IV
Carmody se apoyó sobre el pretil de un pequeño puente y contempló las azules aguas de un lago.
—Esto es una copia del puente Rialto, de Venecia —dijo la ciudad—. A escala reducida, desde luego.
—Lo sé —dijo Carmody—. He leído el letrero.
—Resulta encantador, ¿verdad?
—Sí, es muy bonito —dijo Carmody, encendiendo un cigarrillo.
—Fuma usted mucho —sugirió la ciudad.
—Lo sé. Me gusta fumar.
—En mi calidad de asesor médico, debo advertirle que se ha demostrado de un modo concluyente que existe una estrecha relación entre el fumar y el cáncer de pulmón.
—Lo sé.
—Si fumara usted en pipa, el riesgo sería mucho menor.
—No me gustan las pipas.
—¿Qué me dice de los puros?
—No me gustan los puros.
Carmody encendió otro cigarrillo.
—Es su tercer cigarrillo en cinco minutos —dijo la ciudad.
—¡Maldita sea! ¡Fumo cuanto quiero y tan a menudo como me place! —gritó Carmody.
—Desde luego, desde luego —dijo la ciudad—. Me limitaba a advertirle por su propio bien. ¿Pretende que permanezca a su lado sin pronunciar una sola palabra mientras usted se autodestruye?
—Sí —dijo Carmody.
—No puedo creer que piense de veras lo que dice. En este asunto está involucrado un imperativo ético. El hombre puede actuar en contra de sus mejores intereses; pero a una máquina no le está permitido ese grado de perversión.
—¡Deje de seguirme! —dijo Carmody en tono sombrío—. Deje de empujarme de un lado para otro.
—¿Empujarle yo a usted? Mi querido Carmody, ¿he ejercido acaso alguna coacción sobre usted? ¿He hecho algo más que aconsejarle?
—Tal vez no. Pero habla usted demasiado.
—Quizás no hablo lo suficiente —dijo la ciudad—, a juzgar por las respuestas que obtengo.
—Habla usted demasiado —dijo Carmody, y encendió otro cigarrillo.
—Es su cuarto cigarrillo en cinco minutos.
Carmody abrió la boca para aullar un insulto. Luego cambió de idea y echó a andar.
—¿Qué es esto? —inquirió Carmody.
—Una máquina expendedora de caramelos —respondió la ciudad.
—No lo parece.
—Pero lo es. El diseño es la modificación del diseño de un silo asirio. Lo he miniaturizado, desde luego, y...
—No parece una máquina expendedora de caramelos. ¿Cómo funciona?
—Es muy fácil. Hay que apretar el botón rojo. Ahora, hay que apretar una de esas palancas de la Fila A. Luego, hay que apretar el botón verde. ¡Ya está!
Una barrita de Baby Ruth se deslizó hasta la mano de Carmody.
—¡Hum! —murmuró Carmody. Quitó la envoltura de papel y mordió la barrita—. ¿Es una verdadera barrita de Baby Ruth, o una simple imitación? —preguntó.
—Es una barrita auténtica. Tuve que subarrendar la concesión de la venta de caramelos debido al exceso de trabajo.
—¡Hum! —gruñó Carmody, dejando caer de entre sus dedos la envoltura de papel.
—Eso —dijo la ciudad— es un ejemplo de la clase de descuido con la que siempre tropiezo.
—No es más que un trozo de papel —dijo Carmody, volviéndose y contemplando la envoltura del caramelo sobre el impoluto suelo de la calle.
—Desde luego que no es más que un trozo de papel —dijo la ciudad—. Pero, multiplíquelo por cien mil habitantes, y, ¿qué obtendrá usted?
—Cien mil envolturas de Baby Ruth —respondió rápidamente Carmody.
—No creo que sea un motivo de broma —dijo la ciudad—. A usted no le gustaría vivir en medio de todos esos papeles, puedo asegurárselo. Usted sería el primero en quejarse si esta calle estuviera llena de desperdicios. Pero, ¿hace usted lo que le corresponde? ¿Se preocupa siquiera por no ensuciarla? Desde luego que no. Tengo que limpiarla yo, a pesar que también debo ocuparme de todas las otras tareas de la ciudad, noche y día, laborables y festivos.
Carmody se inclinó a recoger la envoltura del caramelo. Pero antes que sus dedos pudieran acercarse a ella, surgió un brazo metálico de la boca de alcantarilla más próxima, recogió el papel con las dos pinzas que tenía por dedos y desapareció como por arte de magia.
—Estoy acostumbrada a ir limpiando detrás de la gente —dijo la ciudad—. Lo hago continuamente.
—¡Hum! —gruñó Carmody.
—Y no espero ninguna gratitud por ello.
—¡Yo soy agradecido! —protestó Carmody.
—No, no lo es —dijo Bellwether.
—Bueno, tal vez no lo sea. ¿Qué quiere usted que diga?
—No quiero que diga nada —replicó la ciudad—. Demos por zanjado el incidente.
—¿Ha quedado satisfecho? —inquirió la ciudad, después de la cena.
—Del todo —dijo Carmody.
—No ha comido usted mucho.
—He comido lo suficiente. Todo era excelente.
—Si era tan bueno, ¿por qué no ha comido más?
—Porque estaba más que satisfecho.
—Si no hubiera llenado su estómago con aquella barrita de caramelo...
—¡Aquella barrita de caramelo no me ha llenado el estómago! Sólo...
—Está usted encendiendo un cigarrillo —dijo la ciudad.
—Sí —asintió Carmody.
—¿No podría esperar un poco más?
—Un momento —dijo Carmody—. ¿Qué diablos cree usted...?
—Pero tenemos algo más importante de lo que hablar —se apresuró a decir la ciudad—. ¿Ha pensado ya en lo que va a hacer para ganarse la vida?
—En realidad, no he tenido mucho tiempo para pensar en ello.
—Bueno, yo he estado pensando en ello. No estaría mal que se convirtiera usted en médico.
—¿Yo? Tendría que asistir a cursillos especiales, graduarme en la Facultad de Medicina, etcétera.
—Yo puedo arreglar todo eso —dijo la ciudad.
—No me interesa la Medicina.
—Bueno... ¿Qué me dice de la carrera de Derecho?
—Ni hablar.
—La profesión de ingeniero es muy interesante.
—No para mí.
—¿Y la contabilidad?
—No me interesa.
—¿Qué quiere usted ser?
—Piloto de un jet —dijo Carmody impulsivamente.
—¡Oh, vamos...!
—Hablo en serio.
—Aquí ni siquiera disponemos de un campo de aviación.
—En tal caso, seré piloto en alguna otra parte.
—Dice eso sólo para fastidiarme.
—En absoluto —replicó Carmody—. Quiero ser piloto, de veras. ¡Siempre he deseado ser piloto! ¡Palabra de honor!
Se produjo un largo silencio. Finalmente, la ciudad dijo:
—La elección depende por entero de usted.
Bellwether pronunció aquellas palabras con una voz tan fría como la muerte.
—¿Dónde va usted ahora?
—A dar un paseo —dijo Carmody.
—¿A las nueve y media de la noche?
—Desde luego. ¿Por qué no?
—Creí que estaba usted cansado.
—De eso hace ya mucho rato.
—Comprendo. Y pensé también que podía usted quedarse sentado aquí y charlar un poco conmigo.
—¿Qué le parece si dejamos la charla para más tarde? —sugirió Carmody.
—No, no tiene importancia —dijo— la ciudad.
—Lo que no tiene importancia es el paseo —dijo Carmody, volviendo a sentarse—. Vamos a hablar.
—Ya no tengo ganas de hablar —dijo la ciudad—. Por favor, vaya a dar su paseo.