UNA VISITA AL HOSPITAL GENERAL DE CLEVELAND

Sydney J. van Scyoc

Protegiéndose cuidadosamente los ojos, Albin Johns se quitó el depilatorio de las mandíbulas y se enjuagó la cara con agua. Luego se miró al espejo. Vio un rostro moreno, inteligente, severamente juvenil.

Parpadeó, estremeciéndose. Su mano alcanzó el frasco de píldoras de color rosa. Introdujo una en su boca y tragó, como cada mañana. Frunció el ceño ante la etiqueta del frasco. UNA AL DÍA. PARA LA MEMORIA.

Le fastidiaba no recordar por qué tragaba aquella píldora diariamente. Parecía un acto puramente maquinal de mano y boca, un movimiento muscular más allá del control de la voluntad. Cierto, algunas mañanas el motivo asomaba momentáneamente tan cerca como aquella inquietante cara en el espejo. Pero siempre se desvanecía.

Por regla general, inmediatamente después de haber tragado aquella píldora para la memoria.

El medidor del tiempo dio la hora. El platillo de Johns zumbó suavemente delante de la ventana, anunciando su llegada desde la torre de estacionamiento. Apresuradamente, Johns ató a su muñeca la grabadora, después de asegurarse de que la noche anterior había colocado en ella una cápsula nueva.

Era un golpe de suerte, sólo tres meses después de haber salido de la escuela de periodismo, ser enviado al Hospital General Cleveland sustituyendo a Tac Turber. Turber se había encargado de la columna médica local durante diecisiete años, hasta su reciente enfermedad. Nadie, en el News Tribune, sabía cuánto tiempo pasaría Turber en Florida, convaleciendo: tal vez semanas, tal vez meses. Si Johns conseguía dar amenidad a sus crónicas del hospital, podían asignarle otras de las tareas habituales de Turber, hasta que Turber regresara.

Johns se alisó los cabellos nerviosamente, resistiendo el impulso de mirarse al espejo. El platillo zumbó de nuevo. Johns se acercó a la ventana, respiró profundamente y confió.

En vano.

—Albin, temí que te hubieras dormido —trinó su madre desde el estado de Washington. Su imagen apareció en la pared que daba al oeste, con una taza de café en la mano—. Estaba a punto de proyectarme en el dormitorio para comprobarlo.

Aunque limitada a un solo plano, su madre controlaba el circuito que obligaba a Johns a mantenerse eternamente en guardia.

—Tuve que pedir una camisa limpia —murmuró, mirando con expresión de desaliento a la ventana, tan cerca, tan lejos.

La imagen de su madre frunció el ceño.

—¿Por qué no la pediste anoche, Albin? ¿Antes de acostarte?

El rostro de su madre era muy parecido al que Johns había contemplado en el espejo, moreno, inteligente, prometiendo miríadas de opiniones agresivamente articuladas.

—Yo... me ocupé de todo lo demás. Recargué mi grabadora y pedí unos zapatos limpios. De todo lo demás.

Se ladeó hacia la ventana y el platillo que esperaba detrás de ella.

Su madre le miró severamente.

—No lo entiendo, Albin. Antes del accidente, nunca te hubieras olvidado de pedir una camisa limpia. Esta es la clase de cosas que cabía esperar del pobre Deon. Pero tú fuiste siempre meticuloso, Albin. Yo solía decir: «Albin es hijo mío; Deon es hijo de su padre».

—Tomo una píldora para la memoria cada mañana, mamá.

Johns había llegado a la ventana. La abrió. El platillo, por su parte, abrió la escotilla.

—Tomas una píldora para la memoria cada mañana, pero estás a punto de salir por la ventana sin desayunarte —dijo su madre secamente—. Cada día te pareces más a Deon, Albin. Renunciar a la carrera de derecho por la escuela de periodismo. Olvidarte de pedir camisas limpias, salir sin desayunarte... A veces pienso que tratas de ser tu hermano. —Su rostro adquirió una expresión amenazadora—. ¿Estás tratando de imitar a Deon porque murió en aquel espantoso accidente? ¿Como en una especie de justificación?

—No... desde luego que no.

Johns retrocedió a través de la habitación hasta el mostrador de servicio. Allí le esperaba el desayuno, siete píldoras verdes, dos cápsulas violeta, una oblea. Por desgracia, su mano temblaba. Las píldoras se esparcieron a través de la alfombra.

—¡No, no! No te arrastres por el suelo con la ropa limpia. Pide píldoras nuevas, Albin —gritó su madre desde el estado de Washington.

Avergonzado, Albin se incorporó rápidamente y pidió las píldoras.

—Estoy haciendo todo lo que una madre puede hacer —gimió su madre—. Superviso tu desayuno cada mañana. Compruebo que al menos salgas de casa con algo de alimento en tu estómago. —Sus facciones se ensancharon ominosamente—. Albin, ¿quieres que vaya ahí? ¿Necesitas a tu madre?

Johns tartamudeó:

—¡N-n-no!

—Bien. Toma un sedante, Albin. Volveremos a hablar esta noche.

Albin Johns respiró de nuevo. Cogió un sedante del mostrador y se lo tragó. Al cabo de un instante, se tomó también una aspirina. Por algún motivo, tenía dolor de cabeza.

Fortalecido, se acercó a la ventana.

—Albin, ten cuidado —suplicó inesperadamente su madre desde la pared—. Ya sabes cuánto padezco.

Suspirando, se encaró con ella.

—Sí, mamá.

—Eres todo lo que tengo, Albin. Prométeme que tendrás cuidado.

Johns lo prometió. Luego trepó al platillo.

Permaneció unos instantes suspendido al lado del edificio, tranquilizándose a sí mismo. Su madre tenía la obsesión de que había resultado herido en el accidente que había causado la muerte a su hermano mayor, Deon, hacía un año, al estrellarse el platillo en el cual viajaba. Era inútil explicar, repetidamente, que si él hubiese estado involucrado en aquel accidente, lo recordaría, aunque fuese de un modo fragmentario.

Por desgracia, ni siquiera podía recordar a su hermano Deon.

Eso le desconcertaba, lo admitía. Estaba virtualmente seguro de que Deon no era un producto de la imaginación de su madre. Su padre hablaba también de Deon, insistentemente. Incluso habían sacado el álbum familiar, en ocasión de la última visita de Albin.

Albin se había negado a examinar la fotografía de su hermano muerto. Ahora inventaba pretextos para no ir a Washington. Prefería tratar con su madre bidimensionalmente.

Tranquilizado, tomó los controles. El platillo se deslizó por encima de la ciudad.

Hoy empezaba realmente su carrera, después de muchos años de anticipación. Había editado el periódico del Instituto durante tres años. Había obtenido el número uno en la escuela de periodismo. Había jugado a ser periodista desde el momento en que aprendió a escribir.

Sonrió, recordando. Cuando era un chiquillo, disfrutaba escribiendo los monólogos de su madre, palabra por palabra:

«...y has vuelto a olvidarte de limpiarte las uñas.» «...lo mismo que tu padre. Te marchas sin dejar un mensaje en el mostrador. He pasado horas de angustia.» «Tu hermano, Albin, nunca hubiera...»

Retrocedió en el recuerdo. Volvió a avanzar:

«...lo mismo que tu padre...» «Tu hermano, Albin...»

El platillo osciló, trabado por el repentino espasmo de Johns. Una apretada faja aplastó su pecho. El sudor empapó su frente.

Respirando profundamente, aflojó su presión sobre los controles del platillo. Sistemáticamente, relajó los músculos agarrotados por el pánico.

Desde hacía tiempo era víctima de ocasionales momentos de pánico. Desde la época en que se suponía que había resultado herido en el accidente. Con su hermano.

Deon.

Apretó los dientes y repitió la secuencia. Accidente. Hermano. Deon.

Se relajó, sonriendo, casi orgulloso. Su madre tenía razón. La muerte de su hermano había sido un golpe desorientador. El restablecimiento requería tiempo y paciencia.

Atisbo por encima del borde del platillo. Debajo de él vio los resplandecientes edificios del Hospital General Cleveland. Johns hizo descender el platillo hasta la altitud de control. La autoguía emitida por el sistema de estacionamiento del hospital bloqueó los controles manuales. El platillo se posó sobre la torre de estacionamiento.

Johns se apeó y echó una mirada alrededor de la torre, notando que volvía la tensión. La escotilla se cerró detrás de él. Johns empezó a andar, siguiendo las flechas que brillaban a través del pavimento.

Las flechas le condujeron a lo largo de un oscuro y neblinoso pasillo. Johns vaciló, contemplando las flechas que iba dejando atrás: era indudable que señalaban la neblinosa oscuridad como su camino hacia el hospital.

Cuando desembocó en el vestíbulo, Johns se sintió agradablemente relajado. Un anciano guardián salió a su encuentro. Johns le mostró su carné de periodista y el permiso para visitar el hospital.

—Del News Tribune, ¿eh? —dijo el guardián, devolviéndole los documentos—. ¿Es su primera visita al General Cleveland?

Johns asintió, contemplando con aire inquieto el abovedado vestíbulo. Le resultaba extrañamente familiar, como si lo hubiese visto antes, desde un ángulo distinto, con el sol reflejándose en las cristaleras multicolores.

El guardián dejó oír una risita.

—Bueno, ha visto usted a menudo nuestro establecimiento por vidi. Le hace sentir a uno como si hubiese estado aquí en persona.

Johns frunció el ceño. No recordaba haber captado nunca un vidi del General Cleveland. Pero, después de todo, había muchas cosas que no recordaba. A pesar de su píldora diaria.

El guardián le dio una amistosa palmada en el hombro.

—Siguiendo esa raya azul llegará usted a la oficina del Dr. Jacobs. ¡Trátenos bien en sus crónicas!

La raya azul se alargaba a través del vestíbulo y se adentraba en otro túnel oscuro y neblinoso. Johns respiró profundamente. Todo su cuerpo se relajó.

La recepcionista, sonriendo, le dijo:

—El Dr. Jacobs le recibirá inmediatamente.

El Dr. Jacobs era un anciano de porte erguido y ojos claros y penetrantes. Estrechó fríamente la mano de Johns.

—Hemos lamentado mucho la enfermedad de Mr. Turber —dijo—. Supongo que no conoce usted la naturaleza exacta de esa enfermedad, Mr. Johns.

—Nadie parece conocerla exactamente —admitió Johns.

El Dr. Jacobs asintió con un gesto.

—Y supongo que no ha estado usted nunca aquí en calidad de paciente.

Johns se sintió extrañamente conturbado ante aquella pregunta.

—Estoy... seguro de que no.

El Dr. Jacobs suspiró, enfurruñado.

—Bueno, supongo que al menos habrá repasado las columnas que Turber escribió el pasado año.

Johns asintió. Las columnas estaban frescas en su mente, ricas en detalles, atestadas de estadísticas, pero perfectamente legibles.

—Entonces, sabrá usted que a través de diagnósticos emitidos por computadoras y de un sistema de atención médica automatizada, hemos llegado a superar el factor humano que durante siglos fue un lastre para la medicina. Hemos alcanzado la perfección en el cuidado físico.

«Pero con el paso de los años hemos aprendido a reconocer la importancia de los factores extramédicos. Ni siquiera lo mejor en cuidados puramente físicos es suficiente para un paciente ansioso, deprimido o atormentado por preocupaciones financieras o personales. Por eso, todos los hospitales modernos importantes disponen de equipos de asistentes sociales que prestan un apoyo moral y práctico al paciente. Esto facilita un grado óptimo de restablecimiento. El paciente vuelve a la comunidad completamente reajustado, convertido de nuevo en un miembro útil de la sociedad.

Los pálidos ojos del Dr. Jacobs brillaron fanáticamente.

—La decana de nuestras asistentas sociales ha consentido en permitir que usted la acompañe en su ronda diaria. Miss Kling recuerda perfectamente la época en que los médicos actuaban de un modo personal, visitaban a docenas de pacientes diariamente y emitían todos sus diagnósticos sin la ayuda de las computadoras. —El Dr. Jacobs taladró a Johns con una severa mirada—. Gozará usted de libertad para observar los métodos de trabajo de miss Kling, para interrogarla acerca de sus recuerdos de otras épocas y para formarse sus propias ideas acerca de los progresos de la medicina durante el último cuarto de siglo.

—Se lo agradezco mucho —musitó Johns.

Jacobs pulsó un botón en su escritorio. La pared del fondo de la oficina se deslizó a un lado.

—Pase a la cámara de descontaminación, por favor. Deje sus vestidos y sus objetos personales en la estantería. Pulse el botón blanco para soltar el gas descontaminador. Luego, póngase el mono esterilizado. Miss Kling le esperará en el pasillo exterior.

Johns vaciló.

—Me gustaría conservar la grabadora, Dr. Jacobs.

—Mr. Johns, no podemos permitir objetos personales en las salas. Existe un peligro constante de contaminación. Mr. Turber redactó siempre sus crónicas de memoria.

Enrojeciendo, Johns entró en la cámara. La pared volvió a deslizarse, ahora en sentido contrario. Johns se despojó de su grabadora de mala gana, recordando la facilidad con que Turber había utilizado nombres y fechas, términos médicos, estadísticas.

Suspirando, se desvistió.

Distraídamente, inclinó la mirada hacia su torso. Las yemas de sus dedos temblaron incrédulamente sobre las cicatrices rojas que cruzaban su abdomen. Las miró fijamente, sin comprender.

Cerró los ojos, volvió a abrirlos.

Las cicatrices continuaban allí.

La mano de John salió disparada hacia adelante, como en busca del frasco de píldoras de color de rosa del anaquel de su cuarto de baño.

En vez del frasco encontró un botón blanco. Lo apretó, desesperadamente. Una nube multicolor penetró en la cámara. Johns aspiró profundamente.

Notó que se aliviaba su tensión. Agradecido, volvió a aspirar con fuerza. Se desplomó, inconsciente.

Cuando recobró el conocimiento, el techo brillaba con tonos morados, sonrosados y verdes.

Una risa profunda llegó a sus oídos.

—Ha absorbido usted esa agradable nube con tanta intensidad, que he tenido que ponerle el mono yo misma.

Ruborizándose, Johns se incorporó.

—¿Miss Kling?

Era una mujer de edad más que mediana, de aspecto bovino y rostro rojizo, con cabellos de acero, un fuerte brazo derecho y un brillo lascivo en la mirada.

—Yo misma. Debo decir que sus cicatrices tienen un aspecto magnífico, joven Johns.

Johns la miró con aire desconcertado.

—¿No se acuerda usted de mí? —inquirió miss Kling—. Así van las cosas: en cuanto nos pierden de vista, se olvidan de nosotros. Bueno, vamos. Tengo mucho trabajo.

Desorientado, Johns la siguió a lo largo de un pasillo al que a intervalos se abrían puertas de acero numeradas.

—Visitaremos primeramente la diecisiete —dijo miss Kling, abriendo una de aquellas puertas.

Las piernas de Johns le llevaron a través de la puerta, y luego se convirtieron en piedra. Notó un súbito dolor en la mandíbula, en tanto que el sudor empapaba su rostro, frío como el mármol.

La sala era una extensión de cristal negro, sobre la cual se alzaban varios cubículos. Los cubículos eran de cristal y estaban brillantemente iluminados, permitiendo ver perfectamente su interior. Una suave música resonaba a través de la sala, pero por debajo de ella zumbaba y gruñía una maquinaria invisible. Unos pequeños y resplandecientes robots destellaban sobre el suelo de cristal.

Johns gimió, incapaz de moverse.

Miss Kling rió estruendosamente. Empuñó un aerosol que llevaba colgado de la cintura. Al cabo de unos instantes Johns se sintió envuelto en una nube mentolada.

—Respire a fondo, pero no vuelva a tragársela.

El cuerpo de Johns recuperó su flexibilidad. La roca de su pecho se disolvió. Con un parpadeo, se desprendió de la última telaraña de pánico.

—Un pequeño trauma, simplemente —dijo miss Kling—. Les ocurre a muchos de nuestros pacientes cuando vuelven aquí. Empezará usted a desarrollar una tolerancia para su amnesia dentro de unos meses. Tendremos que reajustar su medicación.

Johns sonrió con aire condescendiente. No había estado hospitalizado en su vida, desde luego. Y las píldoras que tomaba eran para mejorar su memoria, no para bloquearla. Pero se sentía demasiado relajado para discutir.

—Primera estación: Maternidad. No se preocupe, no verá ningún cuadro plástico.

Con una sonrisa procaz en los labios, miss Kling le precedió a lo largo del suelo de cristal.

Johns examinó someramente los cubículos. Un sistema superior, sin duda alguna. Cada ejemplar, albergado en su propio entorno esterilizado.

Las madres dormitaban, daban cabezadas, contemplaban el vidi. Unos hilos conectados a sus muñecas y sienes transmitían datos del paciente al sistema monitor central. Encima de cada cubículo había un tablero de controles manuales.

Miss Kling se detuvo delante de un cubículo y agitó una mano en dirección a la muchacha que estaba dentro.

—Buenos días, Edna —dijo.

La muchacha se aplastó contra el cristal. Era como una ciruela demasiado madura con unos cabellos llameantes y unos salvajes ojos negros.

—¡Usted! ¿Dónde está mi hijo? A los tres días me dijo usted que me lo traerían al día siguiente, sin falta. Han pasado diez días y aún no lo he visto. Primero fue la campaña para que firmara los documentos de adopción. ¡Ja! Luego me dijo usted que esperaba a que me repusiera del todo para traérmelo. Y, hace tres días, ese cuento de que había nacido deforme...

Miss Kling sonrió cariñosamente.

—Hemos esperado hasta el último momento por si podía sobrevivir, Edna. Queríamos ahorrarte la impresión de verlo, si no podía vivir.

—Ya le dije a usted que no soy tan tonta como para no haberme fijado en el niño cuando di a luz. Lo miré bien. Pesaba más de nueve libras y lo tenía todo en su sitio. Unos pulmones como fuelles. El mismo médico lo dijo. Yo...

—Vamos, Edna, tranquilízate —dijo miss Kling—. Una muchacha sola no hubiese podido cuidar a un niño tan terriblemente impedido. Los gastos...

Los dedos de miss Kling hurgaron en el tablero de control. Una niebla multicolor se extendió por el cubículo.

El rostro de la muchacha había palidecido de rabia.

—¡No necesito el dinero de ningún hombre! ¡Tengo diecinueve años! Me gano muy bien la vida haciendo streap-tease. Y voy y vengo como me da la gana. No me importa que Gordy se largara con aquella pecosa Gandí antes de que yo le llevara a la Alcaldía.

Miss Kling sonrió.

—Querida, yo no soy nadie para juzgar tu concepto de la moralidad. Sólo estoy aquí para ayudarte.

La muchacha se interrumpió bruscamente. Parpadeó varias veces y se dejó caer de rodillas en medio de la niebla multicolor.

—¿Qué decía usted de mi niño? —balbuceó.

—No tardarás en verlo, Edna. ¡Pobrecillo!

Edna sollozó.

—¡Pobrecillo! —repitió—. ¡Y todo por culpa de Gordy! El tiene la culpa de que nuestro niño naciera deforme. Y luego se largó...

—Ahora, Edna, vendrá una de nuestras pequeñas máquinas —dijo miss Kling—. Te pondrá una inyección. Se la ponemos a todas las madres solteras. No te dolerá nada, y durante años y años no tendrás que preocuparte por los niños.

—¿No tendré que preocuparme? —murmuró Edna.

—Quiero decir que no tendrás hijos, al menos en los próximos cinco años. Para entonces es muy posible que estés casada.

Edna sonrió dulcemente, enroscada sobre sí misma en el suelo. Sus cabellos rojizos cubrieron su rostro.

Johns la miró, apaciblemente dormida sobre el suelo de cristal, envuelta en la nube multicolor. Luego se dio cuenta de que miss Kling se había alejado. Echó a andar apresuradamente detrás de ella.

—No estaba enterado de la existencia de esa ley, miss Kling.

—¿Qué ley?

—La que permite esterilizar a las madres solteras por un período de cinco años.

—¿Quién ha dicho que existía una ley? —Cogió un aerosol que colgaba de su cintura—. El aire se está viciando.

Roció el aire generosamente. Johns frunció el ceño.

—Nunca hubiese creído que un individuo tenía poder para tomar ese tipo de decisión por otro individuo. Quiero decir...

Se interrumpió, parpadeando a través de la pálida nube surgida del aerosol.

La voz de miss Kling cayó sobre él, sugestionadora. —Mis muchachas están aquí para restablecerse, joven Johns. No quiero que se preocupen por las leyes, ni que tomen decisiones importantes por sí mismas. Si una muchacha ha escarmentado, me olvido de la inyección. Pero si veo que va a aterrizar aquí otra vez, que va a dejar que abusen de ella y la abandonen, le doy la mejor clase de protección. Para eso estoy aquí, joven Johns: para que mis pacientes tengan lo que necesitan. Ahorrándoles todo tipo de preocupaciones.

La nube se había deslizado dulcemente en los pulmones de Johns. Johns sonrió. Luego tuvo que secarse una lágrima.

—Eso es... Eso es...

No podía expresar sus sentimientos. ¡Pensar que en esta Institución, amplia e impersonal, la valerosa miss Kling defendía a sus pacientes y luchaba por ellas!

—Me alegro de que lo entienda. —Miss Kling volvió a colgarse el aerosol a la cintura. Se detuvo delante de un cubículo que contenía a una muchacha pálida y delgada, de poco más de veinte años—. Buenos días, Trenda. Soy Mabel Kling, la asistenta social. ¿Cómo se encuentra?

La muchacha alzó la mirada distraídamente.

—Estoy bien, gracias —dijo, pasándose una mano por la mejilla para borrar una lágrima.

Miss Kling sonrió alegremente.

—La enfermera le traerá a su hijo dentro de unos instantes. ¿No quiere ponerse un poco guapa, para su primera visita?

—¿Mi... hijo? —tartamudeó la muchacha.

Los dedos de miss Kling hurgaron en el tablero de control. El cubículo empezó a llenarse de niebla.

—Es un verdadero machote. Esta mañana pesaba casi diez libras: cualquiera juraría que tiene ya un par de semanas. Tiene unos pulmones como fuelles. Y un mechón de pelo rojizo. Como su padre.

La muchacha se incorporó, desconcertada.

—Pero... el niño no tenía que nacer hasta dentro de tres meses. Me dieron inyecciones, pero los dolores no cesaban y...

Miss Kling dejó oír una risita.

—Ocurre continuamente. Siempre tenemos muchachas que dan a luz con varias semanas de anticipación. A veces, la máquina de sumar de la vieja Naturaleza no utiliza las mismas matemáticas que el resto de nosotros.

La muchacha luchó para creer lo que estaba oyendo.

—¿Quiere usted decir que el niño se encuentra bien? ¿No nació demasiado pronto?

—Usted misma podrá verlo dentro de un par de minutos. ¿Se siente con fuerzas para sostener diez libras de carne sonrosada?

—¡Oh, sí! —El cubículo estaba lleno de niebla. El rostro de la muchacha había enrojecido de excitación—. Yo... incluso pensé que había oído que alguien decía que era una niña...

La dejaron pintándose los labios excitadamente, envuelta en una nube de color lavanda.

—Este es uno de los casos que me compensan de todos los sinsabores de mi trabajo —dijo miss Kling—. Esa muchachita tenía el corazón destrozado, y yo he resuelto la situación del mejor modo posible. Cuando se lleve el niño a casa, ni siquiera recordará sus horas tristes.

Miss Kling se acercó a otra paciente, pero Johns estaba demasiado abrumado por la emoción para interesarse por lo que sucedía.

Luego, miss Kling repasó su lista e hizo un gesto de satisfacción.

—Hemos terminado con Maternidad. Ahora iremos a Cirugía. —Sonrió—. Tac Turber era un verdadero apasionado de la Cirugía. ¿Lo sabía usted?

Johns no pudo contestar: tenía la boca terriblemente seca.

—¿Vamos? —sonrió miss Kling.

La siguió a través del resplandeciente pasillo, cada uno de sus pasos más tembloroso que el anterior. Finalmente, dijo:

—He leído en alguna parte que..., que toman órganos de una persona y... los trasplantan a otra. Riñones, y corazones, y bazos. Incluso he leído que han trasplantado cerebros... algunas veces.

Miss Kling abrió la puerta de Cirugía. Miró fijamente a Johns.

—¿Dónde ha leído todo eso?

—No..., no lo recuerdo. En las columnas de Tac Turber no, desde luego. —En tono esperanzado, aventuró—: Supongo que ya no se hacen esas cosas...

Miss Kling dejó oír una risita.

—Piense un poco, joven Johns. Si tuviera usted el corazón de un hombre, el hígado de otro hombre y tal vez un lóbulo del cerebro de otro hombre, se sentiría un poco desorientado, ¿no es cierto?

- ¡Desde luego!

La exclamación brotó con inesperada energía.

—No podría tirar de su propio peso si no estuviera seguro de su identidad, ¿no es cierto?

- ¡Desde luego!

—¿Y cree que nuestros excelentes doctores se dedican a recomponer cuerpos humanos como el que recompone una muñeca? ¿A enviar personas al mundo sin una identidad definida? ¿Cree que yo permitiría que uno de mis pacientes saliera de aquí sin un nombre?

—No. Desde luego que no.

Johns frunció el ceño, tratando de seguir la argumentación de su interlocutora.

—¿Entonces?

Miss Kling entró en la sala de Cirugía.

Aquí, el suelo era blanco. Los cubículos quirúrgicos eran espaciosos y estaban brillantemente iluminados y atestados de complicados instrumentos. Unas figuras vestidas de blanco se movían de un lado para otro. Las autocamillas transportaban silenciosamente a inconscientes pasajeros.

—Antiguamente, los médicos invertían tanto tiempo en tareas rutinarias que apenas podían ocuparse en serio de la cirugía propiamente dicha. Ahora, las máquinas se ocupan de las toses y de los estornudos, de vendar las heridas, y los médicos pueden dedicar todo su tiempo a su verdadera tarea.

—Comprendo —dijo Johns, notando que la cabeza le daba vueltas.

La sangre zumbó en sus oídos. Sus manos temblaron. Incapaz de resistir, ladeó su cabeza para contemplar el techo.

—Nunca había estado aquí —gimió. No podía inclinar la cabeza—. Nunca había estado en este hospital. Nunca había visto este techo. Nunca...

Miss Kling aplicó un inhalador a su nariz. Se resistió, luego aspiró. Al cabo de unos instantes, su cabeza se inclinó. Se sintió súbitamente pesado, tórpido.

—Nunca había estado aquí —murmuró.

—Desde luego que no —se apresuró a decir miss Kling—. No tiene usted ninguna cicatriz, ¿verdad?

Johns frunció el ceño, tratando de recordar.

—Yo...

—Bueno, si no tiene usted cicatrices, no puede haber estado en Cirugía, ¿no es cierto?

—Desde luego —dijo Johns, con una sensación de alivio. Luego añadió, quejumbrosamente—: Me duele mucho la cabeza.

Miss Kling tocó la parte posterior de la cabeza de Johns.

—¿Aquí? ¿Donde le colocaron la placa de acero inoxidable?

Johns asintió.

—Sostenga el inhalador. Yo iré a buscar a la Pequeña Bayer.

Volvió con una pequeña máquina, muy delgada. La máquina agarró su brazo, le inyectó algo y se alejó rápidamente.

El dolor cesó. Miss Kling apartó el inhalador y roció generosamente a Johns con el aerosol. Johns aspiró y sonrió estúpidamente.

—Ahora, apuesto a que está usted cansado de tanto pasear —dijo miss Kling—. ¿Qué le ha parecido nuestra sala de Cirugía?

—Muy interesante —murmuró Johns.

En realidad, no recordaba haber visto absolutamente nada de la sala de Cirugía.

—Hummmm, hummmm —refunfuñó miss Kling—. Entonces, bajaremos a la fiesta.

Johns la siguió por el largo y resplandeciente pasillo, sonriendo agradablemente. La fiesta. Siempre le habían gustado las fiestas.

Quedó un poco sorprendido cuando miss Kling abrió la puerta que ostentaba el letrero SALA TERMINAL.

—Todos nuestros pacientes terminales celebran una pequeña fiesta antes de marcharse. Pero rara vez vienen sus seres queridos a pasar los últimos momentos con ellos. Tac Turber se sentirá muy complacido.

Johns se sintió levemente sorprendido.

—Mr. Turber apenas me conoce.

Miss Kling sonrió.

—Va usted a hacerse cargo de su columna, ¿no es cierto? Esto le convierte casi en un hijo suyo.

Johns penetró en la sala, detrás de miss Kling. Los pacientes le saludaban alegremente desde sus encristaladas cajas. Miss Kling correspondía a todos aquellos saludos agitando la mano.

Finalmente, Johns dijo, en tono de incredulidad:

—¿Todas esas personas van a morir?

—Para eso están aquí —respondió miss Kling alegremente.

Johns contempló aquellos rostros sonrientes, con el ceño fruncido.

—Yo cuidé a mi propia madre durante su última enfermedad —añadió miss Kling-•. Estuve junto a ella diecisiete meses, noche y día. No podía costearle una máquina para que la atendiera, y no quería enviarla a una clínica.

Johns emitió un murmullo de simpatía.

—En cuanto la diagnosticaron supe que nunca se restablecería. Pero en aquella época lo único que se podía hacer era permanecer junto al enfermo y contemplar cómo se iba consumiendo.

»Siempre recuerdo aquello cuando vengo aquí. Me siento orgullosa de que mis pacientes no tengan que soportar aquellos sufrimientos. Aquí, el final es rápido y alegre, con su filete y su whisky. Y saben que si algo puede ser aprovechado de sus cuerpos, nuestros cirujanos lo encontrarán. El espíritu puede morir, joven Johns, pero el tejido continúa viviendo.

Al doblar una esquina se encontraron con Tac Turber, encristalado. Miss Kling dio unos golpecitos en el cristal y abrió la jaula.

Tac Turber se incorporó en el lecho. Era un hombre alto y de aspecto robusto.

—¡Bien, bien! ¡Oí decir que le habían ascendido, Johns!

Estrechó cordialmente la mano del joven.

Johns tartamudeó:

—El editor Downs me ha encargado que redacte su columna... hasta que usted regrese.

Turber sonrió.

—Entonces, es suya para toda la vida, muchacho. —Palmeó la espalda de Johns—. Supongo que todo el mundo está enterado de que no voy a volver...

—Nos habían dicho que estaba usted en Florida restableciéndose de... lo que sea.

—Habladurías, muchacho, habladurías —rió Turber—. No, voy a emprender un viaje a otra vida. Una vida distinta, pero tan útil como la que ya hemos vivido. Lo único que lamento es no poder redactar una última columna. Siempre he deseado escribir sobre el trabajo que se lleva a cabo aquí, en Cirugía. —Enarcó las cejas—. Pero, ignoro por qué motivo, siempre me olvidaba de hacerlo, en cuanto salía del hospital.

Miss Kling dijo:

—No se puede abarcar todo.

Turber sacudió la cabeza impacientemente.

—No, no se trata de eso. —Se volvió hacia Johns—. Hay tanta excitación, Johns, tanto que ver... A veces, cuando regresaba al platillo, apenas me acordaba de escribir el informe que tenía en la mano. —Frunció el ceño pensativamente—. Supongo que me paraba a utilizar una de las máquinas de la oficina del director. Pero más tarde...

Sacudió la cabeza, desconcertado.

Miss Kling salió del cubículo y se acercó al tablero de control. Luego volvió a entrar, cerrando detrás de ella. Una niebla multicolor empezó a levantarse del suelo.

Turber olfateó el aire. Su ceño se desarrugó. Sonrió.

—Bueno, ha sido un buen salto, Johns. Usted no recuerda los antiguos tiempos, los antiguos hospitales, el miedo y la incertidumbre que el animal humano tenía que soportar.

El cristal de la entrada del cubículo se deslizó a un lado. Entró una mesa-robot sobre ruedas, transportando un banquete.

Los ojos de Turber se iluminaron.

—Parece que han pensado también en usted, Johns. —Vertió whisky en los dos vasos, luego enarcó las cejas—. En cambio, se han olvidado de usted, miss Kling.

Miss Kling refunfuñó:

—Ya estoy acostumbrada. Nunca piensan en enviar un vaso de whisky para mí. Asisto a todas las fiestas de la sala, pero nunca hay un vaso para mí.

Turber levantó un tablero y hurgó en los controles de la mesa. Como por arte de magia, brotaron cubiertos, servilletas y vasos. Turber vertió whisky en una docena de vasos. Alzó dos:

—¡Un brindis por la inmortalidad!

—¡Un brindis por su hígado y sus pulmones inmortales! —rugió miss Kling, tambaleándose—. ¿Saben una cosa, muchachos? Tenía que haber puesto a refrescar filtros nasales hace una hora. Y me he olvidado de hacerlo. ¡Vaya! ¡He olvidado mis filtros frescos, y ahora voy a olvidarme de todo!

Johns rió por cortesía. Luego rió algo más. Y después estalló en estruendosas carcajadas, tragando el whisky tan rápidamente como Turber lo escanciaba.

Luego, la botella quedó vacía. Los filetes estaban fríos, sin tocar. Se oyó un chirrido de ruedas, y una autocamilla entró en el cubículo.

—¡Mi coche! —Turber saltó a bordo. Se dejó caer sobre su espalda, rugiendo de placer—. ¡A casa, James!

Una mascarilla cayó pesadamente sobre su rostro. Turber agitó los brazos unos instantes y luego se quedó inmóvil. La camilla se alejó, chirriando.

Miss Kling contempló los filetes fríos con una expresión de pesar.

—Joven Johns, creo que hemos olvidado algo. Pero no consigo recordar qué.

Johns dijo, en tono solemne:

—Van a descuartizar al viejo Tac y a utilizar sus órganos, ¿no es cierto?

—¡Nunca he dicho eso! —Miss Kling enarcó las cejas y miró a Johns con aire pensativo—. Pero recuerdo a un muchacho. No, dos muchachos. Hermanos. Uno moreno, muy guapo. Como usted, en realidad. Y otro pelirrojo, dos o tres años mayor. Sufrieron un accidente cuando iban en su platillo. El moreno quedó con la parte posterior de la cabeza aplastada, y el pelirrojo quedó herido en el vientre. —Se rascó la barbilla pensativamente—. Pero creo que es todo lo que puedo recordar.

Johns asintió con un gesto.

—Yo ni siquiera puedo recordar eso. Lo olvido cada mañana a las ocho.

Miss Kling asintió. Luego, sus ojos se iluminaron. Sacó un pequeño frasco verde de su cintura.

—¡Mi spray para recordar! Al menos, recuerdo esto. Si pulverizo aire de un color equivocado, pulverizo el verde y todo vuelve a la normalidad.

Pulverizó aire verde.

Johns olfateó. El verde era muy fresco, muy limpio. Aspiró profundamente.

—Eso es. Limpia todas las sinapsis. O algo por el estilo.

Fue como si el aire verde hubiera penetrado en cámaras olvidadas de la mente de Johns, librándolas de toda obstrucción.

- Ahora recuerdo —dijo.

Volaba muy bajo sobre el campo en su viejo platillo. Un día de primavera. Su hermano se removía nerviosamente en el asiento del pasajero.

Su hermano: Albin. Su moreno y meticuloso hermano menor, que se había detenido en Ohio en su camino de regreso al este, a la Facultad de Derecho.

Él —Deon— sonrió con aire tranquilizador. El platillo había empezado a ratear y a perder altura, y él estaba regresando a la ciudad, como medida de precaución.

Volvió a producirse el rateo. Deon manipuló en los controles fríamente. De pronto, sonó la señal de alarma. Los controles saltaron de sus manos.

Estaban cayendo. Oyó la voz de su hermano:

—Deon, ¿no puedes...?

Impacto. Unos minutos de dolorosa semiinconsciencia. Abrió los ojos y vio a su hermano —Albin— caído cerca de él, con una astilla de metal clavada en su abdomen, la parte posterior de su cabeza aplastada, el brillante y meticuloso cerebro destruido.

Más tarde volvió a abrir los ojos. Se encontraba en una ambulancia.

—Este ha recibido en el vientre —dijo la voz del médico, a su lado.

—Y éste también. Y en la parte posterior de la cabeza. ¿Cree usted que podrán combinar las piezas?

A su lado, la voz anterior dijo, en tono indiferente:

—Han resuelto casos más difíciles.

Johns supo que a continuación vería el techo, aquel techo blanco. Volvería la cabeza y vería a su hermano, Albin, boca abajo sobre la camilla contigua. Luego...

Luego cayó pesadamente sobre el lecho que Turber había dejado vacío. Miss Kling sacó una mascarilla de su cintura y la aplicó al rostro de Johns.

—¿Se siente mejor? —inquirió, al cabo de unos instantes.

—Creo que sí.

Miss Kling quitó la mascarilla. Sobre la mesilla de noche había un pequeño espejo. Johns estudió el rostro moreno e inteligente que era el suyo, pero que no era el suyo.

—Me quedan unas cuantas visitas por hacer —murmuró miss Kling, pensativamente—. Pero antes le llevaré a la cámara de hipnotismo.

Tambaleándose, Johns la siguió a través del resplandeciente pasillo hasta la puerta señalada con un ojo gigantesco, hipnótico.

—Pase usted, joven Johns. Ahí dentro le atenderán. Harán que su memoria vuelva a ser lo que tiene que ser. Y le darán algo para que se conserve así.

Johns empujó la puerta obedientemente.

En el último momento, miss Kling le agarró por el brazo.

—Es usted un buen muchacho, Johns. Los dos lo son.

Sus labios rozaron su mejilla.

Johns entró en la oscura cámara de hipnotismo.

Minutos después —¿o eran horas?— Johns se instalaba ante los controles de su platillo, en la torre de estacionamiento del Hospital General Cleveland. Antes de poner el vehículo en marcha, echó una ojeada a los papeles que llevaba en la mano.

Muy raro. Tenía que haber utilizado una máquina de la oficina del director para mecanografiar el material, mientras se mantenía fresco en su memoria. Pero no recordaba haberlo hecho. Y la redacción no correspondía siquiera a su estilo habitual. Tendría que retocarlo.

Leyó por encima el párrafo que se refería a miss Mabel Kling, la decana de las asistentas sociales. Sonrió. A juzgar por lo escrito, era un personaje gruñón. Lástima que no hubiera podido conocerla personalmente. Pero si el mes próximo Tac Turber continuaba en Florida, convaleciendo de su enfermedad, tal vez Johns volvería a visitar el hospital.

Metió los papeles en el portapliegos, junto con el frasco de píldoras de color violeta, en cuya etiqueta podía leerse: DOS AL DÍA. PARA LA MEMORIA.

Empuñando los controles, hizo que el platillo se remontara por encima de la torre del Hospital General Cleveland. Abrió un poco la escotilla lateral para notar en el rostro la fresca brisa de las alturas.

El sol brillaba en un cielo sin nubes. Los caminos del cielo se extendían delante de él, azules e invitadores. Incluso a aquella altura podía sentir la primavera planeando sobre la tierra con su cálido verdor.

Un pensamiento floreció en su mente, como si hubiera sido plantado allí. Johns lo examinó, sonrió, y lo hizo suyo: ¡Un gran día para estar vivo!