V

Al salir del edificio, Dixit se dirigió directamente hacia la imponente torre que albergaba al Entorno Total. Brillaba el sol, y la calzada de hormigón ardía bajo los pies. El sol era la única cosa buena que tenía la India, pensó: aquel sol resplandeciente y cálido, el verdadero gobernante de la India, al margen de los pequeños tiranos que pudieran dominarla temporalmente.

El sol ardía sobre la torre; pero no brillaba dentro de ella.

Los convencionales contornos de la torre aparecían enmascarados por tuberías, conductos y astiles que discurrían de un lado a otro por su parte exterior. Era un edificio construido para ser contemplado desde fuera, no para observar desde su interior. Hacía mucho tiempo, en los años malos, las imágenes del Entorno Total aparecían todas las noches en los televisores de todo el mundo; pero la cosa había ido cambiando a medida que se deterioraban las condiciones en el interior del Entorno, y la opinión pública de las democracias que subvencionaban el grandioso experimento se rebeló contra la explotación de material humano.

Junto a las paredes de la torre se alzaba una estación de control. Desde allí se mantenía una vigilancia continua sobre el interior. Dos guardianes escoltaron a Dixit hasta la base de la torre. Antes de entrar en el ascensor le rociaron generosamente con germicidas, para asegurarse que penetraba en el Entorno sin ser portador de microorganismos peligrosos.

El ascensor le subió hasta el bloque superior; el plan había sido elaborado hacía ya algún tiempo. El ascensor estaba equipado con dobles puertas de acero. Cuando se detuvo, se abrió un circuito y una pantalla le mostró a Dixit lo que estaba ocurriendo al otro lado de las puertas. Salió por una abertura que simulaba ser una instalación de acondicionamiento de aire, detrás de una amplia columna. Se encontraba en los dominios de Patel.

El peso horrible de un hacinamiento humano golpeó a Dixit de lleno con su ruido y su hedor. Se sentó en la base de la columna y dejó que sus sentidos se adaptaran al ambiente. Y pensó que se habían equivocado al enviarle aquí; los sufrimientos de la Humanidad siempre le habían inspirado una gran compasión; no podría ser imparcial; procuraría que aquel terrible experimento se interrumpiera.

Se hallaba en un extremo de un largo balcón al cual se abrían numerosas puertas; una rampa descendía hasta el otro extremo. Todas las puertas estaban abiertas, aunque algunas de ellas aparecían tapadas con alfombras. La mayoría de las puertas habían sido arrancadas para ser utilizadas como tabiques a lo largo del propio balcón, que albergaba a varias familias. Predominaban los niños, y sus voces y gritos destacaban por encima de todos los otros ruidos. Mirando por encima de la barandilla del balcón, Dixit contempló la espantosa escena de multitudes que hormigueaban, el anonimato de la congestión. Sentir pena por la Humanidad no equivalía a amar su prodigalidad. Dixit había contemplado aquel panorama muchas veces a través del sistema de control y detección; conocía las impresionantes cifras: 1.500 personas al iniciarse el experimento, 75.000 personas ahora, la mayoría de ellas menores de cuatro años. Pero las cifras eran pálidas abstracciones al lado de la realidad que pretendían representar.

Los chiquillos entraron finalmente en acción arrojándole barro y otras porquerías. Dixit avanzó lentamente, procurando imitar a los hombres que le rodeaban, las facciones rígidas, los codos pegados a las costillas. Mutatis mutandis, era la actitud inhibida de Crawley. Incluso los niños corrían por entre las piernas de sus mayores en aquella actitud defensiva.

En cuanto hubo abandonado el refugio de su columna se vio envuelto por una corriente de seres parloteantes que se movían con mucha lentitud.

Entre la multitud había vendedores ambulantes, y otros vendedores, desde sus puestos en los balcones, pregonaban su mercancía. Dixit trató de disimular su curiosidad. A través del sistema de control y detección no había podido distinguir claramente las mercancías que se ofrecían a la venta. Aquí estaban los extraños modelos que habían despertado su atención cuando fue nombrado para tomar parte en el proyecto IIDUE. Un hombre de patillas rojizas, que probablemente no tenía más de trece años, pero que aquí era un veterano, andaba pegado a Dixit. Éste se le quedó mirando, asaltado por la súbita sospecha que él le estaba espiando, y el hombre desapareció rápidamente entre la multitud; y, para ocultar su rostro, Dixit se volvió hacia el vendedor más cercano.

Al cabo de unos instantes estaba examinando ávidamente las mercancías, olvidando lo vulnerable de su situación.

Todos los modelos eran sumamente pequeños. Dixit lo atribuyó a la escasez de materiales: equivocadamente, como tuvo ocasión de comprobar más tarde. El modelo de mayor tamaño que exhibía el vendedor no tenía más de cinco centímetros de altura. Estaba confeccionado con una gran diversidad de materiales, con predominio de muchas clases de plásticos. Algunos modelos eran sencillos, en forma de elaborados tughras o monogramas; otros, por lo que podía verse de ellos a través de sus intersticios, parecían poseer otra dimensión: todos resultaban sumamente atractivos.

El comerciante apremió a Dixit para que comprara algo. Se refirió a los modelos más elaborados como a «objetos-vitales». Dándose cuenta que uno de ellos atraía de un modo especial a su cliente en potencia, lo levantó delicadamente entre sus dedos y lo sostuvo en alto, un milagro de la artesanía, asombroso, outre, proporcionando a Dixit tanta pena como placer.

El comerciante indicó el precio.

Aunque Dixit llevaba bastante dinero encima, sacudió la cabeza.

—Demasiado caro —dijo.

—Vea, jefe, le enseñaré cómo funciona este objeto-vital.

El hombre rebuscó debajo de su sucia túnica y sacó una pequeña caja de plata, perforada. Abriéndola con mucho cuidado, sacó de ella una carcoma viva y la deslizó por debajo de un intersticio del modelo. El insecto, al agitarse, activó una diminuta rueda; el interior del modelo empezó a girar.

—Este objeto-vital perteneció a un hombre muy religioso, jefe.

En su fascinación, Dixit inquirió:

—¿Todos tienen movimiento?

—No, jefe, sólo los especiales. Este fue un modelo perfecto de Dalcush Bancholi, el mejor de los artesanos del Bloque Tercero, que trabajaba únicamente con materiales de primerísima calidad. Tengo otro todavía mejor, qué funciona con un piojo, si quiere verlo.

Por reflejo, Dixit dijo:

—Tus precios son demasiado elevados.

Se absolvió a sí mismo del argumento esgrimido, deslizándose por entre la multitud, mientras, detrás de él, el comerciante le llamaba a gritos. Otros comerciantes le llamaron, intuyendo el interés que le inspiraban sus mercancías. Vio algunos trabajos muy bellos, todos miniaturizados, y no sólo objetos-vitales, sino también asombrosos relojes con manecillas que señalaban las milésimas de segundo; en algunos casos, la manecilla que marcaba las milésimas de segundo era la de mayor tamaño; en algunos, la manecilla que marcaba la hora no aparecía, o se complementaba con otra manecilla que marcaba el día; y los relojes asumían formas extraordinarias, tetrahexaedros y otras todavía más complicadas, hasta que su formato se confundía con el de los objetos-vitales.

Dixit pensó que la industria relojera satisface la necesidad humana de ejercitar la habilidad y la exactitud, y al mismo tiempo requiere un mínimo de materiales. Los artesanos del Entorno Total eran los mejores del mundo. Inclinado sobre un curioso reloj que cambiaba de color, intuyó súbitamente la proximidad de un peligro. Mirando por encima de su hombro, vio al individuo de las patillas rojizas que estaba a punto de golpearle. Dixit se ladeó, pero no consiguió eludir el golpe. Alcanzado en un lado del cuello, se tambaleó y cayó al suelo.