V
Catenor había subestimado las fuerzas atacantes. Confabulados temporalmente, al parecer, con otras bandas piratas, los asaltantes habían reunido más de ciento cincuenta naves, todo un ejército aguerrido e implacable. Por la mañana, la batalla estaba casi decidida. El ataque a los astilleros había constituido una maniobra de diversión: el grueso de las fuerzas piratas se había dirigido directamente a Catenor, con un objetivo específico: rehenes. Mujeres y niños habían sido conducidos como ganado a los campos, y los que intentaron resistir fueron degollados sin piedad. Las bolsas de resistencia en la ciudad habían sido aniquiladas, y al amanecer la cuarta parte de Catenor se había convertido en humeantes ruinas.
Engañado por la táctica enemiga y furioso por lo salvaje del ataque, Timor, que mantenía los astilleros intactos a excepción de la empalizada del gas, se negó a rendirse. Los piratas le enviaron el torso desmembrado de una joven y le prometieron mandarle otro cada hora hasta que cediera. No tardaron en aparecer banderas blancas en las torres de los vigías, y los piratas tuvieron paso franco. Jacobi esperaba con los brazos cruzados sobre el pecho, sabiendo que él solo tendría que ganar la batalla que el resto de Catenor había perdido. El mensaje del cuerpo mutilado de la joven no le había pasado por alto. Al margen de las normas Guild, un Viajero convertido en beligerante después de ser testigo de semejante atrocidad no era enemigo de despreciar.
Timor, con aire enfurecido, salió al encuentro del jefe pirata y sus ayudantes. Le derribaron al suelo, le propinaron una tanda de puntapiés y entraron en los astilleros arrastrando una cautiva detrás de ellos. La cautiva era Melanie, con las manos atadas y revolviéndose como una furia. Los piratas la ataron a un poste.
—¿Dónde está el Viajero?
—Aquí.
Jacobi avanzó con los brazos cruzados.
—¡Ah! —exclamó el jefe de los piratas, un gigante barbudo llamado Dacon—. De modo que tú eres Jacobi. Hemos oído hablar de ti. —Señaló con un gesto a Melanie, que luchaba inútilmente para librarse de sus ataduras—. En realidad, sabemos todo lo que has estado haciendo en Catenor. La mujer es un precioso rehén para asegurar tu cooperación.
—Los Guild no son susceptibles al chantaje —dijo Jacobi—. Ni hacen nada por la fuerza. En tu calidad de hombre de las nubes, si puedes costearte el servicio de los Guild, lo recibirás. En caso contrario, puedes pudrirte.
—¿Servicio? ¡Maldito perro! —exclamó Dacon, furioso—. No es servicio lo que quiero de ti: es hidrógeno.
—¿Hidrógeno? ¿En aquellos globos?
Jacobi miró a través de los campos hacia el lugar donde se hallaban esparcidas las naves piratas.
—Sí, en aquéllos, Viajero.
—No —dijo Jacobi secamente—. Si quieres hidrógeno, será mejor que contrates un Viajero a los Guild. Hay más hidrógeno que naves para llenar.
—¡Por Zeus! Podría pagar trescientos hombres por un contrato Guild. Pero, ¿por qué habría de molestarme, si tú me lo darás gratis?
—Los Guild no dan nada gratis. Si quieres hidrógeno, paga el precio Guild.
Jacobi se volvió y echó a andar deliberadamente hacia la oficina de Timor. No había dado una docena de pasos cuando fue agarrado bruscamente y obligado a volverse de nuevo hacia el jefe pirata.
—Confundes tu posición aquí, Viajero. ¿Tendremos que tratarte como hemos tratado a Timor?
—No —replicó Jacobi—, el que confunde su posición eres tú. No puedes matar a todos los habitantes de Catenor, porque son mucho más numerosos que tus hombres. Sólo te protegen los rehenes. Pero si continúas cometiendo atrocidades con ellos, dejarán de constituir una protección para ti. Llegado el caso, la población te hará pedazos sin más armas que sus manos.
Dacon se echó a reír.
—No tenemos la intención de quedarnos aquí.
—Tienes allí algunas pequeñas naves —dijo Jacobi, señalando hacia los campos—. Han efectuado ya un largo viaje. No irás a decirme que tienes suficiente combustible para que tus mecheros os lleven a todos a través de las llanuras.
—No —dijo Dacon, desconcertado por la exactitud de las conclusiones de Jacobi—. De ahí nuestro interés por el hidrógeno. Con él podremos marcharnos sin utilizar combustible.
—Si no pagas el precio Guild, no recibirás hidrógeno de mí.
—Creo que sí. —Dacon miró hacia el lugar donde se encontraba Melanie—. Allí hay una muchacha bonita. Supongo que no te gustaría oírla aullar.
Jacobi le miró rectamente a los ojos.
—Inténtalo. Comprueba cuántas mujeres tienes que torturar o cuántos niños necesitas mutilar para que la población decida terminar con vosotros a cualquier precio.
Escupió despreciativamente a los pies del pirata de las nubes, dio media vuelta y echó a andar, rogando a las sombras de los Guild que la responsabilidad obturase sus oídos con arcilla y arrancase los ojos de su imaginación. Cada paso que daba era un esfuerzo deliberado, y cada movimiento muscular exigía un control voluntario como si, en los últimos minutos, hubiese olvidado cómo se anda. Llegó a la escalera que conducía a la oficina de Timor y ascendió los tres primeros peldaños antes de atreverse a volver la mirada. Detrás de él no se había oído ningún sonido.
Dacon le había seguido y se hallaba a diez pasos de distancia, mirando a Jacobi.
—¡Muy bien, Viajero! ¿Cuál es el precio Guild del hidrógeno?
—Este, simplemente: que cuando lo tengas abandones Catenor inmediatamente. No más asesinatos, no más violaciones, no más rehenes.
—¿Sólo eso? —El rostro de Dacon reflejó su incredulidad—. No lo entiendo, Viajero. ¿Qué ganan los Guild con eso?
—Eso es cuenta de los Guild. ¿Quieres pagar más?
—No. Acepto el precio. A cambio de mis naves llenas de hidrógeno haré que todo marche como deseas. Pero nosotros hemos venido aquí por un motivo: para destruir los astilleros de Timor. En tu trato no dices nada de eso.
Jacobi se encogió de hombros.
—Deja intacta la planta de hidrógeno, pero con el resto puedes hacer lo que te plazca. No es asunto mío.
Timor había vuelto a entrar en los astilleros, con la boca ensangrentada. Desposeído del aura de control y autoridad que normalmente exhibía, parecía haber envejecido de un modo increíble. Ahora no era más que un hombre viejo y derrotado, ignorado por los piratas e incapaz de sobreponerse a la nueva situación. Encontró a su hija atada a un poste, trató de interponerse, pero los piratas se limitaron a amenazar a la joven con un cuchillo y Timor se alejó, impotente. Luego vio a Jacobi y a Dacon y se acercó a ellos con paso vacilante para enterarse de lo que estaban hablando.
Súbitamente, profirió un rugido de rabia y se irguió, recobrando por unos instantes su antigua arrogancia.
—¡Jacobi, por los dioses, yo no hago ningún trato con asesinos!
—El trato ya está cerrado en nombre de los Guild —replicó Jacobi.
—Entonces, los Guild tendrán que responder de él. No obtendrás ninguna ayuda de Catenor.
—Necesito los operarios para fabricar hidrógeno.
—Cualquiera de mis hombres que te ayude tendrá ocasión para lamentarlo más tarde. Y tú mismo tendrás que marcharte de aquí si ayudas a ese aborto del infierno.
—En tal caso, vete con las mujeres y los niños —dijo Jacobi—, ya que has entrado en tu segunda infancia de un modo demasiado repentino. —Se volvió hacia Dacon—. Tráeme hombres y les enseñaré lo que tienen que hacer. Empieza a acercar tus naves y prepara el mayor número posible de cuerdas.
—No sacarán hidrógeno de aquí —dijo Timor.
Avanzó hacia la escalera con una expresión asesina en la mirada.
Esta vez fue Jacobi el que derribó a Timor de un golpe.
La consigna se extendió rápidamente y los hombres de Catenor apoyaron de un modo unánime a Timor. Ningún operario colaboraría con los piratas, ni siquiera bajo amenaza de muerte, y los piratas terminaron por expulsarles de los astilleros. En la ciudad, Jacobi se convirtió en un ser despreciable por sus actividades colaboracionistas, aunque no había tenido ocasión de explicar el trato que había concluido, ni había intentado hacerlo. Melanie fue una de las últimas en abandonar los astilleros. La llevaron, desatada ahora y silenciosa, junto al resto de las mujeres. Lo único que hizo al cruzar la verja fue escupir a la cara de Jacobi y mirarle, no con rabia, como cabía esperar, sino con aversión y repugnancia, como se mira algo indeciblemente sucio.
Los sentimientos contra Jacobi estaban más que justificados. Disponiendo ya de algunas aeronaves de motor, los piratas poseían una gran superioridad de vuelo. Si disponían también de hidrógeno, serían intocables. No sólo Catenor, sino toda la provincia estaría permanentemente abierta al pillaje, y ningún hombre podría levantar su mano contra los piratas por miedo a las represalias. Esto, unido a la pérdida de los astilleros de Timor, sumiría de nuevo a la región en las tinieblas del oscurantismo y de la pobreza, que con tanto esfuerzo habían logrado superar.
A pesar de lo ocasional de su confabulación, los piratas eran muy eficientes a la hora de trabajar. Muchos de ellos habían sido operarios de astilleros, expulsados de sus empleos por una u otra circunstancia. Al contrario de lo que esperaba, Jacobi no encontró ninguna dificultad para aleccionar a una cuadrilla en el manejo de la planta de hidrógeno, en tanto que otros grupos acercaban las naves para su llenado. A medida que recibían su carga, las naves eran lastradas con sacos de arena y arrastradas fuera del recinto para dejar sitio a otras naves.
Con ciento cincuenta naves que llenar, los progresos eran lentos y Jacobi dudó de que las reservas de carbón fuesen suficientes. Pero haciendo funcionar continuamente la planta elaboradora de coque, y con las reservas que ya había acumulado, consiguió disponer de casi todo el gas que necesitaba. Rechazó algunas de las naves más pequeñas como inadecuadas para su llenado, y los piratas prefirieron quemarlas a dejarlas en Catenor.
La operación se prolongó por espacio de tres días. En aquel tiempo, los rehenes pudieron regresar a la ciudad sin que nadie les molestara. Los piquetes de piratas de guardia en la ciudad habían desaparecido de las calles, y el grueso de las fuerzas atacantes se hallaba ahora concentrado en los astilleros. Los propios astilleros estaban siendo destruidos sistemáticamente: las fraguas aplastadas, los talleres de costura y cordaje incendiados, las cámaras de metano agujereadas y las bombas y cañería dobladas y rotas. A través de la devastación, Timor vagabundeaba diariamente sin que nadie se metiera con él, contemplando cómo reducían a escombros la obra de toda su vida. Ocasionalmente se acercaba a Jacobi y le contemplaba en silencio, con un rostro completamente inexpresivo.
Todo quedó terminado a última hora de la tarde del tercer día. Dado que el control de la altitud en las naves llenas de gas no podía obtenerse sin una pérdida de hidrógeno, Jacobi había sugerido que las diversas naves se mantuvieran juntas atándolas por grupos. La idea de una ciudad aérea de naves unidas agradó a los piratas, los cuales partieron en tres grupos de naves unidas por medio de cuerdas. Las naves de mayor tamaño, entre ellas la de Dacon, quedaron sueltas y como una especie de retaguardia hasta que la fuerza principal hubo remontado el vuelo.
Los ciudadanos de Catenor se mantuvieron al margen de lo que sucedía, no deseando provocar un incidente innecesario. Pero se habían reunido en los campos entre Catenor y los astilleros, observando y esperando. Dacon contempló aquella horda con una expresión divertida. Cuando los piratas se marcharon, Jacobi quedaría como único ocupante de los restos de lo que en otros tiempos habían sido astilleros de Catenor. Y Jacobi no era muy popular.
Como gesto final, el pirata llamó a Jacobi a su lado y señaló la marea humana que llenaba los campos.
—¿Qué me dices de eso, Viajero? ¿No te gustaría convertirte en un pirata de las nubes? Nosotros podríamos utilizar tus conocimientos, en tanto que tus amigos no se andarán con chiquitas a la hora de pasar cuentas. No les hemos dejado madera para construir una horca, pero indudablemente se darán por satisfechos lapidándote.
—Gracias —dijo Jacobi—, pero correré el riesgo quedándome aquí. Apuesto a que viviré lo suficiente para cumplir mi contrato.
Dacon se encogió de hombros.
—En tal caso, tienes más confianza que yo en la naturaleza humana. Hasta la vista, Viajero, y cuida de esa planta de hidrógeno. Algún día puedo necesitar más, y entonces volveremos.
—Le diré a Timor que la conserve para ti. Poca cosa más puede hacer.
Cuando los piratas se hubieron marchado, Jacobi se sentó sobre un montón de escombros y contempló cómo las naves se remontaban hasta convertirse en sombras entre las nubes, y luego se desvanecían. Su desaparición fue tan absoluta como si nunca hubiesen existido. Pero las huellas de su reciente paso eran inconfundibles. Los otrora soberbios astilleros de Catenor habían quedado reducidos a montones de escombros, cenizas y desolación. Si Jacobi había necesitado alguna vez algo que le recordara que el ideal de los Guild era el único camino, el cuadro que le rodeaba resultaba más que suficiente para disparar sus reacciones.
En medio del silencio que le rodeaba tenía conciencia de que los ciudadanos de Timor y los operarios habían llegado a los astilleros, e intuyó más que vio que Timor iba al frente de ellos. No se molestó en volverse y enfrentarse con aquella gente, ya que cualquier tentativa de explicación estaba condenada al fracaso. Harían con él lo que se habían propuesto hacer, por encima de todo. De manera que permaneció sentado, a la espera de los acontecimientos.
La mano que cayó súbitamente sobre su hombro le pilló desprevenido.
—¡Paz, Jacobi! —Era Timor, con la mirada fija en las nubes tras las cuales habían desaparecido los piratas—. Creo que ahora sé lo que has hecho. —Se sentó en los escombros, al lado del Viajero—. Prométeme que pocos de ellos estarán vivos por la mañana.
Jacobi se volvió y miró a Timor rectamente a los ojos.
—Espero que no más de tres docenas.
—¿Y cuántos estuvieron aquí?
—Alrededor de seiscientos.
—Ya —dijo Timor, meditando en la enormidad del acontecimiento que se avecinaba—. Teniendo en cuenta que eres un no beligerante, Jacobi, constituyes un terrible enemigo. ¿Cómo ocurrirá?
—Después de la puesta del sol, cuando la atmósfera se enfríe, perderán altura —explicó Jacobi—. Debido a que olvidé darles ciertas instrucciones, algunos de ellos intentarán encender sus mecheros, para calentar el gas. Los qué lo hagan, verán arder o estallar sus naves. Y las que están atadas a ellas correrán la misma suerte.
—¿Y si no se les ocurre encender sus mecheros?
—En tal caso, cada una de las naves tiene en alguna parte de su cordaje uno de mis dardos de sodio. Tal vez mañana o pasado mañana encuentren lluvia o humedad suficiente... Si seis de esos seiscientos hombres están vivos dentro de tres días, será únicamente porque los dioses les habrán bendecido. ¿Es suficiente venganza para ti, Maestro?
—¡Venganza, sí! —dijo Timor, dirigiendo una entristecida mirada a las ruinas que le rodeaban—. Pero no compensación. Catenor pasará momentos muy difíciles antes de que volvamos a construir aeronaves.
Mientras hablaba, resonó un apagado trueno en las alturas. Levantando la mirada hacia el cielo vieron una nube que se iluminaba, teñida de rosa por dentro, y oyeron otros truenos. Luego, a través de los campos empezaron a caer naves envueltas en llamas, iluminando a unos hombres que se precipitaban a la muerte. El espectáculo se prolongó durante quince increíbles minutos. Durante aquel espacio de tiempo cayó tal vez una tercera parte de la flota pirata, y los que escaparon llevaban la semilla de sodio de su propia muerte en alguna parte del cordaje. Al margen de las normas Guild, un Viajero convertido en beligerante después de ser testigo de semejantes atrocidades no era enemigo de despreciar.
A pesar de lo doloroso de sus pérdidas, aquella noche los ciudadanos de Catenor celebraron la victoria de Jacobi. Por primera vez en lo que alcanzaban sus recuerdos, la amenaza de los piratas había sido extirpada por completo de la ciudad. La pérdida de los astilleros y la muerte de algunos seres queridos entristecían la ocasión, pero no apagaron su expresión. Sin embargo, esta vez Jacobi no consiguió identificarse con el jolgorio. El peso de la obligación Guild gravitaba ahora fuertemente sobre sus hombros, y su velo de sombras resultaba sofocante alrededor de su rostro. Al igual que a Timor, los recientes acontecimientos le habían envejecido notablemente, y empezaba a discernir lo pesado de las cargas que los ancianos Guild solían asumir.
Separándose temprano de los que pretendían agasajarle, se dirigió a casa de Timor. El Maestro estaba descansando. Su rostro, a la claridad de la lámpara de petróleo, estaba más arrugado y más envejecido de lo que Jacobi recordaba haber visto antes. Sin embargo, sus astutos ojos no habían perdido su penetrante intensidad.
—No es una visita social lo que te trae aquí a esta hora, Jacobi.
—No. Quiero comprar tus astilleros para los Guild.
Timor se encogió de hombros.
—No tengo astilleros. Solamente quedan montones de escombros.
—Mucho mejor. Nos ahorrará los trabajos de demolición. Las naves que queremos construir aquí no necesitarán tela ni cordajes.
—Hablas de un modo enigmático —dijo Timor, con aire fatigado—. No existe esa clase de naves. Pero, de todos modos, fija tus condiciones.
—Los Guild pagarán un precio razonable por tus astilleros, tal como estaban antes de que llegaran los piratas. Se establecerá aquí una célula Guild, y tú te convertirás en un anciano Guild. Todo el personal que tenías continuará a tus órdenes. Los Guild construirán escuelas, bibliotecas, hospitales, fábricas y todo lo que Catenor necesita para desarrollarse como la capital industrial y comercial de Europa.
Timor permaneció en silencio largo rato, meditando. Luego dijo:
—Concluyes tus tratos del mismo modo que luchas, Jacobi: sin condiciones.
—Entonces, ¿trato hecho?
—Trato hecho. Sería estúpido decir que no. Pero que conste que sólo me compras los conocimientos y la habilidad manual de unos cuantos centenares de operarios.
—Es lo único que necesito —dijo Jacobi—. Con eso, todo lo demás llegará por sus pasos contados.
—Y, si me convierto en un anciano Guild, ¿significa eso que también sabré de dónde proceden los conocimientos de los Guild?
—Su administración formará parte de tus responsabilidades —dijo Jacobi—. Los antiguos poseían unas máquinas a las que llamaban computadoras que podían leer y tener conciencia de lo que leían. Redujeron inmensas bibliotecas a tiras de película y carretes de cinta magnetofónica y dieron acceso a las computadoras a esos depósitos de información. Un hombre podía preguntar todo lo que se sabía sobre un tema determinado, y las máquinas le daban la respuesta. Luego, cuando empezó la última era oscurantista, los antiguos guardaron sus máquinas en lugar seguro para que nosotros las encontráramos.
—De modo que ése es el oráculo del cual obtienen los Guild sus conocimientos...
—Es algo más tangible que un oráculo, pero funciona igual. Desde su edad más temprana, los Viajeros son educados en escuelas Guild donde el nivel de conocimientos facilitado por las computadoras se encuentra dos siglos por delante de la época en que vivimos.
—Entonces, el objetivo de los Guild no es el de mejorar el arte de construir aeronaves, sino el de extender estos conocimientos.
—Exactamente —dijo Jacobi—. Pero extenderlos de un modo que su introducción no provoque más miseria de la que alivie. El conocimiento es poder, y nosotros no queremos crear poderosos tiranos a través de nuestros propios esfuerzos.
—Pero, ¿por qué fingen concentrarse en las aeronaves?
—Porque son un buen pretexto, y significan un avance tecnológico que automáticamente deriva a otras muchas habilidades y comercios. De este modo, los Guild pueden remodelar comunidades enteras sin que nadie sospeche la causa de la transformación.
—Yo la sospechaba —dijo Timor tranquilamente—. Por eso Catenor esperó tres años la llegada de Jacobi. Insistí en que quería lo mejor de lo mejor, ¿sabes?
Al salir de la casa de Timor, Jacobi dio un largo rodeo por los campos que circundaban la ciudad, medio temiendo efectuar el siguiente movimiento, debido a los años de compromiso que significaría para él. A lo largo de los oscuros caminos, guiado ocasionalmente por la luz de la luna, se cruzó con varias parejas que habían desdeñado los festejo? de la ciudad para entablar unos contactos más profundes y personales. Por un instante deseó que Melanie estuviera a su lado, pero rechazó furiosamente la idea, sabiendo que los sueños separados por dos siglos de educación técnica resultaban irreconciliables.
Mirando hacia el futuro, empezó a trazar sus planes. Los antiguos astilleros, junto con los terrenos contiguos, serían una pista de aterrizaje: con césped, al principio, para empezar con biplanos. Más tarde —mucho más tarde—, pistas de hormigón para los aviones de chorro. Así nacería en Catenor una nueva raza de aeronaves. Y algún día, quizás, incluso naves espaciales...
Sus pasos le llevaron al ático. Ahora parecía tan vacío e impersonal como su vida. Melanie no volvería a pisarlo. El depósito de mensajes de su comunicador contenía un signo de interrogación, indicando que el aparato había sido contactado en ausencia suya y que se esperaba una respuesta. Jacobi meditó unos instantes y luego pulsó la tecla de contacto y marcó su mensaje lentamente, notando que sus manos estaban temblando.
JACOBI — CATENOR — A TIRC YORKTOWN NUEVA YORK VÍA LA GAUDE Y SATÉLITE — EMPIEZA MENSAJE — ASTILLEROS DE CATENOR DESTRUIDOS POR LOS PIRATAS — CIUDAD Y POBLACIÓN SUSTANCIALMENTE INTACTAS — PIRATAS DESTRUIDOS — INSISTO INMEDIATA PROMOCIÓN CATENOR A NIVEL CINCO IMPERATIVA DE OTRO MODO OPERACIONES EUROPA EN PELIGRO — JACOBI — CATENOR.
La reacción fue inmediata. Antes de que Jacobi hubiera apartado sus dedos del teclado empezó a asomar la respuesta.
TIRC NUEVA YORK A JACOBI URGENTE — EXCELENTE DECISIÓN SI PUEDE USTED MANEJARLA — GUILD HA APROBADO YA FASE CINCO EN CATENOR — ENVIAMOS AYUDA INMEDIATA POR MEDIO DE DIRIGIBLES DE HELIO — TODAS LAS OPERACIONES EUROPEAS CENTRADAS AHORA EN CATENOR BAJO CONTROL — BUENA SUERTE — QUE SENSACIÓN PRODUCE ENCONTRARSE DIRIGIENDO LA PROPIA EMPRESA CIVILIZADORA.
Los dedos de Jacobi volvieron al teclado y, después de establecer contacto, marcó una sola palabra como respuesta:
—INFERNAL.