EN EL PRINCIPIO

Morton Klass

HOMO SAPIENS Significa: "Hombre que aprende". Un mamífero vertebrado, del orden de los primates, familia de los homínidos. Después de la desaparición de la especie precedente, Neanderthalensis, la Sapiens se convirtió en la única especie de hombre existente sobre la Tierra. Pobló eventualmente todo el planeta, logrando enormes desarrollos tecnológicos y complicadas variaciones culturales, señalando...

El profesor Philo Putnam no estaba de humor para discutir la existencia de un alma. Cualquiera que hubiese visto su rostro una hora antes, mientras examinaba los restos calcinados de su Brontosauro doméstico, podía haberles dicho a los delegados de la Liga-Resurrección que cometían un grave error al introducirse en la oficina del profesor.

—¡Putnam! —rugió Mrs. Featherby, yendo directamente al grano.

Apartó de su camino a la secretaria del Departamento de Biología, Miss Kalish, y avanzó hacia el escritorio del profesor como un excitado tanque Mark IV. El caballero rostrilargo y la dama rostricorta avanzaron detrás de ella.

—Mrs. Featherby —murmuró el profesor Putnam, en tono de fastidio.

—Acabo de enterarme, por boca de alguien que goza de todo mi crédito, que sigue usted adelante con el monstruo —exclamó impulsivamente Mrs. Featherby—. He... hemos venido aquí para obtener una inmediata negativa.

El profesor Putnam contempló con aire pensativo la superficie de su escritorio.

—¿A qué... ejem... monstruo se refiere? —preguntó cautelosamente.

—Lo sabe perfectamente —cloqueó Miss Hasson detrás de la protectora masa de Mrs. Featherby—. Ese hombre prehistórico. El hombre de Ne-nean...

—El hombre de Neanderthal —la sacó del apuro el doctor Trine, con su resonante voz de barítono—. No le basta, al parecer, haber puesto en tela de juicio las decisiones del Cielo, devolviendo a la Tierra aquellos pobres animales que fueron barridos para siempre de ella. No, ahora debe usted añadir el insulto a la injuria, el sacrilegio a la profanación. Construyendo una impúdica caricatura de la más noble creación...

—¡Que no tiene alma! —intervino Mrs. Featherby. Le fastidiaba que sus subordinados se le comieran el terreno—. Será un desalmado e inhumano monstruo Frankenstein... amenazando las vidas de mujeres y niños.

Entonces fue cuando el profesor perdió los estribos.

—¿Qué se propone usted hacer para impedirlo? —preguntó salvajemente, poniéndose en pie y acercando peligrosamente su enrojecido rostro a la cara de Mrs. Featherby. Señaló hacia el suelo—. Aquí debajo, en el laboratorio, tenemos ocho fetos Neanderthal en tanques. ¿Quieren ustedes bajar y romper los tanques? Alguien lanzó una granada de mano en el corral del Brontosauro, esta mañana. ¿Por qué no vuelan todo el Instituto? ¿O prefieren esperar a que hayan nacido y poner cristal machacado en su comida? El sistema dio resultado el mes pasado con nuestro valioso Eohippus...

—¡Cómo se atreve! —ladró Mrs. Featherby—. ¡Acusar a la Liga Anti-Resurrección de estar comprometida en actividades criminales!

Dio media vuelta para enfrentarse con la crispada Miss Hasson.

—¡Se lo advertí! —dijo, furiosamente—. Les advertí que el profesor Putnam no atendería a razones. Por algo fue el hombre que inició este asqueroso asunto de las resurrecciones. ¿Cómo va a atender a razones? Tomemos medidas sin consultarle, dije. Pero, no. ¡No me hicieron caso!

Miss Hasson inclinó la cabeza.

—Profesor —intervino el doctor Trine, conciliador—, estoy convencido de que en realidad no piensa usted lo que acaba de decir. La Liga Anti-Resurrección está compuesta únicamente por ciudadanos responsables, sinceramente preocupados por este terrible problema. Pero bajo ningún concepto aprobamos los actos de violencia. Una disculpa por su parte será suficiente para...

—¡No me disculpo de nada! —exclamó el profesor Putnam, golpeando el escritorio con el puño cerrado—. Su organización pretende ser enemiga de los actos de violencia, pero todo lo que escriben en sus periódicos o dicen por la radio está calculado para enardecer a unos idiotas y estimularles para que nos quemen en la hoguera. Si no se dan cuenta de lo que están haciendo, son ustedes mucho más estúpidos de lo que creía...

—No tenemos necesidad de escuchar más insultos —declaró Mrs. Featherby, dando media vuelta y dirigiéndose hacia la puerta, seguida por su cohorte.

Antes de cruzar el umbral se detuvo para lanzar una última andanada.

—Si estuviera en su lugar, profesor Putnam, empezaría a vaciar los cajones de mi escritorio. ¡Le garantizo que mañana por la mañana no ocupará usted esta oficina!

El doctor Trine, el último en salir, cerró suavemente la puerta detrás de él.

Putnam se dejó caer en su sillón y se pasó una mano temblorosa por los ojos.

—¿Puede... puede hacer eso, profesor? —preguntó tímidamente Miss Kalish desde el rincón más apartado de la oficina.

—¿Hacer qué? —inquirió el profesor Putnam, mirando a su secretaria—. ¡Oh! Se refiere a Mrs. Featherby... ¿Hacer que me despidan? No lo sé. Probablemente. Dicen que una tercera parte de los miembros del Consejo de Administración pertenecen a la Liga Anti-Resurrección.

Se encogió de hombros y se puso en pie.

—No voy a preocuparme ahora por eso —añadió—. Tenía que ocurrir, tarde o temprano. Lo importante es que el Neanderthalensis completa hoy su ciclo de gestación. Quiero estar allí...

Echó a andar hacia la puerta, luego vaciló.

—¿Le importaría venir, Miss Kalish? No tengo que decirle lo que esto significa para mí.

Miss Kalish clavó la mirada en el suelo, alisando con aire ausente una arruga en su severa falda.

—Yo... —vaciló—. No se enfade conmigo, profesor Putnam, pero... lo que dijo el doctor Trine... —Levantó súbitamente la cabeza y respiró a fondo—. ¿Serán... serán realmente unos seres de aspecto horrible?

El profesor Philo Putnam pasó una mano a través de sus cabellos grises.

—Miss Kalish —dijo, en tono de amable reproche—, no estoy enfadado, sino sorprendido. No es usted un biólogo, desde luego, pero ha sido secretaria mía desde que me convertí en jefe del departamento. En estos quince años de trabajar juntos, supongo que ha aprendido algo acerca de lo que estoy haciendo...

—¡Eso no es justo, profesor! —le interrumpió Miss Kalish acaloradamente—. ¡Creo que sé tanto de algunas cosas como la mitad de sus graduados! ¿Acaso no mecanografié el manuscrito final de su memoria sobre el útero artificial? Pasé con usted toda una noche mientras esperaba que cobrara vida su primer embrión en el tanque. Y no hice ningún comentario cuando usted empezó a resucitar fósiles... a pesar de los que mi madre me dirigió a mí. Pero esto es diferente...

—¡No hay la menor diferencia! Si puedo operar con células óseas de un Stegosaurus fósil, ¿por qué no puedo hacerlo con las de un fósil Neanderthal? El método y el resultado son los mismos. Sólo que en el primer caso obtengo una cría de Stegosauros, y en el segundo...

Miss Kalish hizo un gesto de impaciencia.

—No me refiero a eso, profesor. He visto surgir de sus tanques cosas bastante horribles, y nunca me he impresionado. —Tragó saliva—. Pero si empieza usted a trabajar con crías humanas, o algo que se les parezca, y salen con el aspecto que ha dicho el doctor Trine, y crecen para convertirse en espantosos animales... Bueno, en tal caso no quiero bajar a su antiguo laboratorio.

Y Miss Kalish estalló en llanto.

Philo Putnam sonrió comprensivamente. Se acercó a ella y rodeó sus hombros con su brazo. Era la primera vez, en quince años, que tenían un contacto íntimo, y el hecho les turbó a los dos considerablemente. Miss Kalish se envaró y dejó de llorar, y el profesor Putnam dejó caer su brazo rápidamente. En su fuero íntimo, el profesor estaba asombrado al darse cuenta de que era también la primera vez en quince años que veía a su secretaria como una mujer.

—El... ejem... feto con un desarrollo de nueve meses —dijo, aclarándose la garganta— no resulta nunca atractivo. Pero estoy seguro de que ha visto usted más de un ejemplar puesto en conserva sin asustarse absurdamente. Los del laboratorio están vivos, desde luego, lo cual no debe preocuparla. Prácticamente no existe ninguna diferencia entre ellos y otras crías humanas. Le garantizo que dentro de un mes serán lo suficientemente atractivos como para provocar los habituales murmullos femeninos.

Levantó una mano para anticiparse a una posible interrupción.

—En cuanto al aspecto que tendrán cuando alcancen la madurez —continuó—, es uno de los motivos por los que llevamos a cabo estos experimentos. Conocemos la estructura ósea del hombre de Neanderthal y todo lo que puede inferirse de ella. Pero ignoramos si estaba cubierto de pelo, por ejemplo. Si nuestros ejemplares llegan a desarrollarse, tendrán unos cinco pies de estatura, pulgada más pulgada menos, la frente y la barbilla retrógradas, los brazos muy largos y las piernas ligeramente arqueadas. Tal vez no resulten demasiado guapos para usted, pero al fin y al cabo no es usted una dama Neanderthal.

El profesor Putnam dirigió una sonrisa de ánimo a su secretaria.

—Y ahora, Miss Kalish, ¿quiere usted acompañarme al laboratorio?

—Desde luego. Gracias, profesor —dijo Miss Kalish sencillamente.

Echó a andar hacia la puerta. Avanzando rápidamente, el profesor Putnam consiguió llegar a tiempo para mantenerla abierta para ella.

Sólo había dos hombres en el laboratorio cuando ellos llegaron, pero la amplia estancia parecía sorprendentemente atestada. Esto no se debía, desde luego, a la presencia de Oscar Felzen, el ayudante de laboratorio del profesor Putnam. Decíase que Felzen dormía en el laboratorio, en un camastro instalado en el departamento de esqueletos. En realidad, el viejo Felzen era parte integrante del laboratorio, en la misma medida que las jaulas de polluelos Pterodáctilos y el penetrante olor a formaldehído.

Pero el hombre del traje azul a rayas, que andaba impacientemente de un lado para otro delante de la hilera de tanques, no pertenecía a un laboratorio. Era, ni más ni menos, el presidente Abernathy Grosvenor en persona.

—¡Ah! Profesor Putnam... ¡Por fin ha llegado usted! —exclamó el presidente Grosvenor, mientras el biólogo y su secretaria entraban. Tras una leve vacilación, continuó—: Su ayudante me ha estado enseñando todo esto —Felzen le miró fijamente, asombrado—, y he de confesar que la visita ha sido muy instructiva para mí. Magnífico laboratorio. Buen trabajo. Me gustaría disponer de más tiempo para ver todas las cosas estupendas que están haciendo aquí. Por desgracia, la presidencia de un instituto es una tarea que absorbe todas las horas. Hay que olvidar lo que a uno le gustaría hacer, y concentrarse en los desagradables aunque absolutamente necesarios detalles de la administración que únicamente yo...

El presidente Grosvenor se interrumpió para inhalar una profunda bocanada de aire. Era evidente que había llegado al punto crucial de su visita.

—A propósito, eso me recuerda el motivo de que haya venido a verle, profesor. —Sacudió la cabeza tristemente—. En realidad, profesor, debió usted mostrarse más diplomático con Mrs. Featherby y su comité. He hecho todo lo que he podido para explicarles que es usted un científico —temperamental, profundamente absorto en su trabajo—, pero temo que no he logrado convencerles. Estaban demasiado furiosos. Debió usted recordar que desde los horrores de la guerra atómica la gente odia a los científicos... Bien, Mrs. Featherby habló de llevar el asunto al Consejo de Administración y se marchó, muy excitada. Le llamé a usted a su oficina, y al ver que no contestaba nadie vine aquí. Y, a propósito, ha tardado usted bastante en llegar...

—No he venido directamente —dijo el profesor Putnam, mientras su rostro enrojecía casi tanto como el de Miss Kalish—. Mi secretaria y yo... ejem... teníamos que discutir unos asuntos. Pero siento haber perdido los estribos con aquel insoportable comité. De todos modos —se apresuró a añadir—, ¿qué podía hacer? Básicamente, no quedarán satisfechos hasta que renuncie a continuar con este experimento. Y si ahora cedemos, más tarde nos obligarán a renunciar a otras cosas. Eventualmente, tendré que dedicarme a criar nuevas razas de geranios o algo igualmente inofensivo. ¿Está usted dispuesto a continuar con esto, presidente Grosvenor? ¿O he de decirle a Felzen que empiece a desmantelar el equipo?

El presidente Grosvenor levantó la cabeza de un modo melodramático.

—¡Por favor, profesor! Mientras yo sea presidente de este Instituto, ningún grupo y ningún individuo, por poderosos que sean, pondrá en peligro la libertad científica. ¡Tiene usted mi palabra!

Hizo una pausa y se rascó la barbilla con aire ausente.

—Por otra parte, hay que admitir que este pequeño... hum... contratiempo llega en un mal momento. Y los miembros del Consejo de Administración pueden resultar difíciles de manejar. ¿No sería preferible... digamos... aplazar este experimento? Estoy seguro de que existen amplias zonas de vida prehistórica que usted no ha estudiado aún. Podría olvidar el hombre de Neanderthal y resucitar otro animal cualquiera... Pensándolo bien, el hombre de Neanderthal no era más que un animal, y resulta ridículo llevar las cosas a unos extremos tan desagradables por un animal.

El profesor Philo Putnam frunció el ceño.

—El hombre de Neanderthal —dijo, lentamente— no era un animal... no en el sentido en que usted utiliza la palabra. Era un ser humano, de una especie distinta, quizás, pero indiscutiblemente humano.

El presidente agitó una mano implorante.

—¡Por favor, profesor! —advirtió—. Para los objetivos de esta conversación, no es preciso que nos mostremos rígidamente técnicos. El animal pudo ser aproximadamente humano, pero también lo es un gorila. El Neanderthal era un sub-hombre, con una rudimentaria capacidad para pensar, para crear, o para hacer cualquier cosa de las que nosotros calificamos como humanas. Tiene usted que admitirlo.

Philo Putnam se volvió hacia su mesa de trabajo y cogió un trozo de roca. El presidente Grosvenor retrocedió un paso, súbitamente alarmado. Mostrando la roca, el profesor Putnam preguntó:

—¿Sabe usted lo que es esto, presidente Grosvenor? Probablemente no, de modo que voy a decírselo. Es una hacha de pedernal que perteneció a un hombre de Neanderthal hace más de trescientos mil años. Un antropólogo amigo mío me la regaló el año pasado. Y desde entonces no he dejado de pensar en ella. ¿Quiere que le diga por qué?

Oscar Felzen y Miss Kalish hicieron un gesto afirmativo, pero el profesor estaba mirando a Grosvenor.

Con voz tranquila, continuó:

—Es un arma tosca, fea. Comparada con una bomba nuclear resulta patética, y desde luego no tendría la menor posibilidad contra un rifle. En realidad, ni siquiera podría competir con las flechas de nuestros antepasados Cro-Magnon. Pero si la mira usted desde otro ángulo, es una cosa tremenda.

Hizo girar la roca entre sus manos.

—No me refiero a la técnica del tallado, aunque comprendo que se trata de una obra de artesanía. Olvidemos este ejemplar, y pensemos en la primera que fue construida. Porque tuvo que existir una primera hacha. Y un hombre que la construyó. Antes que él, extendiéndose hacia atrás hasta el principio, hubo una línea ininterrumpida de seres que podían usar sus dientes o sus garras. Animales simiescos, que podían agitar una rama y lanzar una piedra o un coco. Pero aquel... aquel hombre... escogió un trozo de pedernal y trabajó en él hasta que consiguió algo que encajaba perfectamente en su mano si lo agarraba por un extremo. Y modeló el otro extremo de un modo que resultara útil para aplastar la cabeza de un bisonte.

»Fíjense en la palabra "útil". Lo que había hecho era una herramienta, la primera que existió en este planeta. Después de él, otros construyeron herramientas más variadas y más complejas, pero la suya fue la primera. Los que vinieron detrás aumentaron la lista, pero trabajaron con herramientas que ya habían sido inventadas. Y, lo que es más importante, trabajaron con el conocimiento de que las herramientas existían. Pero el hombre que concibió la primera herramienta como tal, que creó la primera herramienta, superaba en inteligencia a todos los genios posteriores. ¡Y usted le califica de sub-hombre!

El presidente Grosvenor se aclaró la garganta.

—Una teoría muy interesante, profesor, aunque un poco fantástica, supongo. Todo esto no tiene nada que ver con el asunto que me ha traído aquí, pero puesto que hemos llegado tan lejos, me gustaría señalar un punto débil en su argumentación. Yo me dedico a las ciencias históricas y políticas —no a ciencias de laboratorio—, y lo que me impresiona no son las habilidades mecánicas del hombre de Neanderthal, por grandes que puedan o no puedan haber sido. Usted mismo ha señalado que no hubiera podido competir con las flechas Cro-Magnon. Pragmáticamente, pues, era inferior. No fue capaz de superar la dura prueba de la supervivencia. Fue suplantado por un humano superior...

—¡Superior! ¡Desde luego! Pero, superior, ¿cómo? —Putnam escupió las palabras furiosamente—. ¡Superior como un salvaje... como un asesino... como una bestia! Ha tildado usted de fantástica a mi teoría... ¡Dejémonos llevar por la fantasía! Pensemos en el hombre de Neanderthal como en el primer ser racional y creador que existió sobre la tierra, con sus herramientas, su arte, su religión y su cultura. Supongamos que era un ser pacífico, básicamente civilizado, que elaboraba penosamente las primeras formas de cultura humana. Luego llegaron nuestros antepasados: nobles salvajes, perfectos salvajes. Adquirieron su conocimiento, lo perfeccionaron de un modo típicamente salvaje —para construir mejores elementos de destrucción—, y destruyeron al hombre de Neanderthal, que era realmente superior, como han destruido posteriormente a todos los seres que se han cruzado en su camino.

—Sin embargo, el hombre de Cro-Magnon salió vencedor. Tiene usted que admitir que eso en una demostración de superioridad...

El profesor Putnam se encogió de hombros.

—Si lo hiciera, tendría que admitir la superioridad congénita de cada tiburón que devora a un nadador. Es la superioridad de la bestia en su hábitat natural. Si mi tesis es correcta, el hombre de Cro-Magnon era superior al de Neanderthal en salvajismo. Desde luego, sus realizaciones como ser civilizado no son como para echar las campanas al vuelo...

—¡Todo esto es absurdo! —exclamó el presidente Grosvenor—. Estamos perdiendo el tiempo discutiendo tonterías. Lo que importa es saber si va usted a continuar o no su actual experimento. Eso es lo que va a preguntarme dentro de poco el Consejo de Administración, y he venido aquí para asegurarme de que puedo darles una respuesta satisfactoria.

Philo Putnam meditó unos instantes. Miró los preocupados rostros de Oscar Felzen y Miss Kalish, les dirigió una breve sonrisa y se dirigió lentamente hacia la hilera de tanques.

—Lo siento mucho, presidente Grosvenor —dijo finalmente—, pero no pienso renunciar a mi experimento. No quiero mostrarme irrazonable, ni causarle problemas, pero cuando trabajo en algo lo hago porque es exactamente lo que tengo que hacer en aquel momento. Todo lo demás, o ha sido hecho ya, o tiene que esperar hasta que haya asimilado los resultados de este experimento.

—¿Se da cuenta de su situación, profesor Putnam, de nuestra situación? Si pudiera le protegería, pero no puedo. La Liga Anti-Resurrección es demasiado poderosa, y esta vez han decidido acabar con usted. Si al menos... ¿Qué pasa, profesor?

Putnam estaba contemplando el interior de uno de los tanques con creciente excitación. Después de consultar el cuadro de instrumentos fijado a la pared, dio media vuelta.

—¡Miss Kalish! —gritó, haciendo restallar su voz como un látigo—. Prepare canastillas para ocho recién nacidos y colóquelas en fila sobre aquel banco. Asegúrese de que tenemos a mano todo lo que necesitamos... ¡Muévase!

Ahogando una exclamación, la secretaria se dirigió rápidamente hacia el fondo del laboratorio y abrió la puerta de un gran armario. El profesor volvió su atención a Felzen.

—Será mejor que ponga las incubadoras en marcha, Oscar: podemos necesitarlas. Y aumente la temperatura del laboratorio: hace mucho frío.

Putnam se dirigió hacia el último tanque de la hilera. El boquiabierto presidente le agarró por un brazo.

—¡Oiga, profesor! No sé lo que está pasando, pero tenemos que dejar resuelto un importante asunto. El Consejo de Administración...

—¡Al diablo el Consejo de Administración! —estalló Philo Putnam—. ¡Y suelte mi brazo! ¿No comprende? ¿No se da cuenta de que se han encendido las luces rojas encima de los tanques? ¡Los niños están a punto de nacer!

—Todo eso está muy bien —dijo el presidente Grosvenor en tono firme—. Pero persiste el hecho de que hay que aclarar su situación en este Instituto. Me niego a marcharme hasta que me dé usted una respuesta concreta.

El rostro del profesor enrojeció. Pero, cuando habló, lo hizo con voz sorprendentemente tranquila.

—Dígales a los miembros del Consejo de Administración —y a la Liga Anti-Resurrección— que mientras esté al frente de mi laboratorio decidiré por mí mismo los experimentos que voy a realizar. Si usted y los otros deciden claudicar ante las exigencias de la Liga, es asunto suyo, no mío. Hagan lo que quieran, pongan a Mrs. Featherby al frente del Departamento de Biología... Pero, en este momento, el jefe soy yo, y le ordeno a usted que salga inmediatamente de mi laboratorio. ¡Tengo mucho trabajo!

Su voz se elevó peligrosamente mientras pronunciaba las últimas palabras, y el presidente le soltó y retrocedió unos pasos.

—Su actitud es absurda, Putnam, completamente absurda.

—Haré lo que pueda, pero... —Se detuvo en la puerta—. Si estuviera en su lugar...

—¡Lo sé! ¡Lo ! ¡He vaciado ya los cajones de mi escritorio! ¡Ahora, fuera de aquí!

Antes de que el ruido del portazo se hubiera apagado del todo, el profesor Putnam estaba inclinado sobre el último tanque uterino, canturreando alegremente en voz baja.

Dos horas más tarde Miss Kalish propuso tímidamente un descanso para tomar café. Dos horas de preparativos, de comprobación de aparatos, de cuidadosa anotación de todos los movimientos fetales, les habían agotado a los tres. El profesor Putnam asintió y Oscar Felzen, con un suspiro de alivio, puso a calentar un pote de café.

—¿Cuánto tardarán en nacer, profesor Putnam? —preguntó Miss Kalish, agujereando una lata de leche condensada.

El profesor se encogió de hombros.

—Es difícil de decir. Los nacimientos humanos se prolongan de una a dieciocho horas. Los tanques están preparados para responder a las necesidades de los fetos individuales, de modo que podemos pasarnos aquí toda la noche. —Dirigió una amable sonrisa a su secretaria—. No es preciso que se quede, Miss Kalish; puede marcharse a casa.

Miss Kalish sacudió la cabeza vigorosamente.

—¡Desde luego que no! Es decir, si no tiene usted inconveniente, me gustaría quedarme. Desde que murió mi madre, no tengo a nadie que me pida cuentas.

Sus ojos se iluminaron y sonrió alegremente.

—Parece que hayamos vuelto a los viejos tiempos, ¿verdad? ¿Recuerda cuando nos sentábamos a esperar que nacieran los primeros polluelos, bebiendo café? Y no nacieron, profesor Putnam, no nacieron.

El profesor se aclaró la garganta.

—Es cierto, no nacieron. Pero, nacieron los siguientes. Y, llámeme Philo... ejem... Leona. De todos modos, creo que mi carrera de profesor está terminando.

—No terminaría, si se hubiese mostrado usted más diplomático con el presidente —gruñó Oscar Felzen, mientras servía café—. Bueno, no creo que pensara usted realmente todas esas cosas que le dijo... Lo de que la Neanderthal había sido una raza superior, y el hombre moderno inferior a él. Esto no es científico...

—Lo sé, Oscar... tiene usted razón. Fui demasiado lejos. Por lo menos en lo que respecta al Neanderthalensis. Admito que aquella parte pudo ser un vago teorizar, pero mantengo todo lo que dije acerca de la especie que le suplantó.

—¿Qué hay de malo en nosotros? —preguntó Miss Kalish.

El profesor Putnam se encogió de hombros y sorbió su café. Hizo una mueca y añadió otra cucharada de azúcar.

—¿En nosotros? Como individuos, tal vez nada, tal vez mucho... No lo sé. Pero, como especie, tenemos mucho de que avergonzarnos. ¡Oh! Construimos casas y edificamos ciudades, pero todo el mundo sabe que esto es solamente el principio. Una vez ponemos en marcha la civilización, ¿qué ocurre siempre? ¿Qué les ocurrió a Babilonia, a Grecia, a Samarkanda, a todas las demás? O se destruyen a si mismas con sus luchas internas, o llegan unos aullantes conquistadores y lo aplastan todo.

Hizo una pausa para beber un sorbo de café. Su secretaria aprovechó la ocasión para intervenir:

—Pero no puede usted reprocharle eso a los individuos. La gente no quiere luchar, ni destrozar cosas, ni matar. Es toda una sociedad la que enloquece. No puede culpar a los pobres hombres y mujeres...

—¿A quién, si no, puede culparse? ¿Quién forma la sociedad? ¿Qué es una multitud?

—Ha habido personas que no han seguido la corriente —observó Felzen.

El profesor Putnam asintió violentamente.

—¡Desde luego! ¿Y cómo terminan? Cada vez que un Sócrates o un Miguel Servet abre la boca, la muchedumbre, la masa de individuos, le despedaza. ¡Enfrentémonos con los hechos! La raza humana es lo bastante inteligente para saber en qué consiste la civilización para planearla y empezar a construirla... pero no puede vivir en ella. No es suficientemente estable, a mi modo de ver. Está compuesta por excelentes salvajes, aptos para las cavernas y nada más. Si miramos atrás...

Se interrumpió bruscamente al tiempo que se abría la puerta.

Entró el presidente Abernathy Grosvenor, con aire preocupado. Le seguía Mrs. Featherby, con aire satisfecho.

Philo Putnam soltó su taza y se puso en pie.

—¡Ah! profesor Putnam —dijo el presidente Grosvenor—, temo que traigo malas noticias para usted...

—¡Quiere decir que está usted despedido! —intervino Mrs. Featherby—. ¡Despedido!

Putnam la ignoró deliberadamente.

—Presidente Grosvenor, no ignora usted que tengo un contrato —puntualizó.

Grosvenor palideció.

—Desde luego. En realidad, venimos a pedirle su dimisión. Después de todo... para estar a disgusto... Bueno, me refiero a que...

El profesor Putnam asintió.

—No se preocupe. Tendrá usted mi dimisión. Pero, a cambio de ella, exijo una semana de absoluta libertad para completar mis experimentos, y el derecho a llevarme los ejemplares que desee. ¿De acuerdo?

El presidente Grosvenor pareció inmensamente aliviado.

—¡Desde luego, profesor! Y si hay alguna otra cosa...

—Sí. Busque otra secretaria para el Departamento de Biología. Miss Kalish y yo pensamos contraer matrimonio, y ella se marchará conmigo.

—Y yo también presentó mi renuncia —dijo Oscar Felzen tranquilamente, sirviéndose otra taza de café.

Philo Putnam le dirigió una sonrisa de aprobación.

—¡Bien! Vendrá usted con nosotros... —Su mirada se encontró con la de Mrs. Featherby y su sonrisa se heló—. Este es todavía mi laboratorio, Presidente Grosvenor, de modo que llévese a esa... mujer de aquí antes de que...

—¿Ha oído usted lo que ha dicho? —aulló Mrs. Featherby en tono indignado, mientras el Presidente tiraba de ella apresuradamente.

—Intolerable, Mrs. Featherby, intolerable.

Dirigió una última mirada al profesor Putnam, como disculpándose por el papel que se veía obligado a representar, y cerró la puerta detrás de ellos.

Se produjo un breve silencio.

—¿A dónde iremos, profesor? —preguntó finalmente Oscar Felzen.

—A mi granja de California, naturalmente —respondió el profesor—. Usted y yo criaremos a los Neanderthalensis y continuaremos nuestros experimentos. En cuanto a Miss Kalish... es decir, Leona... —Se volvió hacia ella súbitamente preocupado—. Vendrá usted con nosotros, ¿verdad? Recuerde que le he anunciado al Presidente que vamos a casarnos.

Miss Kalish se ruborizó e inclinó la mirada.

—Desde luego, Philo —murmuró. Luego alzó los ojos de nuevo, asaltada por un súbito pensamiento—. ¿Qué granja?

Putnam echó la cabeza hacia atrás y estalló en una carcajada.

—Hace años que veía llegar esto —dijo—. Me he estado preparando desde que fue linchado el primer físico. Compré un centenar de acres de terreno en una zona prácticamente deshabitada. Hay un pozo, una buena casa, electricidad y un excelente laboratorio. Además...

—¡Profesor! ¡Mire! —gritó Oscar Felzen excitadamente—. ¡La luz verde está parpadeando sobre el primer tanque! ¡El feto está completado!

Deteniéndose únicamente a recoger unos guantes esterilizados y una mascarilla, el profesor Putnam se dirigió apresuradamente hacia el tanque. Con grandes precauciones, levantó la tapadera transparente y la apartó a un lado. Mientras Oscar Felzen y Miss Kalish contenían la respiración, Philo Putnam se inclinó a recoger su diminuto y arrugado ocupante.

El primer niño Neanderthal abrió la boca, se agitó en brazos del profesor Philo Putnam y empezó a llorar ruidosamente.

...con ello su paso relativamente breve por la Tierra. Aunque sorprendentemente ingenioso, el Sapiens era emotivamente inestable. Durante los treinta mil años que vivió sobre la Tierra, llevó a cabo incesantes tentativas para destruirse a sí mismo y a todas las demás especies. Sin embargo, antes de su última —y fructuosa— tentativa de autodestrucción, el Sapiens volvió a introducir en la Tierra al más estable Homo Neanderthalensis II, el cual fue capaz de sobrevivir al cataclismo final del Sapiens, heredando así el planeta...