo por la felicidad de varios. Si me dejan tiempo, haré otras maquinaciones. La condesa será muy difícil si no se rinde a todo lo que me propongo hacer por vos.

Di a estas dos cartas las respuestas que me dictó mi alegría. Harto de intrigas, se me ocurrió redactar estas memorias: ¿puedo emplear mejor, me decía a mí mismo, un tiempo pasado lejos de Éléonore, que en contarle la historia de mi corazón? Así verá algún día todo el amor que sentí por ella; verá el puro sentimiento nacer en mí desde el instante en que la conocí, fortalecerse gracias a sus favores, sufrir alteraciones y combates con pasiones tumultuosas cuando me alejé de ella, y triunfar al fin de las pasiones mismas por el solo poder de pensar en ella. A esa ocupación dediqué en casa del duque los momentos que podía robar al torbellino de placeres sin cesar renovados; y había llegado a este punto de mis memorias cuando un correo del barón me trajo la siguiente carta:

Alegraos, mi querido marqués, alegrémonos ambos; vamos a poseer lo que amamos. La condesa me escuchó cuando le ofrecí mi corazón. Para decidirla propuse hacer, a ella y a su hija, una donación igual de mis bienes; la considerable ventaja que para ella suponía esta proposición le demostraba la fuerza de mi amor y la inclinaba a recompensarme. Pero quiso saber qué motivos me inducían a defraudar a mis herederos, dando a su hija una parte de mis bienes; me reñía incluso por ello. Aproveché ocasión tan favorable para descubrirle vuestro amor por Éléonore; y, no queriendo, me dijo, ser menos generosa que yo, os entrega su hija. Venid, mi querido marqués, sólo os esperamos para un doble himeneo.

Quedé petrificado de placer durante un rato. Cuando recobré el sentido, volé a casa del duque para darle las gracias y me metí en una silla de posta.

Llego a casa, abrazo a mi padre y al barón; corro al palacete de Mme. de Mongol, la encuentro, quiero darle mil tiernas acciones de gracias; la interrumpo porque veo entrar a mi querida Éléonore; caemos uno en brazos del otro, sin poder proferir ni una palabra.

El barón entra, ve ese espectáculo, la condesa y él se enternecen: ningún arte, ninguna expresión pueden compararse con estas escenas mudas.

Por fin se celebran las ceremonias. El amor enciende dos llamas: ¡ojalá ardan mientras viva! ¿Puedo acabar mejor la descripción de la felicidad que con un deseo?

Fin