EL RENEGADO
Harvey Lane se puso en cuclillas junto a la puerta de la choza del jefe, con su atención dividida entre los laboriosos esfuerzos del jefe para coser un botón perteneciente a los únicos pantalones de Lane y la vida de la propia aldea. Externamente, era poco distinta de la de cualquier otra comunidad africana del interior, aunque la limpieza y la ausencia de un continuo parloteo confuso resultaban extraños. Pero todo lo demás, las robustas hembras ocupadas en sus huertos o sacándole todo el partido posible a la materia prima de que disponían para fabricar variados cacharros, los jóvenes entregados a sus juegos, y los macizos centinelas apostados en las ramas más bajas de los árboles alrededor de la aldea, resultaba evidentemente anormal.
Lane estaba acostumbrado a ello. En ocho años, un hombre puede llegar a habituarse a cualquier cosa, incluso al espectáculo de unos centenares de gorilas entregados a tareas que normalmente son de hombres. Conocía a cada uno de los peludos y musculosos monos de la aldea, hasta el punto de que ya no veía sus rostros como cosas feas, sino como las facciones individuales de amigos y discípulos.
El jefe terminó de coser y Lane pudo ponerse de nuevo sus remendados pantalones.
Ajub, el jefe, había estado pensando; ahora reanudó la conversación en el punto interrumpido, hablando lentamente, distorsionando a veces las consonantes; pero su inglés, el que había sustituido alegremente su primitivo e inexpresivo lenguaje, no era peor que el que puede encontrarse en algunos sectores de las grandes ciudades humanas.
—Creo que fue hace unos cincuenta años cuando decidimos venir aquí y levantar una aldea lejos de todas las tribus humanas; antes de eso habíamos estado tratando de aprender de ellas durante un centenar de años, quizá, pero lo único que nos demostraron fue odio, miedo, y un deseo de matarnos y devorarnos, de modo que lo dejamos por imposible. Y el único hombre blanco que vimos antes de tu llegada no se mostró amistoso, precisamente; mató a varios miembros de nuestra tribu y nos vimos obligados a eliminarle, a él y a su grupo. Más allá de eso, nuestra memoria y nuestro lenguaje rudimentario no nos dan ninguna pista. ¿Son corrientes esas mutaciones, Lane?
—Bastante, Ajub, aunque creo que en ellas influye mucho el azar —dijo Lane—. Fue una verdadera suerte que os afectara una mutación útil y dominante al mismo tiempo. Y aún así, resulta difícil aceptar que, en menos de quinientos años, hayáis dejado de ser una tribu de animales salvajes como los otros gorilas para convertiros en una raza casi tan inteligente como el hombre.
—Nuestra suerte ha sido la de que tú sepas las cosas que sabes. Antes, buscábamos a tientas las verdades sin darnos cuenta siquiera del orden de la naturaleza; pero ahora hemos avanzado mucho, apoyándonos en tus conocimientos... Especialmente los jóvenes. —En efecto, mientras los miembros más jóvenes de la tribu mostraban una sorprendente destreza, incluso para el aprendizaje de la escritura, los más viejos se acercaban a las tareas delicadas con mucha decisión y poca habilidad—. En fin, si quieres cenar, será mejor que empecemos la caza. ¿Qué te gustaría?
Lane meditó unos segundos.
—Antílope, creo. Un buen filete de antílope me sentará bien.
Contempló cómo se alejaban los robustos monos detrás de su jefe, algunos armados con pesados arcos, otros con jabalinas y lanzas que Lane les había enseñado a fabricar y utilizar recientemente. Ajub llevaba una lanza, y Lane estaba convencido de que los leones tendrían muy pocas posibilidades contra semejante combinación de arma, inteligencia y músculo. Había visto al jefe arrojar la lanza de doce libras a quinientos pies de distancia, atravesar limpiamente a un león de gran tamaño y clavarse en el suelo por el otro lado. No faltarían los filetes de antílope para cenar.
Lane era inútil para una cacería, debido a su debilidad y a su desmaña, de modo que se quedó donde estaba, cómodamente sentado al sol, intercambiando saludos con los que pasaban por delante de la puerta de la choza y dando instrucciones de cuando en cuando a la más joven de las esposas de Ajub que había empezado a moler grano en un mortero. A cierta distancia podía ver a un grupo de monos que construían dos pesadas ruedas de madera para una nueva carreta, y Lane pensó una vez más en lo conveniente que resultaría encontrar una veta de mineral para disponer de mejores herramientas. Más allá, otro miembro de la tribu, más joven, estaba construyendo laboriosamente una cabaña de troncos estilo pionero, para demostrarle a una hembra que sería un excelente compañero. Lane se retrepó perezosamente contra el marco de la puerta, masticando unas frutas secadas al sol.
Los viejos días se habían desvanecido. La reputación de playboy, la grosera demanda de divorcio que Linda le había planteado, las orgías a las que se había entregado buscando el olvido, todo aquello formaba parte de un remoto pasado. Lane había sido un fracaso allí, como lo había sido en la descabellada expedición de caza a este país. Luego se le había ocurrido la absurda idea de buscar el origen de las leyendas de los nativos que aludían a los "hombres salvajes de los bosques", sin la ayuda de guías expertos. Había sido tan estúpido, que su única respuesta a los temores supersticiosos de sus porteadores fue la promesa de más dinero, más tarde. Y una mañana se despertó y se encontró completamente solo; lo único que le habían dejado era su rifle y un par de cartuchos.
Ahora, aquel Henry Lane estaba muerto; murió mientras andaba a la deriva, presa de una fiebre que le llevó a la pequeña aldea de los gorilas, los cuales le atendieron y le curaron antes de que su delirio remitiera y pudiera darse cuenta de que no eran unos seres normales. Aquí, ahora, Harvey Lane era más importante todavía que el jefe, en su calidad de maestro de los jóvenes y de los viejos que deseaban ávidamente aprender; vivía en la propia tienda del jefe y era alimentado por la lanza del jefe. Desde primeras horas de la mañana hasta media tarde les enseñaba todo lo que podía, y a partir de entonces holgazaneaba o hacía lo que quería. La aldea estaba bajo su mando, y el fracasado de antaño se había convertido en el sumo sacerdote del conocimiento, que sabía que las estrellas eran otros soles y que el polvo que pisaban estaba compuesto de incontables átomos.
El pequeño Tama se acercó a la choza, arrastrando detrás de él una pesada caja e interrumpiendo la ensoñación de Lane.
—¡Maestro!
—Ahora no, Tama. La clase ha terminado. Mañana volveré a hablarte de los gérmenes. Ahora, vete a jugar.
Su mayor dificultad estribaba en contener sus ávidas mentes dentro de unos límites razonables: todo lo contrario de lo que les sucedía a la mayor parte de los profesores que había conocido.
Pero esta vez Tama no estaba dispuesto a obedecer a su oráculo, poseído por la importancia de lo que tenía que decir.
—¡Maestro, he encontrado algo! ¡Creo que está lleno de libros!
—¿Eh? —El único libro que había en la aldea era un pequeño manual de primeros auxilios que Lane llevaba encima cuando se extravió y que casi estaba gastado de tanto hojearlo—. ¿Dónde, Tama?
—En esta caja.
El joven mono arrancó unas cuantas maderas y señaló el contenido de la caja que había traído. Presa de una súbita excitación, Lane arrastró el objeto al interior de la choza y lo examinó. Era una pesada caja de madera, que había llegado del mundo exterior, a juzgar por las letras estampadas en los lados, ahora ilegibles.
Le indicó rápidamente a Tama que arrancara toda la cubierta y sus ojos se abrieron asombrados al descubrir el contenido de la caja.
—¡La Enciclopedia Británica! ¡Son libros, Tama! La colección de todos los conocimientos del hombre. ¿Dónde has encontrado esto?
—Un hombre negro muerto bajó por el río en una embarcación, como las embarcaciones que subieron hace dos meses. Pensé que te gustaría, maestro, de modo que nadé hasta ella y la llevé a la orilla —Levantó la mirada hacia Lane, y éste inclinó la cabeza en un gesto de asentimiento, sabiendo la aversión que sentían los monos por el agua—. Los libros estaban dentro de la embarcación, debajo del hombre negro; arrojé al negro al agua y cargué con la caja para tí.
En África nada resulta sorprendente; Lane había visto jefes llevando relojes despertadores atados alrededor de sus cabezas como coronas; había conocido otros con acento de Oxford, y había dejado de maravillarse por sus idiosincrasias; probablemente, alguno de ellos había encargado la enciclopedia, y otros negros se la habían robado. Cualquiera que fuese su procedencia, a Lane le impresionó únicamente la rara y afortunada casualidad que la envió río abajo y permitió que el pequeño Tama recogiera aquel tesoro.
—Buen muchacho, Tama. El propio Ajub te dará una lanza por esto, y yo contestaré todas tus preguntas durante un mes. ¿Había algo más en la canoa?
—Unas cuantas cosas, maestro. La embarcación está en la orilla del río, si quieres echarle una mirada.
Lane asintió, siguiendo al complacido y excitado mono a través de la aldea y en dirección al río. Miró a los centinelas, recibió como respuesta un gruñido que significaba que el camino hacia el río estaba despejado y continuó avanzando, tras recoger la lanza de un chiquillo, suficientemente ligera para que él pudiera manejarla. Normalmente, el río estaba desierto, pero de vez en cuando una o varias canoas de nativos subían o bajaban por el curso de agua, apresurándose a dejar atrás aquella región descrita con tintas muy negras en sus supersticiones; por su parte, los monos procuraban no dejarse ver, o fingían ser los simples animales que aparentaban.
Tama, reflexionó, había desobedecido las órdenes que regían para la tribu al deslizarse hasta el río. Pero no le dijo nada al chiquillo, tratando de imaginar la expresión del rostro del jefe cuando regresara y encontrara toda la serie de libros de la enciclopedia esperándole. Lane había mencionado aquellos libros con bastante frecuencia cuando agotó su pequeño bagaje de conocimientos generales.
Cuando terminó el corto sendero, Tama echó a correr rápidamente para arrastrar un poco más la canoa hacia la orilla.
—Mira, maestro. Sólo saqué al hombre negro y la caja.
La canoa contenía los pequeños tesoros que un nativo puede adquirir: retales de abigarradas telas, unos cuantos abalorios, y algunos productos alimenticios echados a perder que Lane se apresuró a tirar al río. Debajo de aquello había el manchado y sucio zapato de una mujer blanca; era del número tres, demasiado pequeño para cualquier nativa. Lane lo cogió lentamente, dándole vueltas entre sus manos sin oír las preguntas que le formulaba Tama. Un dorado zapato de baile, número tres Triple A, perdido en este continente salvaje, cargado de sugerencias acerca de la mujer que lo había calzado. Una mujer bajita, esbelta, probablemente joven, calzando unos zapatos dorados de tacón muy alto y puntiagudo, riendo y bailando en alguna ciudad populosa, bebiendo y flirteando, como Linda había hecho en Nueva York, cuando él fue lo bastante estúpido para creer que ella le amaba por sí mismo y no por la fortuna que su padre le había dejado.
Por un instante, mientras lo sostenía entre sus manos, imaginó que podía percibir un leve rastro de perfume femenino dominando el hedor de la canoa. La ilusión se desvaneció, pero los recuerdos que le habían asaltado persistieron, incluso cuando el zapato cayó de su mano al río y empezó a alejarse, hundiéndose lentamente. Muchachas, mujeres, clubs nocturnos, bailes, fiestas... el ritmo de una orquestina de jazz, la risa de una multitud, la excitación de la noche de fin de año en Times Square, la mueca burlona de una muchacha negándose a un beso que más tarde daría de buena gana; el roce de sedosas telas, y la suavidad de una espalda femenina dejada al descubierto por un vestido de noche; la súbita mirada que podía cruzarse entre dos personas por encima de un vaso, mientras estaban sentadas en el mostrador de un bar... Mujeres, carreras de caballos, risas, música: la parte puramente humana de la civilización.
—¿Maestro?
La voz de Tama sonó intrigada, y el pequeño mono tiró de la manga del hombre tímidamente.
Lane se irguió, tragándose las absurdas lágrimas que pugnaban por asomar a sus ojos y tratando inútilmente de dominar la aflicción que le invadía, sabiendo que no había de lograrlo.
—No pasa nada, Tama.
Pero sabía que estaba mintiendo. Casi involuntariamente, sus pies le llevaron hacia adelante y sus brazos se extendieron hacia la proa de la canoa, demasiado pesada para que pudiera moverla sin ayuda. Tama se dio cuenta y se adelantó de un salto, feliz al poder prestar aquella ayuda a su maestro. La canoa se adentró en el río y Lane subió a bordo de la pequeña embarcación, con el rostro vuelto hacia el río y sus manos alargándose inconscientemente hacia el canalete. Tama se dispuso a trepar a su vez a la canoa, pero Lane sacudió la cabeza rápidamente.
—No, Tama.
—¿Por qué maestro?
—Porque voy a marcharme, Tama, y tú no puedes acompañarme al lugar adonde voy. Dile a Ajub que los libros le harán mejor servicio que el que yo puedo prestarle, y que regreso con mi gente. Adiós, Tama.
—¡Maestro! ¡No te vayas! ¡Vuelve!
Fue una angustiada llamada, mientras el pequeño mono corría a saltos por la orilla, pero la embarcación se deslizaba ya río abajo. Lane suspiró al contemplar por última vez el familiar paisaje. Detrás de él, el pequeño mono seguía llamándole:
—¡Maestro, vuelve! ¡No te vayas, maestro! ¡Vuelve!
El sonido pareció acosar a Lane durante las breves horas de luz diurna que se extendían delante de él; luego se desvaneció en la noche de la jungla, ahogado por los gritos de los grandes felinos y el constante murmullo del río. Le dolían terriblemente los hombros, desacostumbrados al esfuerzo de remar. Su estómago estaba vacío. Pero Lane no se daba cuenta de la fatiga ni del hambre, atento únicamente al torbellino de emociones que le embargaban.
En alguna parte, el río tenía que desembocar en un lago o en el mar, y antes de llegar allí encontraría hombres blancos. África no estaba completamente explorada, pero los blancos se encontraban por todas partes, excepto en algunas zonas dispersas, tan inhóspitas como la que la tribu había escogido. Los blancos podían encontrarse a cien millas de allí, o quizás a mil millas, pero el río discurría hacia ellos, a una velocidad de setenta millas diarias, aparte del impulso que el canalete daba a la canoa.
Se detuvo una vez para acercarse a la orilla y localizar un paraje más limpio, en el lugar en que un diminuto arroyo vertía sus aguas al río. Se inclinó por encima de la canoa para saciar su sed, agarrándose a la rama de un árbol para que la embarcación no se moviera. Del mismo árbol colgaban numerosos frutos, y Lane arrancó unos puñados y los depositó delante de él antes de reanudar la marcha.
Continuaba remando cuando el sol volvió a levantarse, acallando los gritos de los carnívoros y llenando el aire de vida. Lane comió apresuradamente la fruta que había recogido y volvió a beber agua que no estaba demasiado limpia, eludiendo por muy poco a una serpiente que se había deslizado de la rama de un árbol. Empuñó de nuevo el canalete. Un cocodrilo abrió sus fauces y las cerró de golpe a unas pulgadas de su canalete, pero Lane apenas lo vio.
Sin embargo, la fatiga no podía ser evitada o ignorada eternamente, y llegó un momento en que Lane tuvo que soltar el canalete, incapaz de sostenerlo por más tiempo entre sus dedos entumecidos. Se tumbó en la canoa, dejándose vencer por el sueño.
Llegó otra noche, y su canalete se levantó y cayó monótonamente hasta que se hizo de día y el calor y la fatiga le obligaron a detenerse de nuevo. Y había transcurrido una tercera noche cuando el río se ensanchó súbitamente y Lane divisó un grupo de chozas de nativos en una de las orillas. Algunos de los hombres le vieron y gritaron, pero había señales de blancos cerca de ellos, y Lane levantó una vez más el canalete, y luego lo hundió en el agua para alejarse de la aldea. Ahora, al menos, estaba llegando a una región habitada y tenía que haber hombres blancos cerca, en alguna parte.
Aquel día remó sin tener en cuenta la fatiga, viendo otras aldeas a lo largo del camino. En un momento determinado, una canoa despegó de la orilla, pero regresó a ella tras una breve persecución, sin que Lane llegara a descubrir si le habían seguido en plan amistoso u hostil. Pero el jefe llevaba un sombrero de copa, lo cual evidenciaba la proximidad de hombres blancos. Hora tras hora, Lane remó incansablemente, sin detenerse siquiera a beber el agua sucia; su provisión de fruta se había agotado y no había otras a mano, pero Lane se olvidó del hambre pensando que una hora más de remar podía llevarle a un poblado blanco.
El hedor de otra aldea negra había llegado y desaparecido cuando Lane oyó el chapoteo de numerosos remos detrás de él; volviendo la cabeza, vio tres canoas que le seguían, llenas de negros, aullando algo en un idioma nativo incomprensible. Pero el tono del mensaje distaba mucho de ser amistoso, y Lane redobló sus esfuerzos, tratando de dejarles atrás. Incluso en zonas semicivilizadas de África, un hombre blanco solo puede ser más valioso por sus posibles posesiones que por la civilización que su raza había traído sin que nadie se lo pidiera.
Las canoas estaban cada vez más cerca, y Lane sabía que no tenía ninguna posibilidad contra aquellas embarcaciones perfectamente manejadas, pero le quedaba la esperanza de llegar más allá de la distancia que sus perseguidores estaban dispuestos a recorrer. Súbitamente, una jabalina con una aguzada punta de hierro pasó a unas cuantas pulgadas de su hombro. Al parecer, después de aquello esperaron a ver si empuñaba un arma de fuego y contestaba a su ataque, pero se envalentonaron al comprobar que no pasaba nada. Otras jabalinas salieron disparadas en dirección a él, y una de ellas se clavó en la popa de la canoa y quedó allí, vibrando.
Lane apretó los dientes y agachó la cabeza, sin dejar de remar, preguntándose si el canibalismo había desaparecido del todo. Si al menos apareciera un blanco en alguna parte, o alguna otra aldea cuyos habitantes se mostraran amistosos... Pero las orillas del río, delante de él, aparecían completamente despejadas.
Sus perseguidores habían dejado de lanzarle jabalinas, probablemente esperando acercarse más y disponer de una mejor oportunidad, y Lane echó una breve mirada hacia atrás, para ver a un hombre de pie en la proa de cada embarcación, empuñando una lanza. Mientras Lane miraba, uno de aquellos hombres echó sus brazos hacia atrás con un rápido movimiento.
Falló el blanco por unas pulgadas mientras Lane se tumbaba en la canoa, soltando el canalete. Luego, un ruido pareció hendir el aire desde la orilla, y hasta sus oídos llegó el sonido de un choque brutal y los confusos y asustados gritos de sus perseguidores. Lane alzó la cabeza a tiempo para ver algo que volaba hacia una segunda canoa, en el preciso instante que una lanza rozaba su frente produciéndole una intensa sensación de dolor.
Cayó de espaldas, notando que perdía el conocimiento, mientras la sangre cálida empapaba su rostro y se mezclaba con la suciedad del fondo de la canoa. Las embarcaciones perseguidoras habían dejado de remar, a no ser que los oídos de Lane fueran ya incapaces de oír el chapoteo. Se preguntó vagamente quién habría atacado a los negros hostiles, pero la idea se desvaneció al tiempo que penetraba en su cerebro y Lane perdió definitivamente el sentido.
Lane no supo cuanto tiempo anduvo a la deriva. Tenía la confusa noción de haber oído unos gritos, de que alguien le sacaba de la canoa y de que unas manos amables le transportaban a alguna parte. Y le parecía recordar el sonido de unas palabras junto a él, algo blando debajo de su cuerpo en lo cual se hundía, y algún borroso rostro femenino. Y una vaga sensación de que transcurría el tiempo.
Lo que le rodeaba no fue ninguna sorpresa para Lane el décimo día, cuando la fiebre desapareció súbitamente, dejándole débil y enfermo, pero completamente lúcido. Encima de él, el rostro de una mujer de mediana edad —una mujer blanca— se movía alrededor de una habitación con todas las características de la civilización. De la mujer se desprendía un leve olor a perfume barato, ahora sólo un fantasma de la última vez que lo había utilizado. Lane se sintió muy débil, y luchó por mantener los ojos abiertos mientras ella acercaba a sus labios una taza de caldo. Al ver que los ojos de Lane estaban abiertos, la mujer sonrió.
—¿Dónde...? —empezó a decir Lane.
—¡Shush! —le interrumpió ella—. Está usted entre amigos, Mr. Lane. Encontramos su canoa por casualidad, y le hemos estado cuidando. Dentro de una semana se encontrará usted perfectamente. Un sorbo más... eso es. Ahora no debe hablar; descanse y duerma. Y no se preocupe por nada; todo irá bien.
Las palabras, la voz femenina y la sonrisa se mezclaron en su mente después de que ella hubo cerrado la puerta; Lane permaneció inmóvil en la cama, saboreando la sensación de encontrarse de nuevo entre los suyos. Pero el sueño no llegó, a pesar de que Lane cerró los ojos y trató de obedecer a su enfermera. Oyó que la puerta se abría una vez más, para volver a cerrarse rápidamente, y la voz de la mujer susurrando al otro lado en respuesta a una pregunta en voz baja:
—Está dormido, Sam. ¡Pobre diablo!
¡Gente; su gente! Hombres y mujeres que hablaban demasiado de cosas que no tenían la menor importancia, que reían cuando no había motivo para hacerlo, que lloraban cuando no experimentaban ningún dolor... Débiles, mezquinos, estúpidos seres como él mismo, trepando lenta y erráticamente hacia arriba, hacia el sonido de su ociosa cháchara.
Era demasiado para traducirlo en palabras mientras yacía allí, contemplando el rayo de luna que penetraba a través de una ventana protegida por una persiana para cruzar la habitación, rozar la cama y posarse sobre algún cuadro colgado en la pared. Las voces de los hombres que hablaban en el exterior llegaban hasta él de un modo confuso, pero el oír su propio nombre le hizo aguzar la atención.
Era una voz recia, probablemente la del hombre al cual había hablado antes la mujer.
—Imagina que Lane ha estado perdido en la selva durante más de ocho años, Harper; es un milagro que haya regresado, sin haber enloquecido del todo. Aunque me pregunto cómo encontrará ahora la vida.
—¿Qué quieres decir?
La segunda voz era más joven, segura de sí misma, arrogante.
—Que las cosas han cambiado mucho para él. Ha sido declarado legalmente muerto, desde luego. Era todo un personaje, a juzgar por los periódicos que leí cuando fui a visitar a mi hermana en Nueva York. Pero no creo que ahora le quede el dinero suficiente para vivir. Desde luego, no le quedará para vivir del modo que vivía. Se encontrará en un mundo extraño, sin amigos...
—Sí, supongo que sí. Pero no puede ser más extraño que el que le ha rodeado durante estos últimos ocho años, Livy.
—Hm-m-m.
El tono era dubitativo, pero los dos hombres se habían callado, ahora, y un leve olor a tabaco se filtró a través de la ventana. Harvey Lane permaneció completamente inmóvil, dando vueltas en su cerebro a lo que acababa de oír y esperando otras palabras que no llegaron.
No había pensado en todo aquello, desde luego, pero tendría que hacerlo. Al ver que no regresaba, los buitres no habrían perdido tiempo en agitarse para reclamar su dinero; y, conociéndolos, las dudas de Sam Livy acerca de lo poco que podía quedarle estaban plenamente justificadas. Lo que los impuestos y los abogados habían dejado, se habría volatilizado ya, indudablemente. Sin embargo, Lane se preguntó hasta qué punto le importaba aquello.
El anillo que llevaba le aseguraría el pasaje de vuelta y unos centenares de dólares para hacer frente a la situación. Ya llegaría el momento de preocuparse por el futuro, aunque Lane no ignoraba que carecía de toda preparación para ganarse le vida; la existencia entre los monos le había endurecido y le había enseñado a apreciar la sencillez. Y no le temía al trabajo. Saldría adelante, no importa cómo, con tal de estar de nuevo entre los de su propia especie. La voz de Harper continuó lo conversación interrumpida.
—Creo que voy a emprender la marcha mañana, Livy. Los muchachos están preparados, y el grupo que dirijo no puede disimular su impaciencia. Espero que no será una expedición inútil.
—Yo no estaría tan seguro. Lane ha vivido un verdadero infierno, y es muy posible que ello se haya reflejado en los delirios producidos por la fiebre. ¡Una tribu de gorilas que se expresa en un inglés perfecto! ¡Fantasías!
—No perderemos nada con comprobarlo. En el peor de los casos, se trata de una región inexplorada y en ella tiene que abundar la caza. Además, recuerdo el caso de un francés que pasó dos años entre unos gorilas sin que le causaran el menor daño. Es probable que Lane haya mezclado realidad y fantasía en sus desvaríos, pero lo cierto es que ha demostrado estar muy enterado de las costumbres de los monos.
Siguió un breve silencio, interrumpido por el sonido de un fósforo al ser encendido, y luego la voz de Harper continuó:
—Por otra parte, el viaje no es complicado: lo único que tenemos que hacer es seguir el río, del modo que Lane indicó. Si no hay gorilas, tendremos un viaje delicioso y los cazadores se cargarán de trofeos; si los gorilas están allí, conseguiré un par de pieles estupendas, y con un poco de suerte tal vez consiga capturar vivas unas cuantas crías. Si su pelaje es del color que ha dicho Lane, alcanzarán un buen precio.
—Bueno, te deseo suerte, pero...
—No necesito suerte, Livy. Con el equipo que llevamos, una docena de tribus de gorilas tan listos como los que ha descrito Lane no serían obstáculo para nosotros. Creo que...
Pero Lane no les escuchaba ya. Estaba viendo al viejo Ajub disecado en un museo, con una tablilla pegada al pedestal; y estaba viendo al pequeño Tama llorando en una jaula en alguna parte, mientras unos imbéciles discutían si un mono puede ser inteligente. O al pequeño Tama siendo examinado por unos científicos para cerciorarse de su capacidad para pensar, mientras se organizaban otras expediciones para ir en busca de otros ejemplares de aquellos curiosos antropoides. ¡Oh! Alcanzarían un elevado precio, desde luego.
Quizás era lógico que el hombre no admitiera posibles rivales para su supremacía. Pero, en cualquier caso, el desenlace no ofrecía dudas. Incluso los primitivos de su propia raza lo habían pasado bastante mal, y los monos, al margen de su inteligencia, serían solamente unos animales curiosos, que quedarían indefensos y a merced de todos los empresarios de espectáculos y teóricos del mundo.
Muy lentamente, sin hacer ruido, Lane se deslizó fuera de la cama, obligándose a sí mismo a mantenerse en pie a pesar de su debilidad. Por un instante pareció que iba a desmayarse, pero superó la crisis; mientras sus rodillas temblaban y la habitación parecía dar vueltas a su alrededor cerró los ojos y se repuso lo suficiente como para acercarse al armario visible a la luz de la luna. En su interior había unas ropas que no le pertenecían pero que le sentaban bastante bien, y se vistió con ellas, apoyándose contra una pared.
Las siluetas de los dos hombres en el porche no se movieron mientras Lane registraba apresuradamente la habitación, buscando un rifle o una pistola. Pero no encontró ninguno. Y no se atrevió a aventurarse en las otras habitaciones. Había muy pocas cosas que tuvieran algún valor para él, a excepción de unos caramelos que introdujo en su boca para que le proporcionaran las energías que necesitaba. Levantando cuidadosamente la persiana de la ventana de la parte trasera de la habitación, se deslizó a través de ella y se dejó caer al suelo, agarrándose con todas sus fuerzas al marco de la ventana.
Descartó la utilización de una canoa, sabiendo que no podría remontar con ella la corriente del río. Más allá, en los establos, un caballo relinchó suavemente. Lane estuvo a punto de dirigirse hacia allí, pero cambió de idea; si salía montado en un caballo le verían fácilmente, y no estaba en condiciones de cabalgar con la rapidez necesaria. Además, los caballos podían dar la alarma si un extraño se acercaba a ellos, y su única posibilidad estribaba en marcharse sin que se dieran cuenta.
Escogiendo las sombras más profundas, se alejó de la casa en dirección a la verja del recinto, cuya vigilancia corría a cargo de un muchacho que no había cumplido los veinte años y que estaba profundamente dormido. Sus ronquidos no se interrumpieron cuando Lane cruzó la verja y el gran continente se extendió delante de él. Vio la cinta del río brillando a la luz de la luna y se encaminó hacia allí, sabiendo que debía mantenerse pegado al curso del agua para poder regresar al lugar del cual había venido. Era una aventura completamente absurda, sin la menor esperanza de éxito, y su mente racional lo sabía. Aunque pudiera resistir el largo viaje, y eludir a todos los animales carnívoros y humanos hostiles sin extraviarse, la tarea resultaba casi imposible, sin ningún equipo ni provisiones. Además, Harper y su grupo avanzarían rápidamente, doblando la distancia que él recorrería en un día. Y siempre existía la posibilidad de que decidieran seguirle, en la creencia de que se había marchado del recinto en un acceso de delirio; a caballo, podían alcanzarle en muy poco tiempo.
Súbitamente, y a medida que avanzaba, oyó algo que se movía a su lado y detrás de él por entre los árboles a lo largo del sendero que discurría paralelo a la orilla del río; el sonido era le de un animal, de gran tamaño, moviéndose con cierta cautela, aunque sin preocuparse demasiado del ruido que pudiera hacer. Por un momento, Lane pensó si le convenía trepar a un árbol para ponerse fuera del alcance de aquel animal, pero era casi de día, y probablemente se trataba de un león que regresaba a su guarida después de efectuar su habitual correría nocturna en busca de alimento. El hecho de que pudiera oírle resultaba estimulante, ya que sabía que los grandes felinos eran capaces de avanzar silenciosamente cuando se lo proponían. Lane reemprendió la marcha.
El sonido volvió a producirse, esta vez más cercano; quizás el león, si era un león, regresaba a su guarida hambriento... En ocasiones, cuando no habían tenido suerte, los leones no desdeñaban variar su dieta con un poco de carne humana. Lane se detuvo, tratando de localizar a su perseguidor, cuando alguien pronunció su nombre.
—¡Lane! ¡Harvey Lane!
Lane se sobresaltó. Creyó que le habían descubierto, y que probablemente le estaban rodeando con cautela pensando que era víctima de un acceso febril y que podía resultar peligroso... Se deslizó a un lado del sendero, buscando un lugar donde ocultarse, cuando la voz llegó de nuevo a sus oídos, esta vez más clara.
—¡Maestro!
—¡Ajub!
El gran mono apareció silenciosamente en el sendero, delante de él, empuñando su enorme lanza.
—¡Hola, Lane! Me pareció localizar tus huellas que se alejaban del recinto de los hombres blancos, aunque no podía estar seguro debido a los numerosos rastros humanos que se entrecruzaban allí.
Lane se sentó en el suelo, aliviado y al mismo tiempo poseído de nuevos temores.
—Ajub, esa gente, los otros blancos, está organizando una expedición de caza contra vosotros. Hablé más de la cuenta en mi delirio, y probablemente ya han salido.
El rostro de Ajub permaneció impasible, sin reflejar ninguna emoción.
—Lo sé. Conseguí acercarme a sus chozas, y he estado escuchando sus planes. No tiene importancia.
—Pero esta vez están muy bien equipados. No podréis eliminarlos a todos...
—Naturalmente. Pero no encontrarán nuestra aldea. Otro miembro de la tribu vino conmigo, y le he hecho regresar con el aviso. Nos trasladaremos a otro lugar que descubrimos hace mucho tiempo, y que es un escondite todavía mejor. Cuando tus amigos lleguen a la antigua aldea, sólo encontrarán una zona de tierra calcinada, sin ningún rastro que nos traicione.
La carga que se desprendió de los hombros de Lane fue casi física, y se incorporó de nuevo, con la ayuda de uno de los musculosos brazos de Ajub.
—¿Por qué me has seguido, Ajub? Tenías los libros, y ellos contienen más conocimientos que los que yo puedo darte. No tenías necesidad de volver a capturarme.
—Ni necesidad ni intención; eras libre para marcharte en el momento en que lo desearas, Lane... Creí que lo sabías desde siempre —Ajub sacudió la cabeza—. Físicamente, no eres más que un chiquillo para nosotros, ¿sabes?, y necesitabas protección; nos hemos limitado a servirte de guardaespaldas a lo largo de las orillas del río. De no haberlo hecho así, aquellos guerreros de las canoas te hubiesen capturado. Y cuando te encontraron los blancos, enfermo y delirando acerca de nosotros, quise quedarme, naturalmente.
Lane debió suponer que sólo la gente de Ajub podía haber atacado las canoas a aquella distancia de la orilla sin utilizar armas de fuego; pero no había vuelto a pensar en aquel incidente. Palpó la cicatriz de su frente, haciendo una mueca, y se encogió de hombros.
—Podías haber dejado que me capturasen —murmuró—. Así no hubiera podido traicionarte a los blancos. Bueno, no la demores más.
—¿De qué estás hablando?
—De tu venganza, desde luego. Por eso te has quedado, ¿no es cierto? Supongo que yo haría lo mismo, de modo que no necesitas juzgarme antes de la ejecución.
Durante unos instantes, Ajub le miró con una expresión de profundo desconcierto. Luego, lentamente, asomó a su rostro una divertida sonrisa, casi humana.
—No, Harvey Lane; me he quedado para darte instrucciones a fin de que pudieras encontrarnos si alguna vez querías visitarnos. Mira, he dibujado un mapa de la nueva ruta lo mejor que he sabido. Ahora, permíteme que te devuelva al hogar de tus amigos, antes de que yo regrese al mío.
Recogió a Lane como podía haber manejado a un chiquillo, cargándoselo al hombro y reemprendiendo la marcha río abajo, tocando con la otra mano en el suelo mientras corría. Y, lentamente, el hombre se relajó, física y mentalmente, por primera vez en muchos días.
—Ajub —murmuró al oído del mono—, creo que te has equivocado de dirección. Según el mapa que has dibujado, mis amigos se encuentran al norte de aquí... mucho más al norte.
Oyó la súbita risa del jefe, notó que el robusto cuerpo daba media vuelta y echaba a correr en sentido contrario, y al cabo de unos instantes dormía apaciblemente, con la cabeza semienterrada en el rojizo pelaje del mono.
Ajub sonrió, mientras la distancia que les separaba del hogar se iba acortando.