OMNILINGUAL
Martha Dane se detuvo, levantando la mirada hacia el cielo cobrizo teñido de púrpura. El viento había cambiado desde el mediodía, mientras ella estaba a cubierto, y la tormenta de polvo que barría los elevados desiertos soplaba ahora sobre Syrtis. El sol, amplificado por la calina, era una brillante bola de color magenta, tan grande como el sol de la Tierra, a la cual Martha podía mirar directamente. Aquella noche, algo de aquel polvo que descendía de la capa superior de la atmósfera añadiría otra capa a las que habían estado enterrando la ciudad durante los últimos cincuenta mil años.
El rojizo loes se posaba sobre todas las cosas, cubriendo las calles y los espacios abiertos de parques y plazas, ocultando las pequeñas cosas que habían quedado aplastadas debajo de aquel fino légamo. En el lugar donde Martha se encontraba, las antiguas calles estaban a más de un centenar de pies debajo de la superficie; la brecha que habían practicado en la pared del edificio detrás de ella se había abierto en el sexto piso. Martha podía mirar hacia abajo y ver el grupo de barracones y cobertizos prefabricados, sobre el terreno cubierto de maleza que había sido el muelle cuando este lugar era un puerto de mar del océano que ahora se había convertido en la Depresión Syrtis; el reluciente metal estaba ya cubierto por una delgada película de polvo rojizo. Martha pensó, una vez más, en lo que costaría limpiar esta ciudad, en términos de tiempo y de trabajo, de personal, de suministros y de equipo traídos a través de cincuenta millones de kilómetros de espacio. Tendrían que utilizar máquinas; no había otro modo de hacerlo. Excavadoras, palas mecánicas y tractores; trabajaban aprisa, pero no realizaban una tarea selectiva. Martha recordaba las excavaciones alrededor de Harappa y Mohenjo-Daro, en el valle del Indo, y los pacientes y cuidadosos obreros nativos: los picadores y los paleadores, las largas hileras de peones llevándose los capazos de tierra... Lentos y primitivos como la civilización cuyas ruinas estaban poniendo al descubierto, sí, pero podían contarse con los dedos de una mano las veces que uno de aquellos obreros había dañado un objeto valioso enterrado. Gracias a los obreros nativos, mal retribuidos y resignados, la arqueología no continuaba en el estado en que la encontró Winckelmann. Pero en Marte no había obreros; el último marciano había muerto hacía quinientos siglos.
Algo empezó a repiquetear como una ametralladora, a cuatrocientos o quinientos metros a su izquierda. Era un martillo mecánico: Tony Lattimer había decidido ya qué edificio quería abrir a continuación.
Había diez personas en la oficina principal del Barracón Número Uno cuando Martha entró. En cuanto se hubo descargado de su equipo de oxígeno, encendió un cigarrillo, el primero desde el mediodía, y luego contempló a los reunidos. El anciano Selim von Ohlmhorst, el turco-germano, uno de sus dos compañeros arqueólogos, sentado al extremo de la larga mesa, fumando su gran pipa curvada y hojeando un cuaderno de notas. La oficial de artillería, Sachiko Koremitsu, entre dos lámparas de pie al otro extremo de la mesa, con la cabeza inclinada sobre su trabajo. El coronel Hubert Penrose, de la Fuerza Especial CO, y el capitán Field, del servicio de información, escuchando el informe de uno de los pilotos que acababa de regresar de un vuelo de reconocimiento. Un par de muchachas, tenientes de Transmisiones, preparando el comunicado televisado que sería transmitido al Cyrano, en órbita a cinco mil kilómetros del planeta, y retransmitido desde allí a la tierra vía Lunar. Sid Chamberlain, el representante de la Agencia de Noticias Trans-Espacio, estaba con ellas. Al igual que Selim y que la propia Martha era un paisano; llevaba una camisa blanca y un jersey azul sin mangas. Y el Comandante Lindemann, el oficial de Ingenieros, y uno de sus ayudantes, discutiendo sobre algunos planos sobre un tablero de dibujo. Martha confió, sacando del depósito agua caliente para lavarse las manos, en que estuvieran ocupándose de la conducción de agua.
Martha llevó los cuadernos de notas al lugar donde Selim von Ohlmhorst estaba sentado, y luego, como hacía siempre, se apartó a un lado y se dedicó a observar a Sachiko. La muchacha japonesa estaba restaurando lo que había sido un libro, hacía cincuenta mil años; sus ojos estaban tapados por una lupa binocular, cuya cinta negra resultaba invisible contra su abundante mata de cabellos color azabache. Daba gusto verla trabajar; todos sus movimientos eran tan graciosos y precisos como los de un músico después de haber ensayado un centenar de veces.
—Hola, Martha. Es temprano aún, ¿verdad? La muchacha habló sin levantar la cabeza, casi sin mover los labios, como si temiera que el más leve soplo desordenara el maltrecho material que tenía delante de ella.
—Sí, no son más que las tres y media. Yo ya he terminado mi trabajo. Y no he encontrado más libros, si esa es una buena noticia para ti.
Sachiko se quitó la lupa y se echó hacia atrás en su silla, cubriéndose los ojos con las manos.
—No, me gusta hacer esto. Yo lo llamo hacer micro-rompecabezas. Este libro, por ejemplo, está hecho polvo. Selim lo encontró al aire libre, con varios objetos pesados encima; las páginas están literalmente destrozadas. —Vaciló unos instantes—. Si al menos sirviera para algo, después de tanto trabajo...
Era una especie de reproche, y Martha se dio cuenta de que adoptaba un tono defensivo al contestar.
—Servirá, algún día. Recuerda lo que se tardó en interpretar los jeroglíficos egipcios, incluso después de disponer de la Piedra Rosetta.
Sachiko sonrió.
—Sí, lo sé. Pero ellos disponían de la Piedra Rosetta.
—Y nosotros no. No existe ninguna Piedra Rosetta, en ninguna parte de Marte. Toda una raza, toda una especie, murió mientras el primer artista Cro-Magnon dibujaba renos y bisontes en las paredes de una cueva, y a través de cincuenta mil años y cincuenta millones de kilómetros no existió puente de comprensión.
"Nosotros encontraremos uno. Tiene que haber algo, en alguna parte, que nos dará el significado de unas cuantas palabras, y nosotros las utilizaremos para descubrir el significado de más palabras, y así sucesivamente. No viviremos lo suficiente para aprender este lenguaje, pero pondremos la primera piedra y, algún día, alguien completará el edificio.
Sachiko apartó las manos de sus ojos, procurando no mirar directamente las luces, y sonrió de nuevo. Esta vez Martha estaba segura de que no se trataba de sonrisa japonesa de cortesía, sino de la sonrisa universalmente humana de amistad.
—Eso espero, Martha; de veras. Sería maravilloso que fueras tú la primera en hacerlo, y sería maravilloso para todos nosotros poder leer lo que aquella gente escribió. Sería como volver a la vida esta ciudad muerta. —La sonrisa se desvaneció lentamente—. Pero esto es soñar despierto.
—¿No has encontrado más grabados?
Sachiko sacudió la cabeza. Y no es que la cosa tuviera demasiada importancia. Habían encontrado centenares de grabados con membretes; nunca habían podido establecer una relación positiva entre algún objeto dibujado y alguna palabra impresa. Ninguna de las dos muchachas dijo nada más, y al cabo de unos instantes Sachiko volvió a colocarse la lupa e inclinó su cabeza hacia el libro.
Selim von Ohlmhorst levantó la mirada de su cuaderno de notas, quitándose la pipa de la boca.
—¿Todo está terminado, allí? —preguntó, exhalando una bocanada de humo.
—Todo —respondió Martha—. El capitán Gicquel ha empezado a abrir una brecha en el edificio del quinto piso para abajo, con una entrada en el sexto; cuando termine de abrir la brecha instalará los generadores de oxígeno.
El coronel Penrose levantó la mirada rápidamente, como si tomara mentalmente nota de algo que debía hacer más tarde. Luego volvió su atención al piloto, que estaba señalando algo en un mapa. Von Olhmhorst asintió.
—¿Sabe usted en qué edificio ha decidido penetrar Tony a continuación?
—En aquel tan alto que está rematado por una especie de apagavelas, creo. Oí que estaban taladrando los agujeros para colocar los barrenos por aquella parte.
—Bueno, espero que resulte ser uno de los que estuvieron ocupados hasta el final.
El último no lo había estado. Lo habían vaciado de su contenido poco a poco, al parecer durante un largo período de tiempo. Durante siglos, mientras moría, esta ciudad había ido consumiéndose a sí misma, por un proceso de autocanibalismo. Martha dijo algo a ese respecto.
—Sí —asintió Selim—. Siempre nos encontramos con eso... excepto en lugares como Pompeya, desde luego. ¿Ha visto usted alguna de las otras ciudades romanas en Italia? ¿Minturnae, por ejemplo? Primero los habitantes rompieron esto para remendar aquello, y luego, cuando hubieron abandonado la ciudad, llegaron otras gentes y rompieron lo que quedaba, y quemaron las piedras para hacer yeso, o las trocearon para empedrar caminos, hasta que sólo quedaron los cimientos. En este aspecto estamos de suerte; éste es uno de los lugares donde la raza marciana pereció, y no hubo bárbaros que llegaran más tarde y destruyeran lo que ellos habían dejado. —Chupó lentamente su pipa—. Un día de estos, Martha, voy a penetrar en uno de esos edificios y descubriré que estuvo habitado hasta el último momento. Entonces nos enteraremos de la historia del final de esta civilización.
Y si aprendemos a leer su lenguaje, nos enteraremos de toda la historia, y no sólo del obituario. Martha vaciló, sin atreverse a traducir en palabras el pensamiento.
—Algún día lo descubriremos, Selim —dijo, consultando su reloj—. Voy a trabajar un poco en mis listas, antes de cenar.
Por un instante, el rostro del anciano se frunció en un gesto de desaprobación; empezó a decir algo, cambió de idea y volvió a colocarse la pipa en la boca. Sin embargo, Martha captó aquel breve gesto y supo lo que Selim estaba pensando. El anciano creía que ella estaba desperdiciando tiempo y esfuerzos; tiempo y esfuerzos que no le pertenecían a ella, sino a la expedición. Y Selim podía estar en lo cierto, Martha lo admitía. Pero tenía que estar equivocado, tenía que existir un medio para hacerlo. La muchacha se alejó silenciosamente y fue a instalarse en su propio asiento, en el centro de la mesa.
Fotografías y facsímiles de páginas restauradas de libros y reproducciones de inscripciones se amontonaban delante de ella, al lado de los cuadernos en los cuales compilaba sus listas. Martha se sentó, encendió otro cigarrillo y cogió un facsímil de lo que parecía la primera plana de una especie de periódico. La muchacha lo recordaba; lo había encontrado ella misma, dos días antes, en un armario en el sótano del edificio que acababa de examinar.
Martha lo contempló unos instantes. Podía leerse, en el sentido de que ella había establecido un sistema de valores fonéticos puramente arbitrarios pero convenientemente pronunciables para las letras. Los largos símbolos verticales eran vocales. Sólo había diez de ellas; no demasiadas, permitiendo formar símbolos separados para los sonidos largos y cortos. Había veinte de las letras horizontales cortas, lo cual significaba que sonidos como —ng o —ch o —sh eran letras sencillas. Había millones de probabilidades contra una de que su sistema tuviera algo que ver con el sonido original del lenguaje, pero ella había anotado varios millares de palabras marcianas, y podía pronunciarlas todas.
Pero no había pasado de ahí. Podía pronunciar de tres a cuatro mil palabras marcianas, y no podía asignar un significado a una sola de ellas. Selim von Olhmhorst creía que no lo conseguiría nunca. Tony Lattimer opinaba lo mismo, y se mostraba mucho menos reticente al respecto. Sachiko Koremitsu compartía también esa opinión. Y había ocasiones en que la propia Martha empezaba a temer que tuvieran razón.
Las letras de la página que tenía delante de ella parecían danzar, esbeltas vocales con obesas y pequeñas consonantes. Martha estaba acostumbrada a contemplar aquella danza en sueños. Y había otros sueños en los cuales las leía tan fácilmente como el inglés; al despertar, trataba desesperada e inútilmente de recordar. La muchacha parpadeó y apartó los ojos de la página; cuando volvió a mirarla, las letras habían recobrado de nuevo la compostura. Había tres palabras en la parte superior de la página, con una línea encima y otra debajo, lo cual parecía ser el sistema marciano de empleo de mayúsculas. Mastharnorvod Tadavas Sorn-hulva. Martha las pronunció mentalmente, mientras hojeaba sus cuadernos de notas para comprobar si las había encontrado antes, y en qué contexto. Las tres estaban anotadas. Además, masthar era una palabra muy corriente, lo mismo que norvod y que nor, pero —vod era un sufijo y nada más que un sufijo. Davas era una palabra, también, y ta— era un prefijo corriente; sorn y hulva eran palabras corrientes. Martha había decidido hacía tiempo que aquel lenguaje tenía que ser semejante al alemán; cuando los marcianos habían necesitado una nueva palabra, se habían limitado a unir un par de palabras que ya existían. Probablemente resultaría algo horrible desde el punto de vista de la gramática. Bueno, los marcianos habían publicado revistas, y una de ellas se llamaba Mastharnorvod Tadavas Sorn-hulva. Martha se preguntó si habría algo semejante a la Revista Arqueológica Trimestral, o algo más por el estilo de Sexy Stories.
Una línea más pequeña, debajo del título, era indudablemente el número y la fecha del ejemplar. Habían sido encontradas bastantes cosas numeradas en serie para permitirle identificar las cifras y establecer que había sido utilizado un sistema decimal de numeración. Este era el ejemplar mil setecientos cincuenta y cuatro, de Doma, 14837; por lo tanto, Doma tenía que ser el nombre de uno de los meses marcianos. La palabra había aparecido ya varias veces. Martha se encontró chupando furiosamente su cigarrillo mientras buscaba en los cuadernos de notas y en los montones de material examinado ya.
Sachiko estaba hablando con alguien, y una silla fue arrastrada al extremo de la mesa. Martha levantó la cabeza y vio a un hombre robusto, de cabellos rojizos y faz rubicunda, vestido con el uniforme verde de la Fuerza Espacial con la estrella de comandante en la hombrera, que se sentaba. Era Iván Fitzgerald, el médico. Estaba levantando pesos de encima de un libro similar al que la muchacha japonesa restauraba.
—Últimamente no he tenido tiempo —estaba diciendo, en respuesta a la pregunta de Sachiko—. Esa muchacha, Finnchley, continúa enferma, y no he sido capaz aún de diagnosticar su dolencia. Y he estado analizando unos cultivos de bacterias, y en mis ratos libres he disecado ejemplares para Bill Chandler. Bill ha encontrado finalmente un mamífero. Parece un lagarto, y sólo tiene cuatro pulgadas de longitud, pero es un verdadero animal de sangre caliente, gamogenético, placentario y vivíparo. Excava galerías subterráneas, y parece alimentarse de lo que aquí es el equivalente de los insectos.
—¿Hay bastante oxígeno para algo como eso? —preguntó Sachiko.
—Eso parece, al menos cerca del suelo —Fitzgerald se colocó su lupa—. Encontró esto en el fondo de un barranco... ¡Vaya! Esta página parece estar intacta; si consigo sacarla en una sola pieza...
Continuó hablando inaudiblemente para sí mismo, levantando lentamente la página y deslizando una de las hojas transparentes de plástico debajo de ella, trabajando con suma delicadeza. No con la delicadeza de las pequeñas manos de la muchacha japonesa, moviéndose como las zarpas de un gato al lavarse la cara, sino como un martillo a vapor partiendo una nuez. La arqueología requiere también cierta delicadeza de tacto, pero Martha contempló a la pareja con envidiosa admiración. Luego volvió a su propio trabajo, terminando el Sumario.
La página siguiente era el comienzo del primer artículo anotado; la mayoría de las palabras eran desconocidas. Martha tuvo la impresión de que se trataba de una revista científica o técnica; los párrafos tenían un aspecto amazacotado, sólido.
Al fin, Iván Fitzgerald profirió una exclamación:
—¡Ja! ¡Ya lo tengo!
Martha levantó la mirada. Fitzgerald había despegado la página y estaba pegando otra hoja de plástico encima de ella.
—¿Hay algún grabado? —preguntó Martha.
—En este lado, no. Espere un momento. —Volvió la hoja—. Y en este otro, tampoco.
Fitzgerald cogió su pipa y volvió a encenderla.
—Encuentro esto muy divertido —continuó—, y es una buena práctica para mis manos, de modo que no crea que me estoy quejando. Pero, ¿cree usted sinceramente, Martha, que alguien va a sacar algo en limpio de todo esto?
Sachiko levantó un pedacito del silicio plástico que los marcianos habían utilizado como papel, cogiéndolo con sus pinzas. Tenía casi una pulgada cuadrada.
—Mire: tres palabras enteras en este fragmento —dijo—. Usted ha cogido el libro más fácil, Iván. Fitzgerald no se dio por vencido.
—Todo esto carece de significado —insistió—. Lo tuvo hace cincuenta mil años, cuando fue escrito, pero ahora no posee ninguno.
Martha sacudió la cabeza.
—El significado no es algo que se evapora con el tiempo —objetó—. Todo esto tiene el mismo significado que tuvo siempre. Lo que pasa es que no hemos aprendido a descifrarlo.
—Desde luego —intervino Selim von Olhmohrst—. Porque no existe ya ningún medio para descifrarlo.
—Encontraremos uno —dijo Martha, dándose cuenta de que hablaba más para estimularse a sí misma que con la intención de discutir.
—¿Cómo? ¿A través de grabados y pies de grabado? Hemos encontrado grabados con el correspondiente pie, y, ¿qué nos han dado? Se supone que el pie ha de explicar el grabado, y no lo contrario. Supongamos que alguien extraño a nuestra cultura encontrara un grabado de un hombre con una barba y un bigote blancos aserrando un tronco. Creería que el pie significaba: "Hombre Aserrando Madera". ¿Cómo podría saber que en realidad decía: "Guillermo II en el Exilio en Doorn"?
Sachiko se había quitado su lupa y estaba encendiendo un cigarrillo.
—Hay grabados destinados a explicar sus pies —dijo—. Los de los diccionarios enciclopédicos, por ejemplo...
—Bueno, si encontramos algo así... —empezó a decir Von Olhmhorst.
—Michel Ventris encontró algo así, en los años Cincuenta —dijo la voz de Hubert Penrose, directamente detrás de Martha.
La muchacha volvió la cabeza. El coronel estaba de pie junto a la mesa de los arqueólogos; el capitán Field y el piloto se habían marchado.
—Encontró un montón de inventarios griegos de almacenes militares —continuó Penrose—. La escritura era Cretense Lineal B, y cada una de las listas estaba encabezada por un pequeño grabado, una espada, o un casco, o una cocina de trípode. Eso fue lo que le dio la clave para descifrar la escritura.
—El coronel va a convertirse en un verdadero arqueólogo —comentó Fitzgerald—. En esta expedición, todos estamos aprendiendo las especialidades de los demás.
—Me enteré de eso mucho antes de que se pensara en llevar a cabo esta expedición —dijo Penrose, sacando un cigarrillo de su pitillera de oro—. Me enteré antes de la Guerra de los Treinta Días, en la Academia del Servicio de Información, cuando era teniente. Y se citaba como una hazaña del criptoanálisis, no como un descubrimiento arqueológico.
—Ya, criptoanálisis —dijo Von Olhmhorst—. La lectura de un lenguaje conocido en una forma desconocida de escritura. Las listas de Ventris estaban en lenguaje conocido, griego. Ni él ni nadie leyó una sola palabra del lenguaje cretense hasta que se descubrió el bilingüe griego-cretense en 1963, porque sólo con un texto bilingüe, con un lenguaje conocido ya, puede aprenderse un antiguo lenguaje desconocido. Y, pregunto yo, ¿qué esperanza tenemos de encontrar aquí algo semejante? Usted, Martha, ha trabajado en esos textos marcianos desde que llegamos aquí, es decir, desde hace seis meses. Dígame, ¿ha encontrado una sola palabra a la cual pueda asignar positivamente un significado?
—Sí, creo que tengo una —respondió Martha—. Doma.
Es el nombre de uno de los meses del calendario marciano.
—¿Dónde la ha encontrado? —preguntó Von Olhmhorst—. ¿Y cómo ha podido establecer...?
—Aquí —Martha cogió el facsímil y se lo entregó al anciano—. Yo llamo a esto la primera plana de una revista.
Selim examinó el facsímil unos instantes en silencio.
—Sí, eso parece —dijo finalmente—. ¿Tiene usted algo del resto?
—Estoy trabajando en la primera página del primer artículo, anotado ahí. Un momento... Sí, aquí está todo lo que encontré. —Le dijo dónde lo había obtenido—. Se lo entregué a Geoffrey y a Rosita para que sacaran el facsímil; esta página es la primera que he examinado.
El anciano se puso en pie y se dirigió al lugar donde estaba sentada la muchacha; dejó la primera plana sobre la mesa y hojeó rápidamente el montón de facsímiles.
—Sí, y aquí está el segundo artículo, en la página ocho, y aquí está el siguiente. —Terminó de examinar los facsímiles—. Faltan un par de páginas al final del último artículo. Resulta sorprendente que algo así haya sobrevivido tanto tiempo.
—¡Oh! Lo raro no es que haya sobrevivido el material. Hemos encontrado muchos libros y documentos en excelente estado. Pero sólo una cultura realmente vital publica revistas, y esta civilización permaneció en estado agónico durante centenares de años, antes del final. Es posible que ese tipo de actividades cesara un milenio antes de que la civilización muriera del todo.
—Bueno, tenga en cuenta el lugar donde lo encontré: en un armario, en un sótano. Tirado allí y olvidado, y luego ignorado cuando vaciaron el edificio. Estas cosas suelen ocurrir.
Penrose había cogido la primera plana y la estaba examinando.
—No creo que pueda existir la menor duda de que esto es una revista —dijo. Leyó otra vez el título, moviendo silenciosamente los labios—. Mastharnorvod Tadavas Sorn-hulva. Me pregunto qué significa... Pero tiene usted razón en lo de la fecha: Dorna parece ser el nombre de un mes. Sí, ya tiene usted una palabra, doctora Dane.
Sid Chamberlain, atento siempre a las posibles novedades, abandonó la mesa en la que estaba trabajando y se acercó al grupo. Después de examinar la primera plana y algunas de las páginas interiores, empezó a susurrar por el estenófono que había sacado de su cinturón.
—No trate de airear esto como una gran noticia, Sid —le advirtió Martha—. Lo único que tenemos es el nombre de un mes, y sólo Dios sabe cuánto tiempo pasará antes de que descubramos de qué mes se trata.
—Bueno, por algo se empieza, ¿no? —replicó Penrose—. Grotefend sólo tenía la palabra equivalente a "rey" cuando empezó a leer el pérsico cuneiforme.
—Pero yo no tengo la palabra equivalente a "mes"; sólo el nombre de un mes. Todo el mundo conocía los nombres de los reyes persas, mucho antes de Grotefend.
—No se trata de eso —dijo Chamberlain—. Lo que al público de la Tierra le interesa es saber que los marcianos publicaban revistas, lo mismo que nosotros. Algo familiar; hace que los marcianos resulten más reales. Más humanos. Tres hombres habían entrado y se estaban despojando de sus mascarillas, cascos y tanques de oxígeno. Dos de ellos eran tenientes de la Fuerza Espacial; el tercero era un paisano de aspecto juvenil, de cabellos rubios muy cortos, que llevaba una camisa de lana a cuadros. Tony Lattimer y sus ayudantes.
—No me digan que Martha ha sacado por fin algo en limpio de esos desperdicios —dijo, acercándose a la mesa. Su tono era sarcástico.
—Sí; el nombre de uno de los meses marcianos —explicó Hubert Penrose, mostrando el facsímil.
Tony Lattimer lo cogió, lo examinó y volvió a dejarlo caer sobre la mesa.
—Resulta verosímil, desde luego, pero no es más que una suposición. Es posible que esa palabra no signifique el nombre de un mes: puede significar "editado," o "autorizado", o algo por el estilo. Ni siquiera podemos estar seguros de que eso sea una revista. —Descartó el tema y se volvió hacia Penrose—. He escogido el próximo edificio en el que vamos a entrar; es ese tan alto, con el remate cónico. Creo que el interior ha de encontrarse en buenas condiciones; el remate cónico no habrá permitido la acumulación de polvo, y desde fuera no parece haber nada hundido ni aplastado. El nivel del suelo es más alto que el del otro, alrededor del séptimo piso. He encontrado un lugar a propósito y he efectuado las perforaciones para los barrenos; mañana abriré un agujero, y si puede usted prescindir de algunos hombres para que me ayuden, empezaremos a explorarlo inmediatamente.
—Sí, desde luego, doctor Lattimer. Puedo facilitarle una docena de hombres, y supongo que podrá encontrar unos cuantos paisanos voluntarios —dijo Penrose—. ¿Qué clase de equipo necesitará?
—¡Oh! Media docena de barrenos; los haremos estallar juntos. Y lo de costumbre en lo que respecta a luces, herramientas y otro material. Nos dividiremos en dos grupos Nada debe ser examinado por primera vez sin que esté presente un arqueólogo. Y si Martha puede arrancarse a sí misma de ese catálogo de incomprensibilidades sistematizadas el tiempo suficiente para trabajar en algo realmente útil, los grupos serán tres.
Martha enrojeció. Se disponía a replicar furiosamente, pero Hubert Penrose se le anticipó.
—La doctora Dane está haciendo tanto trabajo, y tan importante, como usted —dijo bruscamente—. Un trabajo más importante, me atrevería a decir.
Von Olhmhorst estaba visiblemente apurado; volvió los ojos hacia Sid Chamberlain y apartó apresuradamente la mirada de él. Temía que trascendiera la historia de una disensión entre arqueólogos.
—Trabajar en un sistema de pronunciación mediante el cual el lenguaje marciano pueda ser trascrito a nuestro idioma es una importante contribución —dijo—. Y Martha lo ha hecho casi sin ayuda.
—Sin la ayuda del doctor Lattimer, en cualquier caso —añadió Penrose—. El capitán Field y la teniente Korenmitsu han hecho algún trabajo, y yo he ayudado un poco, pero las nueve décimas partes de la tarea han corrido a cargo de ella.
—Puramente arbitrario —dijo Lattimer en tono desdeñoso—. Ni siquiera sabemos si los marcianos podían emitir la misma clase de sonidos vocales que nosotros.
—¡Oh, sí, lo sabemos! —protestó Iván Fitzgerald, seguro del terreno que pisaba—. No he visto ningún cráneo marciano, pero a juzgar por las estatuas, bustos y grabados que he tenido ocasión de ver, yo diría que sus órganos vocales eran idénticos a los nuestros.
—Bueno, admitamos eso. Y admitamos que será impresionante cacarear los nombres de los notables marcianos cuyas estatuas hemos encontrado, y que si podemos atribuir algún nombre a estos lugares, sonarán mucho mejor que los latinajos que los antiguos astrónomos esparcieron sobre el mapa de Marte —dijo Lattimer—. Lo que no me parece bien es que la doctora Dane pierda el tiempo en algo inútil cuando hay tanto trabajo por hacer y andamos tan escasos de personal.
Aquella era la primera vez que se hablaba del asunto con tantas palabras. Y Martha se alegró de que lo hubiera dicho Lattimer y no Selim von Olhmhorst.
—Lo que usted quiere decir —replicó— es que esta tarea no es tan importante, desde el punto de vista propagandístico, como la de descubrir estatuas.
Por un instante, pudo ver que el tiro había dado en el blanco. Luego, Lattimer, mirando de soslayo a Chamberlain, respondió:
—Lo que quiero decir es que usted está tratando de encontrar algo que cualquier arqueólogo, incluida usted misma, debería saber que no existe. No me importa que se juegue usted su reputación profesional y que se convierta en el hazmerreír de todos; lo que me preocupa es que los errores de un arqueólogo puedan desacreditar los trabajos de los demás a los ojos del público.
Aquello parecía ser lo que más preocupaba a Lattimer, en efecto. Martha se disponía a contestar, cuando el timbre de comunicación resonó estridentemente y el altavoz anunció:
"¡Es la hora del aperitivo! La cena se servirá dentro de una hora. El aperitivo se servirá en la Biblioteca, Barracón Número Cuatro."
La Biblioteca, que era también sala de descanso y de recreo, estaba ya muy concurrida; la mayoría de los presentes se habían instalado ante la larga mesa cubierta con una especie de láminas de plástico que habían servido para cubrir las paredes de uno de los edificios derruidos. Martha se sirvió un martini y se dirigió hacia el lugar donde estaba sentado Selim von Olhmhorst.
Empezaron hablando del edificio que acababan de explorar, y luego recordaron su trabajo en la Tierra: el de Von Olhmhorst en el Asia Menor, con el Imperio Hitita, y el de Martha en el Pakistán, excavando las ciudades de la civilización Harappa. Terminaron sus bebidas —los ingredientes eran abundantes; alcohol y extractos sintetizados de vegetación marciana— y Von Olhmhorst cogió los dos vasos y fue a llenarlos de nuevo.
—¿Sabe una cosa, Martha? —dijo, cuando regresó—. Tony tenía razón en algo de lo que dijo. Se está usted jugando su reputación profesional. Toda la experiencia arqueológica está en contra de la posibilidad de que pueda ser descifrado un lenguaje tan absolutamente muerto como éste. Entre todos los otros lenguajes antiguos había una continuidad: Champollion aprendió a leer el egipcio porque sabía el griego; el hitita pudo leerse porque se conocía el egipcio. Por eso usted y sus colegas no fueron capaces de traducir los jeroglíficos harappa: porque no existía esa continuidad. Si insiste en que este lenguaje completamente muerto puede ser leído, su reputación se verá en peligro.
—En cierta ocasión le oí decir al coronel Penrose que un oficial que teme arriesgar su reputación militar difícilmente se creará una reputación. Ocurre lo mismo con nosotros. Si realmente deseamos descubrir cosas, hemos de arriesgarnos a cometer errores. Y yo estoy mucho más interesada en descubrir cosas que en mi reputación.
Martha miró hacia el otro lado de la estancia: Tony Lattimer estaba sentado con Gloria Standish, hablando ansiosamente, mientras Gloria sorbía uno de los martinis falsificados y escuchaba. Gloria era la aspirante número uno al título de "Miss Marte, 1996", aunque Tony se hubiera mostrado igualmente atento con ella si la muchacha hubiese sido un adefesio, ya que Gloria era la comentadora de la Pan-Federation TV de la expedición.
—Sé quién es usted —estaba diciendo el anciano turco-germano—. Por eso, cuando me pidieron que nombrara otro arqueólogo para esta expedición, la nombré a usted.
No había nombrado a Tony Lattimer; Lattimer había sido incluido en la expedición debido a las presiones de su Universidad. En la formación de la expedición hubo sus más y sus menos, debido a toda una serie de maniobras que a Martha le hubiera gustado conocer. Ella había conseguido mantenerse al margen de las Universidades y de su política; todas sus excavaciones habían sido patrocinadas por entidades no académicas o por museos de arte.
—Tiene usted un excelente historial; mucho mejor que el mío, a su edad. Por eso me preocupa su insistencia en que el lenguaje marciano puede ser traducido. De veras que no se me alcanza cómo puede confiar en el éxito.
Martha se encogió de hombros y bebió unos sorbos más de su combinado. Luego encendió otro cigarrillo. Se estaba cansando de tratar de traducir en palabras algo que era pura sensación.
—Tampoco a mí, ahora, pero lo conseguiré. Tal vez encuentre algo como lo que sugirió Sachiko. Sólo llevamos aquí seis meses. Puedo esperar el resto de mi vida, si es preciso, pero conseguiré algo.
—Yo no puedo esperar tanto —dijo Von Olhmhorst—. El resto de mi vida serán únicamente unos cuantos años, y cuando el Schiaparelli entre en órbita, regresaré a la Tierra en el Cyrano.
—Me gustaría que no lo hiciera. Este es el nuevo mundo para la arqueología. Literalmente.
—Sí —El anciano apuró el contenido de su vaso, contempló su pipa como preguntándose si debía volver a encenderla faltando tan poco tiempo para la cena y terminó por guardársela en el bolsillo—. Un mundo nuevo, pero yo estoy envejeciendo y no es para mí. Me he pasado la vida estudiando a los hititas. Puedo hablar el lenguaje hitita, aunque es posible que el Rey Muwatallis no entendiera mi moderno acento turco. Pero aquí he tenido que aprender muchas cosas: química, física, ingeniería, cómo efectuar pruebas analíticas sobre vigas de acero y aleaciones de beriloplata y plásticos y silicios. Me encuentro más a mis anchas con una civilización que viajaba en carrozas y luchaba con espadas y estaba aprendiendo a trabajar el hierro. Marte es para los jóvenes. Yo no soy más que un viejo general de caballería que no puede aprender a mandar tanques y aeronaves. Usted tiene tiempo para aprender muchas cosas sobre Marte. Yo no.
Su reputación como decano de los hititólogos era sólida y segura, también, añadió Martha mentalmente. Pero en seguida se avergonzó de haberlo pensado. Selim von Olhmhorst no podía ser clasificado como Tony Lattimer.
—Vine aquí únicamente para poner el trabajo en marcha —continuó el anciano—. El Gobierno de la Federación creyó que se necesitaba a alguien con experiencia para eso. Bien, ahora ya está en marcha; usted y Tony y los que lleguen en el Schiaparelli deben sacarlo adelante. Usted misma lo ha dicho: tienen todo un mundo nuevo. Esto es sólo una ciudad del final de la civilización marciana. Detrás de ella tienen la Cultura de las Altiplanicies, y los Constructores de Canales, y todas las civilizaciones y razas e imperios hasta llegar a la Edad de Piedra marciana. —Vaciló unos instantes—. No tiene usted idea de todo lo que ha de aprender, Martha. Esta no es una época para empezar a especializarse demasiado.
Se apearon del camión, flexionaron las piernas y levantaron la mirada hacia el alto edificio rematado por el extraño casquete cónico. Las cuatro pequeñas figuras que habían estado ocupadas contra su pared treparon al jeep y empezaron a retroceder lentamente, la más pequeña de ellas, Sachiko Koremitsu, soltando un cable eléctrico detrás. Cuando llegaron al lado del camión, se apearon; Sachiko conectó el extremo libre del cable a una batería electro-nuclear. Inmediatamente, una nube de humo gris y anaranjado brotó de la pared del edificio y, un segundo después, resonó la múltiple explosión.
Martha, Tony Lattimer y el comandante Lindemann subieron al camión, dejando el jeep en la carretera. Cuando llegaron al edificio, la pared mostraba una brecha de anchura satisfactoria. Lattimer había colocado sus barrenos entre dos de las ventanas; ambas habían saltado con la pared que las unía y estaban en el suelo, intactas. Martha recordó el primer edificio en el cual habían entrado. Un oficial de la Fuerza Espacial había cogido una piedra y la había arrojado contra una de las ventanas, creyendo que sería lo único que necesitaría hacer. La piedra había rebotado. Entonces, el oficial había desenfundado su pistola —todos ellos llevaban armas de fuego, en aquellos días, basándose en el supuesto de que lo que no conocían de Marte podría dañarles fácilmente— y efectuado cuatro disparos. Las balas rebotaron también, dejando cuatro pequeñas desconchaduras en la ventana. Alguien disparó a continuación con un rifle de gran calibre; el proyectil resquebrajó la hoja de aspecto cristaloide, sin atravesarla. Utilizando un soplete de oxiacetileno, habían tardado más de una hora en cortar la ventana; el personal del laboratorio, instalado a bordo de la nave, estaba todavía tratando de descubrir qué clase de material era aquél.
Tony Lattimer se había adelantado y paseaba la luz de su linterna de un lado para otro, hablando petulantemente, con una voz metalizada por el amplificador de su casco.
—Creí que la brecha nos abriría paso a un vestíbulo, pero esto parece ser una habitación. Cuidado, el suelo está lleno de escombros de la explosión, y hay que dar un salto de medio metro, aproximadamente...
Pasó a través de la brecha; los otros empezaron a descargar material de los camiones: picos y palas, palancas de hierro, focos, cámaras, una escalerilla extensible, e incluso cuerdas, garfios y espiochas de alpinista. Hubert Penrose llevaba algo que parecía una ametralladora surrealista pero que en realidad era un taladro electronuclear. Martha escogió una de las piquetas de montañero, con la cual podía excavar, o cortar, o hurgar, o ayudarse a avanzar a través de los escombros.
Las ventanas, cubiertas por una costra de cincuenta milenios de polvo, apenas dejaban penetrar la claridad del exterior; incluso la brecha de la pared, a aquella hora temprana, iluminaba únicamente una pequeña superficie del suelo. Alguien encendió un foco, apuntándolo al techo. La amplia habitación estaba vacía y desnuda; el polvo se espesaba sobre el suelo y enrojecía las paredes, otrora blancas. —¡Ha sido vaciado hasta el séptimo piso! —exclamó Lattimer—. Está completamente limpio hasta el nivel de la calle.
—Podremos utilizarlo para alojamientos y almacenes —dijo Lindemann—. Añadidos a los otros, bastarán para todos los que lleguen en el Schiaparelli.
—Parece que hubo un montón de aparatos eléctricos o electrónicos a lo largo de esta pared —comentó un oficial de la Fuera Espacial—. Hay diez o doce casquillos. —Barrió el polvo de la pared con su guante y luego escarbó el suelo con el pie—. Puedo ver perfectamente las conexiones.
La puerta estaba cerrada. Selim von Olhmhorst trató de abrirla, inútilmente. Hubert Penrose solucionó el problema con su taladro. Pasaron al vestíbulo situado al otro lado de la puerta. Casi todas las otras puertas estaban abiertas; encima de cada una de ellas había un número y una sola palabra, Darfhulva.
Una de las voluntarias, una profesora de ecología natural de la Universidad de Pennsylvania, estaba recorriendo el vestíbulo.
—¿Saben una cosa? —dijo—. Aquí me siento como en casa. Creo que esto era una especie de academia, y ésas eran las clases. Esa palabra que figura encima de las puertas era la materia que se enseñaba, o el departamento. Y esos aparatos electrónicos eran medios audiovisuales de enseñanza.
—¿Una Universidad de veinticinco pisos? —inquirió Lattimer en tono sarcástico—. Un edificio como éste hubiera albergado a treinta mil estudiantes.
—¿Y por qué no? —dijo Martha, movida principalmente por el deseo de contradecir a Lattimer—. Esto era una gran ciudad, a fin de cuentas.
—Sí, pero piense en el jaleo que se armaría en los vestíbulos, cada vez que tuvieran que cambiar de clase. Habrían tardado más de una hora en trasladarse todos de un piso a otro —Lattimer se volvió hacia Von Olhmhorst—. Voy a subir arriba, doctor. El edificio ha sido vaciado hasta aquí, pero existe la posibilidad de que haya algo en los pisos superiores.
—Yo me quedaré en este piso, de momento —dijo el anciano—. Quiero examinarlo y registrarlo todo. Luego pueden entrar en acción los hombres del comandante Lindemann.
—Bueno, si nadie más quiere hacerlo, yo iré hacia abajo —dijo Martha.
—Yo iré con usted —se apresuró a decir Hubert Penrose—. Si los pisos inferiores no tienen ningún valor arqueológico, los convertiremos en alojamientos. Me gusta este edificio; es suficientemente amplio para que todo el mundo se sienta a sus anchas. —Miró hacia abajo—. Supongo que encontraremos escaleras.
El suelo del vestíbulo estaba cubierto con una espesa capa de polvo. La mayoría de las habitaciones abiertas estaban vacías, pero unas cuantas contenían muebles, incluidos unos pequeños pupitres. La teoría de que aquello podía haber sido una Universidad cobraba fuerza ante el hallazgo de lo que era propio de un aula. Había escaleras, ascendentes y descendentes, a ambos lados del vestíbulo y en el pasillo que se abría a la derecha.
—Así es cómo manejaban a los estudiantes, entre dos clases —comentó Martha—. Y apuesto a que encontraremos otras más adelante.
Avanzaron por el pasillo y desembocaron en un amplio vestíbulo central, rectangular. En dos de los lados había ascensores, y otras cuatro escaleras. Pero lo que llamó su atención fueron las paredes, y las pinturas que las cubrían. Estaban muy sucias —Martha trató de imaginar el aspecto que habían tenido, al tiempo que calculaba el trabajo que representaría limpiarlas—, pero eran aún distinguibles, lo mismo que la palabra Darfhulva, en letras doradas sobre cada uno de los cuatro lados. Transcurrieron unos minutos antes de que Martha se diera cuenta, por los murales, que por fin había encontrado una palabra marciana que tenía un significado. Los murales era un amplio panorama histórico que se desarrollaba alrededor de la estancia, girando en el sentido de las agujas del reloj. Un grupo de salvajes sentados en el suelo, con las piernas cruzadas, en torno a una fogata. Cazadores con arcos y lanzas, cargados con el cadáver de un animal ligeramente parecido al cerdo. Nómadas a lomos de unos animales de patas muy largas y cuerpos esbeltos, semejantes a ciervos sin cuernos. Campesinos labrando y sembrando; aldeas de chozas de barro y ciudades; procesiones de sacerdotes y desfiles de guerreros; batallas con espadas y arcos, y con cañones y fusiles; embarcaciones a vela, y naves sin medios de propulsión visibles, y aeronaves. Cambiantes vestidos, y armas, y máquinas y estilos de arquitectura. Un feraz paisaje, surgiendo paulatinamente de unos desiertos inhóspitos: la época de los grandes riegos en el planeta. Los Constructores de Canales: hombres con máquinas identificables como palas y grúas a vapor, excavando acueductos a través de las vacías llanuras. Más ciudades... Cuatro diminutas figuras humanoides y un vehículo semejante a un carro de combate en el centro de una plaza invadida por la maleza, figuras y vehículo minimizados por la imponente masa de los edificios deshabitados que les rodeaban. Martha no tuvo la menor duda: Darf-hulva significaba Historia.
—¡Maravilloso! —estaba diciendo Von Olhmhorst—. Toda la historia de esta raza. Bueno, si el pintor reprodujo exactamente los vestidos, las armas y las máquinas de cada período, podremos dividir la historia de este planeta en eras y períodos y civilizaciones.
—Puede estar seguro de que son auténticos —dijo Martha—. Los rectores de esta Universidad insistirían en la autenticidad en el Departamento de Darfhulva..., es decir, de Historia.
—¡Sí Darfhulva, Historia! ¡Y su revista era de Sorn-huhlva! -exclamó Penrose—. ¡Tiene usted una palabra, Martha! —La joven tardó unos instantes en darse cuenta de que Penrose la había llamado por su nombre de pila, y no doctora Dane. No estuvo segura de que aquello no fuera un triunfo mayor que el haber aprendido una palabra del lenguaje marciano—. Sola, supongo que la palabra hulva significa algo como "ciencia", o "conocimiento", o "estudio"; combinada, equivaldría a nuestra "logia". Y darf significaría algo como "pasado", o "tiempos antiguos", o "acontecimientos humanos", o "crónicas".
—¡Eso le da a usted tres palabras, Martha! -comentó Sachiko alegremente—. Lo ha conseguido.
—No nos apresuremos —dijo Lattimer, prescindiendo por esta vez de su sarcasmo habitual—. Admito que darf-hulva es la palabra marciana equivalente a "historia" como un tema de estudio; admito que hulva es la palabra general y que darf la modifica y nos da a entender a qué objeto se refiere. Pero en cuanto a afirmar significados específicos, no podemos hacerlo porque ignoramos cómo pensaban los marcianos, científicamente o en otros sentidos.
Se interrumpió bruscamente, desconcertado por la luz blanco-azulada que brotó cuando la cámara de Sid Chamberlain empezó a funcionar. Cuando cesó el zumbido de la cámara, Chamberlain explicó:
—Esto es lo más importante hasta ahora; toda la historia de Marte, desde la Edad de Piedra hasta el final, en cuatro paredes. La estoy tomando rápidamente, pero la proyectaremos a cámara lenta, desde el principio hasta el fin. Tony, quiero que usted ponga la voz, haciendo un comentario, una interpretación de cada escena, a medida que aparezca en la pantalla. ¿Tiene usted algún inconveniente?
¡Vaya una pregunta!, pensó Martha. Si Lattimer hubiese tenido una cola, en aquel momento la estaría agitando furiosamente.
—Bueno, tiene que haber más murales en los otros pisos —dijo en voz alta—. ¿Quién quiere bajar con nosotros? Sachiko y Fitzgerald se mostraron dispuestos a acompañarla. Sid decidió subir a los pisos altos con Tony Lattimer, y Gloria Standish optó por ir con ellos. La mayor parte del grupo se quedaría en el séptimo piso, para ayudar a Selim von Olhmhorst. Tras tantear cuidadosamente la escalera con su piqueta, Martha inició el descenso.
El sexto piso era Darfhulva, también; historia militar y tecnológica, a juzgar por los murales. Dieron una vuelta por el vestíbulo central y bajaron al quinto piso; era igual que los pisos superiores, salvo que el gran rectángulo estaba atestado de muebles y de cajas cubiertas de polvo. Iván Fitzgerald, que llevaba el foco, lo hizo girar lentamente. Aquí, los murales reproducían a unos marcianos, de aspecto tan humano como para semejar miembros de su propia raza, cada uno de ellos sosteniendo algún objeto: un libro, o un tubo de ensayo, o un aparato científico, y detrás de ellos había escenas de laboratorios y de fábricas, llamas y humo, relampagueantes fogonazos. En las cuatro paredes figuraba una palabra con la cual Martha estaba ya familiarizada: Sornhulva.
—¡Eh, Martha! Ahí está esa palabra —exclamó Iván Fitzgerald—. La que hay en el título de su revista. —Miró las pinturas—. Química, o física.
—Ambas —dijo Hubert Penrose—. No creo que los marcianos establecieran ninguna distinción definitiva entre ellas. Vea, el viejo de las patillas debe ser el inventor del espectroscopio: tiene uno en las manos, y un arco iris detrás de él. Y la mujer de la saya azul que está a su lado trabajaba en química orgánica: vea los diagramas de las cadenas moleculares detrás de ella. ¿Qué palabra transmitiría la idea de la química y la física tomadas como una sola entidad?
- Sornhulva -sugirió Sachiko—. Si hulva equivale a "ciencia", sorn tiene que significar "materia", o "substancia", u "objeto físico". Tenía usted razón, Martha. Una civilización como ésta tenía que dejar detrás de ella algo que fuera explícito en sí mismo.
—Esto contribuirá a borrar del rostro de Tony Lattimer esa absurda sonrisa de superioridad —comentó Fitzgerald, mientras bajaban al cuarto piso—. Tony quiere ser una vedette. Cuando uno quiere ser una vedette, no puede soportar la posibilidad de que cualquier otro se convierta en una super-vedette, y quienquiera que abra un camino para la lectura de este lenguaje, será la mayor super-vedette que haya producido nunca la arqueología.
Era verdad. Martha no había pensado en ello, hasta aquel momento, y ahora trató de no pensar en ello. No quería convertirse en una vedette. Quería ser capaz de leer el lenguaje marciano, y descubrir cosas acerca de los marcianos.
Dos pisos más abajo, llegaron a un entresuelo alrededor de un amplio vestíbulo central situado al nivel de la calle, con el suelo cuarenta pies debajo de ellos y el techo treinta pies encima. Sus luces iluminaron objeto tras objeto abajo: un enorme grupo de figuras esculpidas en el centro; algún tipo de vehículo a motor colocado sobre unos caballetes para ser reparado; cosas que parecían ametralladoras y cañones automáticos; largas mesas, atestadas de objetos heterogéneos cubiertos de polvo; maquinaria; cajas, cestos y recipientes.
Descendieron hasta allí y anduvieron entre aquel revoltijo, omitiendo un centenar de cosas por cada una que veían, hasta que encontraron una escalera que conducía al sótano. Había tres sótanos, uno debajo de otro. Finalmente llegaron al fondo de la última escalera, sobre un suelo de hormigón, paseando el foco portátil sobre montones de cajas y barricas y bidones cubiertos de polvo. Las cajas eran de materia plástica —no se había encontrado en la ciudad nada hecho de madera—, y las barricas y los bidones eran de metal o de cristal o de alguna substancia parecida al cristal. Estaban externamente intactos.
Encontraron también salas de refrigeración, y utilizando la piqueta de Martha y el vibrador en forma de pistola que Sachiko llevaba al cinto, consiguieron abrir una de ellas y encontraron montones disecados de lo que habían sido verduras, y correosos trozos de carne. Muestras de aquellos alimentos, enviadas a la nave, permitían calcular cuanto tiempo hacía que el edificio había sido ocupado. La unidad de refrigeración, completamente distinta de todo lo que su propia cultura había producido, había estado alimentada con energía eléctrica. Sachiko y Penrose, hurgando en ella, encontraron los interruptores todavía conectados; la máquina sólo había dejado de funcionar cuando la fuente de energía, cualquiera que fuese, se agotó.
El sótano central también había sido utilizado, al menos hacia el final, como almacén; estaba partido en dos por un tabique con una sola puerta. Tardaron media hora en forzarla, y estaban a punto de ir en busca de herramientas más pesadas cuando se abrió lo suficiente como para permitirles pasar. Fitzgerald, que iba en cabeza con la luz, se paró en seco, miró a su alrededor y luego profirió un gruñido que brotó a través del amplificador de su casco como el aullido de una sirena.
—¡Oh, no! ¡No!
—¿Qué sucede, Iván? —preguntó ansiosamente Sachiko, entrando detrás de él.
Fitzgerald se hizo a un lado.
—¡Véalo usted misma, Sachi! ¡Vea lo que nos espera!
Martha entró detrás de su amiga, miró a su alrededor y se quedó inmóvil, sorprendida y maravillada. Libros. Estanterías sobre estanterías de libros, medio acre de estanterías, quince pies hasta el techo. Fitzgerald, y Penrose, que había entrado detrás de ella, estaban hablando excitadamente; Martha sólo oía el sonido de sus voces, pero no sus palabras. Tenía delante de sus ojos la Biblioteca de la Universidad: toda la literatura de la desaparecida raza de Marte. En el centro, al fondo de un pasillo entre las estanterías, pudo ver el hueco cuadrado del escritorio del bibliotecario, y una escalera que conducía al piso de encima.
Martha se dio cuenta de que estaba andando hacia delante, con los otros, hacia aquella escalera. Sachiko estaba diciendo:
—Yo soy la que peso menos; subiré primero.
—Yo diría que los peldaños son seguros —respondió Penrose—. Las dificultades que nos han planteado las puertas, demuestran que el metal no se ha deteriorado.
Finalmente, la japonesa abrió la marcha, más felina que nunca en su cautela. La escalera resistía perfectamente, a pesar de su frágil apariencia, y todos siguieron a Sachiko. El piso de encima era un duplicado de la estancia en la que habían entrado y contenía casi la misma cantidad de libros. En vez de perder el tiempo forzando la puerta de este piso, prefirieron bajar al sótano central y subir por la misma escalera que habían utilizado al bajar.
El sótano superior contenía cocinas eléctricas, algunas de ellas con ollas y cacerolas encima, y una amplia sala que debió ser el comedor de los estudiantes, aunque últimamente había sido utilizada como taller. Tal como esperaban, el salón de lectura de la Biblioteca se encontraba en el piso situado al nivel de la calle, directamente encima de los sótanos. Parecía haber sido convertido en una sala de estar ordinaria por los últimos ocupantes del edificio. Un auditorio contiguo había sido transformado en laboratorio de química; había calderas y aparatos de destilación, y una torre fraccionadora de metal que se extendía a través de un boquete practicado en el techo a setenta pies de altura. Las otras salas del piso también parecían haber sido dedicadas a talleres de fabricación y reparación; después de que la universidad dejó de funcionar como tal, el edificio debió albergar una importante industria durante un largo período.
En el segundo piso encontraron un museo; muchos de los objetos exhibidos continuaban siendo medio visibles en el interior de las vitrinas de cristal. También hubo allí oficinas administrativas. Las puertas de la mayoría de ellas estaban cerradas, y no perdieron tiempo tratando de forzarlas, pero las que estaban abiertas habían sido convertidas en alojamientos. Tomaron notas y dibujaron planos de los pisos para que les sirvieran de guía en futuras y más minuciosas exploraciones; era casi mediodía cuando regresaron al séptimo piso.
Selim von Olhmhorst estaba en una habitación del ala norte del edificio, señalando la posición de los objetos antes de examinarlos y de reunirlos para llevarlos fuera. Ha marcado el suelo con tiza, como si fuera un tablero de ajedrez, numerando cada uno de los cuadros.
—Hemos fotografiado todo lo de este piso —dijo—. Tengo tres equipos haciendo bocetos y tomando medidas. Al paso que vamos, y contando con una hora para almorzar, terminaremos a media tarde.
—Han trabajado ustedes muy aprisa. Por lo visto, no se ha mostrado usted demasiado exigente en lo que respecta a la conveniencia de que entre primero en las habitaciones un "arqueólogo calificado" —comentó Penrose.
—¡Bah, tonterías! —exclamó el anciano impacientemente—. Esos oficiales suyos no son tontos. Todos ellos han pasado por la Academia del Servicio de Información y por la Escuela de Investigación Criminal. Algunos de los más cuidadosos arqueólogos aficionados que he conocido eran militares o policías jubilados. Además, aquí no hay mucho trabajo. La mayoría de las habitaciones, o están vacías o tienen, como ésta, unos cuantos muebles rotos y unos trozos de papel. ¿Encontraron ustedes algo en los pisos inferiores?
—Bueno, sí —dijo Penrose, disimulando una sonrisa—. ¿Qué diría usted, Martha?
La joven empezó a contarle a Selim lo que habían descubierto. Los otros, incapaces de refrenar su excitación, la interrumpían a cada paso. Von Olhmohrst se había quedado boquiabierto, con una expresión de asombrada incredulidad en el rostro.
—Pero este piso estaba casi vacío, y los edificios en los cuales habíamos entrado antes se encontraban igualmente vacíos, a partir del nivel de la calle —dijo, finalmente.
—La gente que vació éste vivía aquí —replicó Penrose—. Tuvieron energía eléctrica hasta el final; hemos encontrado refrigeradores llenos de provisiones, y cocinas con la cena todavía sobre ellas. Debieron utilizar los ascensores para bajar las cosas de los pisos altos. Todo el primer piso eran talleres y laboratorios. Creo que este lugar debió ser algo semejante a un monasterio en los siglos de la Edad Media en Europa, o más bien a lo que hubiera sido uno de aquellos monasterios si los siglos en cuestión hubiesen seguido al ocaso de una civilización altamente desarrollada. A propósito, encontramos un montón de ametralladoras y cañones automáticos ligeros, y todas las puertas estaban cerradas. La gente que vivía aquí trataba de mantener en marcha una civilización después de que el resto del planeta había recaído en la barbarie; supongo que se vieron obligados a rechazar por la fuerza más de una incursión de los bárbaros.
—Espero, coronel, que no insistirá usted en convertir este edificio en alojamientos —dijo Von Olhmhorst ansiosamente.
—¡Oh, no! Este lugar alberga un tesoro arqueológico. Y me atrevería a decir, por lo que he visto, que nuestros técnicos pueden aprender aquí muchas cosas. Pero será mejor que limpien este piso lo antes posible. Instalaremos generadores de oxígeno y unidades de energía, y pondremos un par de ascensores en servicio. Para los pisos superiores podemos utilizar acondicionadores de aire y equipo portátil; cuando tengamos todas las cosas ventiladas, iluminadas y calentadas, usted, Martha y Tony Lattimer podrán trabajar sistemáticamente y con comodidad, y yo les facilitaré todos los ayudantes de los que pueda prescindir para los otros trabajos. Esta es una de las cosas más importantes que hemos encontrado hasta ahora.
Tony Lattimer y sus compañeros bajaron al séptimo piso un poco más tarde.
—No lo entiendo —dijo Lattimer, en cuanto se hubo reunido con ellos—. Este edificio no fue vaciado como los otros. Hasta ahora, el procedimiento seguido era el de vaciar los inmuebles empezando por abajo, pero aquí parecen haber vaciado primeramente los pisos altos. Todos, menos la cúpula. A propósito de la cúpula, he descubierto que es un rotor accionado por el viento, y que debajo de él hay un generador eléctrico. Este edificio generaba su propia energía.
—¿En qué estado se encuentran los generadores? —preguntó Penrose.
—Bien. Todo está lleno de polvo, desde luego, que se introduce por debajo del rotor, pero yo diría que está en buenas condiciones. ¡Claro, ya caigo! Tenían energía eléctrica, de modo que la utilizaban para hacer funcionar los ascensores, y con ellos bajaron lo de los pisos altos. Aunque algunos no parecen haber sido tocados... —Hizo una breve pausa. Detrás de su mascarilla de oxígeno parecía estar sonriendo—. No sé si debería mencionar esto delante de Martha, pero dos pisos más arriba hemos encontrado una habitación que debió ser la biblioteca de uno de los departamentos. Hay en ella unos quinientos libros.
El sonido que le interrumpió, semejante al cacareo de una gallina, era la risa de Iván Fitzgerald brotando a través del amplificador de su casco.
El almuerzo en los barracones transcurrió entre un murmullo de excitadas conversaciones. Por la tarde, todos los trabajos fueron suspendidos y los cincuenta y pico de hombres y mujeres de la expedición concentraron sus esfuerzos en la Universidad. A media tarde, el séptimo piso había sido completamente examinado, fotografiado y dibujado, los murales del vestíbulo central cubiertos con encerados protectores y Laurent Gicquel y su equipo de ventilación trabajaban a marchas forzadas.
Al día siguiente, una hora antes del almuerzo, Martha estaba en el sótano inferior cuando salieron del ascensor dos oficiales de la Fuerza Espacial, que traían unos focos. La joven utilizaba aún equipo de oxígeno; y se dio cuenta de que los recién llegados no llevaban mascarillas y de que uno de ellos estaba fumando. Martha se despojó de su propio casco, respirando cautelosamente. El aire era frío y olía a moho y a vetustez, pero cuando la joven encendió un cigarrillo el mechero ardió sin dificultad, lo mismo que el tabaco.
Los arqueólogos, la mayoría de los otros científicos, unos cuantos oficiales de la Fuerza Espacial y los dos corresponsales de prensa, Sid Chamberlain y Gloria Standish, se trasladaron aquella misma tarde, instalando literas en habitaciones vacías. Acondicionaron el antiguo Salón de Lectura de la Biblioteca, poniendo en él fogones eléctricos y un refrigerador, y montaron un bar y un comedor. Durante unos días, el lugar estuvo lleno de ruido y de actividad; luego, paulatinamente, el personal de la Fuerza Espacial y la mayor parte de los paisanos volvieron a dedicarse a la tarea de acondicionar los edificios explorados anteriormente a fin de que pudieran alojarse en ellos, dentro de un año y medio, los quinientos miembros de la expedición principal. Además, tenían que ampliar el campo de aterrizaje para que pudiera posarse en él la nave cohete, y construir nuevos tanques para el combustible químico.
Otra de las tareas consistía en limpiar los depósitos de agua de la ciudad antes de que las lluvias primaverales hicieran circular el líquido elemento por los acueductos subterráneos que todo el mundo llamaba canales traduciendo impropiamente el vocablo italiano de Schiaparelli. Un día después de que la Universidad quedó en condiciones de ser habitada, el trabajo en el edificio corrió a cargo de Selim, Tony Lattimer y Martha Dane, con la ayuda de media docena de oficiales de la Fuerza Espacial, en su mayor parte muchachas, y de cuatro o cinco paisanos.
Empezaron su tarea por el sótano inferior, dividiendo la superficie del suelo en cuadros numerados, midiendo, anotando, sacando croquis y fotografiando. Empaquetaron muestras de materia orgánica y las enviaron a la nave para que fueran analizadas en el laboratorio. Abrieron latas, jarras y botellas, y descubrieron que todo el líquido contenido en ellas se había evaporado, a través de los poros del vidrio, del metal y del plástico si no existía otra salida. Doquiera que miraban, encontraban pruebas de una actividad súbitamente suspendida y nunca reanudada. Una barra de metal a medio cortar con la sierra a su lado. Ollas y cacerolas con restos endurecidos de comida en ellas. Un correoso trozo de carne sobre una mesa, con un cuchillo a mano. Camas sin hacer, con las sábanas prestas a desintegrarse al tacto pero conservando aún la huella del cuerpo del durmiente. Papeles y material de oficina sobre escritorios, como si los escribientes se hubieran levantado con la intención de regresar al cabo de unos instantes para terminar su tarea.
Todo esto preocupaba a Martha. Irracionalmente, se dejaba dominar por la impresión de que los marcianos no habían abandonado nunca aquel lugar; de que estaban todavía a su alrededor, contemplándola con desaprobación cada vez que cogía algo que ellos habían dejado allí. Ahora eran los marcianos, en vez de su enigmática escritura, los que turbaban sus sueños. Al principio, todos los que se habían trasladado a la Universidad ocuparon habitaciones separadas, satisfechos al poder escapar del hacinamiento y de la falta de aislamiento de los barracones. Después de unas cuantas noches, Martha se alegró cuando Gloria Standish se trasladó a su habitación, y aceptó la excusa de la periodista que alegó que se sentía muy sola sin tener a nadie con quien hablar antes de quedarse dormida. A la noche siguiente se unió a ellas Sachiko Koremitsu, y antes de acostarse la japonesa limpió y engrasó su pistola, diciendo que temía que hubiera empezado a oxidarse.
Los otros también eran víctimas de aquella impresión. Selim von Olhmhorst adquirió la costumbre de volverse rápidamente y mirar detrás de él, como si tratara de sorprender a alguien o a algo que le estaba hablando. Tony Lattimer, mientras echaba un trago en el bar que habían improvisado en el Salón de Lectura, soltó su vaso y profirió una exclamación.
—¿Saben lo que es este lugar? ¡Un Marie Celeste arqueológico! —declaró—. Estuvo ocupado hasta el final. Todos hemos visto los recursos que utilizaron para mantener viva aquí una civilización. Pero, ¿en qué consistió el final? ¿Qué les sucedió? ¿A dónde fueron?
—Supongo que no esperaba usted que salieran a recibirnos con una gran pancarta: BIENVENIDOS, TERRÍCOLAS —dijo Gloria Standish.
—Desde luego que no. Todos ellos murieron hace cincuenta mil años. Pero si fueron los últimos marcianos, ¿por qué no hemos encontrado sus huesos, al menos? ¿Quién los enterró cuando murieron? —Contempló el vaso, que había sido encontrado, con otros centenares iguales, en un armario, como discutiendo consigo mismo la conveniencia de tomar otro trago. Se decidió en sentido afirmativo y alargó la mano hacia la jarra que contenía el combinado—. Y todas las puertas situadas al antiguo nivel del suelo estaban atrancadas desde dentro. ¿Cómo salieron? ¿Y por qué se marcharon?
Al día siguiente, a la hora del almuerzo, Sachiko Koremitsu tuvo la respuesta a la segunda pregunta. Cuatro o cinco mecánicos electricistas que habían bajado de la nave en el cohete habían pasado la mañana en la parte más alta del edificio, y Sachiko les había acompañado.
—¿Dijo usted que esos generadores estaban en buenas condiciones? —inquirió la japonesa, dirigiéndose a Tony Lattimer—. No lo están. Los soportes del rotor cedieron, y el peso aplastó todo lo que había debajo.
—Bueno, después de cincuenta mil años, no creo que sea de extrañar —replicó Lattimer—. Cuando un arqueólogo dice que algo está en buenas condiciones, no quiere dar a entender necesariamente que la cosa funcionaría en cuanto se pulse un interruptor.
—No observó usted que el desastre ocurrió mientras el generador estaba en marcha, ¿verdad? —inquirió uno de los mecánicos, molesto por el tono de Lattimer—. Todo se quemó y se fundió al mismo tiempo; he visto una barra de metal de ocho pulgadas de diámetro que se derritió como si fuera mantequilla. Es una lástima que no hayamos encontrado nada en buen estado, incluso arqueológicamente hablando. He visto un montón de cosas interesantes, cosas mucho más perfeccionadas que lo que nosotros utilizamos ahora. Pero se tardará un par de años en clasificar todo y calcular el aspecto que tenía cuando funcionaba.
—¿Parecía como si alguien hubiera intentado arreglarlo? —preguntó Martha.
Sachiko sacudió la cabeza.
—Debieron echarle una ojeada y comprobar que no tenía solución.
—Bueno, eso explica por qué se marcharon. Necesitaban energía eléctrica imprescindiblemente; sin ella, este lugar no resulta habitable.
—Entonces, ¿por qué atrancaron todas las puertas por dentro y cómo salieron? —quiso saber Lattimer.
—Para evitar que otros pudieran entrar y saquear el edificio. El último hombre probablemente atrancó la última puerta y se deslizó a la calle desde arriba utilizando una cuerda —sugirió Von Olhmhorst—. Este truco de Houdiní no me preocupa demasiado. Acabaremos por descubrirlo.
—Sí, cuando Martha empiece a leer el marciano —dijo Lattimer en tono burlón.
—Es posible que sea entonces cuando lo descubramos —replicó Von Olhmhorst seriamente—. No me sorprendería que hubiesen dejado algo escrito cuando abandonaron este lugar.
—¿De veras toma usted en serio ese sueño descabellado de la doctora Dane? —inquirió Lattimer—. Lo sé, sería algo maravilloso, pero las cosas maravillosas no suceden simplemente porque son maravillosas. Suceden únicamente porque son posibles, y ésta no lo es. Permítame citar a un notable hititólogo, Johannes Friedrich: "Nada puede ser traducido partiendo de nada". O a otro hititólogo posterior no menos notable, Selim von Olhmhorst: "¿Dónde va a obtener usted su bilingüe?"
—Friedrich vivió el tiempo suficiente para ver descifrado y leído el lenguaje hitita —le recordó Von Olhmhorst.
—Sí, cuando encontraron bilingües hitita-asirios —Lattimer midió una cuchara de polvo de café en su taza y añadió agua caliente—. Martha, debería usted saber, mejor que nadie, lo reducidas que son sus posibilidades. Ha estado trabajando durante años enteros en el valle del Indo: ¿cuántas palabras de Harappa han sido capaces de leer, usted o cualquier otro?
—Ni en Harappa ni en Mohenjo-Daro encontramos una Universidad, con una biblioteca de medio millón de volúmenes.
—Y el primer día que entramos en este edificio establecimos el significado de varias palabras —añadió Selim von Olhmhorst.
—Y desde entonces no han encontrado otra palabra que tuviera significado —dijo Lattimer—. Y sólo están seguros del significado general, no del significado específico de los elementos de la palabra, y tienen una docena de interpretaciones distintas para cada palabra.
—Es un punto de partida —insistió Von Olhmhorst—. Grotefend partió de la palabra "rey". Pero yo voy a leer algunos de esos libros que hay aquí, aunque tenga que pasar el resto de mi vida en este lugar.
—¿Quiere usted decir que ha cambiado de idea y que no piensa marcharse en el Cyranol -preguntó Martha—. ¿Que va a quedarse aquí?
El anciano asintió.
—No puedo abandonar esto. Hay demasiadas cosas por descubrir. El perro viejo tendrá que aprender muchos trucos nuevos, pero a partir de ahora mi trabajo estará aquí.
Lattimer quedó asombrado.
—¡Están ustedes chiflados! —exclamó—. ¿Quiere usted decir que va a renunciar a todos los descubrimientos que puede depararle aún la hititología, para empezar de nuevo aquí en Marte? ¡Martha, si ha influido usted en esta absurda decisión, ha cometido un crimen!
—Soy lo bastante mayor para tomar decisiones por mi cuenta —replicó secamente Von Olhmhorst—. Y en cuanto a la hititología, permítame recordarle que todo lo que sé sobre el Imperio Hitita está publicado y se encuentra al alcance de todo el mundo. La hititología es como la egiptología; ha dejado de ser investigada y arqueologizada y se ha convertido en erudición e historia. Y yo no soy un erudito ni un historiador; soy un arqueólogo de los de pico y pala —un profanador de tumbas altamente especializado—, y en este planeta hay más trabajo de pico y pala del que podría realizar si viviera un centenar de vidas. Esto es algo nuevo; fui un estúpido al pensar que podía marcharme de aquí para dedicarme a escribir notas de pie de página acerca de los monarcas hititas.
—En hititología tenía usted un gran porvenir. Hay una docena de universidades que renunciarían a tener un equipo de fútbol vencedor en todas las competiciones a cambio de incluirle a usted en su cuadro de profesores. Pero, no. Tiene que ser usted el primero en marciología, también. No puede permitir que el lugar sea ocupado por otro arqueólogo...
Lattimer echó su silla hacia atrás y se puso en pie, abandonando la mesa con un juramento que era casi un sollozo de exasperación.
Tal vez sus sentimientos eran demasiado para él. Tal vez se daba cuenta, como había hecho Martha, de que se había traicionado. La joven permaneció sentada, evitando los ojos de los otros, mirando al techo, tan desconcertada como si Lattimer hubiera tirado algo sucio sobre la mesa, delante de ellos. Tony Lattimer había deseado desesperadamente que Selim se marchara en el Cyrano; la marciología era un campo nuevo; si Selim penetraba en él, aportaría la reputación que se había labrado ya en la hititología, apoderándose automáticamente del papel preponderante que Lattimer se había reservado para sí mismo. Martha recordó las palabras de Iván Fitzgerald: "Cuando uno quiere ser una vedette, no puede soportar la posibilidad de que cualquier otro se convierta en una super-vedette". La mofa que Lattimer hacía de los esfuerzos de Martha resultaba comprensible, también. No es que estuviera convencido de que Martha no aprendería nunca a leer el lenguaje marciano, sino que temía que lo consiguiera.
Iván Fitzgerald aisló finalmente el germen que había provocado la enfermedad sin diagnosticar de Miss Finchley. Poco después, la dolencia quedó limitada a unas fiebres benignas, de las cuales la muchacha se repuso. Nadie más parecía haberlas contraído. Fitzgerald estaba tratando de descubrir cómo había sido transmitido el germen.
Encontraron un globo de Marte, confeccionado cuando la ciudad había sido un puerto de mar. Localizaron la ciudad y se enteraron de que su nombre había sido Kukan... o algo con una proporción similar de consonantes y vocales. Inmediatamente, Sid Chamberlain y Gloria Standish empezaron a hablar de Kukan en sus crónicas televisadas, y Hubert Penrose utilizó el nombre en sus informes oficiales. También encontraron un calendario marciano; el año había sido dividido en diez meses más o menos iguales, y uno de ellos había sido Doma. Otro mes era Nor, y éste era una parte del nombre de la revista científica que Martha había encontrado.
Bill Chandler, el zoólogo, había estado profundizando cada vez más en el antiguo fondo marino de Syrtis. A cuatrocientas millas de Kukan, mató un pájaro. Al menos, era algo que tenía alas y una especie de plumas, aunque sus características generales correspondían más a las de un reptil que a las de un ave. Iván Fitzgerald y él disecaron al animal. Las siete octavas partes de su capacidad corporal eran pulmones; ciertamente respiraba aire que contenía al menos la mitad del oxígeno suficiente para sostener la vida humana, o cinco veces más que el aire alrededor de Kukan.
Aquello desplazó el centro de interés de la arqueología, y empezó una nueva etapa de actividad. Todo el material de vuelo de la expedición —cuatro jetticópteros y tres aeronaves sin alas del servicio de reconocimiento— fue lanzado a una exhaustiva exploración de los fondos marinos, y el equipo de bio-ciencia ardía de excitación y efectuaba nuevos descubrimientos en cada vuelo.
La Universidad quedó en manos de Selim, Martha y Tony Lattimer, este último actuando por su cuenta en tanto que la muchacha y el anciano trabajaban juntos. Los especialistas en otros campos y los hombres de la Fuerza Espacial que habían estado colocando encerados, sacando croquis y manejando cámaras fotográficas, volaban ahora sobre el Syrtis inferior para descubrir cuanto oxígeno había allí y qué clase de vida había sostenido.
A veces se presentaba Sachiko, la cual pasaba la mayor parte del tiempo ayudando a Iván Fitzgerald a disecar ejemplares. Tenían cuatro o cinco especies de lo que podían ser llamados aves, y algo que podía ser clasificado fácilmente como un reptil, y un mamífero carnívoro del tamaño de un gato y garras como las de un ave, y un herbívoro casi idéntico al animal parecido a un cerdo representado en el gran mural Darfhulva, y otro semejante a una gacela con un solo cuerno en el centro de la frente.
El clímax se alcanzó cuando un grupo, a treinta mil pies bajo el nivel de Kukan, encontró aire respirable. Uno de los miembros del grupo sufrió un ataque de sorroche y tuvo que ser evacuado rápidamente, pero los otros no se vieron afectados en absoluto.
Las noticias que llegaban de la Tierra revelaban el aumento del interés por las cosas de Marte en el planeta madre. El descubrimiento de la Universidad había centrado la atención en el pasado muerto de Marte; ahora, el público estaba interesado en Marte como en un posible hogar para la humanidad. Tony Lattimer fue el que volvió a situar en primer plano las actividades arqueológicas de la expedición.
Martha y Selim estaban trabajando en el museo del segundo piso, rascando la suciedad de las vitrinas de cristal, tomando nota de su contenido y marcándolo todo; Lattimer y un par de oficiales de la Fuerza Espacial revisaban lo que habían sido las oficinas administrativas en el otro lado. Un día, un joven subteniente entró en el museo, muy excitado.
—¡Eh! ¡Martha! ¡Doctor Von Olhmhorst! —gritó—. ¿Dónde están ustedes? ¡Tony ha encontrado a los marcianos!
Selim dejó caer su estropajo en el cubo; Martha dejo su bloc encima de la vitrina.
—¿Dónde? —preguntaron al mismo tiempo.
—En el ala norte. —El subteniente había recuperado el aliento y hablaba en tono más tranquilo—. Detrás de una de las antiguas oficinas del rectorado, en una sala de conferencias. Estaba cerrada por dentro, y tuvimos que forzar la puerta. Allí están. Dieciocho de ellos, alrededor de una larga mesa...
Gloria Standish, que había venido a almorzar, estaba en el entresuelo, gritando por una extensión radiofónica:
—...¡una docena y media!... Desde luego que están muertos. ¡Vaya pregunta! Parecen esqueletos cubiertos de cuero... No, no sé de qué murieron... Bueno, olvídelo; me tiene sin cuidado que Bill Chandler haya encontrado un hipopótamo con tres cabezas... ¿Es que no se da cuenta, Sid? ¡Hemos encontrado a los marcianos!
Martha recordaba la puerta cerrada; en la primera inspección, no habían intentado abrirla. Ahora estaba en el suelo, quemada por el lado de la cerradura y por el de las bisagras. Dentro de la habitación había un foco, y Lattimer andaba de un lado para otro examinándolo todo, mientras el oficial de la Fuerza Espacial permanecía junto al umbral. En el centro de la estancia había una larga mesa; alrededor de ella se sentaban los dieciocho hombres y mujeres que habían ocupado la habitación durante los últimos cincuenta milenios. Había botellas y vasos sobre la mesa, delante de ellos, y, de haberles visto en la penumbra, Martha hubiese creído que estaban dormitando. Uno de ellos tenía una rodilla posada sobre el brazo de su sillón. Otro había caído hacia delante sobre la mesa, con los brazos extendidos. Esqueletos cubiertos de cuero, los había llamado Gloria Standish, y eso es lo que eran: rostros como calaveras, piernas y brazos como estacas...
Lattimer estaba entusiasmado.
—¡Se suicidaron colectivamente! —exclamó—. ¿Se han fijado en las esquinas?
En los cuatro ángulos de la habitación había una especie de braseros de metal y las paredes, encima de ellos, estaban ennegrecidas por el humo. Von Olhmhorst se había fijado en ellos inmediatamente, y estaba hurgando en uno con su linterna.
—Sí, carbón. He visto un montón de carbón alrededor de un par de fraguas de mano en el taller del primer piso. Por eso está tan enrarecida la atmósfera: cerraron todas las aberturas y rendijas de la sala. Debían ser todos los que quedaban aquí. Se habían quedado sin energía eléctrica, se sentían viejos y cansados y en torno de ellos su mundo estaba moribundo. De modo que entraron aquí, encendieron los braseros y se sentaron a beber juntos hasta que cayeron dormidos. Bueno, ahora al menos sabemos lo que fue de ellos. Sid y Gloria aprovecharon la ocasión. El público de la Tierra deseaba tener noticias de los marcianos, y si no podían encontrarse marcianos vivos, una habitación llena de marcianos muertos era lo mejor que podía ofrecerse a su curiosidad. Y tal vez era preferible así; sólo habían transcurrido setenta años desde que Orson Welles había provocado una ola de pánico con su supuesta invasión. Tony Lattimer, el descubridor, estaba empezando a obtener dividendos de sus atenciones con Gloria y su congraciarse con Sid; de la noche a la mañana se había convertido, incuestionablemente, en el arqueólogo más conocido de la historia.
—Mi interés en todo esto no es personal —mintió, dos días después, tras escuchar las noticias llegadas de la Tierra—. Pero creo que es un acontecimiento muy importante para la arqueología marciana. Selim, ¿recuerda usted cuando Lord Carnavon y Howard Carter descubrieron la tumba de Tutankamón?
—¿En 1923? Yo tenía dos años, entonces —dijo von Olhmhorst, con una sonrisa—. En realidad, no sé hasta qué punto sirvió el descubrimiento para la egiptología, desde el punto de vista de la propaganda. ¡Oh! Los museos dedicaron más espacio a las exhibiciones egipcias, y durante una temporada resultó más fácil obtener ayuda financiera para nuevas excavaciones. Pero, a largo plazo, no sé si puede resultar favorable esta excitación de la opinión pública.
—Bueno, yo creo que uno de nosotros debería regresar en el Cyrano, cuando orbite el Schiaparelli -dijo Lattimer—. Confiaba en que sería usted; su voz tendría más peso. Pero creo que es importante que uno de nosotros regrese, para ofrecer el relato de nuestro trabajo, de lo que hemos realizado y de lo que esperamos realizar al público en general, a las Universidades y a las sociedades científicas, y al gobierno de la Federación. Hay una gran tarea a realizar. No debemos permitir que los otros campos científicos y los llamados intereses prácticos monopolicen la ayuda académica y pública. De modo que creo que voy a regresar, al menos por una temporada, y veré lo que puedo hacer...
Conferencias. La organización de una Sociedad de Arqueología Marciana, con Anthony Lattimer, Doctor en Filosofía, como candidato lógico a la presidencia. Títulos, honores; la deferencia de los eruditos, y la adulación de los profanos. Cargos, con impresionantes salarios...
Martha aplastó su cigarrillo contra el cenicero y se puso en pie.
—Bueno, tengo que anotar aún lo que encontramos en el departamento de Halvhulva -Biología—. Mañana empezaré con lo de Sornhulva, y quiero tenerlo todo listo para someterlo a la opinión de los expertos.
Aquello era lo que Tony Lattimer deseaba quitarse de encima, el trabajo detallado y fatigoso. Dejad que la infantería avance arrastrándose sobre el barro; las gorras galoneadas obtendrán las condecoraciones.
Una semana después, Martha se disponía a almorzar en el antiguo salón de lectura del primer piso cuando llegó Hubert Penrose y se sentó a su lado, preguntándole por su trabajo actual. Martha le contó lo que estaba haciendo.
—Si pudiera usted prestarme un par de hombres, se lo agradecería mucho —añadió la joven—. No les entretendré más de una hora. Quisiera abrir un par de puertas del vestíbulo central del quinto piso. Corresponden a la sala de conferencias y a la biblioteca, si la distribución del piso es igual que la de los pisos inferiores.
—De acuerdo. Yo mismo soy un buen revientapuertas —dijo Penrose. Miró a su alrededor—. Allí está Jeff Miles; creo que servirá. Y pondremos a Sid Chamberlain a trabajar, también, para variar. Entre los cuatro abriremos sus puertas —Llamó a Chamberlain, que estaba llevando su bandeja al mostrador—. ¡Sid! ¿Tiene usted algo que hacer durante la próxima hora?
—Iba a subir al cuarto piso para ver lo que está haciendo Tony.
—Olvídelo. Tony ha agotado su cupo de marcianos. Yo voy a ayudar a Martha a forzar un par de puertas; probablemente encontraremos todo un cementerio lleno de marcianos.
Chamberlain se encogió de hombros.
—¿Por qué no? Detrás de una puerta cerrada puede haber cualquier cosa, y ya sé lo que está haciendo Tony: trabajo de rutina.
Jeff Miles, el capitán de la Fuerza Espacial, llegó acompañado por un miembro del personal del laboratorio de la nave, que había bajado el día anterior en el cohete.
—Esta es su especialidad, Mort —le estaba diciendo Miles a su compañero—. Departamento de química y física. ¿Viene con nosotros?
Mort Trauter asintió.
Martha terminó su café y su cigarrillo, y el grupo se dirigió al vestíbulo, recogió las herramientas y subió al quinto piso.
La puerta del salón de conferencias era la más próxima; la atacaron en primer lugar. Con las herramientas de que disponían no representó ningún problema, y al cabo de diez minutos estaba abierta. El interior de la habitación estaba completamente vacío y, al igual que la mayoría de las estancias cuyas puertas estaban cerradas, apenas había polvo. Los estudiantes, al parecer, se habían sentado de espaldas a la puerta, dando frente a una baja plataforma, pero sus asientos y la mesa del conferenciante habían sido retirados. Las dos paredes laterales tenían inscripciones: en la de la derecha, unos círculos concéntricos que Martha reconoció como un diagrama de estructura atómica, y en la de la izquierda una complicada tabla de números y palabras, en dos columnas. Trauter estaba señalando el diagrama de la derecha.
—Llegaron hasta el átomo de Bohr —dijo—. Bueno, no del todo. Conocían los electrones, pero dibujaron los núcleos como una masa sólida. No hay ninguna indicación de la estructura protrón-neutrón. Apuesto a que cuando consigan traducir sus libros científicos descubrirán que para ellos el átomo era la partícula final e indivisible. Eso explica que no se haya encontrado ninguna prueba de que los marcianos utilizaran energía nuclear.
—Eso es un átomo de uranio —dijo el capitán Miles.
—¿De veras? —inquirió Sid Chamberlain, en tono excitado—. Si es así, tenían que conocer la energía atómica. El hecho de que no hayamos encontrado ningún grabado reproduciendo las setas de la bomba A no significa...
Martha volvió la mirada hacia la otra pared. Mientras estudiaba la disposición de los números y palabras, oyó que Trauter decía:
—Tonterías, Sid. Nosotros conocíamos el uranio mucho antes de que alguien descubriera lo que podía hacerse con él. El uranio fue descubierto en la Tierra por Klaproth, en 1789.
En la tabla de la pared de la izquierda había algo familiar. Martha trató de recordar lo que le habían enseñado en la escuela acerca de la física, y lo que había aprendido de un modo casual más tarde. La segunda columna era una continuación de la primera: había cuarenta y seis renglones en cada una, numerados consecutivamente...
—Probablemente utilizaron uranio porque es el mayor de los átomos naturales —estaba diciendo Penrose—. El hecho de que no haya nada detrás de él demuestra que no habían creado ninguno de los transuránicos. Cualquiera de los noventa y dos elementos...
¡Noventa y dos! Eso era: había noventa y dos renglones en la tabla de la pared de la izquierda. El número uno era el Hidrógeno: Uno, Sarfaldsorn. El dos era el Helio: Tirfaldsorn. Martha no consiguió recordar qué elemento venía a continuación, pero en marciano era Sarfalddavas. Por lo tanto, Sorn debía significar "materia" o "substancia". Y davas... ¿qué podía ser? La joven se volvió rápidamente hacia los otros, cogiendo el brazo de Hubert Penrose con una mano y agitando su bloc con la otra.
—Mire eso —dijo, en tono excitado—. ¿Qué cree usted que es? ¿Podría ser una tabla de los elementos?
Todos se volvieron a mirar. Mort Trauter fue el primero en hablar.
—Podría serlo —dijo—. Si supiera lo que significan esos signos...
—Si pudiera usted leer los números, ¿le servirían de algo? —preguntó Martha, empezando a anotar en el bloc los dígitos arábigos y sus equivalentes marcianos—. Es el sistema decimal, el mismo que utilizamos nosotros.
—Desde luego. Si eso es una tabla de elementos, lo único que necesitaría serían los números. Gracias —añadió, mientras Martha arrancaba una hoja del bloc y se la entregaba.
Penrose conocía los números y se adelantó a Trauter.
—Noventa y dos renglones, numerados consecutivamente —dijo—. El primer número sería el número atómico. Luego una sola palabra, el nombre del elemento. A continuación el peso atómico...
Martha empezó a leer los nombres de los elementos.
—Conozco el hidrógeno y el helio. ¿Cuál es tirfalddavas, el tercero?
—Litio —dijo Trauter—. Los pesos atómicos aparecen en números redondos. El hidrógeno es uno —más, suponiendo que ese signo en forma de doble garfio signifique más; el helio es cuatro— más, correcto. Y el litio es siete, lo cual no es correcto. Su peso atómico es seis coma noventa y cuatro. A no ser que esa cosa rara que hay al final signifique "menos".
—¡Desde luego! Mire: el signo más es un garfio, para colgar las cosas juntas, y el signo menos es un cuchillo, para cortar algo de algo... Vea, el pequeño lazo es el mango, y la línea alargada es la hoja. Estilizado, desde luego, pero no cabe duda de que es un cuchillo. Y el cuarto elemento, kiradavas, ¿qué es?
—Berilio. Se le da un peso atómico de nueve-y-un-garfio; en realidad es nueve-coma-cero-dos.
Sid Chamberlain estaba decepcionado porque no podía contar que los marcianos habían desarrollado la energía atómica. Tardó unos cuantos minutos en comprender lo que estaba pasando, pero finalmente lo captó.
—¡Eh! —exclamó—. ¡Está usted leyendo eso! ¡Está leyendo marciano!
—Exactamente —dijo Penrose—. Lo está leyendo correctamente. Lo que no se me alcanza son los dos datos que figuran después del peso atómico. Parecen meses del calendario marciano. ¿Qué cree usted que son, Mort?
Trauter vaciló.
—Bueno, después del peso atómico deberían figurar los números del período y del grupo. Pero eso son palabras.
—¿Cuáles serían los números para el primer elemento, hidrógeno?
—Período Uno, Grupo Uno. El helio pertenece también al Período Uno, pero figura en el grupo de los elementos inertes.
- Trav, Trav... Trav es el primer mes del año. Y el helio es Trav, Yenth; Yenth es el octavo mes.
—Los elementos inertes pueden ser llamados Grupo Ocho, sí. Y el tercer elemento, litio, es Período Dos, Grupo Uno. ¿Coincide?
—Sí. Sanv, Trav; Sanv es el segundo mes. ¿Cuál es el primer elemento en Periodo Tres?
—El sodio, Número Once.
—Exactamente; es Krav, Trav. Desde luego... Los nombres de los meses son simplemente números, del uno al diez, en letras.
- Doma es el quinto mes —dijo Penrose—. O sea, doma significa "cinco". Y si davas significa "metal" y sornhulva es "química" y/o "física", apuesto a que Tadavas Sornhulva, traducido literalmente, equivale a "Conocimiento de la Materia Metal". Metalurgia, en otras palabras. Me pregunto qué puede significar Mastharnorvod -A Martha le sorprendió que, al cabo de tanto tiempo, Penrose pudiera recordar aquella palabra—. Algo así como "Periódico", o "Revista", o tal vez "Trimestral".
—Resolveremos eso, también —dijo Martha, en tono optimista. Después de esto, nada parecía imposible—. Tal vez podamos encontrar... —Se interrumpió bruscamente—. Usted dijo "Trimestral". Y yo creo que es "Mensual". La revista llevaba la fecha de un mes específico, el quinto. Y si nor es "diez", Masthanorvod podría ser "Año-Décimo". Y apuesto a que descubriremos que masthar significa "año" —Se volvió de nuevo hacia la tabla—. Bueno, vamos a continuar con esas palabras, traduciendo todas las que podamos.
—Sugiero que nos tomemos unos minutos de descanso —dijo Penrose, sacando sus cigarrillos—. Y luego trabajaremos cómodamente. Jeff, usted y Sid podrían acercarse a la otra habitación, al otro lado del vestíbulo, y ver si encuentran una mesa o algo que pueda ser utilizado como mesa, y unas cuantas sillas. La tarea será larga.
Sid Chamberlain se había estado contorsionando, como atacado por un batallón de hormigas, tratando de contenerse. Pero ahora estalló.
—¡Esto es algo realmente grande! —exclamó, en tono excitado—. Algo importante, mucho más importante que el descubrimiento de los depósitos de agua, o las estatuas, o este edificio, o incluso los animales y los marcianos muertos. ¡Esperen a que Selim y Tony vean esto! ¡Esperen a que lo vea Tony: me gustará ver la cara que pone! ¡Y cuando envíe la noticia, toda la Tierra se estremecerá de emoción! —Se volvió hacia el capitán Miles—. Jeff ¿le importaría ir a echar una ojeada a la otra habitación, mientras yo envío a buscar a Selim y a Tony? Y a Gloria, desde luego; esperen a que vea esto...
—Tómeselo con calma, Sid —le advirtió Martha—. Será mejor que me permita revisar su artículo antes de enviarlo. Esto es sólo un comienzo; tardaremos años y años antes de poder leer alguno de esos libros que hay abajo.
—La cosa será más rápida de lo que cree, Martha —dijo Hubert Penrose—. Todos trabajaremos en ella, y enviaremos material por teleradio a la Tierra, y allí habrá mucha gente que trabaje en ella. Les enviaremos todo lo que podamos... y copias de libros, y copias de sus listas de palabras...
Y encontrarían otras tablas —tablas astronómicas, tablas de física y mecánica, por ejemplo—, en las cuales palabras y números fueran equivalentes. Las estanterías de la Biblioteca estarían llenas de ellas...
Sachiko Koremitsu asomó la cabeza a través de la puerta y luego entró en la sala.
—¿Puedo ayudar en algo? —inquirió. Y luego—: ¿Qué pasa? ¿Algo importante?
—¿Importante? —estalló Sid Chamberlain—. ¡Mire eso, Sachi! ¡Lo estamos leyendo! ¡Martha ha descubierto el modo de leer el marciano! —Agarró al capitán Miles por el brazo—. Vamos, Jeff; quiero llamar a los otros...
Continuaba hablando atropelladamente cuando salió de la habitación.
Sachiko contempló la tabla.
—¿Es cierto? —preguntó. Y luego, antes de que Martha pudiera seguir adelante con su explicación, le echó los brazos al cuello—. ¡Oh! ¡Lo ha conseguido usted! ¡Cuánto me alegro!
Martha tuvo que empezar a explicarse de nuevo cuando entró Selim von Olhmhorst. Esta vez pudo terminar.
—¿Está usted realmente segura, Martha? Sabe muy bien que aprender a leer este lenguaje es tan importante para mí como para usted. Pero, ¿cómo puede estar segura de que esas palabras significan realmente cosas como hidrógeno, y helio, y bario y oxígeno? ¿Cómo sabe usted que su tabla de elementos era como la nuestra?
Trauter, Penrose y Sachiko le miraron, asombrados.
—Eso no es la tabla marciana de elementos; es la tabla de elementos. Es la única que existe —dijo Mort Trauter—. Mire, el hidrógeno tiene un protón y un electrón. Si tuviera más protones o más electrones, no sería hidrógeno, sería otra cosa. Y lo mismo puede decirse del resto de los elementos. Y el hidrógeno de Marte es el mismo hidrógeno de la Tierra, o de Alfa Centauro, o de la próxima galaxia...
—Anote esos números, en ese orden, y cualquier estudiante de química de primer año podrá decirle qué elementos representan —intervino Penrose—. Es decir, podrá hacerlo si espera aprobar el curso.
El anciano sacudió la cabeza lentamente, sonriendo.
—Temo que yo no lo aprobaría. Una de las cosas que voy a pedir que me traigan en el Schiaparelli será un tratado elemental de química y física, asequible para un niño de diez o doce años. Al parecer, un marciólogo tiene que aprender un montón de cosas de las cuales no habían oído hablar los hititas ni los asirlos.
Tony Lattimer, al entrar, oyó la última parte de la explicación. Miró rápidamente hacia las paredes y, habiendo descubierto lo que había sucedido, avanzó y cogió a Martha por la mano.
—¡Lo ha conseguido usted, Martha! ¡Encontró su bilingüe! Nunca creí que fuera posible; permítame felicitarla.
Probablemente esperaba que aquello borraría todas las mofas y sarcasmos del pasado. Sin embargo, para Martha, la amistad de Lattimer significaba tan poco como sus burlas.
—Esto es algo que podemos mostrar al mundo, para justificar cualquier inversión de tiempo y de dinero en los trabajos de arqueología marciana. Cuando regrese a la Tierra, me ocuparé de que sean reconocidos sus méritos por este descubrimiento.
—No tendremos que esperar tanto —le dijo Hubert Penrose secamente—. Mañana voy a enviar un informe oficial; puede estar seguro de que los méritos de la doctora Dane serán reconocidos, no sólo por éste sino también por sus anteriores trabajos, que han hecho posible este descubrimiento.
—Y puede usted añadir que lo han hecho posible a pesar de las dudas y de las objeciones de sus colegas —dijo Selim von Olhmhorst—. Dudas y objeciones en las que. me avergüenzo de tener que confesar que he participado.
—Usted dijo que teníamos que encontrar un bilingüe —observó Martha—. Estaba usted en lo cierto, también.
—Esto es algo mejor que un bilingüe, Martha —dijo Hubert Penrose—. La ciencia física se expresa en un lenguaje universal. A partir de ahora, los arqueólogos sólo tendrán que ocuparse de las culturas precientíficas.