Godard de Beauchamps
Se sabe poco de la vida de Godard de Beauchamps, nacido y muerto en París, aunque su época le conociera bastante por su obra dramática, algo más de una docena de comedias convencionales, al modo de lo que pedía la activa vida teatral tanto de la Corte como de París.
Además de autor dramático, en 1730 inicia una carrera como censor; siete años más tarde, una orden del rey le nombraba «Inspector» de censura, para remediar, dice el decreto, «los muchos abusos que se cometen en el comercio de los libros, incluso en la inspección de las balas, fardos y paquetes que se hacen en la Cámara sindical de Impresores y Libreros de París, tanto por particulares como por los síndicos y adjuntos de la Librairie [Censura], sea por falta de atención de su parte, sea que aprovechen la libertad que tienen de inspeccionar solos las dichas balas; lo que da lugar a la introducción, venta y distribución de una infinidad de libros prohibidos por los reglamentos». Beauchamps era nombrado para asistir personalmente a las inspecciones y dar cuenta de los contenidos. No fue mucho su éxito en el desempeño de esta misión, según denuncian los censores a los que debía vigilar: «Fatigado generalmente por exceso de algunas largas comidas, se entrega al amodorramiento, a veces se dispensa de la inspección», e incluso se le acusó de «haber ofrecido muchas veces a cambio de dinero su protección para imprimir ciertos libros prohibidos». Es cuanto se sabe de la vida de Godard de Beauchamps.
Además de un ensayo sobre la historia del teatro francés desde la época medieval, escribió dos novelas, Funestine, historia de una princesa extremadamente fea que, mediante la fórmula del cuento de hadas, sirve al autor para criticar ligeramente las costumbres cortesanas y lamentar el estado de la cultura del siglo: «Se quejan todos los días del excesivo número de libros fútiles que inundan la ciudad y las provincias, y tienen razón en quejarse. ¿Qué encierran esos libros en su mayoría? Bobadas alargadas en varias partes, ideas vagas, intrigas manidas, que carecen tanto de imaginación como de juicio, y cuya lectura no contiene nada que resarza del tiempo que se pierde en recorrerlas. Se descuida lo instructivo por lo agradable. ¿Qué ocurre? Que uno queda ignorante y se aburre. Hay que atacar menos a los autores que al gusto general. Fulano sólo hace bagatelas, cuando sería capaz de hacer cosas excelentes; pero quiere ser leído, quizá también quiere vivir. Una obra seria apenas si es conocida más que por su autor; sólo las frivolidades están de moda, el sexo femenino las ama y las devora, el petimetre las aprende y las recita, el magistrado las estudia, el guerrero descansa con ellas, el filósofo… me da vergüenza decirlo, el filósofo se divierte con ellas. A mí me arrastra el torrente, escribo un cuento de hadas. Lo publico con la esperanza de que no se me critique siendo yo el primero en criticarme».
La segunda, Historia del príncipe Apprio, más conocida, vuelve a ser un «cuento de hadas» que utiliza anagramas y alegorías y tiene su mayor interés en la forma en que Godard de Beauchamps rehace los cuentos alegóricos de la época, invadidos por príncipes y princesas exóticas, mediante una trama que merece los reproches citados más arriba por el propio autor; pero los contemporáneos buscaban lo que había detrás de una intriga que se divide y repite sin mayor necesidad: Godard está narrando, enmascaradas, historias galantes de la vida cortesana desde una cláusula imperiosa de estilo: el lector ha de encontrarse con un jardín cerrado para muchos, y sólo quienes sepan dar vuelta a los nombres (Apprio = Príapo; Lucano = cul-ano, Taliélaré = réalité) podrán captar la libertad que recorre todo el texto. Así lo leyeron los censores, y, previendo que sería recogido por éstos, Godard publicó su libro de forma anónima; algunos de los que más tarde serían compañeros de gremio de Godard tal vez vieron bajo el tono juguetón y frívolo un panfleto político que apuntaba al Regente, blanco de alguna novela alegórica y numerosos panfletos; aunque parece más razonable que el autor de la Historia del príncipe Apprio «formaría parte de los numerosos erotógrafos» que da el siglo. «Según los bibliógrafos, habría que situar su novela entre el número de libelos que, del siglo XVII a la Revolución, utilizaron con una violencia de tono sorprendente y a menudo no sin mala fe el arma pornográfica con fines políticos, preparando esa inquietante alianza de terror y pornografía que saldrá a la luz en múltiples panfletos libertinos de la Revolución francesa». Para Jean-Pierre Dubost, el interés reside en otra parte, en el laberinto que ofrece al lector, guiándole por una oposición, la que existe «entre el secreto de las pasiones […] y la verdad del sexo». Bajo los tópicos sentimentales late una sexualidad irreprimible, cuya búsqueda persigue el cuento de hadas, con sus príncipes y sus reinas que llevan la clave en sus nombres.