Filosofar bajo la manta

Este pequeño prólogo no es más que una breve invitación literaria. Como introducción histórica al concepto del libertinaje basta y sobra el excelente prólogo de Mauro Armiño, a quien debemos estar más que agradecidos por esta excelente selección de cuentos libertinos que, hasta donde alcanzan mis datos, no tiene parangón en el mundo de la edición española. Es suficiente, pues, una invitación más somera –y cabría decir más lúbrica– a estos relatos que, si bien fueron escritos para ser leídos, en palabras de Rousseau, «con una sola mano», no especificaba este filósofo en qué lugar exacto debía estar la otra, si sobre cierto lugar que el lector perspicaz podrá imaginar sin demasiado esfuerzo, o sobre la frente, en actitud reflexiva.

Estos relatos libertinos contienen no sólo el ímpetu de una sociedad que empieza a descubrir y a descubrirse en el placer, sino la furia electrizante de quien toca por primera vez el corazón nervioso de nuestro comportamiento. Somos una sola y única sustancia. Conocemos con el cuerpo, amamos con él, comemos con él, copulamos con él, construimos catedrales con él, escribimos tragedias con él. Nacen de él tanto nuestros pensamientos más elevados como nuestros comportamientos más burdos. También nuestras plegarias, atendidas o no, son del cuerpo. El descubrimiento es de una sencillez conmovedora y, como todos los grandes descubrimientos, tiene un inmediato efecto totalizador: una vez realizado ya no es posible darle la espalda, el mundo será necesariamente filtrado por él. Ya hemos aprendido quiénes éramos en el dolor y el remordimiento, aprendamos ahora, y con más motivo, quiénes somos en el placer y en la afirmación. Es el grito de un siglo ilustrado y laico, racional, materialista, el grito del siglo que se atrevió a hacer del cuerpo también un objeto y a llevar esa inquietud hasta sus últimas consecuencias para ver qué ocurría en aquel lugar.

Se suceden aquí cuentos de hadas, canapés parlantes, citas lésbicas y refinados caprichos sexuales, pero no sólo. Cuando uno se ha atrevido a abrir la caja de Pandora, no puede esperar que lo único que cambie sea una simple distribución de los muebles de su casa campestre. Ha cambiado el mundo en realidad, los términos en los que leíamos lo social y lo racional, la naturaleza de las cosas y de nosotros mismos quizá, asombrados también del vértigo de poder convertirnos en cosa ante la mirada deseante del otro. Y no es poco. Convertirse en objeto ha sido siempre la fascinación secreta e inconfesada del sujeto, la misma fascinación que, llevada de la mano de la imagen, hará nacer también lo pornográfico, que no es otra cosa que nuestra relación con una imagen objetivada.

Hace alusión Mauro Armiño a un suceso sobre el que quizá deberíamos detenernos un poco más, el de la ilegalidad de estos textos, comprados bajo la capa pero presentes en casi todos los hogares burgueses e ilustrados de Francia. Es precisamente su ilegalidad la que les hacía cambiar de naturaleza. Esa tensión entre lo público y lo privado, lo aceptable y lo prohibido –aliviada mediante transgresiones estrictamente reguladas– funda para Bataille toda comunidad humana y se encuentra en la raíz misma de la noción de sociedad. En El erotismo y en Las lágrimas de Eros desarrolla la idea de que lo públicamente aceptado nace precisamente de la delimitación fluctuante de lo prohibido y de la regulación de sus transgresiones a lo largo del tiempo. Sin uno de los dos elementos en tensión permanente la organización social pierde equilibrio y se desmorona. El tabú no sólo es una prohibición, sino un equilibrio de fuerzas entre la prohibición y su transgresión. Y ese equilibrio funda la existencia social. Sus regulaciones son complejas, varían a lo largo del tiempo y se aplican simultáneamente a objetos diversos. Para acceder al estatus de tabú, estos objetos y conceptos prohibidos necesitan, paradójicamente, ser transgredidos: «la prohibición existe para ser violada», dice Bataille. Pero no de cualquier forma: regular esa transgresión es el modo más seguro de afianzar su permanencia. «La transgresión levanta la prohibición sin suprimirla», dice Linda Williams en el prólogo a su libro Porn Studies: «Transgredir un tabú no es, desde luego, vencerlo».

También en estos relatos comprados en la oscuridad de un callejón y leídos «con una sola mano» en la intimidad de los hogares ilustrados precisan del tabú para transgredirlo, es necesaria la lujuria del sacerdote, el capricho oscuro y refinado de la condesa, la virgen seducida y engañada por el libidinoso, y más aún es necesario que el lector perciba la transgresión de esos sucesos, tan necesario al menos como haber tenido que comprar el libro a escondidas y leerlo a puerta cerrada. Transgredir un tabú, y eso lo sabía perfectamente el marqués de Sade, es desde luego no vencerlo porque la excitación que produce en nosotros se funda en su vigencia como tabú.

Son, como es obvio, relatos reflexivos muchos de ellos y al lector contemporáneo le aflorará la sonrisa a los labios en más de una ocasión al leer el motivo de las lubricidades de los abuelos de nuestros tatarabuelos, de la misma forma quizá en la que hará sonreír a los nietos de nuestros tataranietos aquellas imágenes y textos que hoy tienen la virtud de sonrojarnos, pero lo que se cocina en estos relatos es algo muy serio: la conciencia materialista del placer como moneda de cambio. Una revolución semejante, y más aún en un siglo ilustrado, debía acarrear también una importantísima maquinaria teórica. Y no se trata sólo de que el marqués de Sade fuera «un kantiano invertido» como dijo de él Simone de Beauvoir, sino de la firme conexión que tienen estos relatos –hasta los más fantasiosos– con el mundo de la experiencia y con unas corrientes filosóficas que circulaban bajo las conciencias de París como las aguas bajo el empedrado de las calles: Jean Meslier, Mettrie, Maupertius, Helvecio, D’Holbach, Sade, Charron, Saint-Évremond, Gassendi, toda una verdadera contrahistoria de la filosofía y de las ideas (tal y como la describe Onfray en dos volúmenes que muy bien podrían completar, desde el punto de vista teórico, esta antología: Los libertinos barrocos y Los ultras de las luces) que permitía el caldo de cultivo en el que era por fin posible mirarse y mirar objetivadamente. Algo tan simple, descarnado y temible como aguantarle la mirada a un animal. El animal, en este caso, de nuestro propio placer.

Andrés Barba