Capítulo 31
Mi padre se marchó a Las Vegas con su amiga al día siguiente de que yo llegara a California. Me dejó las llaves de un Pontiac alquilado y una cuenta abierta en la tienda de comestibles de la esquina. Durante dos semanas conduje de un lado a otro de la playa, comí cenas preparadas y fui al cine con un conocido de mi padre que se había ofrecido a ocuparse de mí. Una mañana, al despertarme, me encontré a este hombre abrazándome y haciéndome declaraciones de amor. Le eché del piso y llamé a mi padre, el cual me dijo que le «pegara un tiro a ese hijoputa» si volvía. Con este fin me indicó cómo encontrar un rifle de supervivencia de las Fuerzas Aéreas del calibre 223 que tenía escondido en el armario. Esperó al teléfono mientras yo cogía el rifle de su escondite y luego me dio instrucciones para montarlo.
Esa noche el hombre se apoyó contra la puerta del piso y sollozó mientras yo permanecía en la oscuridad al otro lado, abrazado al rifle en silencio, sudando y temblando como si tuviera fiebre.
Mi padre regresó unos días antes de que llegase mi hermano. Me llevó a recoger a Geoffrey, que venía en autobús, y nos dejó a los dos en el piso mientras él iba a comprar unos comestibles para la cena. No volvió más. Unas horas después nos llamó su amiga para decirnos que se había vuelto loco y que ahora estaba detenido. Mi hermano fue a la comisaría de policía y comprobó que efectivamente mi padre había sufrido una crisis nerviosa. Le ingresó en el Sanatorio de Buena Vista, donde, durante el resto del verano, mi padre nos recibió los domingos haciendo el papel de afable anfitrión y sostuvo relaciones con una serie de mujeres que tenían problemas aún mayores que los suyos.
Mi madre vio de qué lado soplaba el viento y declinó la invitación a reunirse con nosotros.
Geoffrey nos mantenía a todos trabajando en Convair Astronautics. No tenía tiempo para escribir su novela ni para preparar las clases que daría en Estambul ese otoño. Mientras él trabajaba yo hacía el loco. Él trataba de mantenerme ocupado y de prepararme para el colegio haciéndome escribir comentarios de texto sobre lecturas asignadas. (La enfermedad como metáfora en La peste.» «Modos de ceguera en Edipo Rey.» «Conciencia y ley en Huckleberry Finn.» Pero tuvo más suerte enseñándome a amar a Django Reinhardt y Joe Venuti y a cantar, mientras él hacía el tenor, los versos del bajo en las canciones de orfeón que había aprendido en Choate. Todavía las cantamos juntos.
Después de que yo me fuera al este, al colegio, mi madre consiguió un empleo en Washington. Durante las vacaciones de Navidad Dwight encontró su pista y la siguió hasta allí y trató de estrangularla en el portal de nuestro edificio de apartamentos. Justo antes de desmayarse, ella consiguió darle un rodillazo en los testículos. Él aulló y la soltó; luego le robó el bolso y salió corriendo. Mientras todo esto sucedía, yo estaba sentado en nuestro apartamento, leyendo Hawai y fingiendo lánguidamente creer que los extraños ruidos que oía los hacían los gatos. El barrio era duro y yo había adquirido la costumbre de atribuir todos los ruidos de ese tipo a un origen no humano. Cuando mi madre subió las escaleras tambaleándose y me contó lo ocurrido, corrí ciegamente a la calle y fui detenido inmediatamente por un policía de paisano que me consideró sospechoso de otro delito. Para cuando regresé a casa Dwight ya había sido arrestado. Estaba de pie delante del portal con mi madre y dos policías, mirando al suelo, mientras las luces del coche policial le iluminaban la cara a ráfagas.
—Hijoputa —dije, pero lo dije casi amablemente, consciente de la falsedad de mi posición. Yo había sabido que alguien estaba en apuros y no había hecho nada.
Dwight levantó la cabeza. Parecía confuso, como si no me reconociera. Agachó la cabeza de nuevo. Su pelo rizado brillaba a causa de los copos de nieve derretidos. Fue la última vez que le vi. Mi madre consiguió una orden de renuncia, y la policía le metió en un autobús para Seattle a la mañana siguiente.
No me desenvolví bien en Hill. ¿Cómo hubiera podido hacerlo? No sabía nada. Mi ignorancia era tan profunda que a veces transcurrían clases enteras sin que yo entendiera nada de lo que se decía. Los profesores pensaban que era un vago; todos menos mi profesor de literatura, el cual comprendió que yo amaba los libros pero que no tenía forma de hablar de ellos, más allá de lo que había empezado a aprender con mi hermano. Este hombre me ofreció su amistad. Me dio clases particulares, me dio papeles en algunas de las obras de teatro que dirigía y toleró los atrevimientos a que su amabilidad dio lugar a veces. Pero la mayoría de los profesores estaban claramente decepcionados. Me asustaba tener un rendimiento tan bajo cuando tanto se esperaba de mí, y para ocultar mi miedo me convertí en uno de los juerguistas del colegio, bebedor, fumador, artista del ligue en las fiestecitas que teníamos con las alumnas de Baldwin, Shipley y Miss Fine’s. Pero ésa es otra historia.
Si trabajaba mucho conseguía a duras penas mantenerme a flote; en cuanto me relajaba me hundía. Cuando notaba que me hundía me entraba el pánico y hacía locuras y me metía en líos. Mi cuenta de deméritos era casi siempre la más alta de la clase. Mientras los chicos que había a mi alrededor daban cabezadas en la capilla yo rezaba como un musulmán, rezaba para que de alguna forma lograse salir de nuevo a flote y pudiese quedarme en este sitio, que en secreto amaba profundamente.
El colegio tenía paciencia, pero no una paciencia inagotable. En mi último año hice que quebrara la banca y me pidieron que me fuera. Mi madre fue a recibirme a la estación y me llevó a un piano bar lleno de hombres con chaquetas estilo Nehru donde me dejó emborracharme hasta caer redondo. Quería que supiera que no estaba furiosa por nada, que había durado más de lo que ella había esperado nunca. Tenía ganas de celebrar que acababa de lograr un buen empleo en la iglesia que estaba enfrente de la Casa Blanca.
—Tengo mejores vistas que Kennedy —me dijo.
A mi mejor amigo le expulsaron del colegio pocas semanas después que a mí y los dos nos dedicamos a protestar furiosamente. Me agoté de tanto enfurecerme. Luego me alisté en el ejército. Y lo hice con una sensación de alivio y de regreso al hogar. Era bueno encontrarme de nuevo en la clara vida de los uniformes, las graduaciones y las armas. Cuando llegué allí me pareció que ése era el lugar al que me había estado encaminando todo el tiempo y donde quizás aún podría redimirme. Lo único que necesitaba era una guerra.
Cuidado con lo que pedís en vuestras oraciones.
Cuando estamos verdes, todavía a medio crear, creemos que nuestros sueños son derechos, que el mundo está dispuesto a actuar a favor de nuestros intereses y que caer y morir es cosa de cobardes. Vivimos con la inocente y monstruosa seguridad de que nosotros solos, entre todas las personas que han nacido, tenemos un acuerdo especial por el cual se nos permitirá seguir verdes para siempre.
Esa seguridad arde con luminosa llama en algunos momentos. Ardía luminosa para mí cuando Chuck y yo salimos de Seattle y emprendimos el largo viaje a casa. Acababa de quitarme de encima un cargamento de mercancías robadas. Mi cartera estaba hinchada de billetes, que perdería jugando a las cartas en una noche, pero que entonces creía que me durarían meses. Al cabo de un par de semanas me marchaba a California para estar con mi padre y mi hermano. Poco después, mi madre se reuniría con nosotros. Estaríamos todos juntos otra vez, como tenía que ser.
Y cuando terminase el verano me iría al este, a un noble colegio donde sacaría buenas notas, capitanearía el equipo de natación y recibiría la bienvenida del gran mundo que era mi deseo y mi derecho. En ese mundo nada de lo que yo pudiera imaginar para mí mismo era imposible. En ese mundo la única tarea era elegir con cuidado.
Chuck también estaba contento. Ya no había armas en su maletero. Se había librado de Tina Flood, se había librado de la cárcel y pronto se libraría de mí. Ya no éramos amigos, pero ambos teníamos motivos de alegría y esto nos ayudaba a imaginar que lo éramos. Cantamos con la radio y compartimos una botella de Canadian Club que Chuck había traído. El pinchadiscos estaba poniendo canciones de dos y tres años antes, canciones que ya nos ponían nostálgicos. Cuanto más nos alejábamos de Seattle más fuerte cantábamos. Éramos paletos, después de todo, y para un paleto toda la gracia de un viaje a la ciudad está en el momento de dejarla, el momento en que se cierra a su espalda como una trampa que ha saltado demasiado tarde.
La noche era brumosa. No había luna. Las ventanas de las granjas brillaban con una luz suave y amarillenta, como si estuvieran debajo del agua. Pasamos de las tierras de labranza al bosque y luego encontramos el río y lo seguimos, adentrándonos en las montañas. Miré el paisaje que atravesábamos con ojos altivos, permitiéndome pequeñas sensaciones de afecto hacia lo que pensaba que no había sido capaz de retenerme. No sabía que desde entonces la palabra hogar estaría para siempre llena de este lugar.
El aire se iba volviendo más transparente a medida que subíamos, y más frío. Las curvas se sucedían rápidamente unas a otras, pues la carretera imitaba el serpenteante curso del río. Ahora pudimos ver la luna, una fina luna plateada que se balanceaba entre las negras copas de los árboles por encima de nosotros. Chuck perdía una y otra vez la emisora de radio. Finalmente apagó la radio y cantamos canciones de Buddy Holly. Cuando nos cansamos de ellas, cantamos himnos. Primero cantamos I Walk to the Garden Alone y The Old Rugged Cross y otros suaves, sólo para encontrar nuestro alcance y entrar en materia. Luego cantamos los que levantaban el tejado. Los cantamos con respeto y con energía, balanceándonos de un lado al otro y bajando los hombros en contrapunto. Entre himnos bebíamos de la botella. Nuestras voces eran fuertes. Era una buena noche para cantar y cantamos con toda el alma, como si hubiéramos sido salvados.
FIN