I
—¿Qué es ese poema acerca de «cavernas inconmensurables para el hombre»? —preguntó Thomas Dixit.
El eco de su voz se perdió entre las cavernas, y la pregunta quedó sin respuesta. Peter Crawley, que caminaba un par de metros detrás de él, no dijo nada, perdido en sus propios ensueños.
Hacía más de un año que Dixit había sido encarcelado aquí. Y había aprovechado su tiempo libre en la zona de reajuste para venir a echar una última mirada a estos lugares antes que todo quedara definitivamente demolido. En aquellas grandes construcciones de hormigón se movían aún muchos hombres —en su mayor parte técnicos indios—, acarreando instrumentos. Los cables se arrastraban por todas partes; pero la desolación era principalmente un efecto de la constante abrasión que todas las superficies habían soportado. La gente había fluido aquí como el agua en una caverna subterránea; y su vida corporativa había fluido de un modo similar, oculta, olvidada.
Dixit estaba profundamente conmovido al pensar en toda aquella vida. Era de los pocos hombres que habían sobrevivido a ella.
Antiguos rencores se despertaron en él y se volvió para hablarle directamente a su compañero.
—¡Qué monumento al sufrimiento humano! Tendrían que dejarlo todo en pie, como recuerdo imperecedero de lo que ocurrió.
El hombre blanco dijo:
—El Gobierno de Delhi se niega a tomar en cuenta esa sugerencia. Comprendo su punto de vista, pero también me doy cuenta que esto sería una gran atracción turística.
—¡Atracción turística! ¿Es eso todo lo que significa para ti?
Crawley se echó a reír.
—Como siempre, eres demasiado impulsivo, Thomas. Yo tomo todo este asunto mucho menos a la ligera de lo que supones. Pero ocurre que el turismo me atrae más que el sufrimiento humano.
Caminaban uno al lado de otro. Nunca habían conseguido ponerse de acuerdo.
Las destartaladas fachadas de los inmuebles —ahora vacíos, otrora atestados de gente— se erguían a ambos lados, con las puertas abiertas como bocas de ancianos dormidos. Los espacios parecían enormes; las sombras y los ecos que pertenecían a aquellos espacios parecían prolongarse indefinidamente. Pero, antes..., apenas había existido espacio para respirar.
—Recuerdo lo que dijo tu camarada, el senador Byrnes —observó Crawley—. Puso de relieve las enseñanzas que el Este y el Oeste habían extraído de este experimento. Desde luego, los sociólogos trabajan todavía a base de sus hallazgos; y han elaborado ya algunas fórmulas sorprendentes para los grupos sociales. Pero la gente que vivió y murió aquí aspiraba al control de lo ultrapequeño, y en ese terreno es donde se han producido los mayores progresos. Habían aprendido ya a desarrollar energía de su propia materia genética. Otra generación, y podrían haber producido lo definitivo en el control automático de la población humana: anoestrus, en los cuales la excesiva proximidad de otros miembros de la especie conduce a la reabsorción de la materia embriónica en la hembra. Nuestros hombres de ciencia podrían haberles ayudado, y los especialistas en genética predijeron que dentro de diez años...
—Sí, sí, de acuerdo. El progreso es maravilloso. —Dixit sabía que se estaba mostrando descortés. Aquellas cosas eran importantes, de importancia revolucionaria para una Tierra atestada. Pero él hubiese preferido pasear solo por aquellos parajes.
Indudablemente, también la India había aprendido, tal como acababa de afirmar Peter Crawley. Ya que el hinduismo había sido sometido a prueba aquí, y había demostrado sus terribles fuerzas y debilidades. En aquellos laberintos, la gente no había claudicado en unas condiciones mortales..., ni había pensado en zafarse de su destino. Dharma —el deber— había sido más fuerte que la humanidad. Y esta revelación estaba cambiando ya la mentalidad y el destino de una sexta parte de la especie humana.
—El progreso es maravilloso —repitió Dixit—. Pero lo que se produjo aquí fue esencialmente una experiencia religiosa.
—Apuesto a que no opinabas así cuando te enviamos aquí, hace un año —replicó Crawley.
¿Qué había sentido entonces? Dixit se detuvo y alzó la mirada hacia la lobreguez de las escaleras. Lo único que acudió a él fue el recuerdo de aquella espantosa corriente de vida y de la gente que había formado parte de ella, cuyos breves años se habían evaporado en aquellas cavernas, cuyos pies habían hollado interminablemente aquellas madrigueras...