El canapé color de fuego

(Le canapé couleur de feu, 1741)

Historia galante

Capítulo I

De la vergüenza del procurador

y el cambio maravilloso del canapé

Un procurador, que había consumido toda su juventud arruinando a pobres litigantes, deseando como suele decirse sentar la cabeza, decidió consagrar al himeneo los años que le quedaban por vivir. A tal fin puso los ojos en la viuda de uno de sus colegas: era joven, y su figura capaz de provocar deseos a los más sensibles. Por eso sus encantos debieron agradar tanto a maese Crapignan que, para ahorrarse la molestia de suspirar en vano, fue a ofrecerle su vieja persona y, por añadidura, cincuenta mil escudos, que era lo que quedaba de sus pequeños ahorros. Como es lógico, la dama, contando con enterrar pronto a éste con el otro, no vaciló en darle su mano. Se celebran las bodas; durante la ceremonia y el banquete, todo fue sobre ruedas. Mientras los parientes y amigos de los cónyuges organizaban un fenomenal estruendo como gente que nunca se ha visto y que habla cordialmente a gritos de una punta a otra de la sala, la nueva pareja desapareció y fue a retirarse al gabinete de vestir preparado para la señora.

Tras atrancar cuidadosamente la puerta y correr sobre ella el portier, el señor de la Chicane, babeando por adelantado, llevó a su elegante esposa hasta un canapé donde la hermosa, ventajosamente apostada, se prepara para entregarse a él por sus viejos modales y por su dinero.

–Dios mío, querido –dice ella–, ¡qué calor hace hoy! Es que una se asfixia.

–Es que estamos en los días de la canícula –responde él.

–Mira –siguió ella echándose a medias– qué admirable canapé para estar cómodos.

–Sí –replica él–, no hay nada más cómodo. Me echo la siesta en él desde hace diez años.

Mientras tanto, la señora se quita su pañuelo y deja al descubierto unos atractivos que resucitan la humanidad del procurador. Se abalanza, palpa, besa, se estremece… Por último, desabotonándose las calzas, le levanta la falda y se coloca en una postura capaz de hacerle ganar las rentas de la viudedad[1]. Pero todo es inútil; después de haber sudado sangre y agua y hecho crujir el canapé durante una hora, se ve obligado a abandonar la tarea.

Cuando uno y otra se ajustaban tristemente las ropas para ir a reunirse con los demás, se oyó un grito de alegría, y, de repente, el canapé cambió de forma, adoptando la de un joven muy bello y apuesto.

–¡Misericordia! –exclamó el procurador, más asustado ante aquella maravilla que su mujer–; ¿sois el alma de algún desdichado que tenga necesidad de oraciones?

–No necesito nada –respondió el desconocido–, y no soy un aparecido como imagináis. Aunque metamorfoseado, no he dejado de vivir; y si os dignáis prestarme oído atento, os contaré mi aventura; bien os debo esta satisfacción, puesto que gracias a vos he recobrado mi primer estado.

–¡Ah! –dice la recién casada–, os lo ruego; pero nos hemos quedado sin canapé, y aquí no veo más que una silla; querido, vete a buscar otras dos.

–¡Pardiez!, señora –dice el nuevo huésped–, sería vergonzoso que hubierais entrado aquí sin estrenar; aprovecharé, si os place, los instantes que vuestro marido nos deja. Aunque desde hace mucho sirvo de asiento a los demás, estoy bastante descansado en la materia para daros resumido testimonio del respeto y consideración que siento por vos.

Dijo e hizo las cosas con tanta rapidez que el procurador no se dio cuenta de nada cuando volvió.

Capítulo II

Del país del desconocido y de lo que causó su metamorfosis

Cuando el trío estuvo sentado, el desconocido se sonó los mocos, escupió y rompió el silencio en estos términos:

–Soy un gentilhombre de los alrededores de Lieja, unido por alianza a las mejores familias de la región. Mis tierras están a orillas del Meuse, cerca de las Ardenas. No os diré mi apellido, porque no me parece que sea muy esencial; y, además, hace tanto tiempo que soy canapé que no sé muy bien si me acordaría exactamente. Por lo tanto, me llamaré, si os parece bien, el caballero Cómodo, dada la comodidad que tanta gente honrada, incluidos el señor y la señora, han encontrado en mí cuando estaba hecho para la molicie, el reposo y los placeres de los dos sexos.

»Antiguamente no tenía más pasatiempo que la caza; entraba con el alba en el bosque y rara vez salía que no fuera de noche; unas veces atrapaba pájaros con reclamo, otras con liga, y en ocasiones con redes; en una palabra, la única diversión que tenía en el mundo sabía hacerla variar de manera que nunca me aburría. Un día que me había fatigado más que de costumbre, me dormí bajo una tupida enramada. En mi vida, todavía me acuerdo, he tenido al dormir sueños más agradables; cierto que estaba en condiciones de tenerlos así, pues entonces sólo contaba unos dieciocho años. Me desperté embriagado de esos placeres que se sienten y que no se pueden definir. Pero cuál no fue mi sorpresa cuando vi a mi lado a una encantadora persona, cuya adorable imagen tanto y tan deliciosamente me había interesado durante mi sueño. Ella sabía leer demasiado bien en los corazones como para no ver lo que entonces pasaba en el mío: arrastrado por el amor, frenado por el temor, quería hablar y no me atrevía. Estos distintos impulsos le explicaron mejor lo que pasaba en mi alma que todo lo que la palabra habría podido sugerirme de más delicado y tierno, y mis ojos, fieles intérpretes de mis sentimientos, le hablaron con un lenguaje tan acuciante que se apiadó de mí y me habló en estos términos:

–Os asombrará sin duda ver a una joven de mi clase en estos lugares salvajes y desiertos.

–Palabra, señora –dije levantándome–, que debería estarlo. No suele ser frecuente encontrar personas de vuestra figura, y adornadas como estáis, en los bosques; no sé si esto es un sueño.

–No –replicó ella–, nunca habéis estado más despierto; fiaos de mí, que sé de estas cosas.

–En hora buena –repliqué–; pero ¿no podría saber con quién tengo el honor de hablar en este momento?

–Con el hada Primaveral –respondió ella–, primera dama de compañía del hada Poltronina, que reina desde hace doscientos años en las Ardenas.

–Para una soberana –dije yo–, muy feo es ese nombre.

–¡Oh!, si la vieseis –continuó Primaveral–, encontraríais que su nombre le va mucho a su figura. Pero ¡ojalá no la veáis nunca!

–¡Que me muera –respondí– si alguna vez me entran ganas por la idea que de ella me dais!

–¡Ah! –prosiguió el hada suspirando y dejando escapar algunas lágrimas–, para vuestra desgracia y la mía quizá la veáis demasiado pronto; pues es inútil ocultaros que os amo, y el destino que os amenaza no me permite dejaros ignorar por más tiempo mi pasión.

»Poltronina os vio estos días pasados cazar mirlos con la cerbatana; vuestra apostura y destreza ganaron su alma de tal forma que decidió raptaros y haceros tirador ordinario de sus placeres.

–Pardiez –respondí furioso–, que la señora Poltronina busque sus tiradores donde le plazca, yo disparo para divertirme y…

–¡Ay! –me interrumpió Primaveral–, sería mujer capaz de hacer que disparaseis para divertirse ella hasta agotaros; ¡trata con tan poca consideración a su gente!

–No sería la fatiga lo que me hiciera rechazar su servicio –repliqué–, si fuera tan amable como vos, pues fijaría gustoso mi felicidad en el placer de estar unido a una persona de vuestro mérito.

–Bueno –replicó Primaveral mirándome tiernamente–, sólo de vos depende ser feliz; pero decidíos enseguida y ved si queréis seguirme mientras todavía hay tiempo. Si Poltronina viniese, yo no estaría en condiciones de ayudaros.

–¡Ah!, mi adorable hada –exclamé–, para huir de un monstruo semejante y vivir bajo vuestras leyes iré, si es preciso, a los climas más remotos.

–No merece la pena –dijo Primaveral–, Poltronina nos descubriría aunque estuviéramos en el centro de la tierra; además, mi destino me ata a su Corte, no puedo alejarme sin su permiso. Pero sé un medio de teneros a mi lado, incluso ante su vista. Sólo se trata de saber si me amáis lo bastante para decidiros a ser metamorfoseado en un pequeño podenco.

–Consiento, a condición, sin embargo, de que, cuando estemos en vuestro aposento, recobre mi forma ordinaria.

–Eso está hecho –replicó Primaveral; y al instante me transporta por los aires, bajo la figura del perrillo más precioso del mundo.

Capítulo III

Llegada de Cómodo al palacio de Poltronina, y cómo fue acogido por las demás mujeres de su corte

Llegamos en treinta y dos minutos y un segundo al aposento de Poltronina. Primaveral no me había engañado al decirme que su nombre cuadraba con su cara. La princesa tenía unos cuatro pies de alto por tres de ancho, unos ojillos bizcos y con fístulas[2], maravillosamente tiernos y lánguidos; la frente, pequeña y triangular, las cejas y el cabello del más hermoso color pelirrojo del mundo; las mejillas, colgantes y lívidas, pero apetitosas, una boca de una anchura bastante aceptable, adornada por media docena de dientes color chocolate; todo maravillosamente combinado con la naricilla puntiaguda más adorable que se pueda ver, con una ligera cicatriz de escrófulas[3] que apenas se veía, y dos gordísimas tetas mulatas que sólo eran una por la estrecha unión que la naturaleza había puesto entre ellas, y que estaban apuntaladas y retenidas por unas resistentes cuchilladas[4].

Poltronina, sentada en ese momento en una especie de silla curul muy baja debido a sus pequeñas piernas y prodigiosamente ancha, en consideración a la enorme anchura de sus nalgas, se entretenía con sus mujeres pelando cebollas para una ensalada de dientes de león, que ella misma se había tomado la molestia de recoger por su propia mano, en las murallas del castillo.

–Bueno –dijo con una voz de bajo grave a Primaveral–, ¿has visto a mi tirador de mirlos?

–No, señora, he recorrido todo el bosque y, por más que he buscado, no he podido saber nada de él.

–Querida amiga –respondió Poltronina–, nunca serás más que una tonta; siempre se encuentra a un hombre cuando se le quiere encontrar; y si hubieras buscado bien… Pero yo misma tendré que hacer lo que encargo. Que mañana, antes de la aurora, todo mi séquito esté preparado para la caza, ya veremos si no tengo mejor olfato que tú.

Tararí que te vi, quise decir, y en lugar de tararí que te vi, no hice más que ladrar.

–¡Oh, oh! –dijo la princesa–, ¿de dónde has sacado ese animalito?

–Señora –respondió Primaveral–, lo tengo hace algún tiempo; una gitana, agradecida por un favor que le hice, me lo regaló.

–¿Sabe hacer algo?

–Sí, señora, baila, brinca, trae las cosas que se le tiran.

–¿Y qué nombre le has dado?

–El de Pachá.

–Déjalo en el suelo para que lo vea. Ven aquí, Pachá.

Pero en lugar de obedecer, me puse a enseñarle los dientes y me refugié bajo las faldas de mi amable amada, donde vi por adelantado una parte de los encantos que me prometía inventariar a mis anchas cuando estuviera en su cuarto.

–Perdonad señora –dijo Primaveral–, es algo salvaje cuando no conoce a la gente.

Lo cierto, sin embargo, es que no lo era entonces con mi bella hada, aunque sólo la conociese desde hacía un rato. Me lancé a lo largo de sus piernas, le besé las rodillas, y mis patitas y mi lengua iban hurgando todo lo que podían alcanzar.

Mientras, como la princesa había terminado de pelar las cebollas, todos se sentaron a la mesa, y yo tuve el honor de estar presente en su cena, que consistía en alubias con nabos de entrada, una oca gorda asada, acompañada de su ensalada, y como entremés una salchicha de la calle Desbarres, con dos platos de postre, compuestos por medio cuarterón de peras[5] de Martin-sec[6] y de un trozo de queso Brie, que exhalaba un olor completamente igual al que tanto le gustaba a Enrique IV. Mientras que Poltronina se alimentaba con todo eso, las damas de palacio me comían a caricias; una me daba un caramelo, otra pequeñas pastas y algunas migas que caían bajo el mantel; ésta me pasaba la mano por el lomo, aquélla bajo la tripa; otra me limpiaba los ojos con mis largas orejas, porque el defecto de los perros es estar siempre legañosos; en fin, nunca en mi vida fui tan festejado.

La princesa, una vez que terminó de comer y decir sus gracias, hiló casi media bobina de seda para entretenerse, tras lo cual la desvistieron y la metieron en la cama. Cuando terminamos de despedirnos, todas las damas querían llevarme a dormir con ellas; pero como no era del gusto de Primaveral ni del mío, las dejamos y fuimos a encerrarnos en nuestro aposento, donde, tras recobrar mi forma, no empleé mi tiempo en otra cosa que en lamer, como hacía un momento antes. ¡Qué feliz sería si lo hubiera hecho menos! Tal vez seguiría viviendo con aquella encantadora hada; pero tenía que cumplir la orden de nuestro destino.

Capítulo IV

Los nuevos amantes cogidos en flagrante delito: la desgracia de Primaveral, y la metamorfosis de Cómodo en canapé, por haber infligido a la princesa una afrenta que el sexo femenino no perdona

Pasamos dos terceras partes de la noche sumidos en lo más delicioso y exquisito que el amor tiene. Sin embargo, la fatiga nos arrancó de unos placeres de los que nos era imposible saciarnos, el sueño se apoderó de nuestros sentidos; y, olvidando que al día siguiente había cacería, nos dormimos tan bien que Poltronina nos sorprendió, a Primaveral y a mí, bajo la misma manta. Mi infortunada amante cayó inmediatamente en desgracia y fue transportada por los aires a no sé dónde. En cuanto a mí, la princesa me encerró personalmente en una habitación contigua a su dormitorio. Ya había pasado allí las dos horas más crueles de mi vida, deplorando más la pérdida del objeto de mi ardor que la de mi libertad, cuando Poltronina entró en una especie de déshabillé con el propósito, sin duda, de seducirme.

–Bueno, señor tirador de mirlos –me dijo abordándome y echando escrupulosamente los cerrojos–, así que venís a corromper a nuestras jóvenes. ¿Sabéis que ningún mortal hasta este día ha tenido la audacia de introducirse impunemente en este palacio, y que yo debería castigar vuestra temeridad?

–A fe, señora –respondí–, que es culpa vuestra; ¿por qué no me dejáis atrapar mis mirlos tranquilamente?

–Eh, ¿quién os lo ha impedido? –replicó haciendo arrumacos.

–De hecho –repliqué–, sabemos el propósito que tenéis sobre nuestra persona, y sólo para eludirlo me he dejado raptar.

–¡Ah, pequeño traidor! –exclamó imitando el falsete–, ¡con que ésas son vuestras artimañas! Sabéis que os amo y, despreciando mi cariño, mi rango y mis encantos…

–Por lo que hace a vuestros encantos –dije interrumpiéndola–, sólo tenía una ligera idea por el retrato que Primaveral me hizo de ellos; mas ahora que veo el original, les rindo cuanta justicia les es debida.

–¡Oh!, ¿admitís entonces la diferencia que hay entre esa pequeña atolondrada de la que estabais enamorado y yo?

–Por supuesto –respondí–, no os parecéis en nada.

–Bueno –continuó poniéndose de puntillas para acariciarme el mentón–, no basta con que reconozcáis lo que valgo, tenéis que darme pruebas.

–¡Ah!, ¿qué pruebas, señora, exigís de mí?

–Pero… –dijo ella inclinándose en una butaca y rodeándome con sus brazos–, hay cosas que mi modestia no me permite explicar; a vos corresponde adivinarlas.

Luego, como la pasión la sofocaba, balbució muchas otras bellas frases que no entendí. Sin embargo, no sé cómo me encontré con los calzones casi en los pies, en un estado no demasiado honesto; y, por un encantamiento inconcebible, me disponía a la tarea cuando, viniendo a romperse un pequeñísimo lazo que contenía su pecho, dejó caer dos enormes tetas por debajo de la cintura. El accidente me sacó del encantamiento en que me había sumido el diablo; y, a la vista de un goce tan monstruoso, todo se me cayó.

Poltronina, sin embargo, no estaba dispuesta a soltar su presa: seguía estrechándome con fuerza y se agitaba debajo de mí de la mejor manera posible. Mas como sus esfuerzos no conseguían nada, el amor dio paso de súbito a la rabia; y la muy inhumana, largándome sobre el pecho uno de los mejores puñetazos que nunca se hayan dado, me causó, al caer diez pasos más allá, un chichón en la cabeza y una contusión en el trasero, que todavía hoy sigue doliéndome por no haberse curado en el acto. Por último, lanzándome con sus ojillos legañosos unas miradas capaces de poner los pelos de punta de espanto, Poltronina decretó contra mí la siguiente sentencia:

–Para expiar la injuria que me has hecho –dijo–, en adelante se tomarán en ti los placeres que no has podido procurarme. Servirás indistintamente a todo el mundo, amo y criado; todos te harán gemir bajo sus sacudidas, y no recuperarás tu forma primitiva hasta que entre tus brazos se cometa una falta equivalente a la tuya.

Al mismo tiempo me escupió a la cara; y antes de que pudiera secarme el escupitajo, me descubrí canapé; inmediatamente después fui llevado a París por cuatro genios y expuesto a la venta en el puente Saint-Michel.

Capítulo V

Una célebre alcahueta compra el canapé; un abate recomendable por sus proezas amorosas lo estrena

¿Verdad que no habéis oído hablar –continuó el caballero Cómodo–, de la Fillon[7], esa mujer tan recomendable por los placeres clandestinos que procuraba a todo el que pagaba bien? A ella fui adjudicado en subasta, y nada más llegar me colocaron en un gabinete preparado para los retozos del placer. Como la Fillon tenía muchísimos clientes, no tardé mucho en ser estrenado.

El primero al que tuve el honor de soportar fue un abate a quien su talento para alegrar al bello sexo ha hecho alcanzar la prelatura[8]. Confieso que en mi vida fui sacudido con más violencia y en tantas ocasiones.

–¿Es posible –interrumpió el procurador– que gente de esos hábitos frecuente lugares semejantes?

–¿Y por qué no? –replicó el caballero–. La ridícula ropa apostólica, ¿es acaso un preservativo contra la incontinencia? Si creéis eso, ¡qué gran error el vuestro! Meteos en la cabeza que la mayoría de los que abrazan ese estado no tienen otra mira que procurarse una existencia tranquila y voluptuosa; exentos de todos los quebraderos de cabeza de este mundo, sólo conocen los placeres; y, para asegurárselos, se han impuesto la ley del celibato. Ante su hábito evangélico se abren todas las puertas; con él se insinúan hábilmente en el seno de las familias de las que tarde o temprano llegan a ser los amos; unos pobres maridos se ven obligados, para mantener la paz del hogar, a invitar a hipócritas a beber su vino; ¡y felices aquellos a quienes les salgan así de baratos! Pues mientras están ocupados con el cuidado de sus negocios, ¿qué no han de temer de las maniobras de estos píos holgazanes?

–¡Quita allá! –exclamó la procuradora–, antes prefiero recibir en mi casa al regimiento de la guardia que a un hombre de iglesia.

–Amiga mía –dijo el procurador–, no nos relacionamos ni con unos ni con otros, son malas amistades.

–¡Oh!, hijo mío, lo que digo sólo quiere demostraros lo alejada que estoy de mantener relaciones con miembros del clero.

–No hay que jurar por nada –respondió Cómodo–; si hubierais conocido al que me sacudió con tanta gracia, os habría costado mucho negarle vuestra estima; por lo menos, estoy muy convencido de que no hay mujer en la Corte que no le haya otorgado la suya, y convendréis conmigo en que son tan expertas, si no más, que aquí.

–¿Era entonces un hombre muy raro? –dijo la procuradora en tono codicioso.

–Tan raro que si yo hubiera tenido que habérmelas con gente tan decidida, aunque hubiera sido de hierro no habría resistido; y confieso, en su honor, que durante varias asambleas del clero, durante las que tuve el honor de ser probado por todos los gordos abates y monseñores del mundo, nunca encontré uno tan completo en la materia, ni siquiera entre los señores del gran convento.

–¿Cómo? –exclamó el procurador–, ¿también habéis tenido trato con franciscanos?

–¿Qué tiene de extraordinario? Tratamos con todas las órdenes regulares y seculares de la ciudad, y bien que nos iba, porque la gente de moda nos estafa con tanta frecuencia que, de no ser por las ayudas cotidianas con que nos gratifica la Iglesia, nos habríamos visto obligados a cerrar la tienda mil veces. Por eso se servía al sacerdocio antes que a los demás estados. En cuanto se presentaba una doncellez que desvirgar, era a un prelado o a algún prior con buenas rentas a quienes se ofrecía. A propósito de gangas de esta clase: debo daros cuenta de la conversación de un decano de cabildo con una joven muchacha cuyas primicias tuvo.

Capítulo VI

El preámbulo del santo varón y lo que se siguió

–Bueno, mi querida niña –decía el piadoso ribaldo, haciéndola sentarse encima de mí y a su lado–, ¿qué edad tenéis?

–Catorce años, señor.

–¿Y aún no habéis visto a nadie?

–A nadie.

–Mucho mejor, porque todo depende de la forma en que se entra en el mundo; el comienzo de la vida es lo que decide para todo el resto. A la edad que tenéis, es difícil debutar como es debido si a una no la dirigen y guían personas honradas; ¡qué desgracia para vos, hija mía, si hubierais caído en manos de algún hombre del siglo!

–Decidme, señor, os lo ruego, ¿qué me habría ocurrido?

–Lo que ocurre a los que reciben malos principios; os habríais extraviado. El espíritu de depravación y de libertinaje está tan difundido entre los mundanos que se corren todos los peligros si se les trata. En su mayoría son traidores que, tras haberos robado vuestra inocencia, os abandonan o pueden arrastraros con ellos por vías de iniquidad.

–Bonito preámbulo para desvirgar a una joven –dijo el procurador interrumpiéndole.

–En este tipo de encuentros –le interrumpió a su vez el caballero–, es esencial el preámbulo: a menudo sólo se retrocede para saltar mejor. Por otra parte, aunque sea de Iglesia, no podéis imaginar nada que valga más; si fuera cierto, todos querrían serlo, el oficio ya es muy bueno en sí mismo; y aunque el sacerdocio comunique las facultades prolíficas, ¿no han de tener todas las cosas un final? Por lo general, a un jefe de cabildo no se le tiene por un joven clérigo. Pero un poco de paciencia, y ya veréis cómo se comportó en su prédica.

»La modestia –continuó el señor decano poniendo una mano en el hombro de la joven y dejando escapar, como por casualidad, dos de sus dedos entre la carne y el pañuelo–, la modestia es la virtud más necesaria para el sexo femenino; le añade perfecciones y le quita defectos; una joven bonita lo es doblemente cuando, lejos de enorgullecerse de las ventajas con que la naturaleza la ha favorecido, las estima siempre por debajo de lo que son y nunca tiene prisa por darlas a conocer. En ese caso estáis vos ahora, o mucho me engaño; vuestro pañuelo oculta a los ojos cosas que deben de ser muy bellas a juzgar por lo que no está oculto.

–Señor –dijo la nueva prosélita–, vuestras palabras son muy amables, pero no tengo nada bello.

– ¡Oh!, apuesto a que sí –responde el hombre de Dios, descubriendo un lado del pecho–. ¡Diablo! –exclamó maravillado ante lo que veía–, ¿y no tenéis nada bello? ¡Ah!, bribona, seréis azotada.

Luego el muy lascivo la tumbó a lo largo, le levantó la camisa y, después de haberme dado previamente unos cachetes en las nalgas, al cabo de un momento me obligó a doblarme por la fuerza; como los obstáculos terminaron por incrementar su valor, oí hacer dos o tres veces ¡uf!, a la chica y luego nada más, prueba de que ya no había nada más que hacer. Debió el clérigo de encontrar en ella un comportamiento como el que necesitaba, pues ese mismo día se la llevó, aunque, por temor a problemas antes o después con los gastos del embarazo y del parto, la casó con un pánfilo rico y amigo suyo; de esta manera el buen sacerdote quedaba libre de problemas.

–Diablos –dijo el procurador–, la estratagema no es de ningún torpe.

–Bueno –continuó Cómodo–, no hay nada más común que este tipo de operaciones entre gentes de Iglesia; casan para sí, cuando uno toma mujer de sus manos.

–Debéis de haber sido testigo de escenas muy originales en una casa así –dijo la procuradora.

–Sí –respondió el caballero–, y son los eclesiásticos los que han interpretado los papeles más importantes. Voy a pintaros una bastante singular; pero antes, respiremos un poco.

Capítulo VII

De un abate que se hacía azotar

para despertar en él la parte brutal

Como había tomado tabaco, Cómodo estornudó cinco o seis veces por haber perdido la costumbre de ese polvo cefálico cuya principal virtud es revolver la nariz, y siguió hablando así:

–Como sólo debía recobrar mi primera forma en las condiciones que sabéis, no pedía nada mejor que tener clientes, pese a la fatiga que eso me causaba, poniendo siempre mi esperanza en la insuficiencia de algún chusquero de pega[9]. Así pues, cierto día en que me aburría de estar solo, entró en mi gabinete una joven damisela y poco después un abate que podía tener alrededor de cincuenta años. Se habían cerrado las puertas cuidadosamente y echado las cortinas, y todo, hasta el menor agujerito, había sido taponado con precaución; la muchacha le gritó en tono enfurecido:

–¿De dónde venís, libertino? ¿No os he prohibido salir sin mi permiso?

–Querida madre –responde el abate con aire sumiso e imitando lo mejor que podía a un escolar–, vengo del catecismo.

–¿Del catecismo? ¿Del catecismo, desvergonzado? ¿Qué hora es? Sois un mentiroso.

Y al mismo tiempo le suelta dos o tres cachetes y otras tantas patadas en el trasero.

–Veamos –le dice ella–, veamos si habéis sacado provecho. ¿Cuántos pecados mortales hay?

–Hay… hay, mi querida madre, mi querida madre, no me acuerdo.

–¿Cómo?, ¡granuja, que no eres más que un granuja! ¿No sabes siquiera los pecados mortales? ¡Oh!, yo, sí, yo os enseñaré a conocerlos. Venga, de rodillas ahora mismo.

–¡Ay!, mi querida mamá –exclamó él–, os pido perdón, los estudiaré.

–No –replicó ella tras haberse provisto de un puñado de varas–, habéis merecido el látigo; ¡abajo los calzones!

El abate, tras una ligera resistencia, deja al descubierto la muestra de un trasero amarillento, seco y arrugado.

–¡Oh!, eso no basta –prosiguió la joven–, hay que verlo todo.

Le arranca acto seguido la camisa de los hombros y le baja los calzones hasta las corvas. Finalmente, nada más recibir media docena de golpes, fingió querer esquivarlos con las manos; pero ella se las ató por delante y le zurró hasta hacerle sangre.

–¡Vaya una historia! –dijo el procurador–. Por favor, ¿qué paso luego?

–Que pensó en romperme los riñones al instante encima de su folladora y que nunca se llevó a cabo una hazaña de tal especie de forma tan vigorosa. Pero adivinad lo que hizo para proceder luego.

–No puedo –respondió el procurador–, tal vez se comió una manzana y bebió además un vaso de agua.

–Nada de eso –prosiguió el caballero–, no hizo sino cambiar los papeles: en lugar de escolar, se volvió maestro, y la maestra se volvió escolar.

–De forma que la maestra fue azotada a su vez –dijo la procuradora.

–Exacto –replicó Cómodo–. El abate, para entonarse, dio un ligero matiz encarnado al trasero más blanco y más apetitoso del mundo.

–Hay que confesar –añadió la procuradora– que es muy singular y muy extravagante ese secreto para resucitar las potencias.

–Os equivocáis –replicó el caballero–, no hay nada más natural ni más de moda hoy día; se llama ceremonia, y hasta en las menores comunidades consagradas a Venus hay siempre una provisión de varas para los que gustan de esa manera. No cabe duda de que la ceremonia, pues ceremonia hay, pone la sangre en movimiento, y ese recurso se ha inventado para las personas difíciles de emocionar. Los efectos son rápidos y tan milagrosos que tal vez seguiría siendo canapé si el señor lo hubiera probado antes de inventar la aventura.

–¡Maldita sea! –exclamó el procurador–, no estoy tan loco. En mi juventud me zurraron en Saint-Lazare[10], pero, por lo que recuerdo, en aquel entonces esa ceremonia no me divertía mucho.

–Os aseguro que lo creo –respondió Cómodo–. ¡Qué comparación! La mano de un grandísimo truhán de hermano lego no tiene la virtud de la mano de una bonita mujer. Si hubierais estado tanto en las Feuillantinas[11] como en Saint-Lazare, apuesto a que nunca habríais querido salir y que no os habría costado mucho habituaros a los correctivos que monjas jóvenes y fogosas os habrían dado.

–Bueno, basta ya del asunto de la ceremonia y de su excelencia –dijo la procuradora.

–Como queráis –respondió el caballero–; cuando os aburra, hacedme el honor de advertírmelo.

–No estáis hecho para aburrir a nadie –replicó cortésmente el procurador–, y a la señora y a mí nos complace tanto oíros que, si no temiéramos abusar de vuestra complacencia, os rogaríamos que nos contaseis alguna cosa más.

–Con mucho gusto –respondió Cómodo–. Escuchad la siguiente aventura.

Capítulo VIII

Cuatro monjes se encuentran en casa de la Fillon sin saberlo y hacen aprovechando la ocasión lo que se hace en tan buen lugar

Dos mosqueteros, importunados una mañana por cuatro monjes que iban a pedirles de cenar, dieron a entender a los reverendos que sería más oportuno comer en una casa de familia que en el hotel, donde la juventud disoluta y poco devota no rendía a gentes de carácter tan respetable como el suyo lo que les era debido. Los curas, halagados por la consideración que aquellos caballeros parecían tenerles, se encomendaron a su parecer y consintieron seguirles donde quisieran siempre que la comida fuera buena.

–¿Adónde llevamos a estos canallas? –dijo uno de los mosqueteros al oído de su camarada.

–Sí que te preocupas mucho –respondió–; pardiez, no hay que hacer demasiada ceremonia, llevémosles a casa de la Fillon; nadie mejor que ella hace el papel de mujer honrada; le será fácil engañar a semejantes necios, que, verosímilmente, no la conocen.

–Basta decir que es pariente de uno de nosotros e inventarle un nombre.

–La llamaremos, si quieres, condesa de Grand-Fond[12].

–Ja, ja –replicó el otro–, no es mal nombre. Señores –dice alzando la voz–, nosotros iremos a cenar a casa de la condesa de Grand-Fond, tía del barón. Os aseguro que seremos bien recibidos, es una dama que sabe hacer perfectamente los honores de su casa. En cuanto al ceremonial, no habéis de preocuparos: no os sentiréis cohibidos, beberéis a vuestra salud y tendréis libertad para ir a mear desde los entremeses, si os entran ganas; y eso no es ninguna bagatela, dado que en las mesas bien ordenadas, es una especie de indecencia ir antes de los postres.

–A fe que me importa un bledo la indecencia –respondió uno de los padres–; yo, cuando tengo una necesidad, no me retendría ni por el papa. ¿No es la última de las ridiculeces someterse a tontas y frívolas conveniencias que sólo tienden a la destrucción del género humano? Personalmente, señores, prefiero arrostrar los prejuicios a ser mártir de ellos.

Mientras Su Reverencia se explicaba así, se había enviado un grison[13] a la Fillon, para prevenirla sobre su papel, a fin de que la escena fuera interpretada con toda naturalidad.

–En verdad, sobrino –dijo ella al ver llegar al grupo–, no sois muy razonable trayéndome a estos señores sin avisarme antes. Me avergüenza tener únicamente lo de diario que ofrecerles.

–Señora –respondió en tono pícaro uno de los monjes–, a poca comida mucha bebida; nos conformaremos con lo que haya.

–Bien, bien –respondió el pretendido sobrino–, no tomemos las palabras de mi tía al pie de la letra; a veces le gusta engañar a su gente y…

–¿Sabéis –le interrumpió la Fillon–, que las señoritas Finelame y du Déduit son de la partida?

–Diablos, qué problema –replicó otro mosquetero–, quizá a los reverendos padres no les parezca bien: son tan jóvenes…

–¿Estáis de guasa? –exclamaron todos a una–; la compañía de las damas no nos da ningún miedo; cuantos más locos haya, más se ríe; basta que sean amistades vuestras para que estemos encantados de verlas.

Los reverendos no languidecieron mucho tiempo en la espera; las hermosas aparecieron al instante, y el fuego de lascivia que entonces brotó de sus ojos dio a conocer a los demás el placer que la llegada de dos invitadas de aquella especie les procuraba. La Fillon hizo sacar sillas y, mientras se preparaba la comida, mantuvieron una conversación muy interesante sobre los tópicos más bellos del mundo, conversación en la que los anacoretas no dejaron de desplegar su erudición monástica. Por ejemplo, entre las cuestiones que se pusieron sobre el tapete, la hediondez de las orinas después de haber comido espárragos fue debatida con todo el calor y el ingenio imaginables; también se disertó mucho sobre las coliflores, que no producen el mismo efecto, aunque el agua en que se las cuece se vuelve infecta hasta el punto de que su olor es insoportable. Uno de los padres, predicador de oficio, dijo a este respecto cosas muy por encima del alcance humano. Estaba éste a punto de resolver una cuestión todavía más inquietante cuando vinieron a avisar que la mesa estaba servida. La disputa, si no me falla la memoria, giraba en ese momento sobre las espinacas y el relleno de acederas: unos pretendían que con el relleno de acederas está más libre el vientre que con las espinacas; sostenían otros lo contrario, y cada cual defendía su opinión con toda la sutileza y la elocuencia que requería materia tan espinosa; pero como la sopa se enfriaba, la cuestión quedó indecisa, y todos fueron a sentarse a la mesa.

Era de ver con qué corazón oficiaban aquellos buenos religiosos. Entonces, por más que se les incitase a hablar, sus respuestas no eran nunca más que sí y no, o simplemente un gesto con la cabeza.

Luego, hacia el final de la comida, so pretexto de unos asuntos, la Fillon salió. Los depravados monjes, que aún no habían dicho nada a las señoritas, tanto a causa del placer de comer, del que se habían ocupado a conciencia hasta los postres, como por temor a desagradar a la anfitriona, fueron animándose poco a poco, y, como algunos vasos de champán habían acabado de emborracharlos, los mosqueteros encerraron a uno en mi gabinete con una de las princesas. El reverendo padre predicador, que había conservado la mayor sangre fría aunque hubiera bebido más que nadie, corrió a la puerta para exhortar a su camarada a la continencia.

–Padre Pia –exclamaba–, temed al ángel seductor y las trampas que os tiende.

Palabras inútiles, el padre Pia ya estaba encima de mí agitándose y bregando como un poseso. En fin, a cada uno le llegó su turno, y el predicador mismo, arrastrado por el ejemplo, sucumbió a la tentación igual que los otros.

–Tomó la mejor decisión –dijo el procurador.

–No tan buena –replicó Cómodo–, se ganó una blenorragia cuya cura le costó las ganancias de dos o tres años de sus sermones de Cuaresma.

Pero, volviendo al padre Pia, como uno de los mosqueteros hiciera como que acariciaba a la señorita a la que él acababa de prodigar su incienso, exclamó:

–¡Ah!, señor, por piedad, no nos privéis de este pequeño cuarto de hora de solaz. Las gentes de mundo siempre encuentran ocasiones cuando les place, no os faltan, como tampoco la bebida y la comida; pero nosotros, pobres diablos de monjes como somos, no tenemos esa ventaja: hemos de rendir cuenta al público y a nuestras comunidades del menor de nuestros pasos. ¡Ay!, si nos impedís aprovechar esta ganga, tal vez no se presente otra semejante en seis meses. Poneos en nuestro lugar por un momento: seis meses de ayuno para gente de buen apetito es una prueba muy cruel.

–A otros con ese engaño –exclamó el mosquetero–, nunca estáis sin catarlo tanto tiempo.

–Pues sí –contestó el padre Pia–; hasta recibir las dignidades de la orden, vigilan nuestra conducta más de cerca de lo que suponéis; nuestros superiores son unos tiranos que sólo piensan en ellos.

Tan sabias y juiciosas reconvenciones fueron acogidas como debían serlo –continuó el caballero–; y después de que monjes y putas hubieran sacrificado a Venus y a Baco a más no poder, se concluyó la fiesta poniendo a todos en la puerta en el estado en que se hallaban.

–Esto es muy poco caritativo –dijo la procuradora.

–¡Ah, los muy granujas! –continuó Cómodo–, ojalá los hubieran despedido con cien latigazos: me contaminaron y me desvencijaron tanto ese día que la Fillon, considerándome incapaz de seguir sirviendo, se vio obligada a deshacerse de mí.

Capítulo IX

Unos imitadores de convulsiones

compran el canapé

El destino me hizo caer en una casa de convulsionarios[14]; pero había sido tan maltraído en mi primer estado que, a la tercera o cuarta sesión, quedé casi reducido a nada, de manera que mis nuevos dueños pensaron en seguir reformándome…

–¡Oh!, pardiez –interrumpió la procuradora–, ya que habéis estado con convulsionarios, ¿querríais explicarnos qué son exactamente esa gente? ¡Dicen de ellos cosas tan maravillosas!

–Maravillosas para los idiotas –respondió Cómodo–, porque las personas esclarecidas e imparciales nunca serán víctimas de sus bellaquerías. Son una especie de entusiastas o de locos, como mejor os plazca, separados de una secta a la que antes era difícil negarles estima, pero que se han degradado con las malas exhibiciones que hicieron representar, hace algunos años, en lugar sagrado, y que entre la gente honrada han llegado a ser tan despreciables que se han convertido en sus antagonistas. Como la prudencia del gobierno no se prestó a las trivelinadas[15] de estos farsantes, formaron después varias bandas y se reunieron en casas particulares donde siguieron representando sus fanáticas escenas.

–Pero, ¿qué ventajas pretenden sacar de esas locuras? –preguntó la procuradora.

–Las de engañar al pueblo crédulo, ganar su confianza y convertirse más tarde, si es posible, en un partido numeroso. El honor de estar al frente de una secta no es menos lisonjero y delicioso para este tipo de gentes vestidas de negro que el de tener el mando general de un ejército. La vanagloria y la ostentación siempre son idénticas en el pecho de todos los hombres, no hacen más que cambiar de objeto, según las diversas profesiones que abrazan.

–Entonces –prosiguió la procuradora–, ¿no habéis encontrado nada muy extraordinario en lo que hace esa especie de prestidigitadores?

–No, en verdad que no –replicó Cómodo–, sus juegos de manos, de habilidad y de equilibrio no pueden compararse ni de lejos con los de la troupe de los señores Colin y de Restier; y puedo aseguraros que el primer convulsionario del mundo no es digno de compararse con el último saltimbanqui de la feria.

–¿No pensáis –dijo el procurador– que con tan desigual comparación estáis ofendiendo a una infinidad de gente honrada?

–No es tan desigual como creéis –replicó el caballero–; si hay personas de rango distinguido que se dedican a convulsionar, puedo citaros a otros que, bailando sobre la cuerda, dan volatines, caminan sobre las manos y se arriesgan a saltos peligrosos sobre colchones: los señores nunca han tenido tanta emulación como hoy por todos los ejercicios, a excepción de los que convienen a su estado.

–Eso es muy loable –dijo el procurador.

–Por lo menos –continuó Cómodo– todo el daño que puede ocasionar gusto tan extravagante es partirse el cuello; y, a la sociedad, unos cuellos de más o de menos no le importan demasiado. Pero, ¡por todos los diablos!, dedicarse a echar a perder el cerebro de la pobre gente con histrionadas sacrílegas, eso es lo que no puedo digerir, y si hubiera creído…

–No sois el apóstol de los convulsionarios –dijo la procuradora interrumpiéndole.

–Eso supondría ser el apóstol de una banda de malvados –replicó el caballero–. ¡Cuántas guapas chicas no habrán hecho pasar encima de mi cuerpo para no hacer más que aspavientos y contorsiones horribles!

–En realidad, eso no era de vuestra incumbencia –dijo el procurador–; no me sorprende que estéis tan disgustado; con personajes de esa especie, habríais podido emplear mejor vuestro tiempo.

–Cierto –respondió Cómodo–, pero mi destino era no ser utilizado más en los retozos amorosos hasta vos, como vais a ver.

Capítulo X

El canapé vendido a una devota, las penas y mortificaciones que soporta estando a su servicio

–Ya os he dicho que, como mi último ejercicio en casa de la Fillon me había reducido a un estado que daba lástima, no podía seguir viviendo mucho tiempo en una casa donde la fatiga era tan grande: por eso me vendieron enseguida. Fue una devota la que me compró; ganaba yo así una condición tranquila, cierto, pero enojosa hasta más no poder.

»Mi reverendísima y repugnante dueña me hizo colocar en su habitación, de suerte que tenía la ventaja de estar siempre en su presencia y de oírla hacer sus oraciones. Todo su tren y acompañamiento ordinario consistían en una sirvienta idiota, un gato, un perro y un viejo director de conciencia que la ayudaba caritativamente a hablar mal de su prójimo y a comerse su renta.

–Muy complaciente era el hombre –dijo la procuradora.

–Todos los de su profesión lo son en grado extraordinario –replicó el caballero–, sobre todo cuando les conviene serlo; éste no tuvo que arrepentirse de haberlo sido, porque la buena señora le dejó toda su herencia, en perjuicio de un hermano que no tenía una posición demasiado acomodada.

–¿Cómo? Esa desgraciada presumía de piedad ¿y cometió una injusticia tan escandalosa?

–¡Qué poco conocéis los privilegios de la devoción! –exclamó Cómodo–. Lo que sería inicuo para profanos como vos no lo es en modo alguno para los devotos. Han hecho un concordato con el cielo que les dispensa de obrar bien. Una acción cuya maldad repugnaría a la humanidad, entre gente corriente se vuelve, por su crédito, en acción digna de ser grabada en los fastos y propuesta como ejemplo al universo.

–¿Y cuál era vuestro empleo en esa casa? –preguntó el procurador.

–Servía para todo, salvo para lo esencial –respondió el caballero–, y nunca mi nombre de Cómodo me convino más que en ese sitio.

»El señor Ventru, así se llamaba el director espiritual, mascullaba por regla general su breviario encima de mí o descansaba en el mismo sitio su santa persona después de las comidas; y como el buen hombre tenía el defecto, lo mismo que sus semejantes, de comer con glotonería, daba rienda suelta a su vientre y me envenenaba todos los días con los vapores de una falsa digestión.

–¡Mala peste se lo lleve! –dijo el procurador tapándose con la mano la nariz.

–No era eso lo peor –continuó Cómodo–; la devota tomaba todos los días un remedio, y, como sabéis que nunca se prepara con tanta precisión que no se escape algo, yo tenía la mortificación de aspirar lo que ella no podía retener. Un día hasta llegué a pensar que me ahogaba por un error de la sirvienta: era ésta la encargada del cuidado de abrevar el trasero de la señora. La inocente mujer, que aquella vez tomó mal las proporciones, le escaldó el canal de la uretra y sus dependencias. La buena señora, poco habituada a ser inyectada en semejante parte, cerró las nalgas y la cánula salió despedida de manera que no me perdí ni una gota de la decocción.

– ¿Y qué le hicieron a la pobre Jeanne como expiación de semejante falta? –preguntó el procurador.

–Fue condenada a recibir veinte latigazos, sentencia que el señor Ventru se tomó la molestia de ejecutar al instante; y la tragedia tuvo lugar encima de mí. Reconociendo su crimen, Jeanne se tumbó de forma recatada y puso su trasero a merced del viejo director de conciencia, que, pese a su resignación, no le perdonó ni un latigazo.

–Estas gentes de iglesia no tienen piedad –dijo la procuradora.

– Es cierto –continuó Cómodo–, la dureza de corazón es un defecto que se les reprocha con justicia; pero en circunstancia semejante un hombre de mundo habría sido más tratable. Jeanne era joven y bonita, tenía una piel muy bella y estaba metida en carnes; tantos encantos halagaban demasiado la vista para no aprovechar los instantes en que estaba permitido admirarlos; y como eso sólo podía hacerse de manera decente con motivo de alguna pena infligida a la penitente, el bueno de Ventru no tenía prisa por acabar y contaba todos los golpes que propinaba con la misma lentitud que cualquier depravado, sacerdote o no, habría empleado en su lugar…

–¡Pobre niña! –dijo interrumpiéndole el procurador–, ¡cuánta paciencia debía de tener!

–¡Por todos los diablos! –replicó el caballero–, mucha más era la que debía yo tener. No bastaba que fuese constantemente infectado y ensuciado por los dos culos más infames de Francia, era víctima además de los animales de la casa. Teatro eterno de las peleas del perro y del gato, siempre había de sufrir sus desavenencias. El menor huesecillo que roer encendía entre ellos una guerra civil de la que yo heredaba de ordinario muchos arañazos y dentelladas. Incluso maese Minú, cuando estaba del mejor humor, afilaba tranquilamente sus ganchudas uñas sobre mi piel, y cada día me cortaba alguna parte del cuerpo. Y el señor es testigo de que yo estaba casi en jirones cuando la señora tuvo la amabilidad de despedirse de este mundo para ir al otro.

Capítulo XI

El canapé entra en casa del procurador y recobra allí su primera forma al cabo de diez años

–Hecho trizas y andrajoso como entonces estaba, sólo un filósofo o un hombre enemigo de la ostentación como vos podía cargar con un mueble tan malo como yo. Fuisteis lo bastante modesto para no considerarme indigno de adornar vuestro gabinete.

–¡Eh!, no estabais tan mal –dijo el procurador–; cuando mi sobrina terminó de arreglaros, estabais como nuevo.

–¡Por todos los diablos! –continuó el caballero–, estáis hablando de una joven de gran mérito; nunca he visto coser ni tricotar con tanta gracia. Confesad, amigo mío, que estabais algo enamorado y que os tomasteis algunas intimidades incestuosas con ella. ¿Os acordáis de un día que, encontrándola dormida encima de mí, deslizasteis una mano bajo su falda?

–¡Oh! –replicó él–, sólo era para ver si tenía cosquillas.

–Vuestro pasante –prosiguió Cómodo– tuvo la misma curiosidad una mañana que estabais en el palacio de Justicia; juro que creí que estaba aletargada.

–¡Cómo!, ¿llevó las cosas tan lejos como para…?

–¡Bonita pregunta! Hizo con ingenio y rapidez lo que vos teníais ganas de hacer, y sólo eso la despertó.

–¡Ah, la muy granuja! ¿Se puede tener un sueño tan pesado? Habría apostado mi cabeza por la sensatez de esa muchacha.

–Y no os habríais equivocado –replicó el caballero–; la señorita sobrina vuestra era una muchacha tan sensata como cualquier otra.

–¿Cómo?, ¿llamáis sensata a una muchacha que se entrega a un pillo de pasante?

–¡Eh!, ¿sabe uno lo que hace mientras duerme? Desde el momento en que la razón y el juicio no intervienen, todas las acciones son indiferentes; y vos sabéis que en sueños se cometen muchas extravagancias y es poco lo que se razona…

–¡Sea enhorabuena! –interrumpió el hombre de los pleitos–, es muy fácil pensar cosas extravagantes cuando uno está dormido; pero que se haga con niñas sin que se den cuenta, de eso sí que no me convencerá nadie.

–En realidad –respondió Cómodo–, no digo que vuestra sobrina no se haya dado cuenta de nada; pero la tarea estaba ya tan avanzada cuando se le ocurrió sentirla que habría sido ridículo querer ponerle un freno.

Apenas había cesado de hablar el caballero cuando llamaron a la puerta del gabinete. Eran varios invitados de la boda que, impacientes por no ver a los recién casados, les gastaban bromas a través de la cerradura y les soltaban mil ocurrencias vulgares sobre lo mucho que duraba su reunión a solas.

Como ya no tenía nada, o muy poco, que decir, y sólo había oído la jerga bárbara de los habituales de la casa del procurador, Cómodo quedó encantado de tener un pretexto tan excelente para callarse. Quería despedirse del señor y la señora; pero lo retuvieron a la fuerza, y tuvo que cenar con ellos. Se pretende incluso que la procuradora encontró el modo de introducirle en su cuarto, y que, mientras descansaba el buen marido, al que habían tenido la precaución de hacer tomar un brebaje soporífero, ambos velaron con gran contento el uno del otro.

Sin embargo, el caballero, que aspiraba a la felicidad de ver de nuevo sus lares como un picardo que tiene nostalgia de su tierra, se marchó pocos días después, a pesar de las lágrimas de la procuradora y las promesas que le hizo de casarse con él tan pronto como hubiera despachado a su nuevo marido.

El destino había decidido que retornase a sus primeros amores; y el hada Primaveral debía ser la recompensa de todas las penas que había sufrido por ella.

El célebre autor del Almanach de Liège[16], hombre digno de fe si los hubo, asegura que volvió a encontrarla fiel. Sea como fuere, Poltronina permitió su matrimonio, a condición, sin embargo, de que Cómodo reparase ampliamente, antes de cualquier otra cosa, la falta que habían causado sus desgracias. El paso era difícil; podía temerse que volviera a fallar. Primaveral, sabedora de que se precisa cierto hábito para cualquier clase de ejercicios (ignoraba, sin duda, que la procuradora le había enseñado), se apresuró a darle algunas lecciones; luego, tras haberle hecho tragar media docena de huevos frescos, con dos cucharadas de garus[17], lo llevó ante Poltronina.

La princesa había tenido la precaución de hacerse un doble lazo para sostener el peso inmenso de sus tetas, sospechando que la caída imprevista de una cantidad tan grande de atractivos podía haber provocado en el pasado la distracción por la que le había castigado tan rigurosamente.

Se había vestido de maravilla, con un peinado en papillón[18], cruz a lo devota y pendientes de oropel, vestido y falda de tafetán, volantes tornasolados, zapatos a la inglesa, miriñaque del Pont-au-Change[19], y tantas bellas cosas realzadas por dos grandes lunares postizos en las sienes con una pizca de bermellón.

Cómodo no pudo dejar de soltar una carcajada al verla así adornada. Por suerte, Su Alteza, que tenía muy buena opinión de sí misma, atribuyó ese movimiento de alegría al placer que Cómodo sentía de volver a verla. Finalmente, gracias al garus y a los huevos frescos, consiguió su perdón; y dos días después, una vez anunciada su boda con Primavera, Poltronina, para vincularlo a su casa, creó el cargo de cerbatanero mayor de la corona, con que le invistió debido a los extraordinarios talentos que había demostrado antaño para el noble ejercicio de la cerbatana.