EL RASTRO DEL MIEDO

Katherine Mac Lean

El hambre no es una cosa tan terrible como parece. Algunos individuos que conocen los yogas Zen y Jaine me han dicho que podían pasar treinta días sin comer. Me enseñaron cómo. El único problema es que, cuando uno deja de comer, temblequea. Cuando yo tocaba un edificio, tenía la impresión que el mundo estaba temblando.

Si dijera en la oficina de colocación que el dinero de mi beca de estudiante se había volatilizado, me darían un subsidio de ayuda a los adultos y un billete para que abandonara Nueva York y no regresara nunca. No pensaba decírselo.

Ahmed el Árabe llegó a lo largo de la acera, caminando rápidamente. Ahmed solía ser el rey de nuestra pandilla infantil, y solía pedirme que le ayudara. Este año, Ahmed había ingresado en la Brigada de Rescate. Tal vez me permitiera ayudarle; tal vez pudiera conseguir un empleo para mí.

Le hice una seña cuando estuvo más cerca.

—¡Ahmed!

Continuó caminando, de prisa.

—¡Hola, George! Vamos.

Eché a andar a su lado, acomodando mi paso al suyo.

—¿Por qué tanta prisa?

—Mira las nubes, muchacho. Algo está a punto de ocurrir. Tenemos que evitarlo.

Levanté la mirada hacia las nubes. Unas nubes sucias colgando sobre la ciudad, que parecían a punto de estallar y de esparcir fuego y mugre. En el Instituto de Psicología-A decían que la gente suele reaccionar de acuerdo con su estado de ánimo. Mi estado de ánimo era deplorable, pero a pesar de ello no sabía lo que en realidad significaba aquel cielo. Oscuro, sí, pero inofensivo.

—¿Qué es eso? —pregunté—. ¿Niebla?

Ahmed se detuvo y me miró a la cara.

—No. Es miedo.

Tenía razón. El miedo se extendía como una bruma a través del aire. Había miedo en las amenazadoras nubes y en la oscuridad a través de los rostros de la gente. La gente andaba bajo el pesado cielo, encogida como si cayera una fría llovizna. Por encima de nosotros, los edificios parecían tambalearse.

Cerré los ojos, pero aquella impresión no se desvaneció.

El año pasado, cuando Ahmed estaba haciendo prácticas para ingresar en la Brigada de Rescate, abrió un libro de texto y trató de explicarme algo acerca de la diferencia entre realidad interna y realidad externa, y de cómo una multitud puede ser presa del pánico cuando todos sus componentes individuales ven la misma idea. Abrí los ojos y estudié a la gente que pasaba junto a mí. En Nueva York, la gente siempre parece tener prisa. ¿O acaso veían todos ellos los edificios tambaleándose y como a punto de caer? ¿Tenían miedo de mencionarlo?

—Ahmed, ¿qué pasaría si todos empezáramos a aullar: «¡Terremoto!» al mismo tiempo? ¿Seríamos presa de una ola de pánico?

—Probablemente. —Ahmed me estaba mirando con mucha atención ahora—. ¿Cómo te encuentras, George? Tienes cara de enfermo.

—Me siento miserable. Algo marcha mal en mi cabeza. Tengo vértigo.

El hablar empeoraba la cosa. Apoyé mi mano contra una pared. Las paredes oscilaron, y me sentí como tumbado en el suelo, a pesar que estaba de pie.

—¿Qué diablos me pasa? —inquirí—. No puedo estar enfermo por haberme pasado por alto un par de comidas, ¿verdad? —El mencionar la comida hizo que mi estómago se sintiera raro, vacío y seco. Súbitamente pensé en la muerte—. Ni siquiera tengo hambre —le dije a Ahmed—. ¿Estoy enfermo?

Ahmed, que había sido rey de nuestra pandilla infantil cuando éramos niños, era el único que conocía las respuestas.

—Muchacho, eres un excelente pick up. —Ahmed estudió mi rostro—. Alguien está en dificultades, cerca de aquí, y tú has sintonizado con él. —Miró hacia el cielo, por oriente y occidente—. ¿Qué camino es el peor? Tenemos que localizarle rápidamente.

Contemplé la Quinta Avenida. Los gigantescos edificios de cristal se erguían y resplandecían inseguros, mostrando nubes de color verde oscuro a través de ellos, y reflejando nubes grises como disolviéndose en el cielo. Tendí la mirada a lo largo de la calle Cuarenta y Dos hasta los gigantescos arcos del Centro de Transporte. Volví a contemplar la Quinta Avenida, hasta más allá de los leones de piedra de la Biblioteca, y luego hacia el este, hacia los letreros de neón y la excitación.

La oscuridad llegó hasta mí con dientes, como una boca gigantesca. Difícil de describir.

—Mal asunto —dije, temblando—. Mal asunto en todas direcciones. ¡Es toda la ciudad!

—No puede ser —dijo Ahmed—. Tenemos que estar cerca del lugar donde se encuentra la víctima.

Acercó el transmisor que llevaba en la muñeca a su boca y pulsó el botón de contacto.

—Estadísticas, por favor.

Una voz respondió:

—Aquí, estadísticas.

Ahmed articuló cuidadosamente:

—Llamada de emergencia. Agente de Rescate 54B. Deme las tendencias del día en las admisiones en hospitales, todas las que sobrepasen el sigma recíproco 30. Señale el centro de cualquier zona con un aumento anormal de —me observó unos instantes-vértigos, fatiga y depresión aguda. —Volvió a observarme—. Revisen los casos de síndromes de ansiedad general y de hipocondría.

Esperó a que el Departamento de Estadística reuniera los datos.

Me pregunté si debía estar orgulloso, o avergonzado, o sentirme enfermo.

Ahmed esperó: delgado, eficiente, impaciente, con cejas negras y ojos negros. Parecía casi el mismo cuando él tenía diez años y yo nueve. Sus padres eran inmigrantes, y hablaban un idioma extranjero, pero eran orgullosos. Otra persona hubiera ardido en odio o en amor por las chicas, pero Ahmed ardía en amor por las Ideas. Sus ideas acerca de la aventura le convirtieron en rey de nuestra pandilla infantil. A veces entrábamos en lugares prohibidos sólo para ver cosas, y cuando estábamos atrapados consultaba una pequeña baraja, o unos dados, y nos sacaba de apuros rápidamente: como si tuviera un mapa. Tenía la idea que el aspecto de un lugar revelaba su estrella; un lugar de mala suerte tenía mal aspecto. Cuando me consultaba, o me preguntaba qué opinión tenía del aspecto de un lugar, yo me sentía orgulloso.

Nos dejó a todos atrás. Todos fuimos al mismo Instituto, pero Ahmed el Árabe obtuvo las mejores notas. Todos los miembros de nuestra pandilla aceptaron sus subsidios de adulto y abandonaron la ciudad, a excepción de Ahmed el Árabe y yo. Y había oído decir que Ahmed era el mejor detector de la Brigada de Rescate.

La radio de su muñeca zumbó y Ahmed la acercó a su oído. Una voz emitió cifras y términos estadísticos. Ahmed miró a su alrededor a la gente que pasaba, sorprendido, y luego me miró a mí con una expresión de respeto.

—El foco se encuentra en Manhattan. Se presentan mujeres con embarazo psicosomático. Mujeres embarazadas con pesadillas. Hombres con úlceras y cánceres imaginarios. Montones de suicidas, y montones de informes de hospitales de casos de melancolía suicida aguda. Tenías razón. Toda la ciudad se encuentra en dificultades.

Echó a andar a lo largo de la calle Cuarenta y Dos, en dirección a la Sexta Avenida, con paso rápido.

—Necesito más ayuda. Ensayar técnicas distintas.

Un letrero colgante anunció: Sala de Té Gitana, Té Oriental, Pasteles Exóticos, Lectura de la Personalidad y el Futuro. Ahmed empujó las puertas de vaivén y subió por una escalera mecánica, de dos en dos peldaños para ganar tiempo. Me mantuve pegado a sus talones. Desembocamos en el centro de un amplio restaurante de techo bajo, con mesas pequeñas y sillas muy altas.

Cuatro ancianas estaban reunidas alrededor de una mesa, mordisqueando unas pastas y hablando. Un financiero estaba sentado junto a una ventana leyendo el Wall Street Journal. Dos jóvenes estudiantes ocupaban una mesa adosada a la pared de cristal y contemplaban la calle Cuarenta y Dos y la multitud que circulaba por ella. Una mujer obesa estaba sentada ante una mesa, en un rincón, sosteniendo una revista delante de su rostro. Las cuatro ancianas dejaron de hablar y el financiero dobló su periódico y lo dejó a un lado, como si Ahmed y yo fuésemos mensajeros de malas noticias. Todos estaban nerviosos y deprimidos, como yo mismo: esperando lo peor de un mundo desahuciado.

La mujer obesa inclinó la revista y nos miró por encima del borde. Ahmed se dirigió hacia ella. La mujer dejó la revista encima de otra mesa al ver que nos acercábamos. Su rostro era ovalado y agradable, surcado de sonrisas. Me saludó con un gesto y me sonrió, pero no le sonrió a Ahmed, sino que le miró directamente a los ojos mientras se sentaba delante de ella.

Ahmed se inclinó a través de la mesa.

—De acuerdo, Bessie, también usted lo siente. ¿Ha localizado quién es?

La mujer habló en voz baja e intensa, como si temiera hablar en voz alta:

—Es lo primero que he sentido esta mañana al despertar, Ahmed. He tratado de localizarla para comunicarlo a la Brigada de Rescate, pero la víctima está sintiendo, no pensando. Y crea eco en tantas otras personas, porque ellas no dejan de pensar en los motivos por los que se sientan tan...

Hizo una pausa, y supe lo que estaba tratando de describir. Intentar describirlo empeoraba la cosa.

Luego habló en voz todavía más baja, y su rostro tenía una expresión preocupada:

—La sensación de un mal sueño está planeando sobre nosotros, Ahmed. Me pregunto si estoy...

No quería hablar de ello, de modo que lo lamenté por ella y cuando vi que Ahmed abría la boca para formular una pregunta, intervine:

—¿A qué se refiere al decir que la gente crea ecos? ¿Cómo llega a toda esa multitud?...

Agité vagamente la mano, señalando la ciudad y la gente. La Brigada de Rescate tenía como misión la de rescatar a las personas perdidas. La ciudad no estaba perdida.

Ahmed me miró con aire impaciente.

—A los adultos no les gusta utilizar la telepatía. Hacen ver que no pueden valerse de ella. Pero, supongamos que un hombre cae por el hueco de un ascensor y se rompe una pierna. Nadie le encuentra, no puede llegar a un teléfono, de modo que se desespera y empieza a utilizar la energía mental. Trata de enviar sus pensamientos con la mayor fuerza posible. Ignora la fuerza con que puede enviarlos. Se limita a emitir: «¡Socorro! ¡Tengo una pierna rota!». La gente entra cojeando en las clínicas de emergencia y los aparatos de rayos X examinan docenas de piernas sanas. Los médicos les dicen que se marchen a sus casas. Pero ellos están captando el pensamiento: «¡Socorro! ¡Voy a morir si no acude alguien en mi ayuda!». De modo que la gente no se mueve de los alrededores de las clínicas e importuna a los médicos. Está asustada. La Brigada de Rescate utiliza a esas personas como rastro. Cuando se produce una oleada anormal de gente que pide ayuda en un distrito, tratamos de localizar el centro del conflicto y encontrar a alguien realmente en apuros.

Cuanto más hablaba Ahmed, mejor me sentía. Sus palabras me desconectaron del mal humor del día, y la tarea de la Brigada de Rescate empezaba a sonar como algo que yo podía hacer. Sé lo que sienten las personas sólo estando cerca de ellas. Tal vez la Brigada de Rescate me ofreciera un empleo si podía demostrar que era capaz de detectar personas.

—Estupendo —dije—. ¿Y lo de evitar asesinatos? ¿Cómo hacen eso?

Ahmed sacó su insignia de plata y la miró.

—Te daré un ejemplo. Imagina a un chico inteligente y sensible, dotado de una gran fantasía. Está siendo maltratado por un padre estúpido. No dice nada; se limita a imaginar lo que le hará al hombre cuando él sea mayor. Siempre que el padre le pega, el chico aprieta los puños, y sonríe, y se concentra en una idea, imaginándose a sí mismo con un hacha en la mano destrozando la cabeza de su padre. Piensa intensamente. Mucha gente del distrito no tiene nada que hacer ni nada en que pensar. Nunca planean ni imaginan nada, y sólo actúan a base de los pocos pensamientos que llegan a ellos. ¿Comprendes?

—Y realizan lo que el chico está pensando —dije, con una sonrisa.

Ahmed observó mi sonrisa con una expresión de disgusto y se volvió hacia la mujer gorda.

—Bessie, tenemos que localizar a esta víctima. ¿Qué dicen las hojas de té acerca del lugar en que se encuentra?

—No se lo he preguntado. —Bessie alargó la mano hacia la otra mesa y levantó una taza vacía. Tenía unas cuantas hojas de té, mojadas, en el fondo—. Confiaba en que ustedes la encontrarían.

Se puso en pie y se alejó en dirección a la cocina.

Yo no me había sentado. Ahmed me miró con una expresión disgustada.

—Deja de cambiar de tema. ¿Quieres ayudar a rescatar a alguien, o no?

Bessie regresó con una tetera redonda y una taza limpia sobre una bandeja. Colocó la bandeja sobre la mesa, llenó la taza y luego devolvió la mitad del humeante té a la tetera. Recordé que uno de los medios de obtener información consistía en observar cómo interpreta la gente formas peculiares tales como manchas de tinta y hojas de té y permanecí en silencio, tratando de no distraer a Bessie.

Bessie se sentó lentamente en su silla, removió el té en la taza y miró dentro de ella. Nosotros esperamos. Bessie agitó la taza, sin dejar de mirar; luego cerró los ojos y soltó la taza. Permaneció inmóvil, con los ojos cerrados.

—¿Qué era ello? —preguntó Ahmed en voz baja.

—Nada, nada, sólo un... —Se interrumpió y carraspeó—. Sólo un maldito y asqueroso cráneo de mono.

Aquello tenía que ser un indicio peor que sacar el as de espadas al cortar una baraja. Muerte. Empecé a sentirme enfermo otra vez. ¿Muerte para Bessie?

—Lo siento —dijo Ahmed—. Pero, continúe, Bessie. Pruebe otra vez desde otro ángulo. Necesitamos el nombre y la dirección.

—Ella no estaba pensando en su nombre y dirección —dijo Bessie, que continuaba con los ojos cerrados.

Súbitamente, Ahmed habló con una extraña voz. Yo había oído aquella voz hacía años, cuando Ahmed era el jefe de nuestra pandilla: cuando hipnotizaba a otro chico. Era una voz suave y profunda, y penetraba dentro de uno.

- Necesita usted ayuda y nadie ha ido a ayudarla. ¿Qué está pensando?

La pregunta penetró en mi cerebro. Una respuesta se abrió allí y empecé a contestar, pero Bessie lo hizo antes que yo.

—Cuando no pienso, me limito a cerrar los ojos y a permanecer inmóvil; no siento nada, todo se aleja de mí. Cuando empiezan a ocurrir cosas desagradables, puedo permanecer alejada y negarme a regresar.

La voz de Bessie era soñolienta.

Las mismas ideas soñolientas se habían formado en mi cerebro. Bessie las estaba recitando por mí. Súbitamente, temí que la oscuridad me tragara. Era como una nube nocturna, o como una almohada, flotando en las profundidades e invitando a apoyar la cabeza en ella, pero se movió un poco y mostró una hilera de agudos dientes, de modo que uno sabía que era un tiburón dispuesto a devorar a quien se acercara lo suficiente.

Bessie abrió los ojos de golpe y se puso en pie, exhalando un profundo suspiro. Por lo visto, el sueño la había asustado. Me alegré porque hubiera salido del trance. Había estado descendiendo en la oscuridad hacia el negro monstruo.

—Si el trance es demasiado profundo, podría producirle la muerte —dije, apoyando enérgicamente una mano en el hombro de Ahmed para advertirle que no llegara demasiado lejos.

—No me importa quién de ustedes habla por ella —dijo Ahmed, sin volverse—. Pero tienen que aprender a separar sus pensamientos de los de ella. Ustedes no están pensando en morir: la víctima, sí. Está en peligro de muerte, en alguna parte. —Volvió a inclinarse hacia Bessie a través de la mesa—. ¿Dónde está?

Apreté con más fuerza el hombro de Ahmed, pero Bessie tomó obedientemente la taza y miró de nuevo dentro de ella. Su rostro era ovalado e ingenuo, pero decidí que Bessie era más valiente que yo.

Me acerqué a Bessie para mirar en la taza por encima de su hombro. En el fondo de la taza había unas cuantas hojas de té, dispersas. Bessie golpeó suavemente el lado de la taza con un dedo. Las hojas formaron una especie de dibujo, pero no supe distinguir lo que era, exactamente. Parecía significar algo, pero no pude verlo con claridad.

Bessie habló cariñosamente:

—Tienes sed, ¿verdad? Vamos, vamos, dulzura. Nosotros te encontraremos. No te hemos olvidado. Limítate a pensar en el lugar en que estás, y nosotros...

Su voz se convirtió en un murmullo ininteligible. Soltó la taza y se cubrió la cara con las manos.

Oí un susurro.

—Cansada de intentarlo, cansada de sonreír. Dejen que nazca la muerte. La muerte vendrá a destruir el mundo, el cruel, podrido...

Ahmed alargó los brazos por encima de la mesa, agarró a Bessie por los hombros y la sacudió.

—Bessie, despierte. Ésa no es usted. Es la otra.

Bessie apartó las manos de un rostro cambiado. La expresión sonriente había desaparecido.

—Es cierto —murmuró—. ¿Por qué esperar que alguien nos ayude y nos ame? Todos nacemos y morimos. Nadie puede evitar eso. No hay motivos de esperanza. La esperanza hace daño. La esperanza le haría daño a ella.

Me molestó oír hablar a Bessie. Era como si estuviera muerta. Era un cadáver parlante.

Bessie pareció hacer un esfuerzo para recobrarse y centrar su atención en Ahmed para informar, pero uno de sus ojos se desenfocó y no pareció verle.

—La esperanza hace daño —dijo—. Ella odia la esperanza. Ella trata de matarla. Siente mi pensamiento y piensa que mis sensaciones de vida y esperanza fueron las suyas. Yo estaba recordando cómo Harry me ayudó siempre, y ella ha estallado en negrura y odio... —Volvió a cubrirse el rostro con las manos—. Ahmed, Harry está muerto. Y ella ha matado al fantasma de Harry en mi corazón. No regresará nunca más, ni siquiera en sueños.

Su rostro estaba muerto, como una máscara.

Ahmed volvió a sacudirla por los hombros.

—¡Bessie, despierte! ¿No le da vergüenza?

Bessie se irguió.

—Es cierto. Todos los hombres son bestias. Ninguno es capaz de ayudar a una mujer. Tú quieres que te ayude en tu trabajo para que te den otra medalla por encontrar a esa muchacha, ¿verdad? Ella te tiene sin cuidado.

Su rostro se estaba oscureciendo, convirtiéndose en algo peor, que me recordó las formas negras de las nubes.

Tenía que sacarla del trance, pero no sabía qué hacer.

Ahmed golpeó la taza con la cucharilla y habló en voz alta y casual.

—¿Cómo marcha el restaurante, Bessie? ¿Qué tal se portan las nuevas chicas?

Bessie contempló la taza, sorprendida, y luego dirigió una vaga mirada a su alrededor.

—No hay muchos clientes en este momento. No es la mejor hora. Las chicas están en la cocina... —Su rostro empezó a recobrar su expresión normal, sonriente—. ¿Quieres que las chicas te sirvan algo, Ahmed?

Se volvió hacia mí con una amabilidad profesional y sus palabras fueron menos mecánicas.

—¿Quiere tomar algo, joven? Al parecer le sobran energías, porque aún no se ha sentado... A todos los jóvenes les gustan nuestros pastelillos de miel a la turca.

Su mirada no estaba aún enfocada sobre mí, no me veía, en realidad, pero le devolví la sonrisa, contento al comprobar que se sentía mejor.

—No, señora, gracias —dije, y miré a Ahmed para ver lo que quería a continuación.

—Los pastelillos de miel de Bessie son famosos —dijo Ahmed—. Están rellenos de miel y se deshacen en la boca. —Se puso en pie, con aire cansado—. Me llevaré una docena.

La mujer gorda le miró, parpadeando. Su rostro ya no parecía enfermo y envejecido, pero carecía de expresión, como ve uno su propio rostro al mirarse al espejo por la mañana.

—Pastelillos de miel —repitió Bessie—. Una docena.

Hizo sonar una campanilla que había en el centro de la mesa y se puso en pie.

—Espérame abajo —me dijo Ahmed. Se volvió hacia Bessie—: ¿Recuerda aquella vez que se presentaron los participantes en la Convención de Mueblistas y todos querían langosta y lectura de la palma de la mano al mismo tiempo? ¿Dónde consiguió usted todas aquellas langostas?

Se alejaron juntos hacia el mostrador. Una muchacha muy bonita, que llevaba un delantal plisado, salió apresuradamente de la cocina y se situó detrás de la barra.

Bessie se echó a reír, con una risa que resonó en todo el local.

—¿Si lo recuerdo, dices? ¿Cómo podría olvidarlo? ¡Imagínate lo que significa tratar de localizar veinte lectores de la palma de la mano, en diez minutos, por teléfono! Desde luego, te quedé muy agradecida cuando me enviaste aquellos veinte muchachos, chicos y chicas, para leerles las palmas de la mano a mis mueblistas. Los nervios no me abandonaron hasta que vi que los clientes sorbían literalmente sus palabras. Pensé que habías sacado a una tribu de gitanos de la cárcel. Jo, jo. No sabía que me habían mandado a todos los alumnos de la clase de Análisis de Personalidad Sospechosa.

Bajé hasta la acera. Unos instantes después se presentó Ahmed.

—Toma, lleva eso —dijo, entregándome la bolsa de pastelillos de miel.

Olían muy bien. Tomé la bolsa y hundí decididamente la mano en ella.

—Te he dicho que los lleves, no que te los comas.

Saqué la mano de la bolsa y seguí a Ahmed, el cual había empezado a bajar las escaleras del Metro. Yo temblaba hasta el punto que bajé los peldaños de uno en uno, y no de dos en dos. Cuando llegué abajo, Ahmed estaba estudiando los letreros que indicaban las direcciones que seguían los diversos trenes que circulaban por aquella línea. Por primera vez me di cuenta que él estaba preocupado y no se sentía seguro de sí mismo. No sabía qué camino seguir. Para mí resultaba una novedad que Ahmed no supiera qué camino seguir.

Ahmed estaba pensando en voz alta:

—Sabemos que la víctima es hembra, adulta, más joven que Bessie, probablemente embarazada, y que está atrapada en algún lugar en el que no hay comida ni agua para ella. Esperaba ayuda de la persona a la cual ama, quedó decepcionada, y ahora está furiosa con la idea del amor y odia pensar en la gente prestando ayuda.

Recordé el rostro de Bessie, súbitamente enfermo y envejecido, después que la víctima había captado el pensamiento de Bessie de prestar ayuda. La cólera parecía ser la reticencia del año. Recordé el cielo amenazador, y contemplé a la gente que se apresuraba, pálida y ansiosa. Pasaron dos muchachas. Una de ellas se apretaba el estómago con una mano y murmuraba algo acerca del Alka-Seltzer, y la otra tenía los ojos enrojecidos, como si hubiera estado llorando. ¿Puede una persona en apuros hacerle eso a toda una ciudad llena de gente?

—¿Quién es ella, Ahmed? —pregunté—. Quiero decir, ¿qué es ella, a fin de cuentas?

—Ojalá lo supiera —dijo Ahmed. Súbitamente me atacó otra vez con su pregunta, utilizando aquella profunda voz hipnótica para precipitarme en los negros remolinos del miedo a la muerte—: Si tuvieras sed, mucha sed, y hubiera un solo lugar en la ciudad al que pudieras acudir para adquirir una bebida, ¿dónde...?

—No tengo sed. —Traté de tragar saliva, y noté mi lengua hinchada, mi boca seca y llena de arena y mi garganta empedrada de grava seca. El mundo oscilaba. Planté firmemente los pies en el suelo para no perder el equilibrio—. Tengo sed. ¿Cómo lo has conseguido? Quiero ir a la taberna del Caballo Blanco de la Bleeker Street y beberme un galón de cerveza.

—Tú eres mi brújula. Vamos allá. Invito yo.

Ahmed echó a correr hacia uno de los andenes. Le seguí, agarrando la bolsa de pastelillos de miel como si fuera una maleta llena de piedras. El olor me hacía sentirme hambriento y débil. Aún podía andar, pero estaba convencido que si Ahmed volvía a empujarme hacia aquel humor sombrío una vez más, tendrían que recogerme en una camilla.

Me senté en el vagón con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza colgando. Ahmed me observaba atentamente, como si yo fuera un diagrama médico.

—Muchacho, me gustaría ver las estadísticas de suicidios en este momento. Me basta con verte para saber que son pésimas.

Me quedaba la vida suficiente para sentirme enojado.

—Tengo mis propios sentimientos, que no son los sentimientos de un niño. He estado enfermo todo el día. Un virus, o algo por el estilo.

—¡Maldita sea! ¿Es que no vas a entenderlo nunca? Tenemos que rescatar a esa muchacha porque está transmitiendo que se siente enferma.

Miré al suelo entre mis pies.

—Ese es un motivo mezquino. ¿Por qué no puedes rescatarla simplemente porque se encuentra en dificultades? Déjala que transmita. La Escuela Superior de Psicología-A dice que todo el mundo transmite.

—Escucha... —Ahmed se inclinó hacia adelante para comunicarme una idea. Sus ojos empezaron a brillar a medida que la idea se apoderaba de él—. Tal vez ella transmite en un tono demasiado fuerte. Estadística ha estado reuniendo datos sobre tendencias e impulsos en la acción popular. En su opinión, las personas que transmiten en un tono demasiado fuerte podrían ser los causantes de algunas de las acciones de masas.

—No lo entiendo, Ahmed.

—A veces, por ejemplo, localizan un gran impulso de la gente para ir a Coney Island en un día nublado, sin que haya suficientes trenes para todos y provocando con ello una congestión del tráfico. Comparan aquel día con otros días nublados, con la misma temperatura y en la misma época del año, de otros años, y tratan de elucidar la causa. A veces es una fábrica que ha dado fiesta a sus obreros; pero a veces es un hombre que tiene el día libre y se va a la playa, y una multitud de mil o más personas, de todos los puntos de la ciudad, personas que no conocen a aquel hombre, experimentan el súbito deseo de ir a la playa y se ponen en marcha casi al mismo tiempo, llenando los trenes por espacio de una hora y dificultando la tarea del personal de Control de la Corriente de Tráfico.

—¿Se trata de un club?

Yo estaba tratando de captar lo que Ahmed quería decir, pero no acababa de ver claro en el asunto.

—No —dijo Ahmed—. No se conocen unos a otros. Se ha comprobado. Los expertos en Tráfico empiezan a investigar. Y descubren que la mayoría de las personas que forman parte de aquellas multitudes son obreros con un IQ por debajo de cien, pero que llevan una vida normal. Parecen estar controlados por un hombre que se encuentra en el centro del impulso y que tiene un motivo para ir en aquella dirección. El personal de Estadística da a ese hombre el nombre de Arquetipo. Es una antigua palabra griega. El original del que otras personas son simples copias: un hombre real y un millar de ecos.

La idea respecto a que algunas personas eran «ecos» me desconcertó. Parecía insultante llamar a alguien un eco.

—Deben estar equivocados —dije.

—Escucha... —Ahmed se inclinó hacia adelante, con los ojos brillantes—. Ellos creen que están en lo cierto: un hombre y un millar de ecos. Comprobaron las vidas de los que parecen estar en el centro. Los Arquetipos son personas normales, enérgicas, que viven de un modo normal. Cuando las cosas marchan como de costumbre para el Arquetipo, actúa normalmente y todos los que están controlados por él actúan con normalidad, ¿entiendes?

No lo entendía, y no me gustaba.

—Una persona sana y normal no desea controlar a nadie —dije, pero sabía que estaba atenuando la situación. Los humanos pueden ser malos. A la gente le gusta dominar a otras personas—. Escucha —dije—, a algunas personas les gusta tomar consejo. Tal vez es algo así como un consejo.

Ahmed se reclinó hacia atrás y pellizcó su barbilla.

—Es posible. Tal vez el Arquetipo no sabe que está transmitiendo. No hace más que lo que el hombre normal quiere hacer. Resuelve los mismos problemas..., y los resuelve mejor. Transmite en tono alto, agradable, simples pensamientos, fáciles de escuchar para los que tienen la misma clase de vida y de problemas. Quizás más de la mitad de la población con un IQ inferior a 100 ha aprendido a utilizar el pick up telepático y deja que el Arquetipo piense por ellos.

Ahmed se excitaba cada vez más, con los ojos fijos en el cuadro que veía en su cerebro.

—Tal vez la gente que deja que el Arquetipo gobierne sus vidas ni siquiera sabe que está siguiendo las ideas de otro. Se limita a encontrar en un rincón de su mente esas valiosas ideas que resuelven sus problemas. ¿Te has dado cuenta que la mayoría de personas creen que pensar significa sentarse, con la mirada perdida, apoyando la barbilla en la mano, como si se escuchara una música lejana? A veces dicen: «Cuando hay demasiado ruido, no puedo oírme a mí mismo pensar». Pero cuando un intelectual, un verdadero pensador, está pensando...

Me eché a reír, interrumpiéndole.

—Cuando un intelectual está pensando, pone el motor en marcha, se inclina hacia adelante, clava los ojos en uno y prácticamente trepa la pared con cada palabra, como tú, Ahmed. ¿Eres tú un Arquetipo?

Sacudió la cabeza.

—Sólo para mi tipo de persona. Si un tipo medio de persona empezara a captar mi tipo de pensamiento, no resolvería sus problemas, de modo que lo ignoraría.

Yo me reí de buena gana. La risa alejaba los fantasmas de la desesperación que roían mi alma.

—¡Tu tipo de persona! ¡Ja, ja! Muéstrame una. ¡Jo, jo! ¿Ignorarlo? Si un hombre encontrara tus pensamientos en su cerebro acudiría a un psiquiatra. Creería que estaba perdiendo la chaveta.

Delante de nosotros vimos el gran «14» que indicaba que habíamos llegado a la estación de la calle Catorce. Cuando nos dirigíamos hacia la puerta del vagón vi a una muchacha arrodillada lateralmente en uno de los asientos. Pensé que se estaba atando el lazo de un zapato, pero al volverme vi que estaba semienroscada sobre sí misma, con el dedo pulgar en la boca. Regresión. Retorno a la infancia. Derrota.

Me recorrió un estremecimiento de temor. La derrota no podía llegar tan fácilmente. Ahmed se había bajado y estaba a medio camino de la escalera mecánica.

—¡Ahmed! —grité.

Sin volverse, agitó una mano haciéndome una seña para que le siguiera.

Cuando llegué a la calle vi que Ahmed desaparecía en el interior de la taberna del Caballo Blanco. Eché a correr detrás de él y entré en el local, envuelto en una semipenumbra. Nada parecía moverse. Al cabo de unos instantes mis ojos se acostumbraron a la penumbra y vi a Ahmed con los codos sobre el mostrador, sorbiendo una cerveza y hablando del tiempo con el tabernero.

Era demasiado para mí. El mundo estaba desquiciado en un sentido, y Ahmed estaba desquiciado en un sentido distinto.

Tenía sed, de modo que apoyé los codos sobre el mostrador a cierta distancia de Ahmed y decidí llamar al tabernero.

—Una cerveza. —Señalé a Ahmed con un gesto—. Él pagará.

Hablé en tono normal, pero el tabernero se sobresaltó y se movió rápidamente. Dejó una botella delante de mí y frotó el mostrador con un paño.

—Buen tiempo —dijo, y miró a su alrededor con los hombros encorvados, mirando por encima de sus hombros—. Me gustaría estar en la calle respirando un poco de aire fresco. ¿Había estado aquí alguna vez?

—Sí —dije—. Y me gustó.

Recordé a las personas que me habían mostrado el lugar. Jean Fitzpatrick —que me había leído algunas de sus poesías en una reunión de amigos— y un tipo muy simpático, su marido, Mort Fitzpatrick. La joven me había dicho que ella y su marido tenían una casa en la vecindad y que podía visitarles cuando quisiera.

Aquel tipo de invitación significaba que los Fitzpatrick eran unos bohemios, de los que coleccionan obras de arte, libros raros y amigos ocasionales. Ese tipo de gente siempre tiene la puerta abierta y una taza de café para sus amigos.

—¿Viven todavía por aquí Jean y Mort Fitzpatrick? —le pregunté al tabernero.

—Supongo que sí, aunque hace días que no han venido por aquí. —Continuó frotando el mostrador con el paño, alejándose en dirección a Ahmed—. No me extrañaría nada que se hubieran mudado.

Ahmed sorbía su cerveza y nos miraba de reojo, como un desconocido.

Salí a la calle, meditando en lo absurdo que resultaba ser un detector. Y decidí visitar a Jean Fitzpatrick y hablar con ella de lo malo que había sido el día para mí. Estaba seguro que después de hablar con Jean el mundo volvería a convertirse para mí en un lugar soportable.

Ahmed me alcanzó y me tomó por el brazo. Contuve mi deseo de girar en redondo y golpearle, y me limité a detenerme, mirando fijamente delante de mí.

—¿Estás furioso? —inquirió Ahmed, inclinándose un poco para mirarme a la cara—. ¿Cómo te sientes?

—Ahmed, lo que yo siento es asunto mío. ¿De acuerdo? Quiero visitar a una joven que vive cerca de aquí. Quiero asegurarme que ella está bien. ¿De acuerdo? No quiero mezclarme con tu Brigada de Rescate. No me esperes. ¿De acuerdo?

Eché a andar de nuevo, pero Ahmed continuó pegado a mis talones. Yo había expresado claramente que no quería compañía. Y por otra parte no deseaba apabullarle, porque en otros tiempos había sido amigo mío.

—¿Puedo acompañarte? —inquirió Ahmed cortésmente—. Tal vez pueda ayudar...

Me encogí de hombros. ¿Qué importaba, a fin de cuentas? Estaba cansado, y Ahmed no tardaría en volver a sus asuntos. La idea de hablar con Jean Fitzpatrick resultaba consoladora, sedante. Tomaríamos café, nos contaríamos chistes y nos olvidaríamos del mundo.

La casa de los Fitzpatrick era una de aquellas pequeñas mansiones construidas hace un siglo, cuando la ciudad era un pueblo, amorosamente restaurada a base de trabajo manual y revestida de muchas capas de pintura por decoradores voluntarios. Resplandecía de pintura blanca y puertas y persianas rojas, con arriates debajo de cada ventana en los cuales crecían enredaderas y flores silvestres.

Llamé con los nudillos en la resplandeciente puerta roja. Nadie contestó. Vi un timbre en uno de los lados y lo pulsé. Se oyó un melodioso campanilleo, pero nada se movió en el interior de la casa. Empuñé el pomo de la puerta pero no giró: estaba cerrado con llave.

Tuve la impresión que habían cerrado la puerta al verme llegar. Era un mal día para mí, desde luego, pero no podía ir más lejos. No tenía otro lugar al cual dirigirme.

Tiré del pomo una y otra vez, tratando de hacerlo girar. Empezó a hacer un ruido rechinante, como de cadenas, o como un despertador en un hospital. El sonido penetró en mi sangre y casi heló mi mano. Pensé que había algo detrás de la puerta, y pensé que se estaba abriendo y que un monstruo de rostro cadavérico estaba allí, esperando.

Di media vuelta y cuidadosamente, silenciosamente, bajé los dos peldaños hasta la acera. Estaba tan aturdido que me pareció oír que la puerta se abría con un chirrido, y creí notar el viento helado de alguien que extendía los brazos para agarrarme.

No miré hacia atrás. Me limité a alejarme en la misma dirección por la que había llegado, fingiendo que no había querido tocar aquella puerta.

Ahmed trotaba a mi lado, maniobrando de un modo absurdo para observar mi rostro.

—¿Qué pasa? —inquirió.

—Ella no... No había nadie.

Era una mentira. En aquella casa había alguien o algo.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Ahmed.

—Directamente al río —dije, y me eché a reír. La risa sonó muy rara y me lastimó el pecho como una tos—. El agua es un espejismo en el desierto y uno anda por la seca arena buscando agua para ahogarse en ella. Y uno muere sobre la seca arena, arrastrándose, buscando agua. Nadie le ve. La gente vuela a cierta altura y ve el reflejo del cielo en las falsas olas. Llegan unos buzos y encuentran una momia disecada en el fondo y toman notas, maravillándose porque creen que hay agua en el río. Pero todo es una mentira.

Me detuve. Las gigantescas dársenas estaban a la vista, y entre ellas los antiguos y pequeños muelles. No conducía a nada avanzar en aquella dirección, ni en cualquier otra dirección. El mundo estaba arrugado y viejo, con millares de años de polvo acumulados sobre él: un féretro de momia. Mientras estaba allí de pie el mundo se empequeñeció, cerrándose sobre mí como una tapadera recluyéndome en un ataúd. Yo estaba muerto, tendido, a pesar de encontrarme de pie sobre la acera. No podía moverme.

—Ahmed —dije, oyendo mi voz desde una gran distancia—, sácame de esto. ¿Para qué sirve un amigo?

Danzó a mi alrededor como un duendecillo maligno.

—¿Por qué no te ayudas a ti mismo? —inquirió.

—No puedo moverme —contesté, mostrándome notablemente razonable.

Continuó dando vueltas a mi alrededor, observando mi rostro. Se movía a saltos, como un bicho buscando un lugar para morder. Me imaginé a mí mismo disparando una rociada de insecticida sobre él.

Súbitamente utilizó la voz, la clara y profunda voz hipnótica que penetra en el oscuro mundo privado en el que vivo cuando estoy dormido y soñando.

¿Por qué no puedes moverte?

El abismo se abrió debajo de mis pies.

—Porque he caído —contesté.

Utilizó de nuevo la voz, que penetró hasta un mundo interior donde los sueños vivían y eran reales todo el tiempo. Yo estaba encogido y débil, tendido sobre polvos y harapos. Llevaba allí largo tiempo. La voz de Ahmed me alcanzó, preguntando:

¿Has caído muy lejos?

Medí la distancia con los ojos. Estaba cansado, y el esfuerzo para pensar resultaba muy duro. Diez o doce pies hasta el rellano, luego otro tramo de empinados peldaños..., y la muerte esperando abajo.

—Muy lejos —contesté—. Estoy demasiado pesado. La escalera es empinada.

Tienes la boca seca.

Podía sentir la sed como llamas, resecando mi garganta, espesando mi lengua mientras Ahmed formulaba la pregunta, la pregunta crucial.

Dime, ¿cuál es tu nombre?

Traté de contestar con mi verdadero nombre, George Sanford. Oí una voz que decía:

—Jean Dalais.

¿Dónde vives?, preguntó Ahmed con la voz penetrante que resonaba dentro de mi cráneo y resonaba en el otro mundo maligno donde yo, o alguien, estaba tendido en el suelo oliendo a polvo para toda la eternidad.

—En la planta baja —me oí contestar a mí mismo.

¿Dónde estás ahora?, inquirió Ahmed con la misma voz penetrante.

—En el infierno —respondió la voz desde mi cerebro.

Apunté cuidadosamente para derribarle de un solo golpe. Era peligroso. Tenía que pararle los pies y dejarle sin sentido. Golpeé con todas mis fuerzas, con odio. Ahmed cayó hacia atrás y yo eché a correr. Corrí y corrí, una manzana, dos manzanas. Mis piernas eran las mías, mi cuerpo era el mío, mi mente era la mía. Yo era George Sanford y podía moverme sin temor a caer. Nadie estaba detrás de mí. Nadie estaba delante de mí. El sol brillaba a través de las nubes, la fresca brisa soplaba a lo largo de las aceras vacías. Estaba solo. Había dejado atrás aquel mundo de horror...

Esta vez sabía lo que tenía que hacer para mantenerme al margen del asunto. No pensar en ello. No recordar lo que Ahmed estaba tratando de hacer. No molestarme en rescatar a nadie. Dar un paseo a lo largo del borde de los muelles a la semivelada luz del sol y pensar cosas alegres, o no pensar en nada.

Miré hacia atrás y Ahmed estaba tendido en la acera, lejos. Recordé que yo era excepcionalmente fuerte y que el entrenador me había advertido que me lo pensara dos veces antes de golpear a alguien.

¿Qué había dicho yo? Jean Dalais. Jean Fitzpatrick me había enseñado algunas de sus poesías, firmadas con este último nombre. ¿Eran la misma persona Jean Dalais y Jean Fitzpatrick? Es posible que fuera su nombre antes de casarse con Mort Fitzpatrick.

Había pasado junto a la casa blanca de persianas rojas. Miré hacia atrás. Sólo estaba a media manzana de distancia. Retrocedí, antes que el miedo pudiera volver a hacer presa en mí, y manipulé el pomo, y empujé la puerta, y observé la cerradura.

Ahmed estaba detrás de mí.

—¿Sabes forzar cerraduras? —le pregunté.

—Demasiado lento —me contestó en voz baja—. Vamos a intentarlo con una ventana.

Tenía razón. La primera ventana que encontramos sólo estaba fijada con el hollín de Nueva York. Con las manos tiznadas trepamos a la cocina. La cocina estaba limpia, a excepción de una ensaladera con una ensalada deshidratada. El fregadero estaba seco, el aire viciado.

Era de buena educación anunciar a gritos nuestra intrusión.

—¡Jean! —grité.

Me contestaron los ecos y el silencio, y algo pequeño cayendo de una estantería, arriba. El fantasma volvió a erguirse en mi mente y se situó detrás de mí, con las garras extendidas. Miré por encima de mi hombro y sólo vi la cocina vacía. Se me puso la piel de gallina. Tenía miedo de hacer ruido. Miedo que la muerte me oyera. Tenía que aullar; miedo de aullar. Tenía que moverme; miedo de moverme. Agonizando de cobardía. Los pensamientos de otro ser, con el olor de la enfermedad, el ardor de la sed, la energía de la rabia.

Apoyé una mano sobre la mesa de la cocina.

—Arriba en el ático —dije.

Ahora sabía lo que me pasaba. Jean Dalais era un Arquetipo. Estaba delirando y soñando que era yo. O yo era realmente Jean Dalais, sufriendo a través de otro sueño de rescate, y estaba soñando que unas personas desconocidas se encontraban en la planta baja, en mi cocina, buscándome. Yo, Jean, odiaba aquellas alucinaciones. Ataqué las soñadas imágenes de hombres con una sensación de enfermiza debilidad, con el recuerdo del tiempo que había transcurrido sin que nadie me ayudara, con el odio a un mundo que le atrapaba a uno y convertía la esperanza en una mentira.

—Sube a echar una mirada, Ahmed —dijo la boca de George Sanford.

La otra figura del sueño se inclinó y dejó un teléfono en el suelo.

—Cuando yo grite, marca el O y avisa a la Brigada de Rescate para que venga inmediatamente —dijo Ahmed—. ¿De acuerdo, George?

Subió la escalera silenciosamente, de dos en dos peldaños. Desapareció de mi vista y oí el sonido de sus pasos, muy leves, como si anduviera de puntillas. Incluso Ahmed temía despertar a los fantasmas.

¿Qué había dicho Bessie acerca de la víctima? «La esperanza hace daño.» Ella había tratado de infundir esperanza a la víctima, y la víctima le había hundido en el corazón una daga de odio y de desesperación.

¡Por eso estaba yo sentado en el suelo!

¡Peligro, George, no pienses! Cerré los ojos y dejé mi mente en blanco.

El sueño del rescate y las imágenes de hombres desaparecieron. Yo era Jean Dalais hundiéndome en la oscuridad, una cálida y aterciopelada oscuridad, sin sentir, sin pensar, sólo con la presión del suelo del ático contra mi rostro.

Un extraño ruido hizo temblar el suelo y un sonido restregante excitó mi curiosidad. Empecé a despertar de nuevo. Era un sonido familiar, familiar desde el otro mundo y la otra vida, hacía seis días, hacía una eternidad, casi olvidado. El suelo del ático se apretó contra mi rostro con un olor a polvo. El ruido y el sonido restregante se repitieron, metal contra madera. Sentí curiosidad. Abrí los ojos secos y llenos de arena y levanté la cabeza, y el movimiento volvió a precipitar mi cuerpo en el infierno de la sed y los dolores de la debilidad.

Vi los dos extremos de la escalerilla de aluminio surgiendo a través de la trampilla del ático. La escalerilla me estaba mirando, invitándome a trepar por ella. Maldije a la escalerilla. ¿Para qué sirve una escalerilla si uno no puede moverse? Hacía mucho tiempo que había descubierto que el moverme provocaba los dolores del parto. No era conveniente tener un niño aquí. Era preferible permanecer inmóvil.

Oí una voz.

—Está aquí, George. Llama a la Brigada de Rescate.

Odié la voz. Otra voz imaginaria en la larga pesadilla de rescates imaginarios. ¿Quién era «George»? Yo era Jean Dalais.

George. Alguien había llamado a «George». Abajo, en la pequeña cocina imaginada imaginé una pequeña imagen de un hombre alargando la mano hacia un teléfono caído a su lado, en el suelo. Marcó el 0. Una voz femenina formuló una pregunta. La imagen del hombre dijo «Brigada de Rescate» en tono vacilante.

El teléfono zumbó y luego una voz profunda dijo: «Brigada de Rescate».

En el ático supe que estaba en marcha un sueño de la Brigada de Rescate. Lo había soñado antes. Hablé a través de la pequeña imagen del hombre.

—Me llamo Jean Fitzpatrick. Me encuentro en el número 29 de la Washington Street. Estoy atrapada en el ático, sin agua. Si no fueran ustedes tan estúpidos, me hubieran encontrado hace mucho tiempo. Dense prisa. Estoy embarazada.

Hizo que la imagen del hombre dejara caer el receptor. El sueño de la planta baja se desvaneció de nuevo mientras la imagen del hombre se cubría el rostro con las manos.

Mis ojos secos estaban cerrados, el suelo del ático volvía a apretarse contra mi rostro. Cerca de mí crujió la escalerilla, y luego crujió el suelo del ático: algo pesado se deslizaba sobre él cuidadosamente. Después, una mano levantó mi cabeza y noté el frescor del gollete de una botella contra mis labios. Abrí la boca y empecé a tragar.

George Sanford, yo, apartó las manos de sus ojos y miró el teléfono. Ahora, yo no estaba tendido en el suelo; no estaba bebiendo; no tenía sed. ¿Había avisado a la Brigada de Rescate cuando Ahmed me llamó? Un pequeño maniquí de hombre en la mente de Jean Fitzpatrick había llamado por teléfono y colgado, pero el maniquí era yo, George Sanford: 1,83 de estatura. No soy muñeco de ninguna mujer. La fuerza de la telepatía es intensificada por la emoción y la necesidad, y la mujer del ático tenía suficiente emoción y necesidad, pero nadie podría haberme hecho aquello si yo no hubiese querido ayudar. Nadie.

El sonido musical de una sirena acercándose, aumentando de volumen. Se detuvo delante de la puerta. Alguien aporreó la madera. Yo me encontraba bien ahora, pero no tenía ganas de moverme.

—Pasen —grité.

Hicieron girar inútilmente el pomo de la puerta. Me levanté a abrir y luego me apoyé en el respaldo de una silla.

Agentes de la brigada de emergencia con uniformes azules y blancos.

—¿Está usted enfermo?

—Yo no, la mujer del ático.

Señalé la escalera y se precipitaron hacia ella, portando su camilla y sus botiquines.

Ya no había sed ni necesidad que impulsaran la mente de Jean, pero nuestras mentes seguían conectadas hasta cierto punto, ya que noté el pinchazo de una aguja hipodérmica en un muslo, y luego el vértigo y el temor se desvanecieron, el mundo recobró su equilibrio, la cocina no era un ático polvoriento sino únicamente una cocina limpia y vacía, y toda la luz solar del mundo penetraba por las ventanas.

Respiré profundamente y me desperecé, notando los músculos fuertes y entonados en mis brazos y piernas. Subí al segundo piso y sostuve la escalerilla mientras los hombres de la Brigada de Rescate bajaban el cuerpo de una mujer inconsciente desde el ático.

Era una joven de cabellos rizados, muy delgada de brazos y piernas, con el rostro manchado por la suciedad y las lágrimas. Estaba embarazada.

Contemplé cómo se alejaba la camioneta azul y blanca de la Brigada de Rescate.

—¿Quieres acompañarme y presenciar cómo presento mi informe? —me preguntó Ahmed.

Al salir de la cocina miré a mi alrededor buscando los pastelillos de miel, pero la bolsa había desaparecido. Debí dejarla caer en alguna parte.

Nos dirigimos a la comisaría de policía más cercana y allí Ahmed se instaló en un escritorio desocupado para redactar su informe. Yo encontré un montón de historietas en la sala de espera y escogí el que prometía más acción, a juzgar por la cubierta. Mis manos temblaban un poco porque tenía hambre, pero me sentía satisfecho e importante.

Ahmed escribió unas cuantas líneas y luego empezó a manipular en la calculadora que había sobre el escritorio. Se interrumpió, fijó la mirada en un punto indeterminado, me miró a mí y volvió a escribir, mirándome de cuando en cuando. Me pregunté qué estaba escribiendo acerca de mí. Deseaba que la Brigada de Rescate leyera cosas agradables acerca de mí y se decidiera a ofrecerme un empleo.

—Me he portado bien, ¿no es cierto, Ahmed?

—Sí.

Escribió algo, leyó las instrucciones para el párrafo siguiente, empezó a morder el extremo de la pluma y clavó la mirada en el techo.

—¿Sería yo un buen detector? —pregunté.

—¿Qué notas obtuviste en el Análisis de Variación en el Instituto?

—No llegué a examinarme. Me suspendieron en probabilidad en Álgebra, en la sexta-B...

—La Brigada de Rescate quiere unos informes que puedan pasar a las máquinas de estadística. Mira... —Me acerqué al escritorio y me mostró un espacio que había llenado con algunas cifras y un extraño símbolo que parecía una d acostada—. ¿Puedes leer eso, George?

—¿Qué dice?

—Dice probabilidad.005. Eso significa que hay doscientas probabilidades contra una a que encontraras la taberna del Caballo Blanco por casualidad, cuando era el lugar que solía frecuentar Mrs. Fitzpatrick. He obtenido la cifra contando por encima el número de tabernas que figuran en la guía telefónica. Más de doscientas tabernas. Doscientos dividido por uno, igual a doscientos. Si hubieras probado en otra taberna antes de acudir a la correcta, las probabilidades serían doscientas divididas por dos, igual a cien. Tu promedio es doscientos, ¿comprendes? En la Brigada opinan que cuarenta es un buen promedio.

Miré a Ahmed con una expresión de asombro. En el Instituto tuvieron paciencia conmigo por espacio de dos cursos antes de darme por inútil. Sin aprobar la probabilidad en Álgebra, no podía estudiar Psicología-B, Historia, Dinámica Social, Análisis de Sistemas, Dirección Comercial, Programación ni Trabajo Social. Ni siquiera podía estudiar la carrera de agente de Tráfico. Podía haber estudiado Reparaciones Electrónicas, pero yo quería trabajar con personas, no con aparatos de televisión, de modo que renuncié. No estaba capacitado para estudiar aquellas asignaturas, pero podía realizar la clase de trabajo que necesitaba la Brigada de Rescate.

—Ahmed, yo encajaría en la Brigada de Rescate. No necesito estadísticas. Recuerda que te dije que estabas presionando demasiado a Bessie. Tenía razón, ¿no es cierto? Y tú estabas equivocado. Eso demuestra que no necesito adiestramiento.

Ahmed suspiró.

—Lo siento, George, pero eso no te concede ningún promedio. Todas las personas de corazón blando se asustan cuando ven a alguien penetrando en una zona traumática del mundo subjetivo. Y siempre tratan de evitarlo. Tú hubieras dicho que la estaba presionando demasiado, aunque hubieses estado equivocado.

—Pero estaba en lo cierto.

Ahmed se incorporó a medias en su asiento, pero cambió de idea y volvió a sentarse.

—No importa que estuvieras en lo cierto. Lo que cuenta es que escogiste la taberna del Caballo Blanco de entre todas las tabernas que podías haber escogido, lo que cuenta es que escogiste la casa de la joven de entre todas las direcciones que podías haber escogido. Voy a multiplicar las dos cifras, una por otra. Eso elevará tu promedio a más de ochenta mil, probablemente. Un promedio más que excelente.

—Pero yo fui a la taberna sólo porque tenía sed. No puedes incluirlo en mi cuenta. Y fui a la casa de la joven porque quería verla. Tal vez ella me atrajo hacia allí. ¿Comprendes?

—¡No me importan los motivos que pudieras tener! Fuiste al lugar correcto, ¿no es cierto? La encontraste, ¿no es cierto? —Ahmed se puso en pie y elevó el tono de su voz—. Estás hablando como si viviéramos aún como en 1950, cuando tu abuela explotaba una tienda. No me importan tus motivos, a nadie le importan ya los motivos. Lo único que nos importa son los resultados, ¿comprendes? No sabemos por qué ocurren las cosas, pero si cada uno redacta buenos informes acerca de ellas, con estadísticas claras, podemos introducir los informes en las máquinas, y las máquinas nos dirán exactamente lo que está ocurriendo, y podremos trabajar con eso, porque eso son hechos producidos en el mundo real. Sé que tú puedes localizar personas. Tus motivos no importan. ¡Las teorías científicas acerca de las causas no importan!

Tenía el rostro enrojecido y gritaba, como si yo hubiese hablado mal de su religión o algo por el estilo.

—Me gustaría disponer de teorías para algunas de las causas. Pero si la estadística dice que cuando algo raro ocurre aquí siempre ocurre algo raro allí inmediatamente después, no tenemos por qué conocer la conexión que existe entre los dos hechos; lo único que tenemos que hacer es esperar la segunda cosa cada vez que vemos que ocurre la primera. ¿Comprendes?

No sabía de qué me estaba hablando. Mis profesores me habían dicho cosas como aquélla, pero Ahmed era un amigo y no tenía por qué gritar.

—Ahmed —dije—, ¿sería yo un buen detector?

—¡Serías un gran detector! —Inclinó la mirada hacia su informe—. Pero no puedes ingresar en la Brigada de Rescate. El reglamento dice que en tu cabeza deben haber sesos en vez de piedras. Te ayudaré a encontrar otro empleo, no te preocupes. En cuanto termine este informe te prestaré cincuenta dólares. Y ahora déjame tranquilo. Vete a leer algo.

Me sentí miserable, pero no me moví de allí, porque aquélla era mi última posibilidad de conseguir un verdadero trabajo. La Brigada de Rescate me necesitaba. Las personas perdidas iban a necesitarme.

—Ahmed —dije, en el tono más firme que pude encontrar—, tengo que ingresar en tu departamento. Tienes que inventar algo para que pueda ingresar.

Resulta duro contemplar a un tipo fuerte y seguro de sí mismo cambiando de idea. Por regla general Ahmed siempre sabe lo que está haciendo, nunca vacila. Pero ahora se quedó mirando fijamente su informe, conteniendo la respiración, pensando intensamente. Luego se apartó del escritorio y empezó a pasear de un lado para otro por el pequeño despacho.

—¿Qué diablos me pasa? —inquirió finalmente—. Se me habrá aflojado algún tornillo. El trabajo de oficina me está ablandando. —Tomó su informe de encima del escritorio—. Vamos, trataremos de burlar el reglamento.

—No podemos aceptar a su amigo. —El jefe de la Brigada de Rescate sacudió la cabeza—. No superaría las pruebas. Usted mismo lo ha dicho.

—El reglamento dice que George tiene que superar las pruebas a base de pluma y papel. —Ahmed se inclinó sobre el escritorio de su jefe y extendió una mano, para dar más énfasis a sus palabras—. El reglamento ha sido redactado por unos burócratas sin el menor contacto con la realidad, a fin que sólo puedan obtener un empleo las personas con unas mentalidades mezquinas como las suyas. El reglamento es algo que utilizamos para tratar con las personas que no conocemos y que no nos importan. Pero conocemos a George y sabemos que le necesitamos. ¿Cómo podríamos falsear las pruebas?

El jefe extendió una mano, con la palma hacia abajo.

—Tranquilícese, Ahmed. Aprecio en lo que vale su entusiasmo, pero tal vez podamos admitir a George legalmente. Sé que cortó de raíz una epidemia de histeria y de trastornos psicosomáticos, y que ahorró mucho tiempo y dinero a los hospitales. Quiero tenerle en el departamento, pero no vamos a quebrantar el sistema para admitirlo. Podemos utilizar el sistema.

El jefe pulsó el interruptor del intercom y acercó sus labios al micrófono.

—Póngame con el jefe de Contabilidad.

El aparato respondió al cabo de unos instantes y el jefe habló de nuevo. Era un hombre robusto, alto, que empezaba a engordar más de la cuenta.

—Jack, escuche, necesitamos los servicios de un experto, y no podemos admitirle porque su peso y su estatura no son los reglamentarios, o algo por el estilo. ¿Cómo podríamos pagarle?

El llamado Jack habló brevemente en términos contables:

—...Contingencias, servicios, emolumentos... Consultor... Servicios prestados, tiempo y resultados, con estadísticas de probabilidades de ahorro de gastos en el departamento, etcétera, etcétera.

—De acuerdo. Gracias. —Desconectó el intercom y se volvió hacia Ahmed—. Solucionado. Su amigo queda admitido.

Me dolían los pies y las manos me temblaban hasta el punto que tuve que introducirlas en mis bolsillos, afectando una pose de indiferencia. Sólo pensaba en restaurantes, en los que servían los platos más colmados por menos dinero.

—¿Cuándo van a pagarme? —pregunté.

—El próximo mes —dijo Ahmed—. Te pagarán al final de cada mes por el trabajo que hayas realizado en cada uno de los casos, por separado. No pongas esa cara de decepción. Ahora eres un experto consultor. Estás incluido en mi cuenta de gastos. Tengo que pagar tus comidas y facilitarte los medios de transporte hasta el escenario del crimen cada vez que te consulte.

—Consúltame ahora —dije.

Comimos opíparamente en un antiguo restaurante italiano: entremeses, lasañas, pan francés cortado a gruesas rebanadas, montañas de mantequilla, cuatro tazas de café y postres. Todo muy en su punto y en abundancia. Después de la segunda taza de café dejé de temblar.

Había algo raro en aquel restaurante. Alguien estaba planeando un asesinato, pero no iba a mencionárselo a Ahmed hasta después de los postres.

Probablemente me obligaría a rescatar a alguien, en vez de comer.