III
Carmody siguió a Bellwether y pudo comprobar las excelencias de la ciudad. Visitó la fábrica de energía, el centro de filtración de agua, el parque industrial y la sección de industrias ligeras. Vio el parque infantil y la residencia para ancianos. Paseó a través de un museo y de una galería de arte, una sala de conciertos y un teatro, un campo de golf, una sala de billares y un cinematógrafo. Se sintió cansado y deseó reposar. Pero la ciudad deseaba mostrársele en todos sus aspectos, y Carmody tuvo que contemplar el edificio de cinco pisos del American Express, la sinagoga portuguesa, la estatua de Buckminster Fuller, la estación de servicio Greyhound y otras varias atracciones.
Todo tiene un final. Y Carmody llegó a la conclusión que la belleza estaba en los ojos del que la contempla, a excepción de una pequeña parte que estaba en sus pies.
—¿Le apetece almorzar ahora? —preguntó la ciudad.
—Con mucho gusto —asintió Carmody.
Fue guiado hasta un elegante Café Rochambeau, donde empezó con un potage au petit pois y terminó con petits fours.
—¿Qué me dice de un buen Brie para terminar? —preguntó la ciudad.
—No, gracias —dijo Carmody—. Estoy harto. Demasiado harto, en realidad.
—Pero el queso no carga el estómago. ¿Un poco de Camembert?
—No podría con él.
—Tal vez un poco de fruta escogida. Es muy refrescante para el paladar.
—Lo que necesita refrescarse no es mi paladar, precisamente —dijo Carmody.
—Al menos una manzana, una pera y un racimo de uva.
—No, gracias.
—¿Un par de cerezas?
—¡No, no, no!
—Una comida no resulta completa sin un poco de fruta —insistió la ciudad.
—La mía lo ha sido.
—Hay vitaminas muy importantes que sólo se encuentran en la fruta fresca.
—La tendré que pasar sin ellas.
—Tal vez media naranja... ¿Quiere que se la monde? Los cítricos sólo tienen pulpa.
—No podría con ella.
—¿Ni siquiera la cuarta parte de una naranja? Yo misma le quitaré las pepitas.
—Decididamente, no.
—Me sentiría mucho mejor si comiera algo de fruta —dijo la ciudad—. Una comida no resulta completa sin un poco de fruta.
—¡No! ¡No! ¡No!
—De acuerdo, no se excite —dijo la ciudad—. Si no le gusta la clase de comida que sirvo, es cuenta suya.
—¡No he dicho que no me guste!
—Entonces, si le gusta, ¿por qué no come un poco de fruta?
—¡Basta! —exclamó Carmody—. Deme un par de granos de uva.
—Que conste que no le obligo a comer a la fuerza.
—No, no me obliga usted. Deme un par de granos de uva, por favor.
—¿Está usted completamente seguro que los quiere?
—¡Démelos! —gritó Carmody.
—Siendo así... —dijo la ciudad, y sacó un espléndido racimo de uva moscatel.
Carmody se comió todas las uvas. Estaban muy buenas.
—Perdone —dijo la ciudad—. ¿Qué está usted haciendo?
Carmody se incorporó y abrió los ojos.
—Estaba haciendo una pequeña siesta —dijo—. ¿Hay algo de malo en ello?
—¿Qué puede haber de malo en una cosa tan natural como ésa? —dijo la ciudad.
—Gracias —dijo Carmody, y volvió a cerrar los ojos.
—Pero, ¿por qué una siesta en una silla? —inquirió la ciudad.
—Porque estoy en una silla, y me he quedado medio dormido.
—Va usted a pillar una tortícolis —le advirtió la ciudad.
—No importa —murmuró Carmody, sin abrir los ojos.
—¿Por qué no duerme la siesta en un lugar apropiado? ¿En un sofá, por ejemplo?
—Estoy muy cómodo aquí.
—No está usted realmente cómodo —puntualizó la ciudad—. La anatomía humana no está diseñada para dormir sentado.
—Para mi anatomía, eso no es ningún inconveniente —dijo Carmody.
—Tiene que serlo. ¿Por qué no prueba el sofá?
—La silla está bien.
—Pero el sofá está mejor. Pruébelo, Carmody, por favor. ¿Carmody?
—¿Eh? ¿Qué pasa? —inquirió Carmody, abriendo los ojos.
—El sofá. Yo opino que debería usted descansar en el sofá.
—¡De acuerdo! —dijo Carmody, poniéndose trabajosamente en pie—. ¿Dónde está el sofá?
Bellwether le guió fuera del restaurante, doblaron la esquina de la calle y entraron en un edificio en cuya fachada había un gran letrero: La Buena Siesta. En la tienda había media docena de sofás. Carmody se dirigió al más próximo.
—No, ése no —dijo la ciudad—. Sus muelles no son buenos.
—No importa —dijo Carmody—. Dormiré encogido.
—Y le entrarán calambres.
—¡Diablos! —exclamó Carmody, poniéndose en pie—. ¿Qué sofá me recomienda usted?
—El que está a la derecha de usted —dijo la ciudad—. Es realmente regio, el mejor de todos. Ha sido diseñado científicamente. Los muelles...
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Carmody, tumbándose en el sofá en cuestión.
—¿Quiere oír un poco de música sedante?
—No se moleste.
—Como quiera. Apagaré las luces.
—Estupendo.
—¿Quiere una manta? Yo controlo la temperatura del local, desde luego, pero los durmientes padecen a menudo una sensación subjetiva de frío.
—¡No importa! ¡Déjeme en paz!
—De acuerdo —dijo la ciudad—. No estoy haciendo todo esto por mí, ¿sabe? Personalmente, nunca duermo.
—De acuerdo, lo siento —dijo Carmody.
Se produjo un largo silencio. Luego, Carmody se incorporó.
—¿Qué pasa? —preguntó la ciudad.
—Ahora no puedo dormir —dijo Carmody.
—Trate de cerrar los ojos y de relajar conscientemente todos los músculos de su cuerpo, empezando por el dedo pulgar del pie y subiendo paulatinamente...
—¡No puedo dormir! —gritó Carmody.
—Tal vez no estaba usted demasiado soñoliento —sugirió la ciudad—. Pero al menos podría cerrar los ojos y procurarse un ligero descanso. ¿Quiere hacerlo por mí?
—¡No! —replicó Carmody—. No tengo sueño y no necesito descansar.
—¡Testarudo! —dijo la ciudad—. Haga lo que quiera. Puesto que no quiere aceptar mi consejo...
Carmody se puso en pie y salió rápidamente de La Buena Siesta.