I

Más cerca del suelo ahora, los sonidos del campo y los sonidos del bosque ascendían hasta él con la increíble claridad que nunca había dejado de asombrarle, a pesar de que no era un novato en el aire. Soplaba una brisa muy leve, y nada perturbaba la fidelidad de los gritos animales y del canto de las aves que llegaban hasta donde él navegaba.

La zona no era rica, pero la estimó bien abastecida, y esto representaba una fortuna en aquellos tiempos. Habiendo cruzado las paupérrimas tierras del norte, y los pozos de escoria y fisuras negras que separaban las llanuras, estaba en condiciones de apreciar la verde feracidad y la sensación de vida abundante y próspera en el suelo, debajo de él. Y en el lejano horizonte, la gran cadena dentada de montañas, cayendo hacia el mar, explicaba por qué Timor, el Constructor de Nubes, había escogido este rincón del mundo para instalar sus astilleros. Aparte de los dirigibles de Timor, no había otro medio para entrar o salir de la región. Ningún otro medio, a menos que se fuera lo bastante osado o lo suficiente estúpido para enfrentarse con los riesgos del mar.

La perspectiva resultó más bien agradable para Jacobi. El sol estaba muy alto pero no demasiado cálido para la deficiente toldilla del globo. El aire era fresco y vigorizante, con una claridad cristalina que resultaba balsámica para los ojos y los pulmones. Más allá de lo que cabía esperar en términos razonables, la ligera brisa le conducía hacia su destino con tanta seguridad como si él mismo hubiese trazado su ruta. Este era un buen día para las aves y para los que iban a bordo de las naves fabricadas por los Constructores de Nubes.

Había pan y carne salada en su bolsa. En el saco había vino, de sabor áspero y dulzón al mismo tiempo. Jacobi se preparó un refrigerio. Por encima de él, el único mechero ardía con una uniformidad azul apenas visible a la intensa claridad del sol. Debajo, la sombra del globo se deslizaba sobre las copas de los árboles como dedos de Afrodita, con una intangible caricia. Jacobi tuvo la impresión de que Catenor iba a gustarle.

Aunque perdía altura lentamente, no hizo ninguna tentativa para ajustar el mechero. En primer lugar, quedaba poco gas en las esferas después del largo viaje, y Jacobi tenía el instinto de conservación propio de un hombre de las nubes. Y en segundo lugar, la creciente incidencia de tierras cultivadas sobre los bosques sugería que se encontraba cerca de su destino. De acuerdo con sus cálculos, su actual curso debía llevarle lo bastante cerca de los astilleros como para ser divisado por el vigía. Buscó atentamente la señal de humo que indicaría que había sido avistado y le señalaría el momento más oportuno para aterrizar. Pero los vientos favorables que soplaron desde su salida de Annonay le habían llevado a su destino unos días antes de lo que razonablemente cabía esperar, y no habría ningún vigía apostado, a menos que se esperase el regreso de alguna nave local.

De modo que Jacobi vio la ciudad de Catenor dos millas a su derecha, y había apagado ya su mechero, antes de que la columna de humo se alzara para darle la bienvenida. Escogiendo un campo completamente libre de árboles, Jacobi empezó a preparar su descenso. Manipuló en las cuerdas que controlaban las grandes válvulas de cuero situadas en la parte superior del globo, soltando parte del aire caliente que le transportaba, pero conservando el suficiente para aminorar el impacto del aterrizaje.

Con unas condiciones casi perfectas y el favor de los dioses, el globo se posó suavemente sobre el suelo. Jacobi abrió del todo las válvulas. La brisa arrastró perezosamente el globo mientras se deshinchaba. La tela estaba cuidadosamente plegada cuando llegaron las carretas.

—¡Bien venido a Catenor! —El hombre que conducía la carreta que iba en cabeza extendió una mano nudosa—. No te esperábamos tan pronto.

—Los dioses se han mostrado propicios —explicó Jacobi—. El viaje desde Annonay ha durado tres días menos de lo que había previsto.

La segunda carreta se adelantó para cargar la tela, la barquilla y el equipo auxiliar.

—¿Cómo está Lyons? —inquirió el conductor de la primera carreta.

—Próspero, pero turbulento. Como siempre, desde luego. ¿Conoces Lyons?

—Hice el aprendizaje allí antes de venir a Catenor.

—¡Ah! Eso explica que nuestros hombres manejen una nave estilo Guild. ¿No echas de menos aquello?

—No —el hombre se pasó los dedos por los cortos cabellos—. Lyons no es malo, pero no tiene las posibilidades de Catenor. El único problema que tenemos aquí son las incursiones aéreas.

—¿Incursiones aéreas?

—Sí, piratas que llegan de más allá de las montañas. Atacan las aldeas una o dos veces al año, en busca de ganado, de cereales o de cualquier cosa que les apetezca. Las últimas veces llegaron incluso a los arrabales de Catenor. Ahora tenemos nuestra propia milicia, pero no puede estar en todos los sitios al mismo tiempo. Cuando llega al escenario de un ataque, los piratas han desaparecido ya con su botín.

—Mal asunto —dijo Jacobi—. ¿Qué clase de naves utilizan?

—Una variada colección de ellas, capturadas por toda Europa. Unas buenas, otras malas, aunque corre el rumor de que ahora disponen de algunas de motor.

—¿De motor? —inquirió Jacobi, interesado—. He oído hablar de ellas. En los Urales hay un constructor que adapta motores a sus naves. Pero su enorme peso anula la mayor parte de las ventajas.

Los hombres de Catenor habían terminado de cargar el globo. Jacobi montó en la primera carreta y los pacientes caballos volvieron a la vida.

Cuando emprendieron la marcha, Jacobi divisó varias columnas de humo que se alzaban de los campos alrededor de Catenor. Interrogó a su compañero con la mirada.

—¡Oh! ¿Eso? —dijo el conductor, con aire divertido—. Están encendiendo las fogatas para asar los bueyes del banquete. Esta noche serás el huésped de honor de la ciudad. Será un festín digno de recordar.

—Me siento muy halagado —dijo Jacobi—. ¿Siempre acogen así a los viajeros?

Su compañero se echó a reír.

—No siempre. Pero primero tengo que entregarte a Timor. Si quieres un consejo, no te doblegues ante él. Respeta a los hombres que conocen sus propias mentes y su propia valía. No tiene tiempo ni compasión para los tontos. Es un hombre duro, pero también el mejor constructor que hayas conocido.

—Eso me han dicho.

—Y, con tu ayuda, algún día construiremos en Catenor mejores naves que cualquiera de las que Annonay puede ofrecer.

El rostro de Timor estaba hecho de cuero, el cual se agrietaba para dejar ver una voluntad de hierro debajo. Tomó los documentos de Jacobi y examinó cuidadosamente los sellos antes de añadir el suyo. A continuación, Jacobi ofreció su daga, como exigían las normas Guild. En el rostro de Timor apareció súbitamente una expresión de incredulidad. Alargó la mano hacia el arma, pero cambió de idea.

—Es mejor que la conserves, Viajero. Cuando vuelvan los piratas podrás necesitarla.

—Maestro, sabes que no puedo hacer eso —dijo Jacobi en tono firme—. Las normas Guild exigen que te rinda mis armas. Legalmente, yo soy tu sirviente y tú mi protector hasta que expire el contrato que hemos establecido y que los Guild y tú habéis sellado.

—¡Muy bien! —Los ojos de Timor se fruncieron—. Pero no todas las leyes elaboradas en Annonay tienen vigencia en Catenor. Si se presentan los piratas y yo pongo un arma en tus manos, espero que la usarás. Si no aceptas eso ahora mismo, será mejor que le devuelva al Guild su valioso contrato.

—Debiste contratar a un mercenario y no a un Viajero.

—¡Zeus! —El rostro de Timor se nubló de rabia—. ¿Te llamas a ti mismo un hombre de las Nubes y no empuñarías un arma ni siquiera para protegerte a ti mismo? ¿Qué clase de cobardes están criando ahora en Annonay? En mis astilleros no hay sitio para mozalbetes y llorones desarmados.

—En tal caso, discútelo con los Guild, no conmigo —dijo Jacobi tranquilamente—. Y si llegan los piratas, ¿qué resulta más difícil: enfrentarse a ellos con las armas desenvainadas o con los brazos cruzados?

—Pero, ¿qué sentido tiene eso?

—Un viajero sólo debe cumplir las obligaciones relacionadas con su trabajo. Cualquier hombre que esté en condiciones de satisfacer a los Guild el precio convenido, puede alquilarlo. Pero el Viajero no puede tomar partido por nadie. Su siguiente contrato puede ser con un enemigo del anterior contratante.

—¿Incluso con un pirata de las nubes?

—Con cualquier hombre que pueda pagar. Las normas Guild no establecen ninguna distinción entre los hombres.

La conversación había tenido lugar dentro del portal de la residencia de Timor y, en consecuencia, a salvo de posibles interrupciones. Sin embargo, su aislamiento quedó cortado por un clamor procedente del exterior: el cortejo de bienvenida había llegado a la puerta.

Jacobi miró a Timor rectamente a los ojos.

—Bueno, Maestro, ¿aceptas el contrato, o debo regresar a Annonay?

Fuera, alguien estaba gritando el nombre de Jacobi. Un grupo de muchachas, en primer término, murmuraba atrevidos comentarios mirando a través del portal. El escenario estaba a punto para un explosivo carnaval.

Timor frunció sus resecos labios.

—Te quedarás, desde luego. Si te dejara regresar a Annonay, dudo de que los Guild me enviaran otro Viajero. ¡Némesis se los lleve! Sin embargo, la culpa es mía. Insistí en que mandaran un Viajero de mente fuerte y brazo fuerte. Y ahora me encuentro con que no puedo digerir la primera ni utilizar el segundo... —En su curtido rostro se dibujó una leve sonrisa—. Bien venido a Catenor, Jacobi. Si te atienes con tanta firmeza al resto de tu contrato, creo que me sentiré muy satisfecho.

Todo Catenor, al parecer, iba a participar del festín. Y desde las zonas circundantes, hasta donde se había extendido la noticia, llegaban los campesinos, en carreta, a caballo o a pie, deseosos de unirse al jolgorio.

Era una noche ideal. El cielo claro y el ambiente tibio y balsámico relajaban el espíritu, en tanto que la leve brisa transportaba excitantes aromas a buey asado y a madera quemada. Los porches de las casas aparecían adornados con farolillos, y ardientes antorchas, llevadas en procesión o esparcidas entre la multitud, iluminaban las calles tan claramente como si fuera de día. Ataviados con sus mejores vestidos, las muchachas semejaban airosos pavos reales a la oscilante luz. Y, por encima de todo, Dionisio miraba hacia abajo desde las nubes, se frotaba las manos y sonreía con aire de aprobación.

Criado en climas más sofisticados, Jacobi se sintió desconcertado por el pagano entusiasmo de la multitud. Había en ella una compartida sensación de alivio de los temores y privaciones del pasado, y esto resultaba difícil de comprender para Jacobi. Luego, la ola de emociones le envolvió, en medio de un espontáneo estallido de saludos y de felicitaciones que parecían desmesurados para lo que la situación requería.

Jacobi fue llevado en hombros a través de la ciudad y luego hasta las afueras, donde las fogatas proyectaban el opalino resplandor que convertía a los hombres en dioses y a las mujeres en ninfas. La cerveza y el vino circulaban generosamente, y el festín era una parodia cómica, bárbara y voraz de una comida. Más tarde, vuelta a las cubas de cerveza y a las barricas de vino, y de allí otra vez a la ciudad, donde todo el mundo conocía su nombre y le trataba como a un amigo.

Aunque sus impresiones de la velada eran de un continuo torbellino de lugares, escenas e innumerables personas, Jacobi empezó gradualmente a distinguir algunos rostros que veía más regularmente que otros. Uno de ellos pertenecía a una joven morena y muy atractiva, cuya infatigable vivacidad había animado el festín en el campo. Recordaba haber bebido vino con ella y un posterior encuentro, aparentemente casual, cuando regresaba a la ciudad.

Ahora, ella estaba cerca, casi reclamando su atención. Jacobi no creía en las casualidades, ni en las oportunidades desaprovechadas. A favor del barullo que reinaba en la calle avanzó hacia ella, la arrastró hasta una esquina y la besó. La joven respondió a su caricia, pero la reacción de los juerguistas locales fue de sorpresa y casi de perplejidad. Al notarlo, Jacobi experimentó la sensación de que se había pasado de la raya, incluso en una noche como aquélla. Dado que había estado saboreando labios propicios desde que empezó el festín, la actitud de la gente le resultó inexplicable y desconcertante.

Luego, alguien lanzó un «¡Viva!» coreado por la multitud. En medio de un torrente de risas, Jacobi y la joven fueron izados en hombros y transportados en triunfo a través de las calles. Por desgracia, las rutas de sus respectivos porteadores divergían, y la joven se perdió gradualmente de vista. Cuando Jacobi consiguió escapar, su compañera había desaparecido.

No se molestó demasiado en buscar. Por la mañana podría efectuar las pesquisas necesarias, pero ahora sólo cabía pensar en divertirse. Encontró otro alegre grupo y se unió a él, y no tardó en perderse en el vino, en la risa y en la amable compañía. Finalmente regresó con ellos a los campos para comer y cantar, antes de instalarse cerca de una de las grandes fogatas, cansado e inmensamente feliz. Realmente, había sido un festín digno de recordar.

Apenas se había puesto cómodo, meditando soñoliento en los acontecimientos del día, cuando alguien vertió un poco de vino sobre su cabeza. Se volvió airadamente, para ver a la joven de cabellos negros huyendo entre las sombras de las parejas agrupadas alrededor del moribundo fuego. Jacobi no estaba ahora de humor para una persecución, y puesto que le había encontrado estaba seguro de que la joven volvería. Se tumbó de espaldas, pero esperó como un gato con los músculos prestos a dispararse. Otro chorro de vino, y Jacobi se volvió con la rapidez de un tigre y agarró a la joven por la muñeca. Sin dejar de reír, ella soltó la copa de vino y trató de liberarse; luego se quedó quieta.

—Dime —inquirió Jacobi—, ¿siempre tratáis así a los Viajeros en Catenor?

—Rara vez. —Los ojos de la muchacha, iluminados por el fuego, reflejaban descaro y picardía—. Pero el de hoy es un día especial.

—¿En qué se distingue este día de los otros?

—En que has llegado tú —dijo ella, sencillamente.

Algo en su acento hizo creer a Jacobi que aquello no era un mero cumplido inspirado por la coquetería. Tiró de ella hacia abajo y se tendió a su lado.

—¿Cómo te llamas?

—Melanie —respondió la joven, arrimándose más a él.

—Muy bien, Melanie. Ahora dime por qué mi llegada convierte el día de hoy en algo especial.

—¿Por qué? —inquirió ella a su vez, intrigada—. Porque te hemos esperado durante tanto tiempo, sencillamente. Durante años enteros Timor deseó disponer de un Viajero Guild para que le enseñara a construir las nuevas naves. Los Guild le ofrecieron un centenar, pero él prefirió esperar a Jacobi.

—¿Había oído hablar de mí?

—¿Hablar de ti? Jacobi, ¿qué estás diciendo? Esperó tres años, reuniendo el dinero para comprar tu contrato. En esos tres años, los piratas se han presentado aquí siete veces. Treinta hombres han muerto en la lucha y más mujeres de las que me atrevo a contar han sido raptadas por los bandidos. Ese es el precio que hemos pagado por esperar a Jacobi.

—Comprendo.

Jacobi no comprendía absolutamente nada, pero su experiencia le aconsejaba mostrarse prudente. Cuando los piratas atacaban a una sociedad estática y feudal, no todos los hombres morían a manos de los asaltantes, y no todas las mujeres eran raptadas contra su voluntad por los piratas. Pero su reputación en Catenor parecía injustificada. Otros Viajeros se habían hecho legendarios por sus conocimientos, por su habilidad o por su coraje como combatientes. Pero él sólo se dedicaba a la ciencia. Nadie tenía derecho a considerarle como un semidiós.

—¿Y tú crees que mi llegada aquí va a cambiarlo todo? —preguntó finalmente.

La joven se echó a reír.

—¡Jacobi!

—¿Sí?

—Me estás decepcionando. ¿Vas a estar hablando toda la noche?

Jacobi se arrimó más a ella.

—Lo siento. Tengo muchas cosas en que pensar.

Fijó su mente en otros aspectos más ciertos de su reputación. Y, por la mañana, Melanie no estaba decepcionada, ni mucho menos.