III

Timor fue en busca de un calderero que tenía su taller cerca de los bosques. Los constructores de hornos llegaron en una aeronave tras recorrer cien millas, escucharon la proposición de Jacobi y sacudieron negativamente sus cabezas. Luego decidieron quedarse. Jacobi, luchando con la falta de una tecnología establecida que un astillero Guild le hubiese proporcionado, era paciente. Modificó y simplificó sus diseños para adaptarlos a las herramientas y capacidades asequibles, confiando en que podría alcanzar su objetivo sin sacrificar la seguridad. Tenía conciencia de los aspectos más sutiles del ejercicio. Dada la necesidad de un producto y la certeza de que podía ser fabricado, las técnicas para su producción crecerían como semillas en las mentes de los hombres. Si conseguía construir una planta para producir hidrógeno en Catenor, a otros les resultaría mucho más fácil construir plantas similares en el futuro.

Teniendo en cuenta la cantidad y pureza del hidrógeno que necesitaba, decidió construir dos plantas complementarias: una caldera de vapor para producir el hidrógeno, y un generador de gas para regenerar las capas férricas de la caldera.

Enfrascado en los problemas que planteaba tan ambiciosa aventura, en la que figuraba como proyectista, inventor, supervisor y fuente de casi todos los conocimientos que exigía, Jacobi trabajaba hasta el agotamiento. Con frecuencia dormía en su oficina de los astilleros entre los planos y herramientas, demasiado fatigado para andar hasta su alojamiento en Catenor. En tales condiciones casi olvidó a la morena Melanie, ya que no disponía de tiempo ni de energías para dedicarlas a lo que no fuera su trabajo. Después de muchos días de incesante actividad, Timor, temiendo por la salud de Jacobi, le ordenó que se tomara un descanso. Jacobi se marchó a su apartamento y durmió veinticuatro horas de un tirón.

Le despertó el perfume de unas rosas recién cortadas que lucían sobre la mesa y saltó rápidamente de la cama, dándose cuenta de que alguien le había visitado mientras dormía. Sin embargo, no encontró ninguna huella del intruso, salvo que las rosas marchitas que el día anterior estaban en el jarrón se encontraban ahora en el cubo de la basura. Después de asegurarse de que la puerta estaba cerrada, abrió su baúl y colocó el aparato de comunicación sobre la mesa. Cuando pulsó la tecla que lo ponía en marcha, por la ranura del fondo empezó a salir una tira de papel. Jacobi la cogió y leyó lo que aparecía impreso en ella:

—CONTROL DE ANNONAY A JACOBI — URGENTE — GUILD APRUEBA SUS PLENOS PODERES CONTRA LOS PIRATAS — INDISPENSABLE SUPERACIÓN DE CATENOR SEGÚN PLANES TRAZADOS — SITUACIÓN DE DESEQUILIBRIO CON ANNONAY SE HACE CRITICA — PUNTO FINAL.

Jacobi estuvo a punto de establecer contacto verbal con Annonay, pero cambió de idea. Incluso a la luz del día, otra capa de sombras parecía cerrarse alrededor de sus hombros, y se sintió súbitamente deprimido ante el peso de las obligaciones que gravitaban sobre él. En su interior, algo le apremiaba a conseguir una libertad personal que sabía que nunca podría alcanzar. La mercancía Guild era realmente peligrosa.

Unos pasos en la escalera que conducía a su ático le arrancaron de su ensueño. Guardó el aparato en el baúl antes de atreverse a abrir la puerta. Era Melanie, con besos, pasteles, pan y vino. Jacobi, recién levantado, no se había dado cuenta de lo intenso que era su apetito. Y más tarde, mientras el sol poniente manchaba de rojo el techo con su luz, Melanie y él se sentaron a comer.

Cuando Melanie se hubo marchado, Jacobi buscó la tira de papel con el mensaje de Annonay... y descubrió que había desaparecido. Comprendió que acababa de cometer un error, tal como Annonay le había advertido. Pero, incluso así, intuyó que su posición se había hecho más sólida. En efecto, ahora sabía que la curiosidad de Timor era tan insaciable como la pasión por el amor de su hija. Y que él podría utilizar ambos factores en beneficio del Guild o en su propio beneficio.

Habiéndose asegurado de que la construcción de la planta de hidrógenos se había iniciado con buen pie, Jacobi volvió su atención a la construcción de la nave. Esto no resultaba tan difícil, dado que la mayoría de las técnicas eran comunes con las que Timor utilizaba ya. Pero la tarea requería una serie de cálculos, ajenos al empirismo de Timor. También en los diseños había que introducir numerosas modificaciones de detalle. Jacobi insistió en que las anillas de hierro que iban fijadas alrededor de la barquilla fueran reemplazadas por piezas de cobre batido, para eliminar el posible peligro de las chispas eléctricas. Quería construir también una torre de amerizaje, pero renunció en principio a la idea porque, no disponiendo de motores, sabía que una vez fuera de la torre, por favorables que fuesen los vientos, ninguna nave podría regresar a aquel punto concreto para amerizar. Pero Timor no estuvo de acuerdo con la objeción y ordenó que se cortaran los abetos más altos del bosque para construir una plataforma de altura suficiente para que aterrizara en ella la nave.

La planta productora de coque fue la primera que funcionó. Timor estaba más interesado en el alquitrán que en el propio gas del carbón, pero Jacobi fabricó unos mecheros que proyectaban una luz más intensa que las antorchas utilizadas alrededor de los astilleros, y los obreros las adoptaron rápidamente. Entretanto, sus existencias de coque aumentaban satisfactoriamente.

Durante ese período hicieron su aparición los piratas. Jacobi estaba en los astilleros con Timor, explicándole cómo podía ser transportado el hidrógeno, en condiciones de seguridad, desde la caldera a la nave. Encima de ellos, un cielo opaco presagiaba una lluvia inminente. En los astilleros existía ya cierta aprensión. Esta era la época de las incursiones, y un cinturón de nubes bajas con vientos favorables eran condiciones ideales para los piratas del aire. Habían sido apostados ya vigías en las torres, y nadie se sorprendió al oír los cuernos y los gritos de «¡Piratas a la vista!».

Fieles a su estrategia típica, los piratas habían pasado de largo, volando a gran altura, y ahora regresaban con vientos propicios. Así podrían descender a voluntad, asegurar su botín y escapar de nuevo a las nubes con la seguridad que les proporcionaba el saber que cualquiera que se atreviera a perseguirles tendría que adentrarse en la peligrosa región montañosa que era el territorio de los piratas. Ninguna de las naves de Timor había regresado después de haber penetrado en aquella región.

Los vigías tenían una vista de águila, y Timor y Jacobi tuvieron que escrutar largamente el cielo para localizar los puntos identificados ya como naves piratas. Timor fue el primero en verlas y profirió una exclamación de enojo:

—¡Carroñas! —dijo—. Sólo tres, pero esta vez llevan motores. ¿Dónde está nuestra defensa contra eso?

La pregunta era retórica, y Jacobi no la contestó. Su mirada localizó los objetos e incluso a aquella distancia pudo comprobar que Timor estaba en lo cierto. En la parte posterior de cada barquilla había un abultado motor provisto de una hélice. La posibilidad de moverse a una velocidad ligeramente superior a la del viento, o de resistirlo, confería a aquellas naves una ventaja decisiva. Las naves de Timor, como todas las naves normales, podían controlar la ascensión y el descenso, pero en lo que respecta a la velocidad y a la dirección dependían por entero de los vientos.

Sin embargo, los piratas disponían de otra ventaja. Además de conferir un grado de control sobre la velocidad, los motores permitían también una limitada capacidad de maniobra. Lo estaban demostrando en aquel momento. Sus naves no seguían la dirección del viento sino que avanzaban oblicuamente a aquella dirección, a fin de que su curso les llevara lo más cerca posible de los astilleros. Para conseguirlo utilizaban quillas de lona montadas sobre un armazón debajo de la barquilla, lo cual, combinado con el impulso proporcionado por la hélice, les permitía escoger la dirección deseada, hasta cierto punto.

Jacobi pudo captar la rabia y el interés que experimentaba Timor a medida que las heterodoxas naves se acercaban a sus astilleros. Desde luego, no se trataba de una incursión propiamente dicha. Con sólo tres naves, transportando un puñado de hombres cada una de ellas, era absurdo creer que pensaban en aterrizar. Lo más probable era que se tratara de una expedición de reconocimiento, destinada a preparar una futura incursión. Cuando soplaran vientos favorables se presentarían con un centenar de naves, armados y en condiciones de llevarse todo lo que necesitaran o les apeteciera.

—Jacobi. —Timor se había acercado silenciosamente al Viajero, sin dejar de observar las naves piratas—. Si consiguiera apoderarme de uno de esos motores, ¿podrías hacerlo funcionar para mí?

—Sí. O copiarlo y construir más. Pero son demasiado pesados para tu tipo de viajes. Necesitarías demasiado gas para los mecheros a fin de mantener la estabilidad. Y eso limitaría tu autonomía de vuelo.

—Pero tu nave de hidrógeno podría transportar uno sin ver limitada su autonomía.

—¡Es cierto!

—Bien.

Timor había tomado una repentina decisión. Echó a correr a través de los talleres aullando órdenes a sus operarios. Al principio, Jacobi no comprendió su intención, pero súbitamente vio claro en el sentido de la conversación.

En cuatro puntos de los astilleros había otras tantas naves preparadas para remontarse, a la espera únicamente de un cambio de viento que las arrastrara al sudeste con cargamentos de cerdos para vender. Los gruñidos de los animales soltados precipitadamente en los patios y el intenso movimiento de hombres alrededor de las naves indicaban a las claras un cambio de plan. Los mecheros empezaron a arder con una clara luminosidad, mientras los operarios se afanaban preparando las naves para el vuelo. Cuando todo estuvo a punto, Timor les ordenó que esperasen mientras él observaba la velocidad y la dirección de las naves piratas, preocupado por no remontarse demasiado pronto y ser transportado por el viento más allá del campo de batalla.

Cuando se dio cuenta de lo que Timor pretendía, Jacobi se movió también. La oscura capa de nubes y la inminente lluvia le dieron una súbita inspiración. Corrió hacia el taller donde guardaba sus herramientas y sus efectos personales. En su maletín había una bolsa impermeable, cuidadosamente atada. Jacobi se la colgó al cinto y tomó también una pequeña arma en forma de tubo terminado en una empuñadura que se adaptaba a la palma de la mano. Luego se dirigió hacia el lugar donde se encontraban las naves de Timor, preparadas para despegar. Observando la posición de los piratas, escogió la nave que en su opinión sería la primera en interceptar a un globo enemigo y trepó a bordo.

Timor estaba en la barquilla y le vio subir. Enarcó las cejas y pareció a punto de gritar algo, pero ninguna palabra llegó a los oídos de Jacobi.

A una señal de Timor, las cuerdas fueron soltadas y las cuatro naves remontaron el vuelo al unísono, en una tentativa de interceptar y, si era posible, abordar a los piratas.

Pero la tentativa estaba condenada al fracaso desde el primer momento. El aire de los globos de Timor se había recalentado durante la espera, y las naves ascendían a una velocidad superior a la normal. Aunque los mecheros fueron apagados rápidamente, las naves de Timor alcanzaron la altura de las naves piratas demasiado pronto y continuaron ascendiendo. Algunos de los hombres de Timor llevaban ballestas, pero los pinchazos practicados en la tela de los globos piratas por los dardos de acero eran demasiado pequeños. Por otra parte, se encontraban a demasiada altitud y demasiado lejos para poder apuntar con posibilidades de éxito a los hombres que ocupaban las barquillas enemigas. Lo único que podían intentar era acercarse lo suficiente como para enganchar los aparejos enemigos con las cuerdas provistas de garfios.

Frenéticamente, las naves de Timor soltaron aire a fin de descender hasta el nivel de los piratas. Pero el proceso era lento, y las naves enemigas habían cambiado bruscamente de rumbo. Dado que Timor sólo podía controlar la altura y no la dirección de sus naves, la situación no tenía remedio. La nueva dirección de los piratas estaba calculada para ponerse fuera del alcance de los dardos y de los garfios lo antes posible y, al mismo tiempo, demostró la superioridad de los motores en el combate o en la defensa.

Jacobi se hizo cargo rápidamente de la nueva situación, pero no tardó en darse cuenta de que la nave pirata que volaba a la derecha de la formación enemiga y que avanzaba a una velocidad ligeramente superior a la del viento, seguía un curso levemente oblicuo y no tardaría en pasar razonablemente cerca y por debajo de la nave en que él se encontraba. Jacobi abrió su bolsa impermeable con un cuidado especial y luego empuñó el arma que había sacado de su maletín.

En la bolsa había unos pequeños dardos de metal. Tras doblar el arma por el centro, Jacobi introdujo en ella varios de aquellos dardos y volvió a cerrar el arma. A continuación apuntó al globo pirata, esperando su oportunidad. Durante unos minutos pareció que su plan quedaría en agua de borrajas. La nave sobre la cual estaba centrada su atención se desviaba rápidamente de su curso, y la pérdida de aire del globo en el cual volaba estaba reduciendo la diferencia de altura sin acercar más a las naves.

Finalmente calculó que las dos naves estaban a punto de alcanzar el mayor grado de aproximación posible. Levantando su arma, apuntó cuidadosamente al globo enemigo. Resonaron varios estampidos reveladores de que el arma había funcionado, aunque no podía saber si sus dardos habían dado en el blanco o se habían perdido en el aire. Jacobi volvió a cargar el arma y continuó disparando sus dardos. Por encima de las naves, el cielo estaba cada vez más oscuro, en tanto que debajo de ellas los bosques permanecían silenciosos y sombríos. Ahora, sólo el tiempo diría si sus proyectiles habían encontrado el blanco deseado.

Timor había contemplado con el mayor interés todas aquellas maniobras. Acercándose a Jacobi, cogió su arma y la examinó con gran curiosidad.

—Si las ballestas no pueden proporcionarme un motor, ¿qué posibilidades crees tener con esto? ¿O acaso sólo te interesaban los cuervos?

La última frase no era tanto una pregunta como una sugerencia para obtener más información.

Jacobi mantuvo su rostro inexpresivo.

—Conseguir un motor es tarea tuya, Timor. Que no se diga que un Maestro busca la ayuda de un mozalbete o de un llorón. E incluso los cuervos fueron más listos que yo.

Timor le dirigió una inquisitiva mirada. Aunque ahora se encontraban casi al mismo nivel que los globos de los piratas, las rutas divergentes de las dos formaciones los habían separado demasiado, incluso para un tiro de ballesta. Pero Jacobi continuó observando atentamente a su presa.

—Estás tramando algo —dijo Timor—. De no ser así, no hubieras venido.

—¿Yo? —inquirió Jacobi con fingida candidez.

—Sí, Jacobi. Tus planes incluyen algo más que la construcción de aeronaves.

—¿Tienes alguna queja de mí? ¿No cumplo satisfactoriamente las cláusulas del contrato?

—Demasiado satisfactoriamente. Has realizado más progresos en unas semanas que la mayoría de los hombres en toda una vida. Esto es lo que me hace sospechar. No se me escapa que todo lo que haces tiene al menos dos finalidades.

—¡Némesis se lleve la idea! ¿Hasta qué punto deseas apoderarte de ese motor?

—Si no puedo combatir a los piratas en el cielo, será mejor que deje de construir naves en Catenor.

—Eso es lo que pensé —dijo Jacobi—. Cuando los piratas se hayan alejado lo suficiente, dejarán de utilizar sus motores: tienen que ahorrar combustible y no derrocharlo en maniobras de corto alcance. Entonces se dejarán arrastrar por el viento convencidos de que no les perseguiremos hasta las montañas. Conserva tu altitud y no los pierdas de vista. Es posible que uno de ellos no vaya muy lejos.

—Comprendo —dijo Timor—. No me habían dicho que entre tus numerosos talentos figuraba también el de la adivinación.

—Nada de eso. Puedo conseguirlo con un poco de ayuda.

—¿En qué sentido?

—Reza para que llueva.