II
La carretera de King's Highbridge Gate terminaba en una planicie limpia y cuidada. A media milla de distancia vio una pequeña ciudad. Un pequeño cartel indicador la identificaba como Bellwether. Carmody se bajó de su automóvil y miró a su alrededor.
Aquella ciudad no estaba construida al modo tradicional de las ciudades norteamericanas, con adherencias de estaciones de servicio, tentáculos de puestos de hot-dogs, orlas de moteles y un caparazón protector de montones de desperdicios; se erguía bruscamente, al estilo de algunas ciudades italianas montadas sobre una colina, sin preámbulo físico: el cuerpo principal del pueblo se presentaba a sí mismo inmediatamente y sin previo aviso.
A Carmody, el detalle le pareció atractivo. Avanzó hacia la ciudad.
Bellwether tenía un aspecto cálido y abierto. Sus calles se extendían generosamente, y los amplios ventanales de las fachadas de sus almacenes daban una impresión de franqueza. A medida que se adentraba en el corazón de la ciudad, Carmody encontró otros motivos de deleite. De pronto se halló en una plaza, semejante a una plaza romana, aunque más pequeña; y en el centro de la plaza había una fuente, con la estatua de un muchacho que sostenía un delfín entre sus brazos; de la boca del delfín brotaba un chorro de agua clara.
—Espero que le guste —dijo una voz, por detrás del hombro izquierdo de Carmody.
—Es bonita —dijo Carmody.
—La construí y la puse ahí yo mismo —dijo la voz—. Me pareció que una fuente, a pesar de la antigüedad de su concepto, resulta estéticamente funcional. Y esta plaza, con sus bancos y sus umbrosos castaños, está copiada de un modelo boloñés. Repito que no me acompleja el temor de parecer anticuado. El verdadero artista utiliza lo que es necesario, lo mismo si tiene un millar de años que si tiene un solo segundo de vida.
—Estoy de acuerdo con usted —dijo Carmody—. Permítame que me presente a mí mismo. Soy Edward Carmody.
Se volvió, sonriendo.
Pero no había nadie detrás de su hombro izquierdo, ni tampoco de su hombro derecho. No había nadie en la plaza, absolutamente nadie a la vista.
—Perdóneme —dijo la voz—. No pretendía sobresaltarle. Creí que lo sabía usted.
—¿Qué es lo que tenía que saber? —inquirió Carmody.
—Acerca de mí.
—Bueno, no sé nada —dijo Carmody—. ¿Quién es usted, y desde dónde está hablando?
—Soy la voz de la ciudad —dijo la voz—. O, para decirlo de otro modo, soy la propia ciudad, Bellwether, la ciudad real y verdadera, hablándole a usted.
—¿Es eso un hecho? —dijo Carmody sardónicamente—. Sí —se respondió a sí mismo—, supongo que es un hecho. De acuerdo, es usted una ciudad. ¡Encantado!
Carmody se apartó de la fuente y echó a andar a través de la plaza como un hombre que ha conversado con ciudades todos los días de su vida y al que la cosa resulta un poco aburrida. Ascendió a lo largo de varias calles y paseó a lo largo de algunas avenidas. Miró los escaparates de las tiendas y observó las casas.
—¿Y bien? —inquirió la ciudad de Bellwether al cabo de unos instantes.
—Y bien, ¿qué? —respondió Carmody inmediatamente.
—¿Qué opina usted de mí?
—No está mal —dijo Carmody.
—¿No estoy mal? ¿Es eso lo único que se le ha podido ocurrir?
—Mire —dijo Carmody—, una ciudad es una ciudad. Cuando se ha visto una, puede decirse que se han visto todas.
—¡No es cierto! —replicó la ciudad, con una sombra de resentimiento—. Yo soy completamente distinta de las otras ciudades. Yo soy única.
—¿De veras? —inquirió Carmody en tono burlón—. A mis ojos, es usted un conglomerado de partes mal encajadas. Tiene una plaza italiana, un par de edificios de tipo griego, una hilera de casas estilo Tudor, un grupo de viviendas de viejo estilo neoyorquino, una salchichería californiana decorada como un remolcador y sabe Dios qué otras cosas. ¿Qué hay de único en todo eso?
—La combinación de esas formas en una entidad significativa es única —dijo la ciudad—. Esas formas antiguas no son anacronismos, ¿comprende? Son estilos representativos de modos de vivir, y como tales resultan adecuados en una máquina para vivir bien construida. ¿Tomaría usted un poco de café? ¿Tal vez un bocadillo o alguna fruta del tiempo?
—Acepto el café —dijo Carmody.
Dejó que Bellwether le guiara hasta un café al aire libre. Se llamaba O You Kid, y era una réplica de un saloon típico del siglo XIX. Con sus lámparas de Tiffany, los candelabros de cristal tallado y la pianola. Al igual que todo lo que Carmody había visto en la ciudad, el local estaba inmaculadamente limpio, pero sin gente.
—Una atmósfera agradable, ¿no cree? —inquirió Bellwether.
—Muy camp —respondió Carmody—. Si le gusta este tipo de cosas...
Una humeante taza de café descendía hasta su mesa sobre una bandeja de acero inoxidable. Carmody sorbió.
—¿Está bueno? —preguntó Bellwether.
—Sí, muy bueno.
—Estoy muy orgullosa de mi café —dijo la ciudad—. Y de mi cocina. ¿De veras no le apetece alguna cosa? ¿Una tortilla, quizás, o un soufflé?
—Nada —dijo Carmody, en tono firme. Se arrellanó en su asiento y añadió—: De modo que es usted una ciudad modelo, ¿eh?
—Sí, eso es lo que tengo el honor de ser —dijo Bellwether—. Soy la más reciente de todas las ciudades modelo; y, en mi opinión, la más satisfactoria. Fui concebida por un grupo de estudio de las Universidades de Yale y de Chicago, que estaban trabajando con una beca de Rockefeller. La mayoría de mis detalles prácticos fueron diseñados por el MIT, aunque algunas secciones especiales proceden de Princeton y de la Corporación RAND. Mi construcción fue un proyecto de la General Electric, y el dinero fue aportado por las Fundaciones Gord y Carnegie, así como por otras varias instituciones que no estoy autorizado a mencionar.
—Una historia muy interesante —dijo Carmody, con un odioso desinterés—. Eso que hay al otro lado de la calle es una catedral gótica, ¿no es cierto?
—Románico modificado —dijo la ciudad—. Está abierta a todos los credos, y tiene capacidad para trescientas personas, todas sentadas.
—No parecen muchas personas para un edificio de ese tamaño.
—Desde luego que no. Está ideado a propósito. Tenga usted en cuenta que mi idea fue la de combinar el pavor con la comodidad.
—¿Dónde están los habitantes de esta ciudad? —preguntó súbitamente Carmody.
—Se han marchado —dijo Bellwether melancólicamente—. Se han marchado todos.
—¿Por qué?
La ciudad permaneció silenciosa unos instantes y luego dijo:
—Se produjo una ruptura en las relaciones ciudad-comunidad. Un malentendido, en realidad. O tal vez debería decir una desdichada serie de malentendidos. Sospecho que los agitadores profesionales tuvieron algo que ver en el asunto.
—Pero, ¿qué ocurrió, exactamente?
—No lo sé —dijo la ciudad—. De veras que no lo sé. Un día se marcharon todos, sencillamente. Pero estoy convencida que volverán.
—Me extraña —dijo Carmody.
—Estoy convencida de ello —insistió la ciudad—. Pero, hablando de otra cosa, ¿por qué no se queda usted aquí, Mr. Carmody?
—En realidad, no he tenido tiempo de pensar en ello —respondió Carmody.
—¿Dónde podría encontrar otra ocasión como ésta? —dijo la ciudad—. ¡La ciudad más moderna del mundo a su entera disposición!
—La idea parece interesante —contestó Carmody.
—Por probar no perdería nada —insistió la ciudad.
—De acuerdo, creo que seguiré su consejo —dijo Carmody.
Estaba intrigado por la ciudad de Bellwether. Pero era también aprensivo. Deseaba saber exactamente por qué se habían marchado los anteriores habitantes de la ciudad.
Ante la insistencia de Bellwether, Carmody durmió aquella noche en la suite nupcial del Hotel King George V. Bellwether le sirvió el desayuno en la terraza e interpretó un brillante cuarteto de Haydn mientras Carmody comía. El aire matinal era delicioso. Si Bellwether no se lo hubiese dicho, Carmody no hubiera sospechado nunca que se trataba de aire reconstituido.
Cuando terminó, Carmody se arrellanó en su asiento y disfrutó de la vista del barrio occidental de Bellwether: una agradable mescolanza de pagodas chinas, pasarelas venecianas, canales japoneses, una verde colina birmana, un templo corintio, un estacionamiento californiano, una torre normanda y otras muchas rarezas.
—Desde aquí se divisa un espléndido panorama —le dijo a la ciudad.
—Me alegro mucho que lo aprecie —replicó Bellwether—. El problema del estilo fue discutido desde el día de mi principio. Un grupo era partidario de la consistencia: un conjunto armónico de formas... Pero hay muy pocas ciudades modelo que sean así. Resultan demasiado uniformes, entidades artificiales creadas por un hombre o por un comité, al revés de lo que ocurre con las verdaderas ciudades.
—Usted también es algo artificial, ¿no es cierto? —inquirió Carmody.
—¡Desde luego! Pero no pretendo ser otra cosa. No soy una «ciudad del futuro» falsificada, ni un burdo remedo de una ciudad florentina. Soy una verdadera «aglutinación». Se supone que resulto interesante y estimulante además de funcional y práctica.
—Bellwether, me gusta su aspecto —dijo Carmody, con repentina cordialidad—. ¿Todas las ciudades modelo hablan como usted?
—Desde luego que no. La mayoría de las ciudades, modelos o no modelos, no pronuncian nunca una palabra. Pero a sus habitantes no les gusta eso. Hace que la ciudad parezca demasiado enorme, demasiado dominante, demasiado implacable, demasiado impersonal. Por eso yo fui creada con una voz y con una conciencia artificial para guiarla.
—Comprendo —dijo Carmody.
—El caso es que mi conciencia artificial me personaliza, lo cual resulta muy importante en una época de despersonalización. Me capacita para poder contestar sinceramente. Me permite ser constructiva al atender las peticiones de mis ocupantes. Mis habitantes pueden razonar conmigo, y yo con ellos. Y, sobre la base de este diálogo continuo y sensato, podemos ayudarnos unos a otros a establecer un contorno urbano dinámico, flexible y realmente viable. Podemos modificarnos unos a otros sin ninguna pérdida significativa de individualidad.
—No está mal —dijo Carmody—. Exceptuando, desde luego, que no tiene usted a nadie aquí para dialogar.
—Este es el único fallo del esquema —admitió la ciudad—. Pero, de momento, le tengo a usted.
—Sí, me tiene a mí —dijo Carmody, y se preguntó por qué las palabras resonaban desagradablemente en sus oídos.
—Y, naturalmente, usted me tiene a mí —dijo la ciudad—. Es una relación recíproca, la única que vale la pena tener. Pero ahora, mi querido Carmody, creo que será mejor que le muestre cómo soy. A continuación podremos instalarle y normalizarle.
—¿Cómo dice?
—Creo que no me he expresado correctamente —se apresuró a decir la ciudad—. Ha sido una desafortunada expresión científica. Pero estoy segura que se hace usted cargo que en una relación recíproca se requiere el cumplimiento de unas obligaciones por parte de las dos entidades involucradas. De otro modo, las cosas no podrían marchar como es debido, ¿verdad?
—No, a menos que se tratara de una relación tipo laissez-faire.
—Nosotros estamos tratando de acabar con todo eso —dijo Bellwether—. El laissez-faire acaba por convertirse en una doctrina de las emociones, y conduce indefectiblemente a la anomia. Si tiene usted la amabilidad de seguirme...