I

La luz resbala sobre las aguas; cintas doradas cruzan la arrugada espalda del agua. En el pálido despertar del sol, la silueteada V de un ave hiende el cielo con un grito. El océano espumea mientras sus labios chupan el borde de la playa. La arena pellizca mi espalda como una miríada de estrellas moviéndose a lo largo de mi espinazo. El sol asoma de puntillas por debajo de las nubes atezadas y del cielo manchado de vino. Para nosotros. La luz se prende en los cabellos de Pryn y en sus ojos verdes con reflejos dorados. Estoy satisfecho.

Lujurioso, me transmite ella.

—¿Qué? —digo, acentuando la presión de mi brazo alrededor de la cintura de Pryn.

Ya me has oído, susurra ella. Tu lascivia encendería a un elefante.

Me echo a reír, porque es lo único que puede hacerse cuando un telépata le pilla a uno.

—Podrías decirme que apartara el brazo de tu cintura —sugiero.

Pryn sonríe y aprieta un poco más su hombro contra mi costado.

Me gusta, y aunque no me gustara, eres demasiado fuerte para discutir contigo. Me gustas, aunque seas un Mayor inglés.

Gruño sin convicción y la beso.

—Tú serás el cerebro y yo el músculo.

Con mi mano libre palpo el pequeño anillo de oro y me pregunto cómo pedirle que se case conmigo. Entretanto, la muchacha, que se ha doctorado en biología marina a los veintidós años, reclina su cabeza contra mi hombro con un suspiro de satisfacción.

Para un hombre licenciado en Literatura Inglesa supongo que debería resultar fácil encontrar las palabras adecuadas a una situación semejante; pero, tumbado en la playa, con el sol brillando en el cielo y una muchacha encantadora a su lado, uno olvida las palabras.

—Silencio —digo.

Noto el cuerpo de Pryn más cerca del mío y cierro los ojos, mientras el sol arrastra su brillante manto a través de las aguas.

Mientras descendemos la escalera que conduce al laboratorio, sujeto la mano de Pryn, oyendo a los Chicos que chapotean alegremente en su tanque. Nunca acabo de acostumbrarme al estremecimiento del contacto. Y no es que no haya cogido de la mano a otras muchachas. Pryn necesita el contacto físico para permitir una exacta comunicación y, entretanto, todo el dulce calor que hay en ella llena en silencio mi alma hasta que sus palabras fluyen como fuego líquido a lo largo de mi espina dorsal.

—¿Qué vamos a hacer hoy? —le pregunto a Pryn.

Ella se para en la escalera.

Ya comprendo por qué te llamas Deucalion.

Aprieto su mano.

—Me llamo Duke. —Y en medio de la explosión de fuego que significa risa, inquiero—: De acuerdo, ¿por qué?

Porque siempre eres tan curioso como Prometeo, tu antepasado. Me da unos golpecitos en la cabeza. Pero el pensar hay que dejarlo para las personas que poseen un título universitario.

La agarro por su frágil cintura y la levanto en el aire, mientras ella patalea débilmente, protestando.

—Algún día te convertirás en la señora de Duke Selchey. ¿Qué vas a hacer entonces?

Educarte, cavazanjas.

La dejo en el suelo, y ella desliza un brazo a través del mío.

Y cambiarte legalmente el nombre.

Cuando entramos en la habitación con los técnicos entregados a sus tareas, el osciloscopio arruga su verde rostro mientras el altavoz carraspea.

«Caricia-amor, hombre, mujer, afirmación.»

Ese es el modo de decir hola de los Chicos. Ollie y Ossie, los nombres de pila de los Chicos, pueden pronunciar alrededor de diez palabras, y combinándolas amplían su vocabulario. «Caricia-amor» es lo que mejor traduce el lazo ambiguo de mutuo peligro, alimentación, nacimiento, muerte y procreación que existe entre nosotros. Resulta muy ambiguo, pero ni siquiera sabrían eso si no fuera por Pryn y su telepatía.

—Chicos, acercaos un momento, ¿queréis? —llama Noe desde el pasillo que bordea el tanque.

Miro al hombre, alto, la tripa asomando por encima del cinturón de sus shorts. Sus gruesas gafas se le escurren nariz abajo como un malévolo insecto de dos patas. Pero es el padre de nuestra pequeña familia y el patriarca de todos los que llegan al Instituto. Noe es una buena persona, si no se le toma en serio. Por ejemplo, Noe insiste en que Pryn y yo somos los Chicos, a pesar de que el resto del Instituto aplica ese nombre a Ollie y Ossie. Pero, siendo Noe el patriarca del Instituto, padre potestativo, aceptamos su estribillo de hombre blanco. Al fin y al cabo, todos los del Instituto somos chicos de Selchey.

Noe y mi padre se parecían mucho físicamente. Eso es lo que Noe recuerda, y supongo que tiene razón. Mi propio recuerdo de John Gunnar está atenuado por el tiempo y por varios centenares de pies de agua. Permanece como una alegre risa, brotando debajo de un par de gruesas gafas que brillaban como lunas gemelas. Supongo que Noe me trata del mismo modo que me hubiera tratado mi padre: expresando torpemente un afecto anticientífico en términos científicos.

—¿Adonde ibais, Chicos? —pregunta Noe.

—A nadar un poco, Tío Noe —sonríe Pryn.

—Estupendo, porque quiero decirles a los delfines que dentro de unos momentos vamos a descender a las profundidades —dice Noe.

Pryn se despoja de sus sandalias y de su bata del laboratorio. Su traje de baño la hace aparecer esbelta y delicada. Yo la imito con más dignidad, aunque Pryn pretende que soy un patán.

Me introduzco en el agua en busca de los Chicos. Alguien me empuja fuertemente por detrás, y agito los brazos como un feo pajarraco para recuperar el equilibrio. Agito mi puño en dirección a Ossie, el macho de los Chicos, que se limita a proferir aquel estridente chillido que puede ser una risa o un cloqueo de simpatía. No puedo pronunciarme, con aquella eterna sonrisa colgando en su rostro.

Pryn nada junto a Ossie, colocando una mano sobre su cabeza para transmitirle las órdenes de Noe. Contemplo a Pryn y admiro sus esbeltas curvas recortadas por la luz de la ventana que se abre en la parte delantera del tanque. Ollie se acerca a mí y palmeo afectuosamente su costado.

Con el tiempo, uno llega a adoptar una actitud paternal hacia los Chicos.

Cuando Pryn ha terminado, le da una última palmadita a Ossie y me hace una seña. Nado hacia ella y juntos ascendemos a la superficie para encararnos con Noe, que está agachado en el pasillo, sobre el tanque.

—Poneos los trajes, Chicos. Quiero tener tanta luz del día como sea posible —dice Noe.

En el vestuario, tiemblo ligeramente mientras el húmedo traje se pega a mi cuerpo como una raya palpitante. Me desagrada la idea de meterme en el agua en un lugar donde no puedo ver el suelo, y volver a la Ciudad, la progenitura de todas mis fobias, no representa ningún alivio.

Recuerdo aquel día que destrozó mi vida y me dejó colgando de un hilo. No tenía más que trece años cuando California se desprendió del continente para volver a poblarse de peces. Sé que estábamos haciendo una gran campaña afirmando que éramos el número uno en población, y tal vez algún dios de la fecundidad se sintió desairado ante la falta de crédito. No podría decirlo. Lo único que sé es que todo se vino abajo cuando llegó la Inundación.