II

Catenor era una ciudad limpia y agradable, como la mayoría de ciudades en las que se utilizaba el gas metano como combustible de las aeronaves. Esto se debía, en gran parte, a que el sistema de producción de gas pagaba a buen precio los residuos orgánicos susceptibles de descomposición.

Los astilleros se encontraban a una milla de la ciudad, y la carretera entre la ciudad y los astilleros estaba bordeada de cámaras subterráneas en las cuales se almacenaban las basuras y todos los desperdicios de las casas de labor y de las granjas. De aquellas cámaras extraía Timor el gas para utilizarlo o venderlo y, a cambio de su aportación, los campesinos recibían los abonos que mantenían el suelo tan feraz en tantas millas a la redonda.

Cerca de los astilleros, un río pequeño pero muy caudaloso hacía girar las hélices que proporcionaban energía a los talleres de Timor. Allí, el gas era tratado y comprimido por medio de potentes ingenios atmosféricos, pero éstos no eran visibles desde la carretera. Una vez tratado, el gas era introducido a presión en las esferas que alimentaban los mecheros de las aeronaves. En los últimos ataques de los piratas, el repuesto de esferas había sido uno de sus principales objetivos; los piratas codiciaban el valioso gas, y no les gustaba dejar intacto detrás de ellos lo que no podían llevarse. Por este motivo, Timor guardaba sus existencias de gas muy bien protegidas detrás de una fuerte empalizada. Jacobi observó todo aquello mientras andaba por la carretera en dirección a los astilleros. Su mirada crítica analizaba todos y cada uno de los aspectos de las instalaciones de Timor. De un modo casi empírico, Timor construía en sus astilleros unas aeronaves cuya durabilidad y alcance eran la envidia de muchos que estaban mejor dotados técnicamente. Sólo la enorme influencia de los Guild había conseguido construir unas naves superiores a las de Timor, y ahora Timor trataba de equilibrar la balanza importando el conocimiento y la ciencia Guild para unirlos a su propia habilidad y experiencia. Pero era una importación que prometía ser más provechosa incluso de lo que Timor había esperado.

Jacobi sabía que al término de su contrato en Catenor el jadeo de los ingenios atmosféricos sería reemplazado por el silbido de los ingenios a vapor de alta presión, y que la turbina a vapor no tardaría en ser descubierta. Tal vez, con las técnicas y las ideas que dejaría detrás de él, alguien en Catenor empezaría incluso a experimentar con los conceptos poco conocidos de una extraña fuerza llamada electricidad. Y aquellas cosas serían incidentales a su aportación a los métodos de construcción de aeronaves.

Hacía menos de una hora que había amanecido y el aire conservaba aún el frescor nocturno, pero en los astilleros reinaba ya una gran actividad. Las forjas de los herreros chispeaban con el pulso regular de los fuelles, y el martillo y el yunque tintineaban un coro que tenía de todo menos melodía. En el taller de hilatura, los cantos de las mujeres revelaban el satisfactorio progreso en la confección de cuerdas y aparejos. Sólo el taller de costura mantenía su acostumbrado silencio, mientras las costureras de ojos agudos daban millares de puntadas diminutas para formar las costuras de los tableros de tela con los cuales se confeccionaban los enormes globos.

Timor estaba en su oficina. Jacobi llamó a la puerta con los nudillos y entró, algo vacilante después de su primera entrevista con el Maestro. Fiel a su reputación, Timor fue directamente al grano, sin andarse con rodeos.

—¿Es cierto, Jacobi, que en Annonay los astilleros de los Guild están construyendo aeronaves que no necesitan mecheros?

Jacobi asintió.

—Es verdad. Están llenas de un gas llamado hidrógeno, el cual es más ligero que el aire. No hay que calentarlo.

—¿Más ligero que el aire? —Timor pareció dispuesto a discutir la afirmación. Pero cambió de idea y extendió las manos—. Si tú lo dices, tiene que ser verdad. Dime, ¿pueden esas naves flotar indefinidamente sin necesidad de combustible?

—Tanto como indefinidamente... Pierden un poco de gas, el cual tiene que ser reemplazado.

—Comprendo. —Timor meditó unos instantes—. Entonces, una nave que no necesita combustible para flotar tiene una autonomía de vuelo casi ilimitada, y a un costo muy bajo...

—Desde luego.

—Pero, si poseen todas esas ventajas, ¿por qué no vemos más naves de ésas?

—Las veremos algún día, cuando hayamos aprendido a construirlas y a manejarlas mejor. Por el momento, resultan peligrosas y difíciles de controlar. Debido a su poco peso, las maniobras para el descenso y para la ascensión son más complicadas que en una nave normal.

—Una nave muy rara —comentó Timor con aire pensativo—. ¿Podríamos construir una en Catenor?

—Si tienes carbón, constructores de hornos y caldereros, sí. Dispones ya de todo lo demás que se necesita.

—¿Y tú nos enseñarás a hacerlo?

—Mi conocimiento es tuyo, Timor. Pero no menosprecies ni las dificultades ni los peligros de la aventura.

—Dificultades y peligros forman parte de nuestra industria —dijo Timor—. Pero lo tendré en cuenta. Constrúyeme una nave de hidrógeno como las que construyen en Annonay. Cuando esté terminada, dispongo de algunos de los mejores hombres de las Nubes. Con su habilidad y tus conocimientos, aprenderemos a domarla. Si esas naves son capaces de hacer lo que tú describes, algún día una nave de Catenor dará la vuelta al mundo.

Jacobi sonrió.

—Una noble ambición, Maestro.

—Sí. Pero no imposible. Al parecer, los antiguos solían hacerlo.

—Eso dicen las leyendas.

—¿Leyendas? —En los ojos de Timor apareció una expresión de reto—. He oído decir que en Annonay las hazañas de los antiguos eran algo más que leyendas.

Jacobi se encogió de hombros.

—Se cuentan muchas cosas de los dioses y de los antiguos. Por mi parte, prefiero dedicar mi tiempo a estudiar la ciencia de las aeronaves.

—¿De veras? —inquirió Timor en tono de incredulidad—. Tu reputación dice otra cosa. Se te atribuyen grandes conocimientos de la ciencia de los antiguos. Personalmente, opino que las aeronaves son un simple ejercicio de aplicación.

Jacobi miró a Timor a los ojos.

—Una opinión muy arriesgada, Maestro.

—Pero cierta, ¿eh? No, no te preocupes. Todo lo que ocurra entre estas paredes es cuenta nuestra, exclusivamente. Pero, si vamos a trabajar juntos, es preferible que nos comprendamos el uno al otro plenamente.

—Creo que ya nos comprendemos el uno al otro, Maestro. Pero me interesa saber una cosa: ¿de dónde has sacado la idea?

—Simple deducción. Los Viajeros del Guild vienen siempre a enseñar: nunca a aprender. De modo que, ¿quién enseña a los Guild? ¿De dónde proceden todos sus conocimientos?

—Eso debes preguntárselo a los ancianos Guild.

—Ya lo hice, pero se mostraron más reticentes incluso que tú. ¡Némesis se los lleve! De modo que extraje mis propias conclusiones. Sospecho que tienen algún oráculo, algún medio para acceder a los conocimientos de los antiguos.

—Suponiendo que eso fuera cierto —dijo Jacobi—, ¿qué diferencia habría?

Timor extendió sus manos expresivamente.

—El conocimiento es poder, Jacobi. Y teniendo acceso a esa clase de conocimientos, los Guild llegarían a ser la mayor potencia del mundo.

—Pero no lo son —dijo Jacobi, sonriendo.

—No parecen serlo. Y éste es el misterio. Los Guild tienen influencia, sí, pero lo único que hacen, aparentemente, es enseñar el arte de construir aeronaves.

—Lo cual tiende a desvirtuar tu teoría.

—No, —Los astutos ojos de Timor escrutaron minuciosamente el rostro de Jacobi—. No. Más bien me hace creer que tienen alguna razón muy poderosa para obrar de ese modo. Me gustaría mucho conocer esa razón. De manera que si quieres conservar el secreto, Jacobi, desde ahora te advierto que no te descuides ni un solo instante. Porque no soy el único que sostiene esa teoría, y algunos no vacilarían en llegar mucho más lejos que yo para encontrar la respuesta.

El enorme baúl que constituía la pieza central de sus pertenencias estaba forrado exteriormente de cuero curtido, muy recio, brillante tras años de pulimentado y encerado. La cerradura, una rara muestra de la habilidad de un artesano excepcional, aparecía ligeramente mellada por la tentativa que para abrirla llevó a cabo un audaz ladrón. Pero a Jacobi no le preocupaba lo más mínimo la posibilidad de una tentativa de robo. Debajo del cuero y de la madera de encina, había una lámina de un acero especial, y la propia cerradura era producto de otra época y estaba fuera del alcance de las herramientas y de la habilidad mecánica existentes en Catenor.

Había buscado deliberadamente alojamiento en la ciudad, lejos de los astilleros y de la residencia que acostumbraban proporcionar. Los dioses habían favorecido su búsqueda, y había alquilado un ático, cómodamente amueblado, que cubría toda la superficie del inmueble. Los amplios ventanales admitían abundante luz durante el día, y a través de ellos se divisaba un hermoso paisaje campestre. Allí podría gozar de aislamiento, sin ser observado por nadie.

Jacobi se aseguró de que había cerrado la puerta, abrió el baúl, sacó un aparato y lo depositó sobre la mesa. Pulsó una tecla y acercó los labios al aparato.

—Jacobi llamando a Control de Annonay —dijo. Se produjo un breve silencio antes de que el aparato contestara.

—Control de Annonay al habla. —La voz iba acompañada de un fondo torrencial, semejante al sonido de las olas al resbalar sobre una playa—. Le escucho, Jacobi. ¿Cómo van las cosas?

—Bien —dijo Jacobi—. Tal como suponíamos, Timor sospecha de los Guild, aunque no tiene la menor idea de lo que están haciendo. Afortunadamente, su curiosidad le hace muy receptivo a las ideas nuevas. Sugiero que debemos absorber a Catenor con toda la rapidez posible.

—De acuerdo —dijo la voz del Control de Annonay—. Hemos progresado con demasiada lentitud en Catenor y en el oeste, y con demasiada rapidez en Annonay. La discrepancia empieza a hacerse evidente. Se ha hablado incluso de trasladar los astilleros fuera de Annonay para ralentizar un poco las cosas.

—Suponía que podríamos llegar a eso —dijo Jacobi—. Por mucho cuidado que se ponga en guardar un secreto, siempre transpira algo. Catenor sería un buen lugar para un nuevo astillero Guild, si consigo acabar con las incursiones de los piratas.

—¿Es un problema grave?

—Hasta ahora, no, pero amenaza con serlo. Al parecer, los piratas disponen ahora de algunas aeronaves de motor, y si saben utilizar esa ventaja pueden acabar con Catenor antes de que yo ponga en marcha las cosas.

—Me ocuparé de ese asunto. Dudo de que los ancianos aprueben una acción directa contra los piratas, pero probablemente le concederán a usted plenos poderes para que maneje la situación del modo que resulte más favorable para Catenor.

—Los plenos poderes son lo único que necesito —dijo Jacobi—. Volveré a llamar más tarde.

—De acuerdo. Plantearé la cuestión a los ancianos y trataré de que adopten una rápida decisión. Y, Jacobi...

—¿Sí?

—Prométame una cosa. La tarea que le espera es muy ardua, y no podemos permitirnos ninguna complicación. Deje en paz a las mujeres.

—¡No quiera Némesis que toque una! —dijo Jacobi.

—Eso no es una respuesta, y usted lo sabe. Algún día, Jacobi, va usted a enfrentar una mujer con los principios Guild. Y ese día cometerá usted un error. Pero con el tipo de mercancía que estamos manejando, no podemos cometer errores. La gente ha incendiado el mundo por muchísimo menos.

Jacobi desconectó el aparato, pero lo contempló pensativamente largo rato antes de volver a introducirlo en el baúl. Su compacta pesadez se adivinaba por los bloques de cristal y cerámica de su interior: circuitos monolíticos plenamente integrados y en estado sólido, y el inagotable generador semiconductor basado en el efecto de Seebeck. Técnicas de la era de los milagros. Sin embargo, para Jacobi el aparato no era un anacronismo ni un futurismo. No era más que una de aquellas porciones de vida aceptadas que, exceptuando los círculos Guild, debían permanecer para siempre en la sombra. Y Jacobi tenía conciencia de que las sombras se cerraban más estrechamente a su alrededor cada día.

Finalmente, cerró el baúl y encendió la lámpara de petróleo, ya que la oscuridad era cada vez más intensa. Alguien le había dejado unas rosas en un jarrón sobre la mesa, y el perfume, inadvertido hasta entonces, le hizo pensar en labios, y en vino, y en una muchacha llamada Melanie... Melanie, con una cabellera nocturna y una fabulosa capacidad para hacer el amor. Lentamente, las sombras se espesaron. Y, de pronto, obedeciendo a un súbito impulso, Jacobi decidió abandonar la habitación en busca de vida y de luz.

En la calle principal había una taberna donde los sonidos de alegre expresión superaban la capacidad del local para mantenerlos confinados. La luz, las risas y la música fluían a través de puertas y ventanas en una marea amistosa que se extendía por la calzada y que atrajo irresistiblemente sus pies. Al entrar, se topó con el conductor de la carreta que le había recibido al llegar a Catenor. El individuo le acogió cordialmente, encargó dos jarras de cerveza y arrastró a Jacobi a un rincón, con aires de conspirador.

—Eres un tipo raro, Jacobi. Antes de llegar tenías una excelente reputación, ¿sabes? Pero ahora la tienes mejor... o peor, según como se mire.

Y palmeó la espalda de Jacobi, con una risotada.

—Sabes más que yo —dijo Jacobi, en guardia—. Bebí más de la cuenta. ¿Qué fue lo que hice?

—No hay muchos hombres en Catenor capaces de tocar a la hija de Timur..., aunque ella les diera la oportunidad de hacerlo, cosa que no haría.

—¿La hija de Timor? ¿Quieres decir que esa chica, Melanie, es hija de Timor?

—¿Acaso no lo sabes? Por lo visto, Timor no te ha echado hoy la vista encima, ya que en caso contrario no te quedaría ninguna duda.

—He pasado la mayor parte del día con él —dijo Jacobi—. Pero no me ha dicho una sola palabra. Tal vez lo ignora.

Su interlocutor enarcó las cejas.

—No ocurre nada en Catenor que Timor ignore. Acepta un buen consejo, amigo. Ándate con pies de plomo. Timor y su hija son de la misma madera. Ninguno de los dos daría nada si no esperase recibir mucho más a cambio. Pregúntate a ti mismo, Jacobi, qué es lo que esperan obtener de ti.

Jacobi se unió al jolgorio general, en tanto que una parte más seria de su mente trataba de analizar la situación. Olvidó sus anteriores sentimientos de orgullo, porque ahora se daba cuenta de que la conquista había sido demasiado fácil. La noche anterior, Melanie había sido el cazador y Jacobi el cazado... y Timor no había dicho una sola palabra. ¿O sí? Jacobi recordó los astutos ojos de Timor sobre su rostro y la voz que decía: «... y algunos llegarían mucho más lejos que yo para encontrar la respuesta».

Pero, ¿cuánto esperaba obtener Timor a cambio de su hija?