UNA PECERA CON PECES DE COLORES
Sobre el horizonte yacía la nube inmóvil que remataba las increíbles trombas marinas conocidas como las Columnas de Hawai.
El capitán Blake inclinó sus binóculos.
—Allí están, caballeros.
En el puente del navío de investigación hidrográfica U.S.S. Mahan, se encontraban, además de los marinos de guardia, dos hombres vestidos de paisano; las palabras del capitán estaban dirigidas a ellos. El más bajito y de más edad de los dos miró ávidamente a través del catalejo que le había pedido prestado al contramaestre.
—No veo nada —se quejó.
—Pruebe con mis prismáticos, doctor —sugirió Blake, entregándole los binóculos.
Jacobson Graves los ajustó a su visión y volvió a concentrar su atención en la lejanía.
—¿Ve usted algo ahora? —inquirió el capitán al cabo de unos minutos.
—Creo que sí —respondió Graves—. Dos rayas verticales oscuras, desde la nube hasta el horizonte.
—Eso es.
El otro paisano, Bill Einsenberg, había cogido el catalejo cuando Graves lo soltó para tomar los prismáticos.
—Yo también las veo —anunció—. El catalejo funciona perfectamente, doctor. Pero no parecen tan grandes como había esperado —admitió.
—Están aún más allá del horizonte —explicó Blake— Usted ve únicamente los segmentos superiores. Pero tienen una longitud de once mil pies desde la línea de agua hasta la nube... si es que continúan formándose.
Graves alzó rápidamente la mirada.
—¿Por qué esa reserva mental? ¿No lo han hecho hasta ahora?
El capitán Blake se encogió de hombros.
—Desde luego. Delante mismo de nuestras narices. Pero no tendrían que estar allí: hace cuatro meses no existían... ¿Cómo puedo saber lo que van a hacer hoy... o mañana?
Graves asintió.
—Comprendo su punto de vista, y estoy de acuerdo con él. ¿Podemos calcular su altura por la distancia a que se encuentran?
—Voy a ver —Blake se asomó a la sala de derrota— ¿Alguna lectura, Archie?
—Un momento, capitán. —El navegante aplicó los labios a un tubo y gritó:— ¡Distancia!
Una voz apagada contestó:
—Distancia ¡...ninguna lectura!
—Algo más de veinte millas —dijo Blake alegremente, dirigiéndose a Graves—. Tendrá que esperar, doctor.
El teniente Mott ordenó al contramaestre que anunciara la hora de la cena. El capitán abandonó el puente, advirtiendo que debían informarle cuando el buque se acercara al límite crítico de tres millas de las Columnas. Graves y Einsenberg le siguieron a regañadientes; apenas disponían, de tiempo para vestirse antes de cenar con el capitán.
Los modales del capitán Blake eran anticuados; no permitía que la conversación afectara a temas serios hasta que servían el café.
—Bueno, caballeros —dijo, mientras encendía un cigarro—. ¿Qué se proponen hacer?
—¿No le ha informado el Departamento de Marina? —inquirió Graves, con una rápida mirada.
—Superficialmente. He recibido una carta, ordenándome que pusiera mi barco y mi mando a su disposición para unas investigaciones relacionadas con las columnas, y un cablegrama diciéndome que embarcarían ustedes esta mañana. Sin más detalles.
Graves miró nerviosamente a Einsenberg, y luego al capitán. Se aclaró la garganta.
—Hum... Nos proponemos, capitán, ascender por la columna Kanaka y descender por la Wahini.
Blake le miró fijamente, empezó a hablar, cambió de idea, y finalmente dijo:
—Doctor, tendrá que perdonarme, no pretendo mostrarme descortés... pero lo que acaba usted de decir es una locura. Un suicidio, ni más ni menos.
—Puede ser un poco peligroso...
—¡Hummph!
—...pero disponemos de los medios para realizarlo si, como creemos, la columna Kanaka suministra el agua que se convierte en la columna Wahini en el viaje de regreso.
Describió el método a grandes rasgos. Entre Einsenberg y él sumaban veinticinco años de experiencia en batisferas, ocho Einsenberg y diecisiete él mismo. Habían traído a bordo del Mahan una batisfera modificada que ahora reposaba en la sentina. Externamente era una batisfera sin anclas de lastre; por dentro se parecía mucho a los complicados toneles utilizados por algunos temerarios exhibicionistas para deslizarse espectacular e inútilmente por encima de las Cataratas de Niágara. Suministraría aire enrarecido pero respirable, durante cuarenta y ocho horas; contenía agua y alimentos concentrados para el mismo período de tiempo; disponía incluso de rudimentarias aunque apropiadas instalaciones higiénicas.
Pero su característica principal era un arnés antichoque, una camisa de fuerza, en la cual un hombre podía colgar suspendido de las paredes por medio de una red de fibras Gideon y muelles de acero. En ella, un hombre podía sobrevivir a los choques más violentos con los huesos y las vísceras intactos.
Blake señaló con el dedo el boceto que Graves había dibujado para ilustrar su descripción.
—¿De veras se proponen intentar el ascenso a las Columnas en eso?
Einsenberg respondió:
—El no, capitán. Yo.
Graves enrojeció.
—Mi maldito médico...
—Y sus colegas —añadió Einsenberg—. La situación es esta, capitán: los ánimos del doctor son inmejorables, pero tiene un corazón desajustado, un par de oídos submarinos y unas arterias en malas condiciones. De modo que el Instituto me ha encargado que no le pierda de vista.
Graves protestó:
—Bill, no sea tan obstinado y atienda a razones. Yo soy un viejo; nunca tendré otra oportunidad como esta.
—Ni hablar —replicó Einsenberg—. Capitán, deseo informarle a usted de que el Instituto me ha concedido plenas atribuciones sobre el material que hemos subido a bordo, precisamente para evitar que este anciano testarudo cometa alguna locura.
—Eso es asunto suyo —dijo Blake—. Yo he recibido instrucciones en el sentido de que debía facilitar las investigaciones del doctor Graves. Suponiendo que uno de ustedes desee suicidarse en ese ataúd de acero, ¿cómo se proponen penetrar en la Columna Kanaka?
—Usted se encargará de ello, capitán. Situará la esfera al pie de la columna ascendente, y volverá a recogerla al pie de la columna descendente.
Blake frunció los labios y luego sacudió lentamente la cabeza.
—No puedo hacer eso.
—¿Eh? ¿Por qué?
—No acercaré mi barco a menos de tres millas de las Columnas. El Mahan es un buque sólido, pero no está construido para navegar a grandes velocidades. No puede recorrer más de doce nudos por hora. En algún lugar dentro de aquel círculo la corriente que alimenta a la columna Kanaka superará los doce nudos. No tengo el menor interés en descubrir dónde, a costa de perder mi barco.
»Últimamente se han perdido un gran número de barcos pesqueros de las islas. No quiero que el Mahan pase a engrosar la lista.
—¿Cree usted que subieron por la columna?
—Sí.
—No tiene usted que arriesgar el barco, capitán —sugirió Bill Einsenberg—. Puede soltar la esfera desde la lancha a motor.
Blake sacudió la cabeza.
—Ni pensarlo —dijo secamente—. Aunque las lanchas estuvieran construidas para esa tarea, que no lo están, no pondría en peligro a uno solo de mis hombres. Esto no es la guerra.
—Me estaba preguntando... —dijo Graves en voz baja.
—¿Qué?
Einsenberg dejó oír una risita.
—El doctor tiene la romántica idea de que todos los fenómenos raros que se han producido durante estos últimos cinco años deben ser atribuidos a una sola y siniestra causa: desde las Columnas hasta las bolas de fuego de LaGrange.
—¿Las bolas de fuego de LaGrange? ¿Qué relación pueden tener con las columnas? No son más que electricidad estática. Lo sé; las he visto.
Los dos científicos se volvieron simultáneamente hacia el capitán, con una nueva atención.
—¿De veras? ¿Dónde?
—Mientras jugaba al golf, en Hilo, el pasado mes de marzo. Yo estaba...
—¡Aquel caso! ¡Fue uno de los casos de desaparición!
—Sí, desde luego. Es lo que trataba de decirles. Yo estaba cerca del agujero número trece, cuando se me ocurrió levantar la mirada...
Un día tranquilo y despejado. Barómetro normal, brisa ligera. Nada que sugiriese perturbaciones atmosféricas, ausencia de manchas solares, sin interferencias en la radio. De pronto, media docena, o más, de gigantescas bolas de fuego flotaron a través del campo de golf en una especie de despliegue en guerrilla, formando una línea que algunos observadores describieron como matemáticamente simétrica: una afirmación negada por otros.
Una turista que jugaba al golf, profirió un grito y echó a correr. La bola más próxima a ella abandonó su lugar en la línea y se puso a danzar detrás de la mujer. Nadie parecía estar seguro de que la bola la hubiese tocado —el mismo Blake no podía decirlo, aunque había sido testigo presencial—, pero cuando la bola hubo pasado, la mujer yacía sobre la hierba, muerta.
Un médico local que tenía fama de extravagante insistió en que había encontrado pruebas de coagulación y de electrolisis en el cadáver, pero el jurado que se nombró para el caso siguió el consejo del forense y atribuyó la muerte a un fallo cardíaco, un veredicto calurosamente aprobado por la cámara local de comercio y la oficina de turismo.
El hombre que desapareció no trató de correr; su destino fue a su encuentro. Era un caddie, un mestizo japonés-kanaka, sin parientes conocidos, un hecho que pudo haber dejado su nombre fuera del caso, de no mediar la curiosidad de un reportero entrometido.
—Estaba de pie sobre el césped, a menos de veinticinco metros de distancia del lugar donde yo me encontraba, una especie de depresión llena de arena —contó Blake—, cuando las bolas de fuego se acercaron. Quedé situado entre dos de ellas. Noté que me ardía la piel, se me erizaron los cabellos y percibí un intenso olor a ozono. Permanecí inmóvil...
—Eso le salvó —dijo Graves.
—Tonterías —dijo Einsenberg—. Lo que le salvó fue pisar arena seca.
—Bill, es usted un tonto —replicó Graves—. Esas bolas de fuego actúan con una consciencia inteligente.
Blake interrumpió su relato.
—¿Por qué supone eso, doctor?
—No importa, por ahora. Continúe con su historia, por favor.
—Hm-m-m. Bueno, pasaron junto a mí. El caddie se hallaba en la trayectoria de una de ellas. No creo que la viera.
Estaba de espaldas a las bolas, ¿comprenden? La bola le alcanzó, le envolvió, continuó su camino... pero el muchacho había desaparecido.
Graves asintió.
—Eso coincide con los relatos de que tengo noticia. Lo raro es que no recuerde haber visto su nombre en ellos...
—Me mantuve al margen del asunto —dijo Blake brevemente—. No me gustan los reporteros.
—Hm-m-m. ¿Algo que añadir a los informes que se publicaron? ¿Algún error en ellos?
—Ninguno que yo recuerde. ¿Mencionaron los informes la bolsa de mazos de golf que llevaba el caddie?
—Creo que no.
—Fueron encontrados en la playa, a seis millas de distancia.
Einsenberg se puso en pie.
—Eso es una novedad —declaró—. Dígame, ¿había algo que sugiriera desde qué altura habían caído? ¿Estaban aplastados o rotos?
Blake sacudió la cabeza.
—No tenían un solo arañazo, y la arena de la playa no aparecía removida. Pero estaban... fríos como el hielo.
Graves esperó que continuara. Cuando el capitán no lo hizo, inquirió:
—¿Yo? No me lo expliqué. Lo atribuí a un fenómeno eléctrico sin clasificar. No obstante, si quiere una teoría, le daré una. Esa bola de fuego es un campo estático de alta frecuencia. Envuelve al caddie y le carga de electricidad, convirtiéndole en otra bola... y electrocutándole, incidentalmente. Cuando la carga se consume, el muchacho cae al mar.
—¿De veras? En Kansas ocurrió un caso semejante, bastante lejos del mar.
—Es posible que no encontraran el cadáver.
—Nunca se ha encontrado. Pero, incluso así, ¿cómo explica usted que los mazos fueran depositados sobre la arena tan suavemente? ¿Y por qué estaban fríos?
—¿Cómo quiere que lo sepa? No soy ningún teórico. Soy ingeniero naval de profesión, y empírico por naturaleza. Supongamos que me lo dice usted...
—De acuerdo. Pero no olvide que mi hipótesis es puramente especulativa, una base para la investigación. Yo veo en esos diversos fenómenos, las Columnas, las bolas de fuego gigantes, y otros varios fenómenos extraños que no debieron producirse, pero que se produjeron —incluyendo el caso de un pequeño pico montañoso situado al sur de Boulder, en Colorado, cuya altura disminuyó “espontáneamente”—, yo veo en esas cosas la evidencia de una dirección Inteligente, de una sola causa consciente... Se encogió de hombros—. Llamémosle el factor “X”. Yo estoy buscando el factor “X”.
Einsenberg asumió una expresión de burlona simpatía.
—¡Pobre doctor! —suspiró—. Por fin ha tenido que soltarlo.
Los otros dos ignoraron la pulla. Blake inquirió:
—Usted es esencialmente un ictiólogo, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Cómo se le ocurrió interesarse por todo esto?
—No lo sé. Por curiosidad, supongo. Mi chistoso y joven amigo le diría a usted qué ictiología se deriva de “Ictus”
Blake se volvió hacia Einsenberg.
—Pero, ¿no es usted ictiólogo?
—¡No! Soy un oceanógrafo especializado en ecología.
—Está bromeando —observó Graves—. Háblele al capitán Blake de Cleo y de Patra.
Einsenberg pareció ligeramente desconcertado.
—Son unos simpáticos animalitos domésticos —dijo, a la defensiva.
Al ver la expresión intrigada del rostro de Blake, Graves explicó:
—Cleo y Patra son un par de peces de colores. ¡Peces de colores! En este momento se encuentran en el lavabo de su camarote, si quiere verlos.
—¿Interés científico? —inquirió Blake.
—¡Oh, no! Bill cree que le tienen afecto.
—Son unos simpáticos animalitos domésticos —insistió Einsenberg—. No ladran, no arañan, no se ensucian... ¡Y Cleo tiene tanta expresión!
Ofreció los servicio de su jefe de buceadores, un veterano oficial de toda confianza, y de su tripulación técnica.
—Existe más de un motivo —añadió— para creer que su batisfera hará el viaje en redondo, al margen del axioma de que lo que sube tiene que bajar. ¿Conocen ustedes el caso del VJ-14?
—¿Se refiere al avión naval que se perdió durante las primeras investigaciones?
—Si —Blake habló a través de su comunicador—: Díganle a mi escribiente que me traiga el expediente del VJ-14 —ordenó.
Inmediatamente después de su descubrimiento se habían efectuado varias tentativas para reconocer la extraña nube “permanente” y sus increíbles trombas marinas. Lo que se averiguó fue muy poco. Un avión penetraba en la nube. Sus motores se paraban y caía, sin sufrir ningún daño, hasta que los motores volvían a funcionar. Regresaba a la nube: los motores volvían a pararse. El alcance vertical de la nube era mayor que el techo de cualquier avión.
—El VJ-14 —explicó Blake, consultando ocasionalmente el expediente que acababan de entregarle— efectuó un reconocimiento aéreo de las Columnas el 12 de mayo, ayudado por el U.S.S. Pelican. Además del piloto y del radiotelegrafista, llevaba a bordo un operador cinematográfico y un jefe aerógrafo. Mm-m-m-m... Sólo las dos últimas anotaciones parecen tener sentido: “Cambiamos de ruta. Volaremos entre las Columnas: 14”. Y “0913: el avión no responde a los mandos: 14”. Observaciones telescópicas desde el Pelican permitieron comprobar que el avión ascendía en espiral alrededor de la Columna Kanaka y era absorbido por la propia columna. No se vio caer nada.
—Incidentalmente, el piloto, teniente... m-m-m-m... sí, Mattson, el teniente Mattson fue exonerado a título póstumo por el tribunal que investigó el caso. Sí, aquí está el punto que nos interesa: pertenece al diario de navegación del Pelican: “1709: Recogidos restos identificados como parte del VJ-14. Véase folio adjunto para descripción detallada”—. No necesitamos molestarnos con eso. Lo que importa es que los recogieron a cuatro millas de la base de la Columna Wahini, al otro lado de la Kanaka. La deducción es evidente y su plan podría dar resultado. Pero no espere salir con vida.
—Me arriesgaré —afirmó Einsenberg.
—M-m-m-m sí. Pero yo iba a sugerir que enviáramos un peso muerto, digamos una canasta de huevos empaquetados dentro de un tonel.
El comunicador del puente zumbó; el capitán Blake alzó la voz en dirección a la campana de bronce de un tubo parlante.
—Sí.
—Las ocho, capitán.
—Gracias —Blake se puso en pie—. Discutiremos los detalles mañana por la mañana.
Una lancha a motor de cincuenta pies se mecía sin descanso a popa del Mahan. Un cable de nueve pulgadas de fibra de corteza de coco la unía al barco; atada a él a intervalos de una braza había un cable telefónico que terminaba en un par de auriculares encajados en el casco del señalador instalado en la cámara del bote. A su lado veíanse un par de gallardetes y un catalejo.
En la lancha se encontraban ya el timonel, el mecánico, el oficial de la lancha, Graves y Einsenberg. Con ellos, en la parte delantera, había un barril de agua, dos latas de cincuenta galones de gasolina... y un tonel. Contenía no sólo una canasta de huevos cuidadosamente empaquetados sino también un aparato de señales de humo, un transmisor de radio manipulado desde el barco y una penetración de agua salada para completar un circuito eléctrico.
El oficial de la lancha dio la señal de listos al puente. Un megáfono aulló: “¡Despeguen con cuidado!” La lancha se alejó lentamente del barco, dirigiéndose hacia la Columna Kanaka, a tres millas de distancia.
La Columna Kanaka se irguió encima de ellos, impresionante, a pesar de encontrarse aún a una milla de distancia. El lugar en el cual desaparecía en la nube parecía casi encima de sus cabezas, cayendo hacia ellos. Su tronco de quinientos pies de espesor resplandecía con un color negro-púrpura, más semejante a acero bruñido que a agua.
—Pruebe otra vez el motor, piloto.
—Sí, señor. —El motor tosió, agarró la marcha; el mecánico soltó el engranaje y la lancha avanzó, tensando la estaca.
—Pare el motor. —El oficial se volvió hacia sus pasajeros—. ¿Qué pasa, Mr. Einsenberg? ¿Está asustado?
—No. Mareado. No resisto las embarcaciones pequeñas.
—Mal asunto. Creo que tenemos un poco de vinagre...
—Gracias, pero el vinagre no me serviría para nada. No importa, puedo aguantar.
El oficial se encogió de hombros, volvió la cabeza y dejó vagar su mirada a lo largo de la columna. Emitió un silbido, cosa que había hecho cada vez que la había mirado. Einsenberg, a quien el mareo había puesto nervioso, estaba empezando a encontrar repelentes aquellos silbidos.
—¡Uf! ¿De veras piensa usted trepar ahí arriba, Mr. Einsenberg?
—¡Desde luego!
El oficial de la lancha pareció sorprendido por el tono de la respuesta, se echó a reír y añadió:
—Bueno, su mareo de ahora no es nada comparado con lo que le espera, si quiere saber mi opinión.
Einsenberg no quería saberla. Graves conocía el temperamento de su amigo, de modo que llevó el peso de la conversación durante los minutos siguientes.
—Ponga el motor en marcha, piloto.
El piloto lo intentó e informó rápidamente.
—El arranque no funciona.
—Ayude al mecánico a colocar una estaca en el volante. Yo cuidaré del timón.
Los dos hombres se afanaron en el motor, sin resultado.
El oficial de la lancha ordenó al señalador que comunicara la situación al barco.
—Lancha 3 llamando a puente. Lancha 3 llamando a puente. Puente, ¡conteste! Llamando... llamando... —El señalador se quitó uno de los auriculares—. El teléfono no funciona, señor.
—Utilice los gallardetes. Dígales que nos remolquen.
El oficial se secó el sudor que empapaba su rostro y contempló nerviosamente las olas que chocaban contra el costado de la lancha.
Graves tocó su brazo.
—¿Qué pasa con el tonel?
—Déjelo caer por la borda, si quiere. Yo estoy ocupado.
¿No puede usted levantarlos, Sears?
—Lo estoy intentando, señor.
—Vamos, Bill —le dijo Graves a Einsenberg.
Los dos se deslizaron hacia la proa de la lancha, alejándose de los tres hombres que sudaban sobre el volante. Graves cortó la cuerda que sujetaba el tonel y Einsenberg trató de ayudarle a agarrarlo. El tonel, incluida la carga, pesaba menos de doscientas libras, pero resultaba difícil de manejar, especialmente sobre la oscilante cubierta de la lancha.
Por fin consiguieron lanzarlo por la borda, a costa de un dedo aplastado para Einsenberg y una espinilla dolorida para Graves. El tonel cayó pesadamente, empapándoles de agua salada, y se alejó rápidamente hacia la Columna Kanaka arrastrada por la corriente que la alimentaba.
—¡El barco contesta, señor!
—¡Bien! Dígales que tiren de nosotros... con mucho cuidado.
El oficial de la lancha se apartó del motor y corrió a comprobar si la estacha que les unía al barco estaba bien atada.
Graves le tocó en el hombro.
—¿No podríamos quedarnos aquí hasta que veamos que el tonel penetra en la columna?
—¡No! Más vale que rece para que la estacha resista, en vez de preocuparse por el tonel... o también nosotros subiremos por la Columna. Sears, ¿ha contestado el barco?
—Ahora mismo lo está haciendo, señor.
—¿Por qué llevamos una estacha de fibra de corteza de coco, Mr. Parker? —inquirió Einsenberg, que en la excitación del momento se había olvidado de su mareo—. Yo confiaría más en un buen cable de acero...
—Porque la fibra de corteza de coco flota y el acero no —respondió secamente el oficial—. Dos millas de cable nos arrastrarían al fondo. ¡Sears! Dígales que aflojen la tensión.
Estamos cargando agua.
—¡Sí, señor!
El tonel tardó menos de cuatro minutos en alcanzar la columna y penetrar en ella, un hecho que Graves comprobó pidiéndole prestado el catalejo al señalador para seguir su recorrido hasta el último momento, lo cual le hizo ganarse una mirada de enojo del nervioso oficial de la lancha. Unos minutos después, cuando la lancha se encontraba a unos quinientos metros del lugar más próximo a la columna que habían alcanzado, el teléfono resucitó súbitamente. Inmediatamente comprobaron el arranque del motor, el cual empezó a rugir.
Realizaron el viaje de regreso con el motor en marcha para aliviar la tensión de la estacha, a media velocidad y maniobrando continuamente para evitar que la hélice se enredara con el cable.
Bill Einsenberg trepó al sillín del aparato en el cual iba a recibir tratamiento antipandeo: media hora de duro trabajo para estimular su circulación al tiempo que respiraba una atmósfera de helio y oxígeno, al final dé cuyo período el nitrógeno normalmente disuelto en su corriente sanguínea sería ampliamente reemplazado por helio. El aparato no era más que una simple bicicleta vieja montada sobre una plataforma fija. Blake le echó una ojeada.
—No era necesario que se molestara trayendo esto —observó—. A bordo tenemos algo mejor. Actualmente es una práctica normal para las operaciones de buceo.
—No lo sabíamos —respondió Graves—. De todos modos, esto será suficiente. ¿Todo a punto, Bill?
—Creo que sí —Einsenberg miró por encima de su hombro hacia el lugar donde reposaba la masa de acero de la batisfera, desembalada, revisada y lista para ser enganchada a la grúa del barco—. ¿Tienen los precintos a mano?
—Desde luego. El condestable y yo cerraremos la compuerta. Aquí está su mascarilla.
Einsenberg cogió la mascarilla de inhalación y empezó a colocársela. Graves observó la expresión de su rostro.
—¿Qué pasa, hijo?
—Doctor... uh...
—¿Sí?
—Bueno... cuidará usted de Cleo y de Patra, ¿verdad?
—Desde luego. Pero no van a necesitar nada durante el escaso tiempo que usted estará fuera.
—Um-m m-m... No, supongo que no. Pero, ¿cuidará usted de ellos?
—Desde luego.
—Gracias.
Einsenberg se ajustó la mascarilla y agitó la mano en dirección al condestable que esperaba junto a las botellas de gas. El condestable aflojó las válvulas, se oyó el siseo del gas y Einsenberg empezó a pedalear como un corredor de los Seis Días.
Con media hora de espera por delante, Blake invitó a Graves a que le acompañara a dar un paseo por cubierta y a fumar un cigarrillo. Había dado una veintena de vueltas cuando Blake se detuvo junto a la grúa, se quitó el cigarrillo de la boca y observó.
—¿Sabe una cosa? Creo que su compañero tiene una buena posibilidad de completar el viaje.
—¿De veras? Me alegra oír eso.
—Sí. El éxito de la prueba con el peso muerto me ha convencido. Si ese globo desciende por la Columna Wahini, lo encontraré.
—Estoy seguro. Tuvo usted una buena idea al hacerlo pintar de amarillo.
—Nos ayudará a localizarlo, desde luego. Sin embargo, no creo que su compañero descubra nada nuevo. A través de las escotillas sólo verá agua azul, desde que penetre en la columna hasta que lo recojamos.
—Es posible.
—¿Qué otra cosa podría ver?
—No lo sé. Qué es lo que ha hecho esas columnas, quizás.
Blake tiró cuidadosamente la ceniza de su cigarrillo por encima de la barandilla antes de contestar:
—Doctor, no le comprendo. En mi opinión, esas columnas son un fenómeno natural.
—Y para mí es igualmente obvio que no son “naturales”. Muestran una interferencia inteligente con los procesos normales de la naturaleza con tanta claridad como si llevaran colgado un letrero indicándolo así.
—No sé cómo puede decir eso. Es evidente que no están hechas por la mano del hombre.
—No.
—Entonces, ¿quién las ha hecho... si es que las ha hecho alguien?
—No lo sé.
Blake empezó a hablar, se encogió de hombros y se calló. Los dos hombres reanudaron su paseo. Graves se volvió a un lado para tirar la punta de su cigarrillo por la borda.
De pronto, gritó:
—¡Capitán Blake!
—¿Eh? —El capitán se volvió y miró hacia el lugar que Graves señalaba—. ¡Santo Dios! ¡Bolas de fuego!
—Eso me había parecido.
—Están bastante lejos —dijo Blake, más para sí mismo que para Graves. Se volvió con aire decidido—. ¡Puente gritó—. ¡Puente!
—¡Puente, capitán!
—Mr. Weems: pase la orden: “Toda la tripulación bajo cubierta”. Cierren todas las escotillas. Y toquen alarma general.
—Sí, señor.
—¡Dése prisa! —Volviéndose hace Graves, el capitán añadió:— Vamos dentro.
Graves le siguió. El capitán se detuvo a echar el cerrojo a la puerta por la cual habían entrado. El barco estaba lleno de la ronca voz de los altavoces, el sonido de pasos apresurados y el monótono y amenazador cling-cling-cling de la alarma general.
El vigía del puente luchaba aún con la última de las pesadas escotillas de cristal cuando el capitán se acercó a él.
—Yo la cerraré, Mr. Weems —dijo. Empezó a moverse de un lado a otro del puente, revisándolo todo, hasta que su mirada fue a posarse sobre las bolas de fuego, visiblemente más próximas y dirigiéndose directamente hacia el barco—. Su amigo no se ha enterado de la noticia —le dijo a Graves.
A continuación agarró la palanca que servia para abrir y cerrar la escotilla de popa del puente.
Graves miró por encima del hombro de Blake y vio que la cubierta estaba vacía, con la única excepción de una figura solitaria que pedaleaba sobre una bicicleta fijada a una plataforma. Las bolas de fuego de LaGrange se estaban acercando.
Blake tiró de la palanca, pero la escotilla no se abrió.
El capitán se dirigió rápidamente al tablero de mando de los altavoces y conectó la línea general, sin entretenerse en escoger el circuito adecuado.
—¡Einsenberg! ¡Vaya abajo!
Einsenberg debió oír que pronunciaban su nombre, ya que volvió la cabeza y miró por, encima de su hombro —Graves lo vio claramente—, en el preciso instante en que la bola de fuego le alcanzaba. La bola pasó, y el sillín de la bicicleta quedó vacío.
Cuando pudieron examinarlo, descubrieron que el aparato no había sufrido ningún daño. El tubo de goma que iba conectado a la mascarilla de inhalación había sido cortado limpiamente. No había sangre, no había ninguna huella. Bill Einsenberg había desaparecido, sencillamente.
—Voy a subir —dijo Graves.
—No está en condiciones físicas para hacerlo, Doctor.
—A usted no le alcanza ninguna responsabilidad, capitán Blake.
—Lo sé. Podrá usted ir, si lo desea... después de que hayamos buscado el cadáver de su amigo.
—¡Déjese de historias! Yo subiré a buscarle.
—¿Eh? ¿Qué quiere decir?
—Sí tiene usted razón, Einsenberg está muerto, de modo que no servirá de nada buscar su cadáver. Si yo estoy en lo cierto, sólo existe una posibilidad de encontrarle... ¡allí!
Y Graves señaló la gran nube suspendida sobre las Columnas.
Blake le miró unos instantes en silencio y luego se volvió hacia el jefe de buceadores.
—Mr. Hargreave, busque una mascarilla de inhalación para el doctor Graves.
Mientras el doctor realizaba los ejercicios de acondicionamiento, Blake le contemplaba con el ceño fruncido. La tripulación del buque, lo mismo los oficiales que los marineros, se mantenía en un segundo plano y sin hablar: cuando el Viejo tenía aquella expresión andaban con pies de plomo.
Terminado el ejercicio, los buceadores vistieron a Graves rápidamente y le introdujeron inmediatamente en la batisfera, a fin de no exponerle demasiado al nitrógeno del aire. Poco antes de que se cerrara la compuerta principal, Graves llamó al capitán.
—¡Capitán Blake!
—¿Sí, doctor?
—Los peces de colores de Bill... ¿Cuidará usted de ellos?
—Desde luego, doctor.
—Gracias.
—No hay de qué. ¿Está usted preparado?
—Preparado.
Blake avanzó unos pasos, introdujo un brazo a través de la compuerta y estrechó la mano de Graves.
—Buena suerte. —Retiró el brazo—. Cierren la compuerta.
La grúa depositó la batisfera sobre el agua; dos lanchas a motor la remolcaron media milla en dirección a la Columna Kanaka donde la corriente era suficientemente intensa para arrastrarla. La soltaron allí y retrocedieron hacia el barco.
Blake siguió la maniobra con sus prismáticos desde el puente. La batisfera se deslizó lentamente al principio, para ganar velocidad a medida que se acercaba a la base de la columna. Recorrió con mucha rapidez los últimos centenares de metros; Blake vio una especie de fogonazo amarillo encima mismo de la línea del agua... y nada más.
Ocho horas... y ninguna señal. Nueve horas, diez horas, nada. Después de veinticuatro horas de patrullar en las proximidades de la Columna Wahini, Blake estableció contacto por radio con el Departamento.
Cuatro días de vigilancia: Blake supo que el pasajero de la batisfera tenía que estar muerto; no importa si por sofocación, implosión, ahogado o por cualquier otra causa. De modo que informó a sus superiores y recibió órdenes de proceder de acuerdo con sus obligaciones. La tripulación del barco se reunió en cubierta; el capitán Blake leyó en voz alta el servicio para los difuntos, dejó caer por la borda unos capullos marchitos de hibiscos y se dirigió al puente para fijar el rumbo hacia Pearl Harbor. Pero antes se detuvo unos instantes en su camarote y llamó a su ordenanza:
—En el camarote que ocupaba Mr. Einsenberg encontrarás unos peces de colores. Busca un recipiente apropiado y ponlos en mi camarote.
—Sí, capitán.
Cuando Bill Einsenberg recobró el sentido se encontraba en un Lugar.
Lo siento, pero ninguna otra descripción es apropiada; carecía de características. ¡Oh! No del todo, desde luego: no era oscuro, no se hallaba en un estado de vacío, no era frío ni demasiado pequeño desde el punto de vista de la comodidad. Pero carecía de características hasta el punto de que Einsenberg tropezó con dificultades para calcular él tamaño del lugar. Téngase en cuenta que la visión en estéreo, mediante la cual calculamos el tamaño de las cosas directamente, no funciona más allá de veinte pies. A distancias superiores, dependemos del conocimiento previo del verdadero tamaño de los objetos familiares, y solemos efectuar nuestros cálculos subconscientemente: Un hombre de tal estatura se encuentra a tal distancia, y viceversa.
Pero el Lugar no contenía ningún objeto familiar. El techo se encontraba a una considerable distancia de su cabeza, demasiado lejos para alcanzarlo de un salto. El suelo se curvaba hasta unirse con el techo, impidiendo así un avance lateral de más de una docena de pasos. Einsenberg se dio cuenta del obstáculo al perder el equilibrio. (No disponía de líneas de referencia a través de las cuales calcular la vertical; además, su innato sentido del equilibrio estaba afectado por las lesiones que habían sufrido sus oídos internos durante años enteros de, buceo. Resultaba más fácil sentarse que andar, y no había ningún motivo, para andar, después de los primeros intentos inútiles de exploración.)
Cuando despertó por primera vez se desperezó y abrió los ojos, mirando a su alrededor. La falta de detalles le confundió. Era como si estuviera en el interior de una gigantesca cáscara de huevo; iluminada desde dentro por una luz suave y ligeramente ambarina. La vaguedad sin forma le molestó; cerró los ojos, sacudió la cabeza y volvió a abrirlos: todo continuaba igual.
Estaba empezando a recordar su última experiencia antes de perder el sentido: la bola de fuego acercándose, sus frenéticos e inútiles intentos de eludirla... Su mente ordenada empezó a buscar explicaciones. Un frío muy intenso, pensó, y su nervio óptico paralizado. Se preguntó si estaría ciego.
De todos modos, no debieron dejarle solo en sus actuales condiciones.
—¡Doctor! —gritó—. ¡Doctor Graves!
Ninguna respuesta, ningún eco: Einsenberg se dio cuenta de que allí no había ningún sonido, excepto el de su propia voz, ninguno de los ocasionales pequeños ruidos que llenan por completo el normal silencio “muerto”. Este lugar era tan silencioso como el interior de un saco de harina. ¿Tenía también destrozados los oídos?
—No, puesto que había oído su propia voz. En aquel momento se dio cuenta de que estaba mirando sus propias manos. En consecuencia, a sus ojos no les pasaba nada; podía ver perfectamente con ellos.
Pudo verse a sí mismo. Estaba desnudo.
Pudo haber sido varias horas más tarde, pudo haber sido al cabo de unos instantes, cuando llegó a la conclusión de que estaba muerto. Era la única hipótesis que parecía encajar con los hechos. Agnóstico dogmático, no había esperado sobrevivir después de la muerte; había esperado apagarse como una luz, con una repentina pérdida de la conciencia. Sin embargo, había sido sometido a una carga de electricidad estática más que suficiente para matar a un hombre; cuando recobró el conocimiento, se encontró sin la habitual experiencia que se acumula viviendo. Por lo tanto, estaba muerto. R.I.P.
Desde luego, parecía tener un cuerpo, pero Einsenberg estaba familiarizado con la paradoja subjetivo-objetivo. Aún tenía memoria; la norma más fuerte en la memoria de uno es la conciencia del cuerpo. Este no era su cuerpo, sino su detallada sensación memorística de él. Probablemente, pensó, su cuerpo-sueño se desvanecería a medida que se apagara su memoria del cuerpo-objeto.
No había nada que hacer, nada que experimentar, nada con que distraer su mente. Finalmente se quedó dormido, pensando que si esto era la muerte resultaba muy aburrido...
Despertó más despejado, pero con una intensa sensación de hambre y, sobre todo, de sed. Había dejado de preocuparse por si estaba muerto o no; no le interesaba la teología ni la metafísica. Tenía hambre.
Además, al despertar experimentó un fenómeno que destruyó la mayoría de las bases para su creencia intelectual en su propia muerte, que nunca había alcanzado la fase de convencimiento emocional. Aquí, en el Lugar, encontró objetos materiales distintos a él mismo, objetos que podían ser vistos y tocados.
Y comidos.
Aunque esto último no era inmediatamente evidente, ya que no tenían el aspecto de alimentos. Eran de dos clases. El primero era un trozo amorfo de nada en particular, ligeramente grasiento al tacto, y poco apetitoso. El segundo era un grupo de objetos de aspecto uniforme y delicioso. Eran esferas, un par de docenas; cada una de ellas le pareció a Bill Einsenberg el duplicado de una bola de cristal que había comprado en cierta ocasión: auténtico cristal de roca brasileño, a cuya perfecta belleza no había podido resistir; lo había comprado y llevado a su casa, para disfrutarlo en privado.
Las pequeñas esferas tenían el mismo aspecto. Tomó una. Era suave como el cristal y tenía la misma casta frialdad, pero era blanda como gelatina. Temblaba como la gelatina, haciendo que las luces que había en su interior danzaran deliciosamente, antes de recobrar su perfecta redondez.
A pesar de lo agradable de su aspecto no parecían comestibles, en tanto que el trozo grasiento y jabonoso podía serlo. Partió una pequeña porción, la olfateó y la probó. Tenía un sabor agrio, desagradable. Einsenberg, hizo una mueca y deseó de todo corazón poder lavarse los dientes. Si aquello era comida, pasaría mucha hambre...
Volvió su atención a las deliciosas esferas de gelatina cristaloide. Las hizo girar en las palmas de sus manos, saboreando su suavidad y su frescor. En el centro de cada una de ellas vio su propio reflejo, miniaturizado, estilizado y gracioso. Casi por primera vez adquirió conciencia de la serena belleza de la figura humana, cuando era observada como una composición y no como una masa de detalles coloidales.
Pero la sed se hizo todavía más apremiante que la admiración narcisista. Se le ocurrió que las lisas y frías esferas, introducidas en la boca, podían provocar la salivación, del mismo modo que un guijarro. Lo probó; la esfera que había escogido chocó contra sus dientes mientras la introducía en su boca, y sus labios y su barbilla quedaron repentinamente húmedos, mientras unas gotas se deslizaban por su pecho. Las esferas eran agua, nada más que agua, sin ninguna piel de celofán, ni recipiente de ninguna clase. Le habían servido agua, limpiamente empaquetada, por medio de algún truco esotérico de tensión superficial.
Probó con otra, manejándola con más cuidado para asegurarse de que no se rompía entre sus dientes hasta que la tuviera en la boca. La cosa dio resultado: su boca se llenó de agua pura y fresca... Con demasiada rapidez; sus dientes quedaron doloridos. Pero había descubierto el truco y se bebió cuatro de las esferas.
Satisfecha su sed, su interés se concentró en el extraño truco por medio del cual el agua se convertía en su propio recipiente. Las esferas eran duras; Einsenberg no pudo romperlas arrojándolas contra el suelo: rebotaron como pelotas de golf. Consiguió pinchar una entre las uñas de sus dedos pulgar e índice. Se rompió inmediatamente, y el agua se deslizó entre sus dedos: únicamente agua, sin ninguna piel ni sustancia extraña. Al parecer, sólo un corte podía afectar al equilibrio de tensiones; el humedecerlas no servía para nada, ya que Einsenberg pudo introducir una cuidadosamente en su boca, sacarla y secarla sobre su propia piel.
Decidió que, en vista de que su provisión era limitada, y no había más agua en perspectiva, sería prudente conservar la que tenía y no hacer más experimentos.
El alivio de la sed se tradujo en una mayor exigencia del hambre. Einsenberg volvió de nuevo su atención a la otra sustancia y descubrió que podía obligarse a sí mismo a masticar y engullir. Podía no ser comida, podía incluso ser veneno, pero llenó su estómago y calmó sus punzadas. Llegó a sentirse satisfecho, después de disipar el sabor con otra esfera de agua.
Cuando hubo comido Einsenberg volvió a ordenar sus pensamientos. No estaba muerto, o, si lo estaba, la diferencia entre vivir y estar muerto era imperceptible, verbal. Alguien sabía dónde estaba y se preocupaba por él, ya que le habían suministrado comida y bebida, de un modo misterioso pero muy hábil. Ergo: era un prisionero, una palabra que lleva implícita otra: un guardián.
¿Prisionero de quién? Había sido herido por una bola de fuego LaGrange y se había despertado en esta celda. Einsenberg se veía obligado a admitir que el doctor Graves, según todas las apariencias, estaba en lo cierto: las bolas de fuego eran controladas inteligentemente. Además, la persona o personas que las controlaban tenían ideas nuevas en lo que respecta al modo de atender a los prisioneros, así como unos sistemas muy especiales para capturarlos.
Einsenberg no era cobarde. Poseía el alto grado de valor tan corriente en la raza humana, una raza capaz de concebir la muerte, pero capaz al mismo tiempo de enfrentarse diariamente con su probabilidad, en la autopista, en la sala de partos, en el campo de batalla, en el aire, en el Metro... y de enfrentarse valientemente con la certeza de la muerte como final.
Einsenberg estaba preocupado, naturalmente, pero no dominado por el pánico. Su situación era decididamente interesante; ya no estaba aburrido. Si era un prisionero, lo más probable sería que sus captores se presentaran en cualquier momento, quizás para interrogarle, quizás para tratar de utilizarle de algún modo. El hecho de que no le hubieran matado presuponía alguna clase de planes para su futuro. Muy bien, se concentraría en recibir lo que pudiera llegar con una mente tranquila y despiertas Entretanto, no podía hacer nada para recobrar la libertad; se había asegurado de ello. Esta era una prisión que chasquearía al propio Houdini: paredes lisas y continuas, sin nada a que agarrarse.
En un momento determinado creyó que tenía una clave para escapar; la celda tenía una instalación sanitaria de alguna clase, ya que lo que su cuerpo eliminaba iba a parar a alguna otra parte. Pero no adelantó nada por ese camino; la jaula estaba siempre limpia, sencillamente, sin que Einsenberg pudiera descubrir cómo se efectuaba la limpieza.
De repente, volvió a quedarse dormido.
Cuando despertó, sólo había cambiado un elemento: la comida y el agua habían sido repuestas de nuevo. El “día” transcurrió sin ningún incidente, a excepción de sus propios atareados e infructuosos pensamientos.
Y el “día” siguiente. Y el siguiente.
Einsenberg decidió permanecer despierto el tiempo necesario para descubrir cómo eran introducidas en su celda la comida y la bebida. Realizó un esfuerzo colosal, utilizando medidas drásticas para estimular su cuerpo y mantenerlo consciente. Se mordió los labios, se mordió la lengua.
Pellizcó violentamente con sus uñas los lóbulos de sus orejas. Se concentró en difíciles problemas mentales.
De repente se adormiló; al despertar, la comida y la bebida habían sido repuestas.
Los períodos de vigilia iban seguidos de sueño, hambre y sed, satisfacción de estas necesidades y más sueño. Einsenberg decidió que necesitaba algún calendario en beneficio de su salud mental. No disponía de ningún medio para medir el tiempo, aparte de sus períodos de sueño, a los que designaba arbitrariamente como días. No disponía de ningún medio para hacer anotaciones, exceptuando su propio cuerpo. Y lo utilizó. Un trozo de uña le sirvió de aguja. Rascando con ella su piel conseguía arañarla; el rojo arañazo persistía un par de días y podía ser renovado. Siete arañazos hacían una semana.
Había marcado la segunda serié de siete arañazos en el dedo anular de su mano izquierda cuando ocurrió el acontecimiento que vino a turbar su soledad. Al despertar de su sueño, se dio cuenta de que no estaba solo.
Había una figura humana durmiendo a su lado. Cuando se hubo convencido a sí mismo de que estaba realmente despierto, agarró a la figura por el hombro y la sacudió.
—¡Doctor! —aulló—. ¡Doctor! ¡Despierte!
Graves abrió los ojos, se incorporó y extendió su mano.
—Hola, Bill —dijo—. No sabe cuánto me alegro de verle.
—¡Doctor! —Einsenberg palmeó la espalda del anciano—. No sabe cuánto me alegro yo de verle a usted.
—Lo supongo.
—¿Dónde ha estaba usted? ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Le arrastraron también las bolas de fuego?
—Cada cosa a su tiempo, hijo. Vamos a desayunar.
Había una doble ración de comida y de agua en el “suelo”, cerca de ellos. Graves cogió una esfera, la mordisqueó expertamente y se la bebió sin derramar una sola gota. Einsenberg le contemplaba, admirado.
—Por lo que veo, lleva usted aquí algún tiempo.
—Desde luego.
—¿Le arrastraron las bolas de fuego al mismo tiempo que a mí?
—No —Graves alargó la mano hacia la comida—. He llegado subiendo por la Columna Kanaka.
—¿Qué?
—Lo que oye. En realidad, le estaba buscando a usted.
—¡No es posible!
—A las pruebas me remito. Al parecer, mi descabellada hipótesis era correcta; las Columnas y las bolas de fuego son manifestaciones distintas de la misma causa: X.
—Pero, doctor... bueno, eso significa que alguien ha hecho todo esto. Alguien que ahora nos ha encerrado aquí.
—Es evidente —dijo Graves, masticando lentamente. Parecía cansado, más viejo y más delgado de lo que Einsenberg le recordaba—. No cabe duda de que existe un control inteligente. No hay otra explicación.
—Pero, ¿quién?
—¡Ah!
—¿Alguna potencia extranjera? ¿Nos encontramos ante un arma completamente nueva?
—Lo dudo. ¿Cree usted que los japoneses, por ejemplo, se molestarían en servirnos el agua así?
Graves sostuvo en alto una de las pequeñas y coloreadas esferas.
—¿Quién, entonces?
—No lo sé. Llamémosles marcianos: ese es un modo conveniente de pensar en ellos.
—¿Por qué marcianos?
—Por ningún motivo concreto. He dicho que era un modo conveniente de pensar en ellos.
—¿Conveniente?
—Sí, porque evita que uno piense en ellos como en seres humanos... cosa que no son, evidentemente. Ni animales. Algo muy inteligente, pero no animales, porque son más listos que nosotros. Marcianos.
—Pero... pero... espere un momento. ¿Por qué supone usted que sus X no son humanos? ¿Por qué no han de ser humanos, cuando estas simples bolitas nos plantean un problema científico que somos incapaces de resolver?
—Esa es una pregunta razonable —dijo Graves—. Y le daré una respuesta razonable. Porque en el actual estado de paz mundial y de buena voluntad sabemos dónde se encuentran los mejores cerebros del planeta y qué están haciendo. Unos avances como ese no podrían mantenerse ocultos y tardarían mucho tiempo en desarrollarse. X ofrece pruebas de media docena de líneas distintas de desarrollo que están más allá de nuestro alcance y que exigirían años de trabajo de docenas de investigadores, en el mejor de los casos. Ipso facto, se trata de, ciencia no-humana.
»Desde luego —continuó—, si se pronuncia usted por un científico loco y un laboratorio secreto, no puedo discutírselo. Pero yo no estoy escribiendo suplementos dominicales.
Bill Einsenberg permaneció en silencio largo rato, mientras consideraba lo que Graves había dicho a la luz de su propia experiencia.
—Tiene usted razón, doctor —admitió finalmente—. Es curioso: siempre. que tenemos una discusión la razón suele estar de su parte... Tienen que ser marcianos. ¡Oh! No me refiero a habitantes de Marte; me refiero a alguna forma de vida inteligente del exterior de este planeta.
—Es posible.
—¡Pero, usted ha sido el primero en decirlo!
—No, dije que era un modo conveniente de enfocarlo.
—Pero; tienen que serlo, por eliminación.
—Proceder por eliminación equivale a razonar haciendo trampa.
—¿Qué otra cosa podría ser?
—M-m-m-m,... No estoy preparado para decir lo que opino... todavía. Pero existen motivos más poderosos que los que hemos mencionado para llegar a la conclusión de que nos enfrentamos con seres no-humanos. Motivos psicológicos.
—¿De qué tipo?
—El trato que X da a los prisioneros no corresponde a las normas de conducta humana. Piense en ello.
Tenían muchas cosas de que hablar; Graves le contó a Bill cómo se le había ocurrido subir a la Columna. Y Bill se sintió conmovido por el relato de su envejecido y frágil amigo:
—Doctor, tiene usted muy mal, aspecto.
—No me extraña.
—El subir a la Columna ha sido algo demasiado duro para usted. No debió intentarlo.
Graves se encogió de hombros.
—No ha sido ninguna proeza —dijo.
Pero Graves se dio cuenta de que el viaje le había afectado físicamente más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Durmieron, comieron, hablaron y durmieron de nuevo.
La rutina a la que Einsenberg se había acostumbrado continuó, aunque con compañía. Pero Graves no se recuperaba.
—Doctor, tendríamos que hacer algo.
—¿Acerca de qué?
—De esta situación. Lo que nos ha sucedido a nosotros es una intolerable amenaza para toda la raza humana. No sabemos qué puede ocurrir debajo...
—¿Por qué dice usted “debajo”?
—Bueno, usted ascendió por la Columna.
—Sí, es cierto, pero ignoro cómo y cuándo fui sacado de la batisfera, y a dónde pueden haberme llevado. Pero, continúe. Exponga su idea.
—De acuerdo. Ignoramos lo que puede haberle ocurrido al resto de la raza humana. Las bolas de fuego pueden estar raptando a los hombres, uno a uno, sin que tengan ninguna posibilidad de luchar ni de descubrir lo que está pasando. Nosotros tenemos cierta idea de la respuesta. Tendríamos que escapar y advertirles. Es posible que exista algún medio para luchar contra la amenaza. Es nuestro deber; todo él futuro de la raza humana puede depender de ello.
Graves permaneció silencioso por espacio de tanto tiempo cuando Bill terminó su arenga, que Einsenberg empezó a sentirse un poco en ridículo. Pero cuando finalmente habló, el anciano se mostró de acuerdo con sus palabras.
—Creo que tiene usted razón, Bill. Creo que es muy posible que tenga usted razón. No necesariamente, pero con muchos visos de posibilidad. Y esa posibilidad nos impone una obligación ante todo el género humano. Lo sé. Lo sabía antes de que ocurriera esto, pero no disponía de datos suficientes para justificar el gritar: “¡Que viene el lobo!”
»El problema —continuó— estriba en saber cómo podemos advertirles... ahora.
—¡Tenemos que escapar!
—¡Ah!
- Tiene que haber algún medio.
—¿Puede usted sugerir alguno?
—Tal vez. No hemos podido descubrir ningún medio para entrar o salir de este lugar, pero es evidente que existe; a nosotros nos metieron en él. Además, todos los días introducen aquí nuestras raciones. Una vez intenté permanecer despierto el tiempo suficiente para ver cómo lo hacían, pero me quedé dormido...
—Lo mismo me ocurrió a mí.
—No me extraña. Pero ahora somos dos; podemos turnarnos en la vigilancia, hasta que suceda algo.
Graves asintió.
—Vale la pena intentarlo.
Dado que no disponían de ningún medio para medir la duración de los períodos de vigilancia, cada uno de ellos montó guardia hasta que no pudo resistir el sueño, y entonces despertaba al otro. Pero no ocurrió nada. Sus provisiones se agotaron y no fueron repuestas. Racionaron cuidadosamente sus bolas de agua, que al final quedaron reducidas a una, que no se bebieron porque los dos insistieron en que debía bebérsela el otro. Pero sus invisibles captores no dieron señales de vida.
Al cabo de un incalculable período de tiempo, insoportablemente largo, Einsenberg despertó súbitamente mientras Graves le tocaba y pronunciaba su nombre. Se incorporó, parpadeando, desorientado.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—Me he quedado adormilado —dijo Graves, con aire contrito—. Lo siento, Bill.
Einsenberg miró hacia el lugar que Graves señalaba. Su comida y su agua habían sido renovadas.
Einsenberg no sugirió una repetición del experimento. En primer lugar, parecía evidente que sus guardianes no estaban dispuestos a permitir que descubrieran la combinación de su celda, y eran lo bastante inteligentes como para hacer fracasar sus tentativas, necesariamente débiles. En segundo lugar, Graves era un hombre enfermo; Einsenberg no se atrevió a sugerir otra prolongada famélica vigilia.
Pero, sin conocer la combinación, parecía imposible salir de allí. Un hombre desnudo es un ser particularmente indefenso; sin materiales para construir herramientas, no puede hacer nada. Einsenberg pensó que sus posibilidades de salir de la jaula eran las mismas que tenían sus peces de colores, Cleo y Patra, de abrirse camino a través de una pecera de cristal.
—Doctor.
—Sí, hijo.
—Creo que hemos enfocado esto equivocadamente. Sabemos que X es inteligente; en vez de tratar de escapar, deberíamos intentar establecer comunicación.
—¿Cómo?
—No lo sé. Pero tiene que existir algún medio.
Pero, si existía, no pudo descubrirlo. Suponiendo incluso que sus captores pudieran verle y oírle, ¿cómo se haría entender a base de gestos o palabras? La raza humana, trabajando en condiciones mucho más favorables, no había conseguido aprender los lenguajes de las otras razas de animales...
¿Qué podía hacer para llamar su atención, para estimular su interés? ¿Recitar la Proclama de Gettysburg? ¿O la tabla de multiplicar?
—Doctor.
—¿Qué pasa, Bill?
Graves se estaba hundiendo; aquellos “días”, rara vez iniciaba una conversación.
—¿Por qué estamos aquí? Siempre había pensado que eventualmente nos sacarían y harían algo con nosotros... Tratar de interrogarnos, tal vez. Pero no parece que vaya a suceder nada de eso.
—No, no lo parece.
—Entonces, ¿por qué estamos aquí? ¿Por qué se ocupan de nosotros?
Graves tardó largo rato en contestar.
—Creo que están esperando que nos reproduzcamos.
—¿Qué?
Graves se encogió de hombros.
—Pero eso es absurdo...
—Desde luego. Pero, ¿lo saben ellos?
—Son inteligentes.
Graves se echó a reír, la primera vez que lo hacía en muchos sueños.
—¿Conoce aquel verso de Roland Young acerca de la mosca?
“La Mosca es un curioso animal.
No puede distinguirse a Ella de El.
Pero El puede hacerlo... y también Ella”
»Después de todo —continuó Graves—, las diferencias visibles entre hombres y mujeres son completamente superficiales y casi desdeñables... excepto para los hombres y las mujeres.
Einsenberg encontró la sugerencia repulsiva; luchó contra ella.
—Mire, doctor, por poco que nos hayan estudiado se habrán dado cuenta de que la raza humana está dividida en sexos. Al fin y al cabo, no somos los primeros ejemplares que han capturado.
—Tal vez no nos estudian.
—¿Eh?
—Tal vez somos simplemente... animalitos domesticados.
¡Animales domesticados! La moral de Bill Einsenberg se había mantenido muy alta frente al peligro y la incertidumbre. Este ataque era más sutil. ¡Animales domesticados! Había pensado en Graves y en sí mismo como en prisioneros de guerra, o, posiblemente, objetos de investigación científica. Pero, animales domésticos...
—Sé lo que siente —continuó Graves—. Resulta humillante desde un punto de vista antropocéntrico. Pero creo que puede ser verdad. Y puedo exponerle también mi propia teoría particular acerca de la naturaleza posible de X, y de la relación de X con la raza humana. Desde luego, se trata de una simple conjetura, basada en muy pocos datos. Pero encaja con los hechos conocidos.
»Yo concibo a los seres X como apenas conscientes de la existencia de los hombres, sin el menor interés por ellos...
—¡Pero nos dan caza!
—Tal vez. O tal vez nos han atrapado ocasionalmente por casualidad. Muchos hombres han soñado en una incidencia de inteligencias no-humanas sobre la raza humana. Casi sin excepción, el sueño ha asumido una de dos formas, invasión y guerra, o exploración y mutua interrelación social. Ambos conceptos presuponen que los no-humanos son lo bastante semejantes a nosotros cómo para luchar con nosotros o hablar con nosotros: es decir, para tratarnos como iguales, en uno u otro sentido.
»Yo no creo que X esté suficientemente interesado en los seres humanos para desear esclavizarlos, o incluso exterminarlos... Es posible que ni siquiera deseen estudiarnos, después de haberse dado cuenta de que existimos. Tal vez carecen de espíritu científico, si entendemos por él una curiosidad simiesca por todo lo que se mueve. A ese respecto, ¿hasta qué punto estudiamos nosotros a las otras formas de vida? ¿Le ha preguntado usted alguna vez a sus peces de colores lo que opinan sobre la poesía o la política de los peces de colores? ¿Piensan las termitas que el lugar de una mujer está en el hogar? ¿Prefieren los castores a las rubias o a las morenas?
—Bromea usted.
—No, no bromeo. Tal vez las formas de vida que he mencionado río están implicadas con ideas semejantes. Pero la que quiero subrayar es que nunca podremos saber si lo están o no. No creo que X conciba a la raza humana como inteligente.
Bill meditó unos instantes y luego dijo:
—¿De dónde cree usted que proceden, doctor? ¿De Marte, quizá? ¿O del exterior del sistema solar?
—No necesariamente. Ni siquiera probablemente. Mi opinión es que proceden del mismo lugar que nosotros: del barro de este planeta.
—Doctor...
—No me mire como a un bicho raro, Bill. Puedo estar enfermo, pero no he perdido la chaveta. ¡La Creación duró ocho días!
—¿Eh?
—Estoy utilizando un lenguaje bíblico. “Y Dios les dio, su bendición y les dijo, Creced y multiplicaos y llenad la tierra, y sometedla: y ejerced vuestro dominio sobre los peces del mar, y las aves del aire y sobre todos los seres vivientes que se muevan encima de la tierra”. Y así ocurrió. Pero nadie mencionó la estratosfera.
—Doctor... ¿está seguro de que se encuentra bien?
—¡Deje de una vez de tratar de psicoanalizarme! Se trata de una alegoría... Lo que quiero decir es que nosotros no somos la última ni la más elevada de las fases de la evolución. En primer lugar se poblaron los océanos. Luego aparecieron los anfibios, y la evolución continuó hasta que los continentes quedaron poblados y, con el paso del tiempo, el hombre dominó en la superficie de la tierra... o al menos la creyó así. Pero, ¿se detuvo ahí la evolución? Yo creo que no. Piense un poco: desde el punto de vista de un pez, el aire es un vacío inhabitable. Desde nuestro punto de vista, las capas superiores de la atmósfera, a una altura de sesenta, setenta o cien mil pies, semejan un vacío inadecuado para la vida. Pero no son un vacío. Hay en ellas materia y energía irradiante. ¿Por qué no puede haber vida, vida inteligente, altamente evolucionada, pero procedente de unos mismos antepasados?
Einsenberg respiró profundamente.
—Un momento, doctor. No discuto la posibilidad teórica de su hipótesis, pero me parece muy inconsistente. Nunca hemos visto a esos supuestos seres, no tenemos ninguna evidencia directa de ellos. Al menos, no la habíamos tenido hasta ahora. Y tendríamos que haberlos visto.
—No necesariamente. ¿Acaso ven las hormigas al hombre? Lo dudo.
—Si... pero un hombre tiene mejores ojos que una hormiga.
—¿Mejores ojos para qué? Para sus propias necesidades. Supongamos que los seres X se encuentran a demasiada altura, o son demasiado tenues, o se mueven con demasiada rapidez para que nosotros podamos percibirlos. Incluso una cosa tan grande, y tan sólida, y tan lenta como un avión puede elevarse a una altura suficiente para pasar inadvertida. Si X es tenue e incluso semitransparente, nunca podríamos verlo, ni siquiera como una sombra proyectada contra la luna, aunque en realidad se ha contado más de una extraña historia acerca de esa clase de fenómenos.
Einsenberg se puso en pie y echó a andar de un lado para otro.
—¿Pretende usted sugerir —inquirió— que unos seres tan insubstanciales como para flotar en un vacío han constituido las Columnas?
—¿Por qué no? Trate de explicar cómo un embrión desnudo y semiacabado como el homo sapiens construyó el Empire State Building.
Bill sacudió la cabeza.
—No acabo de entenderlo.
Graves cogió una de las milagrosas esferas de agua.
—¿De dónde cree usted que procede esto? Mi opinión es la de que la vida sobre este planeta está partida en tres sectores, sin ninguna interrelación entre ellos. Cultura oceánica, cultura terrestre y otra... llamémosla estratocultura. Tal vez exista una cuarta, debajo de la corteza de la tierra, pero no lo sabemos. Conocemos algo acerca de la vida submarina, porque somos curiosos. ¿Pero qué saben ellos acerca de nosotros? El descenso de unas cuantas docenas de batisferas, ¿constituye una invasión? Un pez que viera nuestra batisfera podría marcharse a casa y acostarse con un intenso dolor de cabeza, pero no hablaría a nadie de ello, y si lo hiciera no le creerían. Si un montón de peces nos vieran y juraran que nos habían visto, no faltaría un pez-psicólogo que explicaría el hecho atribuyéndolo a una alucinación colectiva.
»No, hace falta algo tan grande, tan sólido y tan permanente como las Columnas para ejercer algún efecto sobre los conceptos ortodoxos. Las apariciones casuales no sirven para nada.
Einsenberg permaneció largo rato en silencio. Finalmente, exclamó:
—¡No lo creo! ¡No quiero creerlo!
—¿Creer qué?
—Su teoría. Si está usted en lo cierto, doctor, ¿se da cuenta de lo que significa? Estamos indefensos...
—No creo que se preocupen demasiado de los seres humanos. No lo habían hecho hasta ahora.
—No se trata de eso. Hasta ahora, teníamos cierta dignidad como raza. Luchábamos y hacíamos cosas. Incluso cuando fracasábamos, teníamos la trágica satisfacción de saber que a pesar de todo éramos superiores y más capaces que los otros animales. Teníamos fe en la raza... Pero si no, somos más que uno de los animales inferiores, ¿qué objeta tienen nuestros esfuerzos? Yo no podría continuar diciendo que soy un “científico”, si pensara que no era más que un pez arrastrándome por el fondo de una charca. Mi trabajo no significaría nada.
—Tal vez no signifique nada.
—Tal vez —admitió Einsenberg—. Pero yo no quiero rendirme a la idea. ¡No quiero! Es posible que tenga usted razón. Es posible que esté equivocado. El saber de dónde proceden los seres X no parece tener demasiada importancia. Lo que importa es que son una amenaza para nuestra propia especie. ¡Doctor, tenemos que salir de aquí y advertirles!
—¿Cómo?
Graves permaneció en estado de coma la mayor parte del tiempo antes de morir. Bill prestó una continua atención, permitiéndose únicamente descabezar un sueño de cuando en cuando. No podía hacer nada por su amigo, pero sabía que el simple hecho de estar a su lado era un consuelo para los dos.
Pero estaba dormitando cuando Graves le llamó. Se despertó inmediatamente, a pesar de que el sonido fue apenas un susurro.
—¿Sí, doctor?
—Mis fuerzas se están agotando, hijo. Gracias por cuidar de mí.
—No diga tonterías, doctor.
—No olvide para qué está aquí. Algún día se le presentará una oportunidad. No la desaproveche. La gente tiene que ser advertida.
—Lo haré, doctor, se lo prometo.
—Buen muchacho. Y luego, con voz casi inaudible—: Buenas noches, hijo.
Einsenberg veló el cadáver hasta que estuvo completamente frío. Entonces, agotado por su prolongada vigilia, se sumió en un profundo sueño.
Cuando despertó, el cadáver había desaparecido.
Aquella desaparición le dio una idea. Estaba convencido de que no podría escapar de su celda. Pero ciertas cosas salían de la celda: los restos de alimentos, los excrementos... y el cadáver de Graves. Si él moría, su propio cadáver sería sacado de allí, sin duda alguna. Y sabía que algunas de las cosas que habían subido por las Columnas habían vuelto a bajar. ¿No era verosímil que los seres X se libraran de cualquier masa pesada que no les sirviera para nada dejándola caer por la Columna Wahini?
Muy bien, su cadáver retornaría a la superficie, eventualmente. ¿Cómo podía aprovechar el hecho para transmitir un mensaje a sus compañeros humanos? No tenía materiales para escribir sólo disponía de su propio cuerpo.
Pero del mismo modo que había trazado un calendario podía escribir un mensaje. Podía arañar su piel con un trozo de uña. Si arañaba el mismo lugar una y otra vez, no permitiendo que la herida cicatrizara, acabaría por formarse una costra.
Las letras tenían que ser grandes; y no disponía de más espacio que la parte delantera de su cuerpo. Por lo tanto, la advertencia tenía que ser breve y concisa.
A su debido tiempo, su pecho y su abdomen quedaron cubiertos por un tatuaje digno del jefe de una tribu de bosquimanos. Por entonces, Einsenberg estaba muy delgado y la palidez de su piel revelaba los efectos de su prolongado encierro; las cicatrices destacaban claramente.
Su cadáver fue encontrado flotando en el Pacífico, por unos portugueses que no pudieron leer el mensaje, pero que pusieron el hecho en conocimiento de la policía de Honolulu. La policía fotografió el cadáver, tomó sus huellas dactilares y procedió a su entierro. Las huellas dactilares fueron enviadas a Washington, y William Einsenberg, científico, miembro de numerosas y distinguidas sociedades, tipo elevado de homo sapiens, fue dado por muerto oficialmente por segunda vez con un nuevo misterio unido a su nombre.
El informe de su reaparición alcanzó la oficina del capitán Blake en un puerto del Atlántico. El informe incluía unas fotografías del cadáver, junto con un oficio en el que se ordenaba al capitán que, en vista de su relación con el caso, proporcionara toda la información posible.
El capitán Blake examinó las fotografías por enésima vez. El mensaje trazado con cicatrices era muy visible: “CUIDADO: LA CREACIÓN DURÓ OCHO DÍAS”. Pero, ¿qué significaba?
De una cosa estaba seguro: Einsenberg no tenía aquellas cicatrices en su cuerpo cuando desapareció del Mahan.
El hombre había vivido durante un considerable período de tiempo después de ser arrastrado por la bola de fuego: esto era seguro. Y se había enterado de algo. ¿De qué? La referencia al primer capítulo del Génesis no se le escapaba; pero sí su posible utilidad.
El capitán Blake continuó redactando el informe destinado a sus superiores.
“...el mensaje de las cicatrices añade un nuevo elemento al misterio, en vez de aclararlo. Me veo obligado a admitir que las Columnas y las bolas de fuego LaGrange están relacionadas de algún modo. Opino que debe ser mantenido el servicio de patrulla alrededor de las Columnas. Si surgieran nuevos métodos para investigar la naturaleza de las Columnas, deberían desarrollarse con toda la rapidez posible. Lamento decir que no se me ocurre nada en ese sentido...”
El capitán Blake se levantó de su escritorio y se acercó a un pequeño acuario en el cual, nadaban dos peces de colores. Al observar el nivel del agua, llamó a su ordenanza.
—¡Johnson!
El ordenanza se presentó inmediatamente.
—Johnson, has vuelto a llenar demasiado esta pecera —le dijo el capitán—. Pat está intentando saltar otra vez fuera.
—Lo arreglaré en seguida, capitán.
(No sé por qué guarda el Viejo esos peces de colores. No está interesado en ellos, eso es seguro.)
En voz alta, añadió:
—A ese Pat no le gusta la pecera, capitán. Siempre está tratando de escapar. Y yo no le soy simpático.
Los pensamientos del capitán se habían alejado ya del pez; estaban concentrados de nuevo en el misterio.
—Decía que a ese pez no le soy simpático. Cada vez que limpio la pecera trata de morderme el dedo.
—No digas tonterías, Johnson.