II

Aquel día yo estaba en la escuela, que se alzaba al pie de una de las empinadas colinas que rodeaban la Ciudad: para ser más exacto, me encontraba en el patio de nuestra escuela, de camino a cumplir un encargo del maestro. El suelo osciló debajo de mí, y pareció que los ojos se me iban a salir de la cabeza como si yo, y no el suelo, estuviera en un mal trance. Pegué mi cuerpo al suelo, sintiendo los profundos latidos de su corazón; me pegué a la tierra que estaba decidida a sacudírseme de su espalda.

Un hierbajo negro y delgado extendió raíces finas como cabellos sobre el lomo del edificio de la escuela. Las raíces se extendieron y parte de la pared cayó, dejando al descubierto las temblorosas entrañas de la escuela. Cubrí mi cabeza con mis manos y me enrosqué sobre mí mismo como un ovillo, confiando en que quienquiera que fuese el destructor no me alcanzaría.

Se oyó un tintineo de cristal sobre el pavimento mientras la campana empezaba a repicar de un modo salvaje. Él hormigón retumbó mientras alguien gritaba. Luego, la voz se unió a los alaridos de los niños, rápidamente acallados por el derrumbamiento del edificio. Después, a excepción de la campana, reinó un gran silencio en los restos del edificio. Tosí, en medio del espeso polvo que velaba el sol, y me maravillé del silencio que me rodeaba. Una montaña de escombros se estremecía en el lugar en que se había levantado la escuela. Aquí y allá, altos dedos de retorcido acero hacían gestos de advertencia. Me arrastré hasta la pira de mi escuela, chapoteando a través de una charca que extendía lentamente sus brazos desde los lavabos. Me senté sobre un gran trozo de hormigón, con una mano tocando la puerta del lavabo que estaba aún encima de los escombros.

Estaba solo bajo el cielo color gris pizarra, con el polvo de la mampostería caída en la nariz y los ojos irritados por el humo de los incendios de los edificios contiguos.

La gente gritaba en las calles, algunos pidiendo socorro, otros llamando a una determinada persona, siempre con un clamoreo de perro perdido. Luego, en el repentino segundo de tiempo guillotinado, el griterío se convirtió en una palabra: aguaje. El temblor del suelo se hizo más intenso a medida que Neptuno avanzaba.

Me pegué a la puerta que yacía contra los escombros mientras veía la pared cristalina de la ola avanzando hacia mí, con su verde cara surcada de arrugas y muescas como la corteza de un árbol. Y heladas en aquella cara había sillas y una rama de árbol y la mano de un hombre que se agitaba saludando a alguien.

Cerré los ojos y enterré mi cabeza en la puerta mientras la ola barría sus faldas sobre sí. El peso de siglos me apretó contra la tabla, y supe lo que habían sentido Jesús, y San Cristóbal, y todas las víctimas propiciatorias. Contuve la respiración mientras el océano me rodeaba, notando cómo el aire viciado que había dentro de mí se abría paso hacia fuera, y viendo escapar de mi boca pequeñas burbujas, como exclamaciones. Estaba aislado en un mundo oscuro y sucio en el cual no podía respirar, captando vagos reflejos de algas retorcidas como baratijas por el agua, y las bocas fantasmales de las casas abiertas en gritos silenciosos.

Súbitamente, mi cabeza y mi cuerpo salieron al aire libre y abrí la boca con ansia para respirar, levantando un poco la cabeza. Unas pequeñas olas arrastraban suavemente mi puerta. Apreté mi cabeza contra ella hasta que chocó contra el vientre de la colina.

Alguien trató de arrancarme de la puerta, pero me pegué a ella fuertemente, de modo que tuvieron que arrastrarme, junto con la puerta, hasta la colina. Entonces me solté. Todavía ignoro quién me subió hasta lo alto de la colina. Una vez allí me tendieron en el suelo, y tosí y sollocé mientras mis pulmones trataban de readaptarse al aire respirable. Me encontraba en un pequeño parque verde, tumbado en la hierba con el sol brillando en el cielo como una bombilla barata.

En torno a mí, la gente se arracimaba alrededor de las dos cosas que aún permanecían en pie en lo alto de la colina. El propietario de una de las casas abrió la puerta y dejó entrar a todas las personas que pudo, pero cuando trató de cerrar la puerta a los que quedaban fuera, estalló una especie de motín. El fuego y la sangre latían en la multitud. Cuando remitió la locura, las dos casas ardían y todos los que podían sostenerse en pie contemplaban tristemente las llamas.

Me aparté de la multitud, andando hacia el extremo opuesto de la colina que ahora era una isla. Desde allí miré hacia el lugar donde debía estar nuestra casa, bajo el agua, preguntándome por qué era yo el único que había quedado en un mundo feo y confuso. En menos de media hora había perdido familiares, amigos e incluso mi identidad. Y decidí que en el futuro no me crearía unos lazos que podían romperse con tanta facilidad.

Fui a casa de una tía en el Midwest. Allí no había colinas, ni océano. Sólo unos pequeños lagos, sin arrecifes, sin gaviotas y sin niebla. Sólo una insípida capa de nubes.

Crecí entre los trigales y los maizales como un recio hierbajo. Tía Gila trató de hacerme la vida agradable, pero una película y un pastel de manzana los domingos no resultan demasiado estimulantes. Las comidas calientes son agradables, pero no sólo de pan vive el hombre.

Cuando Tía Gila murió, vagabundeé de un lado a otro una temporada, licenciándome en literatura inglesa a lo largo del camino. Traté de escribir algo, pero cuando los editores rechazaron mi primera docena de artículos renuncié definitivamente.

Por fin decidí regresar al océano y a mi país natal. Viajé haciendo autostop, y cuando no me recogía nadie trabajaba hasta reunir el dinero suficiente para continuar. A veces incluso iba a pie; pero, a trancas y barrancas, conseguí llegar a New Milpitas.

No queda ahora mucho del Estado. Las Sierras todavía cuelgan en parte de la parte occidental del Estado, y hay una serie de islas a la izquierda de la Ciudad que no se hundieron como el resto del Estado. Pero pocas de ellas están habitadas. De modo que New Milpitas proporciona los pocos habitantes que quedan en el Estado, y en New Milpitas me detuve.

Los pocos barcos de pesca que quedaban no estaban interesados en salir hacia el «Profundo Océano» que era la Ciudad. Me pasaba el día entero sentado en el destartalado muelle, preguntándome: «¿Qué es lo que soy?». Y me contestaba: por mi naturaleza soy 1) una substancia, 2) viviente, 3) sensible, 4) racional, y pertenezco a la especie Humana. Sé todo eso, gracias al viejo Perphyry, pero, ¿qué otra cosa soy? Ni siquiera un número binario en un bit magnético, debido a que todas las computadoras que sostenían mi antigua existencia se hallaban a cinco brazas de profundidad. En un momento determinado creí que podría ser profesor o escritor, pero aquéllas eran pieles de invierno que nunca podrían sostenerse sobre mi resbaladizo y húmedo no-pasado. No tengo ninguna identidad, sólo la herencia de mi humanidad.

Un día estaba sentado en el muelle, contemplando cómo el sol calentaba los hombros del agua y dejando que aquellas palabras hurgaran en mi mente de un modo interminable. Una muchacha, arqueando estelas gemelas de agua detrás de ella, nadaba delante de mí. Su cabeza punteaba las escamas doradas que ondulaban sobre el vientre del mar, y sus blancos brazos resplandecían mientras nadaba.

La amargura llenó los conductos lacrimales de mis ojos hasta casi hacerme llorar. El suicidio me parecía la mejor solución, y tendí la mirada hacia un pico sobre una isla que se erguía enfrente de mí. Miraría hacia abajo, hacia la manchada hoja de cristal con las embarcaciones como caracoles y gusanos dejando leves rastros de légamo detrás de ellas. Desde aquellas Olímpicas alturas, con los brazos cruzados, dedicaría mi muerte a la frigidez del orden del mundo y a la fragilidad de la existencia, y luego saltaría ágilmente de mi isla.

Discutía conmigo mismo si sería más apropiado el amanecer o el crepúsculo, desde un punto de vista simbólico, cuando una mano tocó mi brazo. Un calor dorado invadió mi alma, pero luché contra aquella agradable sensación.

Pude captar tus emociones incluso desde el lugar en que me encontraba, oí que decía mi mente.

Me volví para ver a la muchacha, arrodillada a mi lado, sus ojos verdes buscando mi rostro, unas gotas de agua deslizándose por sus mejillas como lágrimas.

—¿Qué? —inquirí, sorprendido, arrugando la frente.

La muerte es despilfarro, la muerte es el final del cambio, y el cambio es el objetivo del hombre. Hizo una pausa y añadió: No es natural.

—Alístate en el Ejército de Salvación —dije.

Sus uñas se clavaron en mi brazo, dejando pequeños rastros de sangre. Un fuego rabioso ardió a través de todos los nervios de mi cuerpo y se apagó.

Lo siento, llegaron las palabras. La muchacha soltó mi brazo y colocó su mano en su regazo.

Cogí su mano y la volví hacia arriba para examinar la palma y los dedos. Ella trató de apartarla, pero agarré fuertemente su muñeca.

—¿Por qué has venido? —pregunté rabiosamente—. ¿Por qué?

Nos miramos el uno al otro, escuchando el restregar de las aguas contra las piernas de hormigón del muelle. Me encontré a mí mismo descansando sobre sus ojos verdes, flotando suavemente sobre las doradas escamas. Ella se encogió de hombros y tomó mi mano.

Estabas tan triste, dijo ella. Tuve que venir.

—¿Y sabes por qué? —le pregunté, casi sonriendo.

Ella me miró y asintió, lo cual me disgustó. Si alguien debía conocer mi problema, tenía que ser yo.

—Entonces, dímelo —murmuré.

Ella sacudió la cabeza.

Te corresponde a U descubrirlo.

Tendí la mirada hacia el lugar donde debía yacer la Ciudad, y supe...

...padre encajado en la sólida agua cristalina con sus botas altas, red en mano, contento; y el rostro de mi madre vuelto hacia el sol con sus gafas verdes como ojos de insecto mirando de hito en hito a sus admiradores; y yo dentro de mis fuertes y castillos de arena.

—¿Qué es eso? —pregunto, señalando una forma transparente de la que cuelgan húmedos cordeles de carne. Fascinado por su extraña belleza, pero asustado por su muerte, arrastro tímidamente los pies hacia ello.

—Un calamar, querido —dice mi madre.

Temblando, lo cubro de arena con el pie para ocultarlo de mi vista. Y la risa cae de la blanca garganta de mi madre como capullos de primavera: blanca, pura y amable, como debe ser un recuerdo.

Tú eres de la Ciudad. ¿Por qué no te quedas con nosotros una temporada? Su mano cubría ahora los recuerdos como la marea.

—¿También tú eres de la ciudad? —pregunté.

Pocos sobrevivieron aquella mañana de junio, y menos aún lo mencionan. Algunas experiencias tales como la Inundación se convierten en algo más vivido que la vida, en un hecho histórico que domina para siempre la existencia. Hablar de ello no hace más que estrechar los vínculos que el recuerdo tiene sobre uno.

Tío Noe y yo pertenecíamos al Instituto de la Marina. Estábamos en una expedición a lo largo de la costa en nuestro barco cuando se produjo la Inundación.

—¿Conocías a un tal Dr. Gunnar y a su esposa? —pregunté.

Sí, exclamó ella. El Dr. Gunnar, el hombre alto que se parecía a tío Noe. Y Mrs. Gunnar..., yo pensaba siempre que era la mujer más hermosa del mundo.

El placer fue una granada de mano estallando en mí, confortando mi mente en el magma demulcente. Las coincidencias son raras, pero es bueno que existan.

—Eran mis padres —dije.

Entonces, tú eres Duke, dijo ella con una sonrisa. ¿Te acuerdas de Pryn?

Recordé la alta muchacha de diecisiete años con las piernas tan curtidas por el sol que parecía haberse escapado de un penique de cobre. A pesar del desagrado que me inspiraban las muchachas antes de la Inundación, tuve que admirar lo bien que nadaba.

—Sí —dije, sonriendo por primera vez.

Ella tomó mi mano y me obligó a levantarme.

—Ahora no puedes rechazar mi invitación. Somos la única familia que tienes.

—Vamos —dije.

Y así fue como el hijo pródigo volvió al Instituto de la Marina y conoció a Noe Selchey, último director superviviente y manipulador de las vastas reservas guardadas en los bancos del Este, y preocupación constante de las compañías de seguros.

Llamamos a nuestra isla Parnassus debido a que en los días prediluvianos ése era el nombre de la calle en lo alto de la colina. Cuando los bulldozers enterraron la placa con el nombre de la calle y extrajeron una torre de acero y cristal que sonreía como la aguja de un cirujano, conservamos el nombre.

Había regresado a mi tierra natal para trabajar y olvidar; pero no había olvido posible tan cerca del hogar. Los gritos de mis amigos al morir aplastados se movían soñadoramente en el gigantesco y silencioso mundo del océano en forma de recuerdos. Pero si persistía el dolor de recordar, había algo que equilibraba el otro lado de la existencia, y era Pryn.