MELODÍA ESTELAR

Fred Saberhagen

Abrirse paso a través de la oscura nebulosa Taynarus costó a los humanos tres naves de combate, y después de aquello recogieron las bajas de una batalla de tres días mientras sus fuerzas de abordaje se dirigían a Hell.

El comandante en jefe temió en todo momento que la computadora que dirigía a las «frenéticas» destruyera el lugar y a los invasores vivientes con él, en un Gotterdammerung final de cargas aniquiladoras. Pero tenía la esperanza de que los proyectores de ondas amortiguadas que llevaban sus hombres evitarían cualquier explosión nuclear. Envió hombres vivientes a bordo porque se creía que en Hell había prisioneros humanos vivos. Sus esperanzas estaban justificadas; o, al menos, por los motivos que fueran, no se produjo ninguna explosión nuclear.

Lo de los prisioneros no pudo confirmarse fácilmente. Ercul, el psicólogo cibernético que llegó después de la batalla para investigar, encontró allí seres humanos, ciertamente. Pero, hasta cierto punto. En parte. Órganos sueltos que funcionaban por así decirlo, interconectados con los no-humanos y los no-vivientes. La mayoría de los órganos eran cerebros humanos que habían sido desarrollados en cultivos mediante el uso de técnicas que las frenéticas debieron capturar con alguna de nuestras naves-hospital.

Nuestros laboratorios humanos desarrollan los cerebros de cultivo partiendo de semillas de tejido de embrión humano, los dejan crecer hasta que adquieren un tamaño adulto y entonces los disecan a medida que son necesarios. Un cirujano corta un lóbulo prefrontal, por ejemplo, y lo injerta en el cráneo de un hombre cuya parte correspondiente del cerebro ha sido destruida por alguna enfermedad o violencia. La materia del cerebro de cultivo sirve como matriz para la regeneración, y sobre ella puede reimprimirse la antigua personalidad. Los cerebros de cultivo, desarrollados en recipientes de cristal, sólo son humanos en potencia. Incluso un profano puede distinguir fácilmente uno de ellos de un cerebro normal por la visible ausencia de las más finas circunvoluciones superficiales. Los cerebros de cultivo no pueden ser humanos en el sentido de mantener mentes humanas sensibles. Para el desarrollo de un cerebro con personalidad son necesarias ciertas hormonas y otros complejos elementos químicos del entorno corporal, aparte de la necesidad de los estímulos de la experiencia, del continuo impacto de los sentidos.

De hecho, se requiere alguna fuerza sensorial para que el cerebro de cultivo se desarrolle incluso hasta una fase utilizable por el cirujano. Como fuerza sensorial suele emplearse la música.

Las frenéticas habían aprendido indudablemente a cultivar hígados, corazones y gónadas lo mismo que cerebros, pero lo único que de veras les interesaba era la capacidad pensante del hombre. Las frenéticas debieron quedar asombradas cuando su computadora reveló la capacidad de memoria y la facultad decisoria que la naturaleza había conseguido insertar en los pocos centenares de centímetros cúbicos del sistema nervioso humano.

A través de su prolongada guerra con los hombres, las frenéticas habían intentado incorporar cerebros humanos a sus propios circuitos.

Nunca lo habían logrado a su entera satisfacción, pero continuaban intentándolo.

Su centro de investigaciones se encontraba en Hell, en pleno corazón de la nebulosa Taynarus, que a su vez constituía el núcleo central de un triángulo formado por los sistemas Zity, Toxx y Yati. Los hombres habían sabido durante años lo que era Hell y dónde se encontraba, aproximadamente, antes de poder reunir las fuerzas suficientes en aquella parte de su sector de la galaxia para localizar el lugar y destruirlo.

—Certifico que este envase no contiene vida humana —dijo el psicólogo cibernético, Ercul, imprimiendo al mismo tiempo las palabras sobre la caja de glasita que tenía delante.

El ayudante de Ercul hizo una señal y el cosmonauta que trabajaba con ellos manipuló unos mandos y dejó que lo que había en la caja empezara a morir.

No se trataba de un cerebro de cultivo, sino de lo que en otro tiempo fue el sistema nervioso de un prisionero humano. Había sufrido grandes daños, no sólo al ser extraído del cuerpo al cual había pertenecido, sino también por haber sido conectado a una masa de mecanismos electrónicos. Por medio de algún programa de entrenamiento, probablemente una combinación de castigo y recompensa, las frenéticas habían enseñado a aquel cerebro a realizar ciertas operaciones de cálculo a una gran velocidad y con escasas probabilidades de error. Al parecer, cada vez que los cálculos quedaban completados, el mecanismo al que iba unido el cerebro había colocado de nuevo todas las fichas a cero, obligando al cerebro a repetir todas las operaciones. Ahora, el cerebro parecía incapaz de cualquier otra cosa que no fuese aquella monótona tarea; y si bien retenía una especie de vida humana, una posibilidad que Ercul no estaba dispuesto a admitir en voz alta, era una clase de vida que debía terminar lo antes posible.

—La caja siguiente —le dijo al cosmonauta.

Por desagradable que resultara, tenía que continuar con su tarea de tratar de distinguir los prisioneros rescatados —dos de ellos volverían a tener algún día aspecto humano—, de entre una colección de órganos más o menos funcionales.

Cuando dejaron la caja siguiente delante de él, Ercul tuvo un mal momento, malo incluso para aquel día, reconociendo algo de su propio trabajo.

La historia había empezado hacía más de un año-standard, en el planeta Zity, en un enorme vestíbulo que había sido adornado para un alegre acontecimiento.

—¿Eres feliz, cariño? —le preguntó Ordell Callison a su esposa, aprovechando un momento de calma para coger su mano y hablar con ella en medio del tumulto del banquete de boda.

Y no es que Ordell dudara de la felicidad de Eury; pero en aquel instante no se le ocurrió otra cosa.

—¡Oooh! ¡Sí, muy feliz!

En aquel momento, Eury estaba tan emocionada como él. Pero la verdad de sus palabras se reflejaba en sus ojos y en su voz, maravillosos como alguna canción que Ordell podía haber compuesto e interpretado.

Desde luego, a Ordell no le permitirían marcharse, ni siquiera para su luna de miel, sin que interpretara al menos una canción.

—¡Canta algo, Ordell! —gritó Hyman Bolf a través de la enorme mesa llena de invitados.

El famoso predicador de la multifé había llegado del sistema Yati para oficiar en la ceremonia nupcial. Al aterrizar, su nave particular había sufrido una pequeña avería: la lámpara de hidrógeno había estallado, y el reverendo salió de la cabina con los ojos irritados por el humo; pero, después de aquel mal presagio, todo había discurrido perfectamente durante el resto del día.

Otras voces se unieron inmediatamente a la petición.

—¡Canta, Ordell!

—¡Sí, tienes que cantar!

—Pero, se trata de mi propia boda, y no me encuentro en condiciones...

El griterío de los invitados apagó sus objeciones.

El hombre era músico, y en realidad se sentía tan feliz que pensó que podría estallar si no tenía ocasión de expresar su dicha. Se puso en pie, y uno de sus más fieles criados, que había previsto que Ordell cantaría, le entregó el instrumento que el propio Ordell había inventado. Dentro de una caja que Ordell podía colgarse al cuello como un acordeón, había un sistema de altavoz con numerosos registros accionados electrónicamente; sobre la lisa superficie de la caja había diez ranuras que se adaptaban exactamente a los diez dedos de Ordell. El la llamaba su «caja de música», por darle algún nombre. Los imitadores de Ordell tenían cajas de música de mayor tamaño y con más abundancia de registros; pero, sorprendentemente, pocas personas, incluso entre las muchachas de doce a veinte años, se molestaban en escuchar a los imitadores de Ordell.

De modo que Ordell Callison cantó en su propia boda, y su auditorio quedó fascinado por él, como siempre. Los críticos musicales más exigentes permanecían como extasiados en sus puestos de honor, en la cabecera de la mesa; los cultos y menos cultos ricachones de Zity, de Toxx y de Yati, algunos de los cuales habían llegado en sus naves de carreras particulares, y los huéspedes más vulgares, se sentían embriagados por la canción como por el mejor de los vinos. Y las adolescentes, las fans de Ordell que se apretujaban inevitablemente al otro lado de las puertas, se sentían poseídas por su música hasta el punto de desmayarse.

Un par de semanas después, Ordell, Eury y sus nuevos amigos de los últimos años, los años de éxito y de fácil riqueza, se encontraban en el espacio tripulando sus naves deportivas monoplazas jugando a lo que ellos llamaban «Tag». Esta vez, Ordell jugaba un poco a la inversa, eludiendo a las naves tripuladas por muchachas en vez de perseguirlas, de acuerdo con las reglas del juego.

Había estado buscando con la mirada la nave de Eury, experimentando cierta ansiedad al no descubrirla, cuando de repente surgió una nave tripulada por un muchacho con todas las señales de emergencia encendidas. Un minuto después todo el mundo había dejado de jugar. Las pantallas de todas las pequeñas naves reflejaron el rostro de Arty, el joven cuyo vehículo acababa de detenerse junto al de Ordell.

Arty estaba balbuciendo:

—Lo intenté Ordell...; no quería que ella sufriera algún daño...; se la han llevado...; no ha sido culpa mía...

Poco a poco, se aclaró la verdad de lo ocurrido. Arty había perseguido y alcanzado la nave de Eury, de acuerdo con las reglas del juego. Había unido su nave a la de Eury, subido a bordo de esta última y reclamado la recompensa habitual. Pero ahora Eury estaba casada; y estar casada significaba mucho para ella, lo mismo que para Ordell, que hoy se había dedicado a eludir a las muchachas. Los dos habían creído que todo el mundo se daría cuenta de que el mundo había cambiado desde que ellos se casaron.

Incapaz de convencer a Arty con argumentos verbales, Eury se había visto obligada a recurrir a la violencia para hacer valer sus derechos. Tratando de esquivar a Arty en la pequeña cabina, se había lastimado un pie. Arty insistió obstinadamente en reclamar su recompensa. Y sólo accedió a regresar a su propia nave en busca de un botiquín de primeros auxilios (Eury le juró que no llevaba botiquín a bordo) después de que ella le prometió que tendría lo que deseaba cuando volviera.

Pero cuando Arty estuvo en su nave, Eury puso en marcha su pequeño bólido y escapó. Y él la persiguió. La acorraló en un rincón, contra la frontera de la zona de seguridad, la cual estaba constantemente vigilada por naves de guerra automatizadas contra la posibilidad de incursiones de las frenéticas.

Para huir de Arty, Eury cruzó aquella frontera trazando una gran curva, sin duda pensando regresar a la zona de seguridad unas diez mil millas más allá.

Pero no regresó. Cuando su pequeño bólido volaba junto al borde exterior de la oscura Taynarus, la máquina frenética que había estado acechando allí saltó sobre él.

Desde luego, Ordell no oyó la historia en forma tan coherente, a medida que se desarrollaba el relato de los hechos; pero súbitamente su expresión se hizo salvaje y demencial. Arty se apartó, asustado, pero Ordell no le prestó la menor atención. Poniendo su bólido en marcha, voló a toda velocidad hacia el lugar por el cual había desaparecido su esposa. Cruzó la zona protegida por las patrullas (las cuales estaban instaladas para impedir la entrada a los intrusos, no para evitar que los locos salieran) y se adentró en una de las inmensas grietas que conducían al centro de Taynarus, en el laberinto donde naves y máquinas debían avanzar lentamente, y del que no había salido ningún humano viviente desde la fundación de Hell.

Unas horas más tarde, los centinelas exteriores de las frenéticas rodeaban su pequeña nave, exigiéndole la rendición con un lenguaje humano perfectamente aprendido. Ordell se limitó a aminorar la velocidad de su vehículo y empezó a cantar por el altavoz, apartando las manos de los controles de su nave para apoyar los dedos en las teclas de su caja de música. Sin gobierno, su nave se apartó del centro del pasillo navegable y fue a chocar contra la pared nebular, sufriendo las descargas de gas y de polvo de sus microcolisiones.

Pero antes de que el vehículo quedara destrozado, las frenéticas aullaron unas órdenes por radio y enviaron un grupo de máquinas al abordaje.

En los archivos de Hell figuraban algunos casos de locura, una de las formas más raras de comportamiento humano. Registraron el bólido en busca de armas, registraron a Ordell —permitiéndole conservar su caja de música después de haberla examinado minuciosamente—, y le entregaron como prisionero a la jurisdicción de los guardianes interiores.

Hell, una masa de metal reforzado de varias millas de diámetro, recibió a Ordell y a su nave a través de su entrada principal. Ordell se apeó del bólido y descubrió que podía respirar, y andar, y ver por dónde andaba. El entorno físico de Hell era suave y agradable, debido a que los prisioneros no sobrevivan largo tiempo, por regla general, y las computadoras de las frenéticas no deseaban imponerles sufrimientos innecesarios.

Los aparatos encargados de controlar las operaciones rutinarias en Hell eran parcialmente orgánicos, conteniendo cerebros de cultivo desarrollados a propósito y también algunos cerebros capturados y reeducados. Todos ellos eran ejemplos de los mejores logros de las frenéticas en sus intentos de desarrollar una cibernética al revés.

Antes de que Ordell diera una docena de pasos fue detenido e interrogado por uno de aquellos monstruos. Mezcla de acero y circuitos con carne de cultivo, llevaba en tres globos de cristal sus tres cerebros potencialmente humanos, con sus superficies demasiado lisas bañadas en elementos nutritivos y protegidas por una red de alambres tan finos como cabellos.

—¿Por qué has venido aquí? —le preguntó el monstruo, hablando a través de un diafragma instalado en la parte central de su «cuerpo».

Sólo en aquel momento el plan de Ordell adquirió una forma concreta. Un plan basado en el conocimiento de que en los laboratorios humanos se utilizaba la música para ajustar los cerebros de cultivo, y de que su propia música era tan superior para aquel propósito como lo era en todos los otros sentidos.

Al monstruo de tres cabezas se limitó a cantarle que había venido aquí simplemente para ver a su joven esposa: un accidente la había conducido, antes de tiempo, al final de su vida. Luego siguió cantando, implorando al poder que gobernaba aquel reino de terror que le concediera la vida de Eury. «Si me niegas esto —cantó—, no podré regresar sólo al mundo de los vivientes y nos tendrás aquí a los dos.» La música, que no había significado nada para los guardianes exteriores, máquinas impasibles, afectó en cambio a los guardianes interiores en lo que tenían de humano. El monstruo de los tres cerebros entregó a Ordell a otros guardianes, y cada uno de ellos respondió a la armonía de aquella nueva forma de belleza, que además trascendía lógica de sus elementos matemáticos.

Ordell se adentró cada vez más profundamente en Hell, y los guardianes no pudieron resistir. Su música vibraba débilmente a través de los montajes de las cajas de glasita, era captada por atormentadas células nerviosas a través de los cambios de inductancia emanados rítmicamente de la caja de música de Ordell. Cerebros que sólo habían sabido trabajar hasta el límite de sus potencialidades en cálculos inútiles... Cerebros que habían sido enloquecidos por el goteo de un milimicrovoltímetro introducido en una probeta... Todos oyeron su música, todos la «sintieron», cada uno de ellos con su propia capacidad de percepción.

Y todos reaccionaron.

Centenares de experimentos quedaron interrumpidos, cuando no definitivamente fallidos. Los supervisores, también ellos semicarnales, se desviaron del objetivo que tenían programado para llegar a la decisión de que la petición del prisionero era razonable y debía ser atendida.

El Control Supremo, pura computadora frenética, puro metal frío, completamente inmune a la extraña descentralización que se estaba produciendo en su laboratorio, descendió finalmente de su concentración sobre elevados planeamientos estratégicos para investigar. Y luego conectó de golpe toda su energía para recuperar el control sobre lo que estaba sucediendo en el corazón de Hell. Pero lo intentó en vano, al menos de momento. Había concedido demasiado poder a sus creaciones semivivientes; había confiado demasiado en sus propias posibilidades de condicionar al protoplasma, una materia tan versátil.

Ordell estaba de pie, debajo mismo de la computadora jefe, ante los dos cerebros potencialmente humanos que eran los superintendentes de Hell. Aquellos dos cerebros, al igual que todos los de categoría inferior, habían sido afectados por la música de Ordell; y ahora luchaban con todas las energías a su cargo contra la tentativa de su jefe de reafirmar su dominio. Levantaron relés magnéticos como fortalezas contra la computadora; lucharon para establecer una frontera a través del territorio de control.

—Puedes llevarte a tu esposa —dijo el portavoz de aquellos supervisores rebeldes, dirigiéndose a Ordell—. Pero no dejes de cantar, no te interrumpas para respirar durante más de un segundo hasta que estés a bordo de tu nave, lejos de las verjas más exteriores de Hell.

Ordell cantó, cantó su nueva alegría y la maravillosa esperanza que le estaban infundiendo.

Detrás de él se abrió una puerta, y se volvió para ver a Eury cruzándola. Cojeaba a causa de su lastimado pie, que no había recibido ninguna atención, pero Ordell pudo darse cuenta de que se encontraba realmente bien. Las máquinas no habían empezado aún a abrir su cabeza.

—¡No os detengáis! —ladró el supervisor—. ¡Adelante!

Eury gimió al ver a su marido y extendió sus brazos hacia él, pero Ordell sólo se atrevió a dirigirle un gesto con la cabeza para darle a entender que debía seguirle, sin dejar de cantar. Su canción era ahora un himno triunfal. Echó a andar a lo largo del angosto pasillo por el cual había llegado, avanzando en una dirección que hasta entonces nadie había seguido. El camino era tan estrecho que tuvo que mantenerse en cabeza mientras Eury le seguía. Tenía que evitar incluso el volver la cabeza para mirar a su esposa, a fin de poder concentrar el poder de su música sobre cada uno de los guardianes que surgían delante de él, semivivientes e inquisitivos; y cada uno de ellos abría otra puerta. Y Ordell podía oír detrás de él los sollozos de su esposa y sus pasos vacilantes a causa del lastimado pie.

—¡Ordell! ¡Ordell, cariño! ¿De veras eres tú? No puedo creerlo.

Delante de ellos, el último peligro, el centinela de tres cerebros de la verja exterior, se irguió para bloquear su camino, de acuerdo con su programa de evitar las fugas. Ordell cantó a la libertad de vivir en un cuerpo humano, al placer de correr sobre un césped bañado por el sol. El guardián se apartó a un lado para dejarles pasar.

—¡Cariño! ¡Vuélvete y mírame! ¡Dime que esto no es un truco de las frenéticas! ¡Por favor, cariño! Si me amas, vuélvete...

Volviéndose, Ordell vio a Eury claramente por primera vez desde que había entrado en Hell. Y el espectáculo de su belleza fue tan maravilloso que detuvo al tiempo, detuvo incluso a la canción en su garganta y a sus dedos sobre el teclado de la caja de música. Una momentánea interrupción de la extraña influencia que había pervertido a todos sus subordinados era lo único que el Control Supremo necesitaba para imponer de nuevo su dominio. El guardián de los tres cerebros arrancó a Eury de brazos de su marido y se la llevó a través de la oscuridad, con tanta rapidez que el último grito de despedida apenas alcanzó los oídos del hombre.

—Adiós... amor mío...

Ordell gritó y echó a correr detrás de ella, aporreando inútilmente una pesada puerta que se cerró ante su rostro. Permaneció pegado a la puerta largo rato, gritando y suplicando que le concedieran otra oportunidad para llevarse a su esposa. Volvió a cantar, pero el Control Supremo había previsto aquella posibilidad. Lo único que consiguió fue que los supervisores, si bien habían dejado de obedecerle, no le molestaran y le dejaran el camino franco para la huida.

Ordell vagó durante varios días alrededor de la verja, en su pequeña nave y fuera de ella, sin comer ni dormir, cantando inútilmente hasta que perdió la voz. Entonces se desmayó en el interior de su nave. Luego, él mismo, o tal vez su piloto automático, condujo a la nave hacia la libertad.

Las defensas de las frenéticas no se preocuparon por aquella pequeña nave que salía de Hell. Probablemente creyeron que se trataba de una de sus propias naves de exploración. Nadie había escapado nunca de Hell.

Al llegar al planeta Zity, sus representantes le acogieron como a un resucitado de entre los muertos. Al cabo de unos días tenía que dar un concierto, en una actuación programada desde hacía algún tiempo y para la cual se habían vendido ya todas las localidades. Un día más, y los promotores hubieran tenido que empezar a devolver el dinero.

Ordell no colaboró con los médicos que trabajaban para restablecer sus energías, pero tampoco se enfrentó con ellos. En cuanto recuperó la voz, empezó a cantar de nuevo; se pasaba la mayor parte del tiempo cantando, excepto cuando le drogaban para que durmiera. Y no le importó que le subieran a un escenario para cantar.

El local había sido invadido por diez mil adolescentes, más excitadas que nunca por la milagrosa reaparición de Ordell y por su aspecto fantasmal.

Durante las primeras canciones las muchachas permanecieron relativamente silenciosas, lo bastante silenciosas como para que pudiera oírse la voz de Ordell.

Luego... Bueno, una muchacha de entre las diez mil gritó en voz alta:

—¡Vuelve a ser nuestro!

Y aquellas cuatro palabras expresaron hasta qué punto se habían sentido defraudadas por su boda.

Envolviéndolas a todas en una mirada indiferente y casual, Ordell sonrió, en contra de su costumbre, y empezó a cantar lo mucho que las odiaba y aborrecía, viendo en ellas únicamente una irremediable fealdad.

Durante unos instantes, las corrientes de emoción en el inmenso local se equilibraron mutuamente para producir una impresión de calma. La voz de Ordell era clara. Pero luego estalló la tormenta de reacción, y ya no pudo ser oída. Los empleados, expertos en formar una barricada cuando actuaba Callison, fueron literalmente barridos por diez mil arpías enfurecidas, impulsadas por el odio y por el resentimiento.

La intervención de la policía apagó rápidamente el tumulto. Pero Ordell estaba ya casi muerto. La ayuda médica sólo llegó a tiempo de salvar la vida en los tejidos de su cerebro.

Al día siguiente, los médicos de Ordell llamaron al psicólogo cibernético a consulta. Estaban salvando lo que quedaba de la vida de Ordell Callison, pero no habían sido capaces de establecer un puente de comunicación con él.

Ercul, el psicólogo, hundió unas sondas directamente en el cerebro de Ordell, a fin de obtener aquella información. A continuación conectó los centros del lenguaje con un aparato cargado con registros de la propia voz de Ordell, de modo que las tonalidades que surgieran fuesen las mismas que en otro tiempo habían brotado de su garganta. Y —en respuesta a la primera petición del paciente—, los centros motrices que a habían controlado los dedos de Ordell fueron conectados por medio de sondas a una caja de música.

Inmediatamente después de eso, Ordell empezó a cantar.

Le llevaron al espaciopuerto. Con su sistema de tubos y conexiones eléctricas, le colocaron a bordo de su nave de carreras. Y con el piloto automático programado de acuerdo con sus instrucciones, le hicieron despegar, disparado a lo largo de la ruta que él mismo había escogido.

Ercul reconoció a Ordell y a Eury cuando los descubrió, juntos, en la misma caja experimental. Antes de que los electroencefalogramas se revelaran coincidentes con los que figuraban en sus archivos, el psicólogo reconoció su propio trabajo sobre el cerebro del cantante.

Lo que quedaba de ellos era muy poco.

—Sensaciones dolorosas sólo dos puntos por encima del nivel normal —cantó el ayudante del psicólogo, leyendo los datos rutinarios, sin sospechar la clase de dolor que estaba intentando juzgar—. Ninguno de los dos parece estar sufriendo. De momento, por lo menos.

Con una mano temblorosa, Ercul levantó su sello y marcó la caja.

Certifico que este envase no contiene vida humana.

El ayudante levantó la mirada, levemente sorprendido por aquella rápida decisión.

—Me atrevería a asegurar que entre esos dos sujetos existe algo de mutua comprensión. Como si se hubiesen conocido muy a fondo.

Su voz tenía un tono estrictamente profesional, casi alegre. Llevaba mucho tiempo dedicado a esta tarea y estaba empezando a acostumbrarse a ella.

Pero Ercul no se acostumbraría nunca.