I

Carmody no había planeado nunca abandonar Nueva York. El hecho que lo hiciera resulta inexplicable. Nacido en la ciudad, se había acostumbrado paulatinamente a los pequeños inconvenientes de la vida metropolitana. Su cómodo apartamento, situado en el piso 290 de las Torres Levitfrack, en la Calle Noventa y Nueve Oeste, se hallaba acondicionado con los habituales elementos «Nave espacial». Las ventanas de doble panel estaban protegidas con plexiglás indestructible, y los conductos de ventilación funcionaban a través de un sistema de filtración que se cerraba automáticamente cuando el índice de Polución de Atmósfera Combinada alcanzaba la cifra de 999,8 de la escala de Con Ed. Ciertamente, su sistema de recirculación de aire oxígeno-nitrógeno era antiguo, pero digno de confianza. Sus células de purificación del agua eran también antiguas, y además ineficaces; pero esto carecía de importancia, ya que nadie bebía agua.

El ruido era una molestia continua, de la que no se podía escapar. Pero Carmody sabía que no existía ningún remedio para el problema, puesto que se había perdido el antiguo arte de la construcción a prueba de ruidos. El buen ciudadano estaba obligado a escuchar las discusiones, la música y los gargarismos de sus vecinos. Y siempre le quedaba la posibilidad de aliviar su tortura produciendo por su cuenta ruidos similares.

Acudir al trabajo todos los días entrañaba ciertos peligros; pero éstos eran más aparentes que reales. Los protestones de siempre disparaban parapetados en los tejados de los edificios, y de cuando en cuando se cargaban a un imprudente pueblerino. Pero, por regla general, su puntería era detestable. Además, la aceptación por casi todo el mundo de la armadura personal ligera había reducido al mínimo los riesgos, y la rígida ley estatal prohibiendo la tenencia de cañones había ayudado a arreglar las cosas.

De modo que no puede aducirse ningún motivo de peso que justifique la repentina decisión de Carmody de abandonar la que estaba considerada como la aglomeración megapolitana más excitante del mundo. Se atribuye a un impulso vagabundo, a una fantasía pastoril o a una extraña perversión. El hecho incontrovertible es que, un buen día, Carmody abrió su ejemplar del Daily Times-News y vio el anuncio de una ciudad modelo en Nueva Jersey.

«Venga a vivir a Bellwether, la ciudad ideal», proclamaba el anuncio. Y seguía una lista de utópicas pretensiones que no es necesario reproducir aquí.

—¡Huh! —murmuró Carmody, y continuó leyendo.

Bellwether se encontraba a una distancia razonable. Sólo había que cruzar el túnel Ulysses S. Grant en la calle 43, enfilar la subcarretera Hoboken Shunt hasta el cruce de la Interestatal Palisades, continuar durante 3,2 millas por el ramal que conducía a la General n.° 5, seguirla durante 6,1 millas hasta la carretera de acceso al Garden State (provisional), hasta salir a la Salida 1731A, y luego recorrer otro par de millas.

—Esto está hecho —dijo Carmody—. Tengo que ir allí.

Y fue.