LA DANZA DEL MUTADOR Y LOS TRES

Terry Carr

Todo esto ocurrió hace siglos, en las profundidades del espacio más allá de Darkedge, donde las galaxias avanzan pesadamente a través de la oscuridad como otros tantos silenciosos y brillantes rinocerontes. Ocurrió hace tanto tiempo, que cuando la luz de la galaxia de Loarr alcanzó finalmente la Tierra, al cabo de millones de años-luz, no había nadie aquí para verla, a excepción de unos cuantos seres en los océanos que estaban demasiado ocupados con sus monótonas reacciones unicelulares para darse cuenta.

Pero, a pesar del tiempo transcurrido, los Loarra recuerdan aún esta historia y vuelven a contarla en complejas danzas-ondulantes cada vez que uno de los recién-mutados pregunta por ella. Las danzas-ondulantes no significarían mucho para ustedes si las contemplaran, y supongo que tampoco la historia significaría demasiado si se las contara tal como ocurrió. De modo que consideren esto como una traducción, y que no les importe que cuando digo «agua» no me refiera a nuestro compuesto hidrógeno-oxígeno, ni que no exista «cielo» como tal en Loarr, ni que los Loarra no fueran —no sean— seres que «piensen» y «sientan» a nuestra manera. De hecho, podrían tomar esto como un fragmento de pura ficción, debido a que en ello hay tan pocos hechos reales, pero yo sé hasta qué punto es verdad. Y que tiene mucho que ver con el motivo por el que yo esté de regreso en la Tierra, con cuarenta y dos amigos y colaboradores que quedaron muertos en Loarr. Ellos no tuvieron una posibilidad.

Había un Mutador que pasó tres ciclos vitales planeando un cicloclímax especial y que había llegado al momento de la acción. Su verdadero nombre no era Minnearo, pero yo le llamaré así porque Minnearo es lo más aproximado al tono, a la matriz emocional y a la asociación implícitos en su designación.

Cuando hubo tomado su decisión, se apartó del despeñadero sobre el cual había permanecido contemplando el océano de Loarr, y se dirigió rápidamente a los hogares-de-la-personalidad de tres de sus mejores amigos. Al primer amigo, Asterrea, le dijo:

—Voy a suicidarme.

Y danzó su mensaje en su tono más festivo.

Su amigo se echó a reír, tal como Minnearo había esperado, pero su risa fue muy breve. Luego se marchó y dejó a Minnearo solo, porque últimamente se habían producido ya varios suicidios y la cosa empezaba a resultar aburrida.

A su segundo amigo, Minnearo le dedicó un saludo-brindis, pasando por las sesenta secuencias con exagerado cuidado, y danzó ante él:

—Mañana sumergiré mi cuerpo en el océano, si alguien quiere presenciarlo.

Su segundo amigo, Fless, sonrió con indulgencia y le dijo que iría a presenciar la hazaña.

A su tercer amigo, con muchos saltos y brincos excitados, Minnearo le describió lo que sucedería después de haberse sumergido en las aguas del océano. La danza que interpretó para dar esta descripción fue complicada y casi imaginativa, debido a que Minnearo había pasado la mayor parte de aquel tercer ciclo vital construyéndola en su mente. Utilizaba el movimiento, el color, el sonido y otra sensación parecida al olor para comunicar las descripciones de la caída, el impacto con el agua, y luego la rápida disolución y fusión en las corrientes del océano, la pérdida del conocimiento, la posterior oscuridad y finalmente el despertar, la culminación del cambio. Minnearo tenía una mentalidad más bien romántica, de modo que se imaginaba a sí mismo renaciendo alrededor del átomo-vital de uno de los grandes héroes de Loarr, Krollim, y formándose de acuerdo con la figura de Krollim. E incluso finalizó la danza con sugerencias de gloria e imitación de sí mismo por otros, lo cual era decididamente presuntuoso. Pero el amigo al cual iba dedicada la danza asintió con aprobación en varios puntos.

—Si resulta la mitad de lo que anticipas —dijo este amigo, Pur—, te envidio. Pero nunca se sabe...

—Supongo que no —dijo Minnearo, con cierta reluctancia.

Y vaciló antes de marcharse, ya que Pur era lo que podría llamarse una hembra, y Minnearo había alimentado la vaga esperanza que ella se uniera a él en su salto al océano. Pero, si se le había ocurrido la idea, Pur no lo dio a entender y se limitó a mirar a Minnearo tranquilamente, esperando que se marchara; de modo que finalmente se marchó.

Y en el momento oportuno, con su amigo Fless contemplándole desde lo alto del acantilado, Minnearo realizó su danza-ondulante final como Minnearo —más bien excitada y mal coordinada, pero ello resultaba comprensible dadas las circunstancias—, y luego se acercó al borde del despeñadero, saltó y dio un par de docenas de vueltas sobre sí mismo en el aire antes de chocar contra el agua.

Fless regresó apresuradamente y describió el suicidio a Asterrea y a Pur, los cuales rieron y aplaudieron en la mayoría de los pasajes adecuados, de modo que en conjunto la cosa fue un éxito. Luego, los tres se sentaron y empezaron a planear la venganza de Minnearo.

De acuerdo, que la mayor parte de esto no tiene sentido, tal vez porque estoy tratando de hablar de los Loarra en términos humanos, lo cual es un error tratándose de seres tan alienígenas como ellos. En realidad, los Loarra son una forma de vida casi completamente energética, y su conciencia se plasma en cada ciclo vital alrededor de un centro espacial que ellos llaman un «átomo-vital», de modo que si pudieran ver los diseños de energía que forman (como los vi yo, utilizando un filtro sensorial que nuestra expedición desarrolló con ese fin), comprobarían que a veces parecen una nebulosa en espiral, otras veces limaduras de hierro reuniéndose alrededor de un imán, o tal vez un copo de nieve semifundido. (Eso era probablemente lo que Minnearo parecía aquel día, debido a que es el aspecto que tienen los suicidas y los viejos.) Sus formas cambian continuamente, desde luego, pero cada individuo suele mantenerse lo más cerca posible de un determinado diseño.

Loarr es un gigantesco planeta gaseoso con una órbita tan cercana a su primario que, de acuerdo con las medidas de la Tierra, un año tiene una duración aproximada de treinta y siete días. (En el sistema terrestre, la órbita se encontraría considerablemente en el interior de la de Venus.) El planeta tiene un núcleo sólido, y numerosas excrecencias duras en forma de islas, pero la mayor parte de la superficie se encuentra en estado de fusión o gaseoso, girando y burbujeando y aullando con los vientos y tormentas. No es un planeta demasiado atractivo para un ser humano, pero posee algo que despertó el interés de la Unicentral: minería.

¿Imaginan ustedes lo que es la minería en un planeta donde la mayoría de los metales son líquidos a causa del calor y/o de la presión? Son muchos los que ignoran esto, porque es una situación que no se da con frecuencia, pero se daba en Loarr y era muy, muy interesante. Nuestros análisis mostraban algunos elementos que hasta entonces sólo habían sido pura teoría: elementos que se suponía que sólo existían en los núcleos de los soles, por ejemplo. Y si podíamos obtener alguno de ellos... Bueno, ya entienden lo que quiero decir. Las posibilidades mineras eran, realmente, muy interesantes.

Desde luego, costaría la mitad de las riquezas de la Tierra enviar una expedición allí. Pero la Unicentral zumbó por espacio de dos-punto-ocho segundos y luego emitió instrucciones detalladas acerca del modo de realizarlo. Y fuimos hacia allá.

Y allí estaba yo, un Año Estándar más tarde (hace cinco Años Estándar), instalado en el interior de una montaña de tierra artificial soldada a una de las «islas» de Loarr y preguntándome qué diablos estaba haciendo allí. Porque no soy ingeniero de minas, ni físico, ni técnico en computadoras, ni, de hecho, nada que requiera preparación técnica. Soy especialista en relaciones públicas; y no encontraba ningún motivo para que me hubieran destinado a un planeta tan infernal, imposible, inconcebible e inhabitable como Loarr.

Pero existía un motivo, y el motivo eran los Loarra, desde luego. Ellos vivían («vivían») allí, y eran inteligentes, de modo que teníamos que negociar con ellos. Ergo: yo.

De modo que en los años siguientes, mientras yo negociaba, y se iniciaban las operaciones y yo actuaba como intermediario, aprendí mucho acerca de ellos. Lo suficiente para traducir, aunque de un modo deficiente, la danza-ondulante del Mutador y los Tres, la cual es el equivalente de un mito clásico (o lo sería, si ellos tuvieran algo que pudiera equipararse a algo nuestro).

Sigamos:

Fless era partidario de concluir un pacto entre los Tres, en virtud del cual cada uno de ellos por riguroso turno y con ausencia deliberada de los apropiados saludos, se suicidaría exactamente igual que lo había hecho Minnearo.

—Así podríamos matar a este suicidio —explicó Fless en excitadas ondas a través del aire.

Pero Pur tenía más sentido práctico.

—Así —rectificó— mataríamos solamente este suicidio. Algo vulgar, desprovisto de fantasía. Y Minnearo merece algo más.

Asterrea parecía indeciso; dio unos cuantos saltos, chispeando y desapareciendo y reapareciendo unas pulgadas más allá en otro color. Sus dos compañeros esperaban su comentario, y finalmente se estabilizó, se quedó inmóvil en el aire, se posó en el suelo y se instaló firmemente allí. Luego dijo, con movimientos lentos y cuidadosos:

—No estoy seguro que Minnearo merezca una venganza original. No fue un suicidio original, después de todo. Y, ¿quién nos vengará a nosotros? —Una sola chispa brotó de él—. ¿Quién nos vengará a nosotros? —repitió, esta vez con movimientos más pronunciados.

—Tal vez —dijo Pur lentamente— no necesitemos venganza..., si nuestro acto posee la suficiente grandeza.

Los otros dos interrumpieron sus movimientos ondulantes al azar para reflexionar. Fless pasó del azul al verde, del verde al rojo y finalmente al amarillo; Asterrea vibró con un ultravioleta profundo.

—Todo el mundo tiene que ser vengado —dijo Fless finalmente—. Lo que tú sugieres carece de significado.

—Pero, si hacemos algo realmente grande... —dijo Pur; y ahora empezó a irradiar calor, el cual atrajo a los otros dos hacia ella—. Algo que nunca se haya hecho, en ninguna forma. Algo para lo cual no pueda existir ninguna venganza, ya que será una cosa positiva: no un cambio-mortal, no una destrucción, ni una desaparición, ni un olvido. Una cosa positiva.

El ultravioleta de Asterrea se hizo más oscuro, más oscuro, hasta que pareció ser un simple agujero en el aire.

—Peligroso, peligroso, peligroso —zumbó, moviéndose lentamente de un lado a otro—. Sabes que eso es imposible: tenemos que abandonar nuestros sucesivos ciclos vitales. Porque un positivo en el mundo...

Se sumió en la oscuridad y no reapareció durante largos segundos. Cuando lo hizo estaba completamente inmóvil, latiendo débilmente pero recuperando fuerzas poco a poco.

Pur esperó hasta que su color y su tonalidad revelaron que había recobrado el conocimiento, y luego se movió con leves ondulaciones calculadas para provocar en los otros dos un estado de ánimo razonable y tranquilo.

—He pensado ya en eso durante seis ciclos vitales —danzó Pur—. Tengo que estar en lo cierto: nadie ha meditado en un problema durante tanto tiempo. Un positivo no sería peligroso, a pesar de lo que digan las teorías de los tres y cuatro ciclos. Sería beneficioso. —Hizo una pausa, colgando del aire, anaranjada—. Y sería nuevo —añadió, trazando una rápida espiral—. ¡Sería una novedad!

Y así, al final, accedieron a seguir el plan de Pur. Que consistía en lo siguiente: en una isla lejana que se alzaba en la parte más profunda del océano de Loarr, donde implacables tormentas arrastraban chorros de metales fundidos, había un vórtice de fuerzas que era evitado por todo Loarra so pena de inescapable y definitivo cambio-mortal. Las más antiguas danzas-ondulantes de aquellos tiempos pretéritos decían que el vórtice siempre había estado allí, que los Loarra habían sido engendrados allí, o habían escapado de allí, o habían burlado de algún modo las leyes que regían allí. Lo indudable es que el vórtice era un devorador de energía, que atraía y atrapaba desde muy lejos a cualquier Loarra o a cualesquiera otros seres que penetraban por error en su radio de influencia.

(Ya que toda la vida existente en Loarr está basada en la energía, incluso la de los animales-alimento, seres desprovistos de mente, de color uniforme, sin movimiento interno, sin olor ni tonalidad, y absolutamente sin autovolición. Su objetivo dentro del esquema Loarrano de las cosas es y era literalmente el de alimento, y nada más; y a pesar que había innumerables animales-alimento deslizándose por el aire en la mayor parte de las zonas del planeta, los Loarra apenas se fijaban en ellos. Los comían cuando tenían hambre, y no les prestaban la menor atención en cualquier otro momento.)

—Entonces, ¿quieres que destruyamos el vórtice? —inquirió Fless, danzando y moviéndose de un lado para otro con evidente excitación.

—Nada de destruir —respondió Pur tranquilamente—. Será un cambio-vital, no una destrucción.

—¿Un cambio-vital? —preguntó Asterrea débilmente, ondulando en el aire.

Y Pur repitió:

—Un cambio-vital.

Ya que el vórtice había creado en algún momento, o permitió de algún modo que fueran creados, los más Antiguos de los Loarra, aquellos seres de hacía muchos ciclos que se habían combinado y dividido, reaccionado y cambiado innumerables veces para convertirse en los Loarra de la época actual. Y si en otra época pudo existir creación en el vórtice, no era descabellado suponer que podía existir de nuevo.

—Pero, ¿cómo? —preguntó Fless, tratando ahora de ser razonable, danzando la pregunta con precisión y conservando un inalterable color verde mientras lo hacía.

—Necesitaremos ayuda —dijo Pur.

Y empezó a explicar lo que había oído decir —a un ave-del-viento, un ser con poca inteligencia pero con una memoria perfecta—. Que en alguna parte cerca del vórtice uno de los Antiguos estaba viviendo aún su primer ciclo vital. En la época más primitiva de la raza, cuando el suicidio había sido considerado como un medio postrero para cambiar de ciclo, aquel Antiguo había realizado su cambio por medio de una especie de suicidio negativo: había bloqueado su ciclo, de modo que su conciencia y su forma continuaban en una inacabable repetición de sí mismas, en tanto que sus amigos cambiaban y crecían y aprendían mientras vivían ciclo-vital tras ciclo-vital, convirtiéndose en personas distintas con recuerdos comunes, moviéndose hacia adelante en el futuro por este sistema en tanto que el último Antiguo permanecía anclado en el principio. Él veía sólo el principio, recordaba sólo el principio, comprendía sólo el principio.

Y por este motivo el suyo había sido el más trágico de todos los cambios Loarranos (y el ave-del-viento había oído rumorear, en ocho diferentes sentidos, cada uno de los cuales repitió palabra por palabra a Pur, que en los siglos transcurridos desde aquel cambio centenares de Loarras habían intentado vengar al Antiguo, siempre sin éxito), y nunca se había repetido, de modo que aquel Antiguo era el único Antiguo. Y por ese motivo era importante para sus investigaciones, explicó Pur.

Con un crecer y encogerse, un brillar y perder brillo de perplejidad, Asterrea preguntó:

—Pero, ¿cómo puede vivir en alguna parte cerca del vórtice y no ser consumido por él?

—Esa es una parte esencial de lo que debemos averiguar —dijo Pur.

Y tras los saludos de ritual, los Tres salieron en busca del Antiguo.

Tradicionalmente, la danza-ondulante del Mutador y los Tres invierte mucho tiempo, al llegar a este punto, en describir la escena mientras Pur, Fless y Asterrea cruzan aquel océano en fusión. Yo he contemplado la danza innumerables veces, y cada vez me ha parecido que me acercaba más a la comprensión del significado que tiene para los propios Loarra. Pero, en definitiva, lo único que captaba era un extraño tipo de belleza alienígena, y no la grandeza, la excitación y el pavor que significaba para los Loarra.

Cuando los Tres captaron las vibraciones y los remolinos de aire revelando que se estaban acercando al vórtice, se detuvieron en su vuelo y permanecieron suspendidos sobre el oscuro mar, conversando únicamente en breves parpadeos de color, debido a que debían aferrarse a su diseño a fin de poder resistir la atracción del vórtice, muy intensa ya.

—¿En alguna parte cerca? —preguntó Asterrea, con un rápido latido verde.

—Más cerca del vórtice, supongo —dijo Pur, arriesgándose a una secuencia de rojos y violeta.

—¿Podemos estar seguros? —preguntó Fless.

Pero no hubo respuesta de Pur, y Fless no había esperado ninguna de Asterrea.

El océano crujió y saltó; el aire aulló alrededor de los Tres. Y el vórtice tiró de ellos.

Súbitamente, notaron que su secuencia de movimientos estaba cambiando, contra su voluntad, y por un largo instante temieron que fuese a efectos de la atracción del vórtice. Se acercaron más el uno al otro y giraron más rápidamente en un diseño todavía más complicado, pero no sirvió de nada. Irresistiblemente fueron separados de nuevo, y al mismo tiempo los tres fueron empujados hacia el vórtice.

Y luego captaron al Antiguo entre ellos.

Se había unido a la secuencia de movimientos; por eso habían notado que la secuencia cambiaba y se aflojaba: para dejar sitio al Antiguo. Girando y parpadeando, el Antiguo les condujo por encima del pavoroso mar, irradiando calor a través de la tormenta; y mientras ellos le seguían, o se dejaban arrastrar, contemplaban maravillados al Antiguo.

Apenas podía reconocérsele como a uno de ellos. Había dejado de ser todo energía. Era medio-materia, portando la extraña masa con cierta elegancia pasada de moda, los bordes exteriores casi rígidos mientras sostenían la carga de su coagulado centro y lo transportaban a través del aire. Y, al menos por ahora, permanecía completamente silencioso.

Sólo habló cuando los Tres llegaron sanos y salvos al hogar de su personalidad, sobre una diminuta roca proyectada en ángulo por encima del mar. Allí, dentro de un cono de quietud contra el cual el océano rugía y retrocedía, los vientos vacilaban e incluso el poder del vórtice quedaba anulado, el Antiguo dijo con aire fatigado:

—De modo que han venido.

Habló con una leve ondulación hacia adelante y hacia atrás, amplificada únicamente por un color rojo oscuro.

Los Tres no supieron qué contestar; pero Pur finalmente aventuró:

—¿Has estado esperándonos?

El Antiguo latió con un rojo más brillante una, dos veces. Hizo una pausa. Luego dijo:

—Yo no he esperado: no hay nada que esperar. —De nuevo el latido de un rojo más brillante—. Uno espera para el futuro. Pero no existe ningún futuro.

—Para él, no existe —dijo Pur en voz baja a sus compañeros.

Y Fless y Asterrea se hundieron ondulando hasta el suelo de roca del hogar del Antiguo, donde oscilaron hacia adelante y hacia atrás.

El Antiguo se hundió con ellos, y cuando tocó el suelo se quedó completamente inmóvil. Pur se unió a sus compañeros, manteniendo el movimiento pero incapaz de levantar su color por encima de un opaco verde-azul. Dirigiéndose al Antiguo, dijo:

—Pero tú sabías que vendríamos.

—¿Vendrían? ¿Vendrían? Sí, han venido. Para mí sólo existe el hoy. Yo continuaré siendo el Antiguo cuando los otros pasen más allá de mí. Nunca cambiaré, ni cambiará mi mundo.

—Pero los otros han pasado ya más allá de ti —dijo Fless—. Nosotros estamos muchos ciclos-vitales por detrás de ti, Antiguo: tantos, que ni siquiera las aves-del-viento serían capaces de contarlos.

El Antiguo pareció colocar su yo material en una postura más erguida, formando cuidadosamente a su alrededor su caudal de energía. Al rojo de su color añadió un leve susurro mientras decía:

- Nada está detrás de mí, aquí en la Roca. Cuando ustedes llegan aquí, se salen del tiempo, lo mismo que yo. De modo que ahora siempre han estado aquí y siempre estarán aquí, mientras estén aquí.

Asterrea chispeó súbitamente amarillo y danzó hacia arriba en el tranquilo aire. Mientras Fless le miraba y Pur se adelantaba rápidamente para calmarle, se lanzaba una y otra vez hacia el borde del cono de quietud que era el refugio del Antiguo. Cada vez era impulsado hacia atrás y cada vez volvía a arrojarse de nuevo contra el borde de la tormenta, tratando de penetrar en ella. Encendió y quemó incontables colores, y extrañas frecuencias de sonido llenaron el silencio, hasta que al fin, vencido por las severas órdenes de Pur y la mirada de reproche de Fless volvió a hundirse pesadamente en el suelo de piedra.

—Una trampa, una trampa —latió—. Esto es el propio vórtice. Debimos suponerlo. Nunca saldremos de aquí.

El Antiguo no había prestado la menor atención a la exhibición de Asterrea. Dijo, lentamente:

—Y debido a que no estoy en el tiempo, el vórtice no puede tocarme. Y debido a que estoy fuera del tiempo sé lo que es el vórtice, ya que puedo recordarme a mí mismo naciendo en él.

Pur dejó entonces a Asterrea y se acercó más al Antiguo. Suspendida encima de él, pensó con vibraciones azules. Luego preguntó:

—¿Puedes decirnos cómo naciste? ¿Qué es creación? ¿Cómo se hacen las cosas nuevas? —Hizo una breve pausa y añadió—: ¿Y qué es el vórtice?

El Antiguo pareció inclinarse hacia adelante, como si estuviera cansado. Su color volvía a ser rojo oscuro, y los Tres pudieron ver claramente cada átomo de materia dentro de su campo de energía, macizo y duro. Dijo:

—Tantas preguntas para formular una sola pregunta.

Y les dio la respuesta a aquella pregunta.

Y yo no puedo darles aquella respuesta, porque no la sé. Nadie la sabe ahora, ni siquiera los Loarra actuales que son los Tres al cabo de mil millones de billones de ciclos-vitales. Porque los Loarra se convierten realmente en «personas» distintas cuando pasan de un ciclo a otro, y después de tantos cambios la memoria deja de tener sentido («Inténtalo alguna vez», me danzó en cierta ocasión uno de los Loarra, y no pude captar el menor síntoma indicando que él creyera que era una broma).

Hoy, por ejemplo, los propios Tres, mil millones de billones de veces transformados, aunque conservándose ellos mismos, acuden con frecuencia a contemplar la Danza del Mutador y los Tres, y a pesar que se trata de ellos, la Danza los excita y les conmueve, como si fuera una historia jamás oída. Pero, si a la Danza le falla un movimiento, un color o un sonido, los Tres la corregirán inmediatamente. (Y sí, muchas veces el propio Mutador, Minnearo, el que inició la historia, ha asistido a esas danzas..., aunque casi siempre se marcha después de la re-creación de su danza suicida.)

A veces resulta difícil distinguir a un Loarra de todos los demás, dicho sea de paso, a pesar de las complejas y sutiles tecnologías de la Unicentral, la cual me ha proporcionado filtros sensoriales de todas clases, simuladores de frecuencia, inductores de gravedad especiales y una minicomputadora que ocupa más de la mitad de mi pequeña isla de Tierra soldada a la superficie de Loarr y que puede pensar y analizar en dos segundos lo que a mí me costaría cincuenta años de trabajo. Durante mis cuatro años de estancia en Loarr, llegué a «conocer» a varios de los Loarra, pero incluso al final de mi estancia nunca estaba completamente seguro de la identidad de mi interlocutor. Me quedaba la posibilidad de practicar diecisiete o dieciocho tests, conectando los filtros sensoriales con la minicomputadora, y obtener así una respuesta concreta. Pero los Loarra pierden pronto la paciencia, y cuando había terminado mis preparativos el Loarra solía encontrarse ya girando y chispeando en los vapores infernales que ellos llaman aire. De modo que solía conducir mis investigaciones o negociaciones al azar, con cualquiera que prestase atención a mis «ojos» antigravedad, y descubrí que no importaba demasiado con quién estuviera hablando: ninguno de ellos tenía más sentido común que los otros. En lo que a mí respecta, todos eran absurdos, incomprensibles, estúpidos y malvados.

Si eso suena a amargura por mi parte, es porque estoy amargado. Me amargó el asesinato de cuarenta y dos hombres. Pero volvamos a la mayor de las leyendas de una antigua y venerable raza alienígena:

Cuando el Antiguo les hubo dicho lo que querían saber, los Tres retornaron a la vida con parpadeos y danzas en el aire, Pur lo mismo que los otros. Era todo lo que habían esperado, y más; era la respuesta completa a su investigación y su problema. Les capacitaría para crear, para trascender de cualquier cicloclímax que pudieran haber ideado.

Transcurridos unos instantes los Tres recobraron la cordura y recordaron el ceremonial.

—Te damos las gracias en nombre de Minnearo, cuyo suicidio estamos vengando —dijo Fless gravemente, ondeando su mensaje en respetuosas espirales de color azul oscuro.

—También te damos las gracias en nuestro propio nombre —dijo Asterrea.

—Y te damos las gracias en nombre de nadie y de nada —dijo Pur—, ya que ésa es la mayor gratitud que puede concebirse.

Pero el Antiguo se limitó a permanecer sentado, latiendo su rojo oscuro, y los Tres se miraron el uno al otro, desconcertados. Finalmente, el Antiguo dijo:

—Aceptar las gracias es aceptar la responsabilidad, y en un solamente-hoy, como yo soy, no cabe ninguna responsabilidad puesto que no puede existir ningún acto nuevo. Estoy fuera del tiempo, como ya saben, lo cual casi equivale a estar fuera de la vida.

Sin embargo, los Tres completaron el ceremonial de gratitud: demostraciones de color y sonido, danzas, ofrecimientos de su propia energía y todo lo demás. Y Pur dijo:

—Es posible dar gracias por un acto muy pretérito o incluso un reflejo insensato, y nosotros las damos sinceramente.

El Antiguo latió rojo oscuro y no contestó, y al cabo de un rato los Tres se despidieron de él.

Armados con el conocimiento que el Antiguo les había proporcionado, no tuvieron ninguna dificultad en penetrar la barrera que protegía la Roca, hogar de la personalidad del Antiguo, y al cabo de unos instantes se encontraban de nuevo solos consigo mismos en la furiosa tormenta que rodeaba al vórtice. Durante largos minutos permanecieron suspendidos en el aire, girando y vibrando en sus diseños más defensivos, mientras la tormenta les azotaba y el vórtice tiraba de ellos. Luego, bruscamente, desintegraron sus diseños y se precipitaron deliberadamente en el corazón del propio vórtice. Al cabo de unos instantes habían desaparecido.

Mientras caían en el vórtice no parecieron sentir ni movimiento ni lapso de tiempo. Era un cambio que llegaba sin percepción ni pensamiento: un cambio de ser en no-ser, de existencia a vacío. Sabían únicamente que se habían dado a sí mismos al vórtice, que se habían perdido súbitamente en la oscuridad y en una sensación de vacío circundante que no tenía ninguna dimensión. Sabían sin pensar que si hubiesen podido enviar sonido hacia adelante no se hubiera producido ningún eco, que una chispa o incluso un brillante resplandor no hubieran encendido ningún reflejo en ninguna parte. Ya que éste era el lugar del origen de la vida, y estaba vacío. Ellos debían llenarlo, si tenía que ser llenado.

De modo que utilizaron el secreto que el Antiguo les había confiado, el secreto que aquellos del Principio habían descubierto por casualidad y que sólo uno de los Antiguos pudo recordar. Habiéndose preparado para ello antes de penetrar en el vórtice, representaron sus papeles individuales maquinalmente: actos impersonales, inconscientes, casi al azar, que pueden ser realizados incluso por la energía no-viviente. Y cuando todo se hubo realizado correctamente, y en el momento adecuado, tuvo lugar la creación.

Era un animal-alimento. Se formó delante de ellos en el vacío, y creció hasta quedar completado. Por un instante permaneció allí, y luego fue expulsado súbitamente del vórtice, arrojado de él violentamente como por una explosión. Y con él salieron los Tres, vomitados hacia adelante con el primitivo fragmento de vida que habían elaborado.

En el exterior, en la tormenta, los Tres reasumieron automáticamente sus secuencias normales de movimiento, girando y parpadeando uno alrededor del otro en una lucha desesperada para mantenerse incólumes en medio del furor desatado que les circundaba. Y de nuevo notaron el poderoso tirón del vórtice detrás de ellos, agarrándoles otra vez ahora que estaban en el exterior, y supieron que el vórtice les atraería a su seno, ahora para siempre, a menos que consiguieran resistir. Pero descubrieron que estaban casi gastados. Habían perdido en el vórtice la mayor parte de sí mismos. Apenas se sentían vivos, y en su lucha contra los implacables poderes de la tormenta y del vórtice sólo pudieron hacer una cosa para recuperarse lo suficiente y abrirse paso hacia la calma y la seguridad.

Moviéndose casi al unísono, convergieron sobre el animal-alimento que acababan de crear y se lo comieron.

Este no es exactamente el final de la Danza del Mutador y los Tres: continúa aún, hablando de los honores rendidos a los Tres a su regreso, y de la reacción de Minnearo cuando completó su cambio reapareciendo alrededor del átomo-vital dejado por un ave-del-viento moribunda, y de cómo los Tres renunciaron a los honores y efectuaron sus siguientes cambios casi inmediatamente..., pero mi propia atención nunca sigue del todo el resto de la Danza. Siempre quedo aturdido por el mismo pasaje de la historia: por aquel momento de suprema contradicción en el que los Tres destruyen lo que habían creado. No llega a ser una ironía, pero es el punto culminante de la Danza, desde un punto de vista emotivo, en lo que respecta a los Loarra. De hecho, es toda la Danza, ya que si los Tres hubiesen podido escapar sin comerse a su animal-alimento, su hazaña hubiera sido tibiamente aplaudida..., y olvidada al cabo de un par de ciclos-vitales.

Y ésas eran las criaturas con las cuales tuve que tratar y cuyos derechos estaba encargado de proteger. Fui embajador en un planeta lleno de seres que podían decirme sin faltar a la verdad que dos y dos son anaranjado. Y sí, por eso estoy ahora de regreso en la Tierra; y por eso el resto de la expedición, los que quedaron vivos, se encuentran también aquí.

Si pudieran leer el informe que pasé a la Unicentral (cosa que no pueden hacer, porque la Unicentral clasifica siempre sus fracasos), no les revelaría nada más acerca de los Loarra que lo que acabo de contarles en la historia de la Danza. En realidad, podría revelarles incluso menos, ya que a pesar que el informe contenía numerosos datos sobre los Loarra, además de todas las teorías formuladas por la minicomputadora, apenas habla de la Danza. Y sólo en las cosas como ésa, en las actitudes más que en los índices IQ, datos psíquicos, etcétera, es posible descubrir todo el impacto de aquello con lo que estábamos tratando en Loarr.

Después de haber permanecido en el planeta durante cuatro Años Estándar, después de haber establecido contacto e intercambiado regalos y favores e información con los Loarra, después de haber instalado todo nuestro equipo minero y de mantenerlo en funcionamiento sin problemas durante más de tres años, después de todo eso se produjo la incursión. Un día, una cortina de luz violácea surgió del horizonte, y cuando estuvo más cerca pude ver que se trataba de toda una colonia de los Loarra, con sus colores y fluctuaciones individuales fundiéndose en aquella masa violácea. Yo estaba en la montaña, no lejos de los extensores mineros, y lo vi todo, y viví para contarlo.

Planearon sobre nosotros como una plaga de langosta, y empezaron atacando los vehículos-oruga y las excavadoras. El metal se calentó al rojo, luego al blanco, luego se fundió. Luego no fue más que gas formando compactas nubes en el cielo. En alguna parte dentro de aquellas nubes se encontraban los restos de los elementos que habían incluido a diecisiete seres humanos, que ahora también eran vapor.

Hice sonar la alarma, pero muy pocos consiguieron ponerse a salvo. Los demás quedaron atrapados en los túneles cuando los Loarra cayeron sobre ellos, y se convirtieron también en humo. Luego funcionó el cierre automático y la montaña quedó sellada. Y seis de nosotros estábamos allí, contemplando en la pantalla cómo los Loarra se movían de un lado para otro, destrozando lo poco que había quedado intacto después del primer ataque.

Envié al exterior tres de mis «ojos», pero no tardaron en quedar vaporizados.

Luego esperamos que atacaran la propia montaña..., media docena de hombres asustados, amontonados en la sala de la computadora, en completo silencio. Sudando, únicamente.

Pero el ataque no se produjo. Los Loarra ascendieron juntos en una apretada espiral, volaron por tres veces consecutivas alrededor de la montaña, y luego se alejaron hasta perderse de vista, dejando únicamente a un pequeño grupo detrás de ellos.

Poco después envié un cuarto «ojo» al exterior. Uno de los Loarra se acercó, voló alrededor del ojo como una libélula, parpadeó a través del espectro y quedó suspendido delante del ojo para hablar.

Era Pur: una Pur situada a mil millones de billones de ciclos vitales de la Pur que nosotros conocimos y amamos, desde luego, pero que a pesar de ello no dejaba de ser Pur.

Envié una secuencia de luces y movimientos cuya traducción aproximada podría ser: «¿Por qué diablos han hecho eso?».

Y Pur latió amarillo pálido durante varios segundos, y luego me dio una respuesta que no tiene traducción posible.

Formulé de nuevo la pregunta, en términos distintos, y Pur me dio la misma respuesta, en términos distintos. Pregunté por tercera vez, por cuarta vez, y la respuesta fue la misma.

Pur parecía disfrutar con las variaciones de la danza; tal vez pensaba que estábamos jugando.

Bueno... Ya habíamos enviado nuestra llamada de socorro, de modo que lo único que podíamos hacer era esperar la nave de rescate y confiar en que los Loarra no repitieran su ataque antes que llegara la nave, porque no teníamos ninguna posibilidad de resistencia: éramos mineros, no una expedición militar. Aunque Dios sabe lo que hubiera podido hacer una expedición militar contra seres que eran pura energía... Mientras esperábamos, continué enviando «ojos» al exterior, y continué hablando con los Loarra. La nave de rescate tardó tres semanas en llegar, y durante aquel tiempo hablé con más de un centenar de ellos. El resumen de lo que me dijeron es éste:

Sus motivos para destruir la instalación minera eran intraducibles. No, no estaban locos. No, no querían que nos marcháramos. Sí, podíamos sacar todo el material que nos apeteciera de las profundidades del océano Loarrano.

Y, lo más importante: no, no podían decir si iban a repetir o no su ataque.

De modo que regresamos a la Tierra y presentamos nuestros informes a la Unicentral. Incluimos, como ya he dicho, todos los datos que podíamos recordar, además de un cálculo aproximado del valor de los nuevos elementos existentes en Loarr, que ascendía a un séxtuplo de las riquezas del sistema terrestre. Y pasamos los datos a la Unicentral, para que decidiera si debíamos volver o no a Loarr.

La Unicentral ha estado zumbando por espacio de diez meses, pero todavía no ha tomado ninguna decisión.